En el patio del cuartel de la Montaña se desarrollaron numerosas escenas de violencia. Varios cadáveres de oficiales las atestiguaban. Se dijo que algunos de ellos se habían suicidado y que otros habían sido muertos al intentar resistir a los asaltantes. Esas versiones se aceptaron sin ninguna convicción. La verdad es que los oficiales fueron ejecutados por los más violentos de los milicianos que no creían llegada la hora de la piedad. De entre los oficiales muertos, bastantes fueron acusados por los soldados como autores de castigos y violencias. Fanjul y el coronel García de la Herrán, a quien en Sevilla conocían por el sobrenombre de «El Loco Dios», se entregaron a las fuerzas regulares. Su conducta la imitaron varios de sus subordinados, que salían, las manos en alto, con el semblante desencajado, de la noche pasada y de las escenas de que habían sido testigos. El grupo de milicianos anarquistas que se habían lanzado sin una vacilación al asalto del cuartel, desconfiando de la justicia oficial y de sus trámites, la establecieron por su cuenta, íntimamente convencidos de que su conducta era irreprochable. De los anarquistas que participaron en aquel episodio serán muy contados los que sobrevivan. De la misma manera que mataban, estaban resueltos a hacerse matar. No eran ellos los moralmente recusables, sino aquellos otros grupos, a los que se llamó incontrolados, que habían puesto a rédito el valor frío e implacable de los que, sin serlo, llamaban compañeros. La crueldad de los primeros tenía un móvil revolucionario; la de los segundos, con formas más brutales y recusables, se inspiraba, las más de las veces, en venganzas personales y en motivos de lucro. Cuando se pensó en volar varios puentes de la Sierra para dificultar el acceso de la columna de Mola a Madrid, Prieto me confirió el encargo de que buscase el mayor número de paquetes de dinamita. Supuse que en la Secretaría de la CNT pudieran facilitar los que necesitaban, y me puse al habla con ella. Supuse bien. Uno de los anarquistas más iluminados accedió a venir a verme, y después de conceder lo que de él se pedía me declaró:
—Debéis tener más confianza en nosotros. Estamos, de todo corazón, dispuestos a ayudaros a ganar. Nos haremos matar por la victoria del pueblo, pero no sufriremos la menor debilidad de vuestra parte. Creemos que es la ocasión de llegar hasta el fin. Os daremos toda la dinamita que tenemos si no olvidáis que necesitamos armas.
Estos anarquistas no tenían nada de común, aun cuando a veces se confundiesen, con aquellas bandas de irresponsables que asolaron Madrid y le arruinaron, en unas semanas de despilfarres, todas las posibilidades de organización. Se sentían temidos y espiados y esto les llevaba a encerrarse en sí mismos, constituyendo cuarteles como el del Cine Europa, en Cuatro Caminos, en que todas las previsiones defensivas estaban tomadas con un celo militar insuperable. En sus edificios ocultaron varias de las ametralladoras cogidas en el Cuartel de la Montaña. Las provisiones alimenticias, que se adelantaron a hacer antes que nadie, ascendían a cantidades de mucha consideración. Se preocupaban de los menores detalles, como si temiesen una asechanza de parte de sus ocasionales compañeros. Tenían presente, al proceder así, la hostilidad que les profesaban los comunistas, a la que ellos correspondían con el mayor entusiasmo. Recordando episodios de la revolución rusa afirmaban que a ellos no les sucedería lo que a sus correligionarios de Leningrado y Moscú. La polémica seguía siendo agria. Las dos fuerzas se menospreciaban mutuamente. Los comunistas ejercían cerca de ellos una táctica disociadora. Se congraciaban con la masa e impugnaban a sus dirigentes. A éstos los reputaban perniciosos y contrarrevolucionarios, si bien se abstenían de hacer pública esa opinión. La infección de Madrid era, en aquellos días, más anarquista que comunista. La disciplina y subordinación, que ese partido impone a sus militantes, señalándoles las tareas a realizar como norte político y unidad de concepto, eran inconciliables con aquel momento en que cada individualidad proclamaba su derecho a hacer lo que mejor acomodaba a su voluntad o a su conveniencia, desde instalarse en la casa soñada a quitarle la vida al enemigo de la víspera. El anarquista teórico vacaba a sus preocupaciones y no tenía una palabra de censura para aquella nefasta desorganización colectiva que entendía ser consecuencia irremediable de la sublevación de los militares. Conceptos como el de autodisciplina y libre obediencia, de los que había de despedirse con dolor, eran defendidos por él con sincero entusiasmo. El problema exterior no contaba con su estimativa. La lucha estaba en España e iba a ser resuelta por fuerzas exclusivamente españolas. Este anarquismo, con capacidad de contagio, es el que entró victorioso en el Cuartel de la Montaña e impuso a los oficiales vencidos su justicia de guerra.
Resistí cuantos requerimientos se me hicieron para visitar el patio donde el sol de Madrid calentaba, descomponiéndolos, los cadáveres de los vencidos. La curiosidad macabra no me ha mortificado nunca, y a todo lo largo de la guerra me iba a dejar en paz. Tenía suficiente con el conocimiento y las confidencias que me depara mi oficio. Con ello tenía bastante para perder el apetito y caer en períodos de hipocondría aguda. Si digo que en Madrid ejecutaron a muchas personas, no me atraeré el odio de nadie, ni confesaré nada que no se sepa. Esta afirmación la hacía de un modo oficial, con todos los marchamos de la veracidad, la propia Gaceta de Madrid, publicando a diario unas listas inacabables en que determinados jueces reseñaban los datos de los cadáveres de desconocidos encontrados en sus jurisdicciones para facilitar la identificación: «En el término municipal X se ha encontrado, en el lugar denominado Z, el cadáver de un hombre de unos cincuenta años, con traje azul, zapatos rojos, calcetines verdes…». La Gaceta de Madrid, por inercia burocrática, era la encargada de difundir oficialmente el testimonio de nuestra barbarie. En tanto nos esforzábamos por corregirla me encargué de gestionar que se omitiesen aquellas inserciones que no servían para cosa mejor que para pregonar la impotencia del Gobierno. Supe, más tarde, que había un procedimiento mucho más bárbaro de identificación de los muertos encontrados en la vía pública. La oficina había sido establecida en un despacho de la Dirección General de Seguridad. Los cadáveres correspondientes a las víctimas no identificadas eran fotografiados y estas fotografías macabras, reunidas en la oficina a que me refiero, se ponían a la disposición de cuantos ciudadanos nos decían no tener noticias de algún miembro de su familia. Variadas manos nerviosas registraban en las cajas de las pruebas fotográficas, que en la acumulación de los días alcanzaban un número alto. Cuando en esa rebusca dramática alguna de las personas descubría la efigie del familiar desaparecido, se producía la escena de desesperación que cabe imaginar. Se conocieron infinidad de errores. Mujeres que habían llorado a la vista de una fotografía que creían ser la de su esposo, quien días más tarde, después de una detención llena de riesgos en uno de los varios Ateneos libertarios, regresaba a su domicilio. Los que no sufrieron error, y a los que aquella oficina servía perfectamente, eran las personas que se acercaban a ella para registrar el índice de una crueldad que ellos multiplicaban, tomando por multiplicador su pasión antirrepublicana. No recuerdo el tiempo que funcionó esa oficina. Es posible que no se cerrase hasta que el Gobierno decidió su traslado a Valencia. La publicación, pues, de las extralimitaciones que se cometieron en Madrid no es una novedad que pueda sorprender. Nuestro periódico las condenó desde el primer instante y llevó contra ellas una campaña que había de culminar en un artículo violento en que las cosas se llamaban por su nombre, artículo que tenía como justificación uno de los episodios más bochornosos y dramáticos que se produjeron en la capital. Era la nuestra una sinceridad que nos auguraba peligros y que no tuvo otra consecuencia, de la que nos envanecimos, que la de recibir la visita de tres secretarios de Embajada, de misiones distintas, que, después de adquirir varios ejemplares del periódico en la Administración, interesaron ser recibidos por mí para felicitarme y conocer el nombre del autor del editorial. Más que esos testimonios de estimación nos confortaban los que llegaban de nuestros camaradas, principalmente de los veteranos, que nos honraron con una correspondencia copiosa en la que nos alentaban a seguir por el mismo camino, asegurándonos que Pablo Iglesias mismo no ^hubiese hecho cosa diferente a la que hacíamos nosotros. El que nos explicásemos, como nos explicábamos, la reacción pública, no podía eximimos del deber moral, que casaba con el interés material de la victoria de la República, de corregir y serenar esa reacción en lo que tenía de equivocado y delirante. Poseíamos otro punto de referencia para juzgar de nuestro trabajo: la tirada del diario y su influencia moral en el pueblo madrileño. Las noticias de nuestros progresos militares no eran tan creídas hasta que no las publicábamos en El Socialista, crédito que se explica con sólo recordar que fue el único periódico de la capital que no registró en sus columnas la toma del Alcázar de Toledo. La aduana contra las mentiras funcionó hasta el último momento.
Entre las confidencias que por aquellos días me hicieron, recuerdo dos que por razones diferentes me impresionaron. De una de ellas se desprende hasta qué grado se habían desatado las pasiones innobles y mezquinas. El episodio no deja de tener un epílogo de moral saludable. Quede en la incógnita, para que no se sospeche un propósito proselitista, la significación política de la milicia que interviene en la historia. En su oficina de mando se presenta un señor, que identifica su persona y manifiesta ser simpatizante de un partido de izquierda, acusando de fascista peligroso a una persona de su conocimiento, «de la que se puede temer todo». La denuncia da pormenores muy precisos y concretos. El nombre y el domicilio del denunciante quedan registrados. Ya de noche, un piquete procede a la detención del denunciado. Se le somete a un interrogatorio muy sumario y el acusado, que parece descontar el final que le aguarda, se cierra en una negativa que sus fiscales consideran insuficiente.
—Están equivocados… Yo no soy el que ustedes suponen.
El acusado repite esas palabras hasta el cansancio. Nadie les presta oído. No hay error en la detención: es la persona denunciada. Todo lo que queda por hacer es… ejecutarla. El mismo piquete que ha hecho la detención se lo lleva a uno de los extremos de Madrid. La escena promete ser corta y vulgar. La víctima renuncia a todo esfuerzo, y con el presentimiento de la muerte, recobra una calma extraordinaria. Cuando el coche se para y descienden los milicianos, se apea tras de ellos y con otro tono de voz, repite lo que ya les ha dicho:
—Están equivocados. Van a cometer una injusticia que no les aprovechará.
Tampoco le oyen. Si algo les interesa es terminar pronto para volverse al cuartel, donde les aguarda la cama. Su nuevo oficio tiene fatigas que ellos no suponían. El jefe del piquete, después de disponer las cosas para la ejecución, pregunta al reo si tiene algún encargo que hacerle, en la seguridad de que será cumplido.
—Sí, y si lo hace, le perdonaré la injusticia que va a cometer. (Buscando entre los papeles de su cartera, extrae uno que ofrece al miliciano). Es el recibo de un prestamo. Le agradeceré que lo haga llegar a mi familia, ya que en lo sucesivo no tendrá otra cosa de qué vivir. Gracias, porque confío que me hará esta comisión.
El miliciano tuvo curiosidad por leer lo que decía aquel papel. Encendió su mechero y lo deletreó. Se quedó un rato perplejo, como quien hace un esfuerzo de memoria, y guardándose el recibo en el bolsillo, dio una orden a sus hombres:
—Vengan, todos al coche. ¡Rápido!
—¿Qué pasa? —preguntó un miliciano, alarmado.
—Que volvemos al cuartel.
Un nuevo y más minucioso interrogatorio del detenido, mientras el recibo de la deuda pasaba de mano en mano. El crédito del detenido sobre la persona que lo había denunciado era de diez mil pesetas. El jefe de aquella milicia se volvió hacia el hombre, que había perdido de nuevo su calma, y le dijo:
—Está usted en libertad, y, si lo desea, uno de nuestros coches le puede llevar a su casa, a menos que prefiera pasar la noche entre nosotros e irse mañana por la mañana. A su elección.
Decidió, los ojos llenos de lágrimas, volver a su casa. A sus espaldas, los milicianos cuchichearon. Nuevas órdenes. El mismo coche que transportó a su domicilio al acusado sacó del suyo al acusador. Se entendió que no hacía falta interrogatorio. En el mismo extremo de Madrid que habían elegido en el viaje anterior, los fusiles del piquete liberaron del pago de su deuda al denunciante. Por el camino de la muerte había conseguido lo que se proponía: no pagar.
Los móviles rencorosos y egoístas cobraban las formas más diferentes y extrañas. Entre las víctimas de ese período turbulento hubo muchas que no fueron creídas cuando afirmaron ser militantes de partidos de izquierda y, sin embargo, decían verdad. Tal debió ser el caso de un oficial madrileño, miembro del sindicato de su oficio, al que sus compañeros lograron identificar, consiguiendo poner en claro el por qué de su muerte. La milicia que le quitó la vida, le detuvo por denuncia de una mujer, que decía conocerle bien y que previno a los aprehensores que el denunciado trataría de defenderse con un nombre falso, detrás del que ocultaba, cuando así le convenía, su verdadera personalidad y su filiación de falangista. Todo sucedió como la mujer había previsto. El detenido afirmaba con fuerza la personalidad que se le computaba como falsa, pero no proporcionaba la menor explicación para los documentos que se le habían encontrado sobre sí, y entre los que figuraba un carnet de Falange Española con su fotografía. El primer sorprendido era él mismo. ¿Quién había puesto en sus bolsillos aquel documento que iba a resultarle fatal? Propuso varias pruebas, pero sus fiscales no estaban para perder el tiempo. Si en un caso tan claro vacilaban, ¿qué conducta seguir en lo sucesivo? Es seguro que el detenido tenía cuidadosamente dispuesta la coartada. Lo entregaron al piquete y no se volvieron a ocupar del asunto. Hasta que los compañeros del muerto, reforzando lo que el detenido había declarado y rechazando como falso el carnet de Falange, que más cuidadosamente examinado ofrecía algunas irregularidades, les inquietaron la conciencia y les estimularon a abrir una investigación. La mujer que había producido la denuncia no fue molestada hasta el último momento. Se consiguió saber que el fusilado lo había sido bajo un nombre que no era el suyo. El carnet de Falange correspondía a otra persona, cuyo retrato se había sustituido por el del denunciado. Se buscó al verdadero militante de Falange, alegando una razón distinta a la verdadera. Lo encerraron en una prisión diferente y se preocuparon de saber quién se interesaba por él. La mujer que había hecho la denuncia no tardó mucho tiempo en hacerse notar mediante el envío de víveres y tabaco. El secreto de la venganza quedó pronto descubierto. Los compañeros de la víctima reconocieron en la denunciante a la mujer de su camarada y en el fascista detenido al amante de la acusadora. Ella era la que había cambiado la fotografía al carnet y la que lo había escondido en la ropa de su marido. En cambio, para proteger la vida de su amigo, le había proporcionado el título sindical de su esposo. El epílogo de estos esclarecimientos aumentó en dos la relación de los ejecutados.
Ejecuciones solemnes y legales fueron las del general Fanjul y del coronel García de la Herrán, acusados por el ministerio fiscal de la insurrección del Cuartel de la Montaña. El código militar prevé para juicios de esa naturaleza una serie de formalidades que había interés en cumplir y que, dado el estado revuelto en que se encontraban todas las cosas, no era fácil llenar. La ejemplaridad del acto de justicia, que se descontaba conocido, se hacía depender de la rapidez. Siempre, al parecer, es así, pero entonces con mayor motivo. Cuando la República, después del 10 de Agosto, indultó al general Sanjurjo, nadie le computó su clemencia como acto loable. El pueblo se le enfurruñó, afirmando que España seguía siendo un país en que sólo se ejecutaban las penas de muerte que se dictaban contra los soldados, y las derechas, que tenían más motivos para ser sensibles a la conmutación de la pena, atribuyeron la medida a temor y cobardía. Quedaban, cuando más, algunos testimonios de comprensión que llegaban del extranjero, entre ellos uno del Dr. Alfredo L. Palacios, de la Argentina, concebido en términos vigorosos y dirigido a Fernando de los Ríos, ministro a la sazón, que nos lo iba dando a leer a todos los diputados socialistas.
Ossorio y Gallardo, de quien las derechas abominaban ya entonces con más violencia que de los socialistas, fue una de las personas que con mayor interés trabajaron porque la pena acordaba contra el general Sanjurjo fuese conmutada. El general Fanjul y el coronel García de la Herrán no podían hacerse la menor ilusión. Sus compañeros de armas continuaban en rebeldía, y la justicia, aun cuando sólo fuese por esa circunstancia, tenía que presentárseles con sus aristas más implacables. Se mantuvieron tranquilos ante sus jueces, negándose a repudiar el movimiento y sin arrepentirse de su participación en el mismo, proyectado, según dijeron, para la grandeza de España. Firmaron la sentencia que les condenaba a muerte. El general manifestó necesidad de casarse. Celebrado el matrimonio, recibieron los auxilios espirituales, formalizaron su última voluntad, y al romper el día fueron entregados al pelotón encargado de hacer efectiva la sentencia. El general Fanjul compareció deprimido, haciendo esfuerzos por mantenerse erguido sin ayuda ajena. Su espíritu orgulloso luchaba contra la carne, que le traicionaba. El coronel García de la Herrán no acusaba ninguna debilidad. Volviéndose a su compañero, sin poner jactancia en las palabras, dijo:
—Es como si se nos hubiese declarado una pulmonía.
Murieron vitoreando a España. Esta aceptación serena de la muerte, que referida a los mexicanos no había dejado de causar en mi espíritu una profunda admiración, acaso por creerme incapaz de una templanza semejante, iba a ser, a lo largo de la guerra, rasgo común a los dos bandos. El español se tenía cara la muerte con una tranquilidad indiferente, de naturaleza excepcional. Cuando al general Goded le llegó el momento de ser fusilado, fusilamiento que no pudieron evitar las gestiones políticas, inferiores en fuerza coactiva a las presiones de las masas catalanas, que urgían el cumplimiento de la sentencia, el reo se presentó ante los soldados perfectamente vestido y afeitado. Había dedicado a su última compostura cuidados minuciosos. Con un cigarrillo en la mano, bien pegada la ceniza al fuego, asistió a los preparativos del pelotón y, cuando todo estuvo listo, aspiró una bocanada de humo, arrojó la punta del pitillo y, afirmando los pies en la tierra, miró cómo los fusiles le enviaban la muerte a clavársele en el pecho. La trompetería de la tropa presente alborotó la mañana con la notificación de que la justicia estaba hecha. Versiones como estas, que por los días de la guerra eran frecuentes, me volvían al gusto, fuerte y español, de las lecciones de Unamuno en El sentimiento trágico de la vida. Muerte, como ahincadamente soñaba la suya Don Miguel, con resurrección de la carne, que vive quien sabe morir.