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Casado en Valencia. — Su acuerdo con los jefes nacionalistas valencianos. — Evasión a Gandía. — La derrota. — El Mediterráneo, vacío. — Alicante. — El Comité de Evacuación. — Trabajos y esperanzas. — Suicidios. — El general Cambara se muestra humano. — La bandera argentina ampara a los republicanos. — La risotada de la adversidad. — Una voluntad impotente. — Rendición. — A merced de los legionarios. — Catequesis italiana. — Un certificado de buena conducta para el general italiano.

Casado conoce en Valencia la noticia de la entrada de las tropas nacionalistas en Madrid. Se reúne con sus colegas de Consejo para comprobar, una vez más, que no puede hacer nada. Los mejores propósitos de estos hombres son destruidos por una realidad adversa e implacable. Piensan en organizar la evacuación y descubren, asombrados, que carecen de buques para hacerla. Sus cables a Mr. Lebrun y a Mr. Chamberlain no han merecido respuesta. Los repiten, ahora con mayor angustia, extendiendo la apelación al presidente de México. Son palabras sin esperanza que confían al espacio. El problema les apremia. Millares de combatientes, que se saben perdidos si no abandonan España, se han puesto en camino hacia los puertos de Levante. Cuando lleguen a orillas del mar y lo encuentren vacío de vapores se revolverán iracundos para caer en seguida en una postración de agonizantes. El Consejo de Defensa no tiene remedios para el drama. Se le imponen los acontecimientos, le atropellan las desgracias. En Valencia han hecho su aparición las primeras banderas monárquicas. Los grupos nacionalistas, organizados para la lucha, dan libertad a los presos y se apoderan de la vía pública. Ninguna autoridad piensa en contrariarles. El Consejo menos que nadie. Sabe que es demasiado tarde para reñir batalla. Se abandona al destino y espera su decisión. Por un instante parece serle favorable. Los jefes del nacionalismo valenciano, que no conocen bien la extensión de su poder, quieren evitar todo riesgo de combate en la ciudad y envían al Consejo, como embajador, al señor Font de Mora. Este expone a los consejeros el deseo de su poderdante y al efecto de lograr un acuerdo pide que sean recibidos. El Consejo accede a la petición y trata, en plan de igualdad, con sus adversarios.

Los nacionalistas interesan que el Consejo designe un comandante militar y un comisario general de Policía que puedan merecer su aprobación por no haberse significado excesivamente en el transcurso de la guerra, reservándose ellos el nombramiento de los secretarios particulares de ambos señores, para tener la seguridad de su gestión, encaminada únicamente a impedir toda suerte de disturbios. Como contrapartida, el Consejo obtuvo la seguridad de que las tropas de Franco no avanzarían sobre Valencia antes de que se hubiese hecho la evacuación. Los jefes falangistas dieron su aquiescencia a los nombres de José Sánchez Requena, secretario del Partido Sindicalista que fundara Ángel Pestaña, para comisario general de Policía, y de Carretero, mayor de Asalto, para comandante militar. Conseguido el acuerdo, los nacionalistas pidieron a Casado que se acercase a la Radio para aconsejar tranquilidad al vecindario valenciano. Se dejó convencer y, acompañado del consejero de Gobernación, fue a un edificio de la Plaza Castelar, donde estaba emplazada una emisora nacionalista. Le recibieron con los honores de la Marcha Real, a la que presentaban armas los guardias de Seguridad. En desquite, el coronel exigió ser presentado como consejero de Defensa del Consejo Nacional. Sus palabras fueron breves. Su colega. Carrillo, se sentía sofocado y nervioso en aquel ambiente. Estuvo a punto de arrepentirse de su conducta al oír hablar al jefe nacionalista; pero esa fue una debilidad pasajera. Cuando recapacita serenamente sobre el sentido de sus actos, se tranquiliza y escribe: «no tengo ahora mismo dé qué arrepentirme».

No curados de su pena. Casado y Carrillo se reúnen nuevamente con sus compañeros de Consejo y llegan a la conclusión de que nada pueden hacer en Valencia, acordando trasladarse a Gandía. El viaje está lleno de riesgos. Los pueblos del trayecto han levantado la bandera de Franco. Jóvenes armados de carabinas y fusiles, con la consigna de Falange, imponen su autoridad en la carretera. El coche del consejero de Gobernación es detenido en uno de los controles. Identificada la personalidad del viajero, que exhibe su carnet oficial, es autorizado a continuar la excursión. Se acabó. A bordo del Galatea, primero, del Maine, después, se borra la traza del Consejo Nacional de Defensa. Nacido para terminar la guerra, no la termina, la abandona. Y la derrota, convertida en una catástrofe indescriptible, se precipita sobre pueblo y ejército, como una catarata de fuego.

En los puertos, donde van llegando combatientes de todas las armas y de todos los grados, no quedan embarcaciones disponibles. Hace tiempo que se han hecho a la mar, sobrecargadas de pasajeros, las últimas lanchas de pesca. Circulan entre los desesperanzados los rumores más calenturientos. Nadie piensa en descansar. De día y de noche los ojos permanecen clavados en la línea lejana del horizonte. Los más impacientes, como el enfermo que cambia de postura, buscan en otros puertos la satisfacción de su anhelo. Llegan siempre con retraso. De Alicante ha partido el último vapor disponible, el Marítima, con tres mil pasajeros. No tiene silueta de embarcación. Faltos de sitio en bodegas y cubierta, los hombres se han encaramado a las jarcias y colgado de las bordas. Nadie ha podido impedirlo. Para lo sucesivo habrá una organización. Alicante se ha convertido en el último refugio de cuantas personas desean expatriarse. El día 29, la concentración de aspirantes a embarcar ennegrece los muelles. Las autoridades republicanas han evacuado la plaza y los nacionalistas han designado un gobernador provisional, que abandona el cargo temeroso de entrar en conflicto con los hombres reunidos en el puerto, bien armados en su mayoría. Para remediar la anormalidad, que podía ser causa de disturbios, se hizo cargo del Gobierno civil el presidente de la Audiencia de Alicante, Sempere, que había decidido quedarse en España. Del Orden público se encargó el coronel Burillo, al que los Tribunales de Franco habían de condenar más tarde a tres penas de muerte. Un Comité, constituido por personas de distinta significación política, se encaró con los problemas relativos a la evacuación. El trabajo de ese Comité, bastante perfecto, no había de servir de nada por carencia de embarcaciones. Señaló, con arreglo a normas justas, las preferencias de embarque, formando listas nominales y proveyendo a los interesados de una contraseña especial. Albergó en edificios de la ciudad, reuniéndolos por afinidades políticas, a la masa de refugiados y, como esta medida diese lugar a serias colisiones con los nacionalistas que trataban de apoderarse de la calle, ordenó a los refugiados agruparse en el puerto, señalándoles zonas distintas, de acuerdo con la clasificación establecida para el embarque. Cordones de carabineros y agentes del S I. M., armados, garantizaban el cumplimiento de los mandatos del Comité. Este era lo que existía en España de autoridad republicana, como el muelle de Alicante constituía todo lo que quedaba a la República de territorio soberano.

El Comité confiaba en el inmediato arribo de dos buques, capaces para evacuar diez mil personas. La noche del día 29 y la madrugada del 30 transcurrieron con esa esperanza, que no se confirmó. El mar, en un esplendor de azules ofensivos, se ofrecía desierto a todas las miradas. El punto seco de algunos disparos iba subrayando, con sangre y cadáveres, la violencia silenciosa de la dramática espera. De veinte a treinta hombres, agotada su energía, perdido el equilibrio moral, se suicidaron. Temiendo un contagio de angustia pánica, el Comité hizo circular voces de optimismo: los buques que no han llegado, llegarán; pero el crédito concedido a esas palabras no podía ser duradero. La trágica verdad estaba delante de todos los ojos: ni un solo signo tranquilizador en la extensión visible del Mediterráneo. Cada minuto, largo, pesado, incierto, es una nueva decepción. Los altavoces gritan, para la masa, mentiras inútiles. Mentiras atroces, por lo mismo que deberían ser verdades comprobadas. Hombres que han braveado en los combates no cuidándose de los riesgos se derrumban, abatidos por crisis nerviosas, como débiles mujeres. La única promesa que el Comité posee es tan mezquina, que no puede ser difundida con satisfacción. Es la de un buque de guerra francés que acepta recibir a bordo cuatrocientas personas, exigiendo que el embarque se haga con disciplina militar. Se le da esa garantía, pero su entrada en el puerto se retrasa. La demora va a resultar fatal. Las posibilidades concedidas por el tiempo están a punto de agotarse. El último plazo vencerá, por designio de los dioses adversos, cuando el navío francés se presenta a cumplir su promesa. El azar dispone las cosas para que el epílogo sea digno de la tragedia.

El día 20, las tropas del general Gambara entran en Alicante, formadas, con mucho ruido de trompetas y tambores, pretendiendo calentar a clarinazos el aire frío de la vieja ciudad republicana. El estruendo musical sólo divierte a los aislados grupos de nacionalistas, que reciben con demostraciones de afecto a los soldados italianos. Estos, que han debido recibir órdenes severas, desfilan delante del puerto, correctos, silenciosos. Los republicanos los miran pasar con inquietud profunda. No pueden hacerse la menor ilusión sobre su destino. Los combatientes italianos les empujarán, como a ganado indócil, hacia las prisiones y los cadalsos de Franco. Los altavoces, hacia los que se vuelve la ansiedad de los republicanos, permanecen mudos. El Comité no tiene tiempo para discursos, está trabajando. Con la intervención del Cuerpo Consular ha logrado ser recibido por el general Cambara. Este militar, contra todas las previsiones, se muestra liberal y humano. Rogado por los cónsules y señaladamente por el decano, representante de la República Argentina, Gambara accede a suscribir un acuerdo con el Comité de evacuación, por el que se autoriza a los refugiados a continuar en el puerto. Reconstruido de memoria por uno de los que se beneficiaron de sus cláusulas, el convenio fue el siguiente:

«1.º — Los republicanos españoles permanecerán en el puerto sin poder salir a la capital, excepto los que renuncien a marchar al extranjero. 2.º — Los republicanos españoles que deseen permanecer en España abandonarán el puerto y recibirán un salvoconducto con el que podrán trasladarse donde deseen, sin ser molestados. 3.º — Las fuerzas italianas de ocupación entregarán los víveres que resulten necesarios para el abastecimiento de los refugiados del puerto, encargándose el Comité de su distribución. 4.º — Los republicanos se comprometen a hacer entrega de todas las armas que tienen en su poder. 5.º — La custodia del puerto será ejercida por fuerzas italianas. 6.º — El puerto queda declarado zona internacional bajo la protección del Cuerpo Consular, representado directamente por el cónsul de la República Argentina, enarbolando la bandera de dicho país. 7.º — En la zona internacional no podrán penetrar fuerzas de ocupación. 8.º — La permanencia de los republicanos en la zona internacional se prolongará hasta la llegada de los barcos necesarios para su total evacuación, y 9.º — El Comité recomendará a las personas no incursas en grave responsabilidad que permanezcan en España, asegurándoseles que serán respetadas».

El éxito del Comité de evacuación no puede ser más claro. Su júbilo es legítimo. El acuerdo firmado por el general Gambara surte efectos inmediatos. Se iza en el puerto la bandera argentina; es libertado un republicano detenido la víspera y la intendencia militar facilita los víveres que se le piden. Ceden, por unas horas, todas las angustias. La mueca irónica con que la adversidad se burla de los afligidos republicanos no va a tardar en quedar descubierta.

En la mañana del 31 de marzo, el buque de guerra francés, cumpliendo su ofrecimiento, se presenta ante el puerto. Su vista hace latir con ritmo optimista los pulsos más débiles. La masa de los republicanos pasa del descorazonamiento extremo al entusiasmo agudo. Se cree que a ese primer barco seguirán otros, los suficientes para hacer la evacuación de todas las personas refugiadas en Alicante. Nadie duda. Europa no podía declararse indiferente al destino de los millares de criaturas humanas que, desde el muelle alicantino, le pedían clamorosamente protección contra la prisión y la muerte. La esperanza va ascendiendo hacia un mediodía radiante y luminoso. El mar recobra su prestigio, y lo aumenta cuando la mirada de los más zahoríes descubre indicios de nuevas embarcaciones. No se trata de un engañoso espejismo. Tres columnas de humo, tres proas vivas, permiten identificar el nuevo socorro que llega. En el muelle, la certeza del salvamento opera un cambio radical en la masa: los cuerpos se yerguen, los ojos brillan, las palabras tienen acento… La vida, que parecía a punto de huir, vuelve, y con ella, los humores cordiales. Se piensa en el camarada que falta y se abraza, en sustitución, al hombre más próximo. En la primera estrofa de este himno cálido y emocionante resuena, sarcástica y despiadada, la risa de la adversidad. El buque francés vira en redondo y se aleja del puerto. Nadie tiene una explicación lógica para este hecho, pero un estremecimiento de terror sacude a todos. Dos horas más tarde, cuando el navío se ha metido mar adentro, se conoce lo sucedido. Conminado por los buques nacionalistas Canarias, Júpiter y Vulcano, el barco francés ha tenido que abandonar las aguas jurisdiccionales españolas. El Comité de evacuación apela al Cuerpo Consular contra el incumplimiento del convenio, y cónsules y republicanos acuden al despacho del general Gambara.

—Lo ocurrido —declara el militar italiano— supone una intromisión de las fuerzas españolas en las funciones que me están encomendadas. De mi cuenta queda remediarla. Mantengo y reitero mi palabra de que se hará la evacuación de todos los refugiados, aun cuando para ella haya que utilizar los propios barcos españoles.

Gambara es todo lo rotundo que el Comité de evacuación, del que forman parte Carlos Rubiera, Rodríguez Vega y el coronel Burillo, puede apetecer; pero la confianza de la primera entrevista no se recupera. Hay en el ambiente, a despecho de las promesas más firmes, una incredulidad corrosiva. El general la nota y, cediendo a un impulso, probablemente caritativo, trata de atenuarla… Cuanto más robustece sus afirmaciones, más débiles se le antojan al Comité. La del general, lo saben seguro, es una buena voluntad impotente. Este es el corolario, penoso, de la entrevista. La derrota ha reservado para estos hombres esforzados su peor amargura. Pensando en las personas que confían en ellos no tienen ocasión de darse cuenta de las muecas que les hace la muerte. Se olvidan de sí mismos. Hacen lo posible por dominarse y llegar, sin debilidades, al final de su ingrato cometido. Faltos de esperanzas en que apoyarse, las simulan todas, sin atreverse a pronunciarlas. El día avanza y las impresiones, a cada hora más pesimistas, van desmoralizando a los más tiesos. El Comité se decide a recomendar a las personas que no tengan una responsabilidad grave o muy concreta que abandonen el puerto y se procuren el salvoconducto que les está prometido, antes de que la situación empeore.

La recomendación es atendida por algunos centenares de refugiados; pero la inmensa mayoría prefiere esperar, fija la mirada en el Mediterráneo, el desenlace del drama. Para rendirse a la crueldad siempre dispondrían de tiempo; pegados a la costa, conservaban el derecho a lo inverosímil, la evacuación. A esas horas del día 31 de marzo, sólo un piloto gobernaba su barco con rumbo a Alicante: Carente. Admirable de precisión y seguridad, llegó a las siete de la tarde. Con su entrada en puerto —donde tiene carga— terminaban las apelaciones al Cuerpo Consular y las visitas al general Gambara. La enseña argentina que flamea sobre las cabezas, consagrándolas protegidas, es una fantasía internacional que no cuenta como amparo ni expresa garantía. Las concesiones del general italiano, vergonzosas para el orgullo insolente de los vencedores, han caducado. Conminación perentoria que lo declara: si los refugiados en el muelle no lo desalojan antes de la seis de la mañana del día siguiente, a esa hora serán bombardeados por la aviación. Las previsiones complementarias para hacer efectiva la amenaza están cuidadosamente estudiadas. La custodia de la zona portuaria ha sido transferida a fuerzas del Tercio, ametralladoras y fusiles a punto. «Sin armas, sin comida, y por consiguiente, sin ninguna posibilidad de resistencia, tuvimos que entregarnos». No hay plaza posible para el heroísmo. «Secas las cortezas de las vanas esperanzas», esa tarde el siniestro piloto necesitó hacer varios viajes. Para huir de los rigores de la derrota, muchos republicanos se concertaron con la muerte. Con valor para ir a ella, se sentían sin fuerzas para recibirla del adversario… Son veinte mil hombres que, prisioneros de la angustia, fatigados de hacer inútiles señales a la conciencia universal, se rinden a la conminación del vencedor. Nadie ha oído su congoja. Europa entera se ha mostrado inexorable para con ellos. Sólo el general italiano les ha regalado con una piedad impotente, por la que les pedirá gratitud política y simpatía personal. Veinte mil hombres en los que espigarán fiscales y verdugos, carceleros y rencorosos para continuar, infatigables, su horrendo trabajo. Reos para tres penas de muerte y acusados para ejercicios de perdón y caridad. ¡Magnífica cosecha de condenas!

Criaturas volteadas por el destino a las que, para compensarlas de los despojos que van a sufrir, les inventarán biografías truculentas y tenebrosas. Veinte mil hombres que, al abandonar el muelle, entran, traspasados de desesperación, en la zona tenebrosa de un cautiverio aflictivo. El mismo en que irán sumergiéndose millares y millares de españoles que pusieron su vida a la bandera de la República. El viejo aforismo —«después del fin de las guerras civiles, muchos vengan sus enemistades con color y cubierta de la soldadesca»— se van a cumplir en estos veinte mil hombres que Europa ha desdeñado y el vencedor aherroja. Los soldados del Tercio les reclaman imperativamente los últimos bienes, mostrando particular afición y codicia por los relojes y las plumas estilográficas. «Yo, ingenuamente —ha escrito uno de esos veinte mil hombres—, intenté hacer resistencia a que me arrebatasen el reloj de pulsera, alegando que se trataba de un recuerdo familiar; pero mis razones no sirvieron más que para que un soldado me sacase de la fila e intentase fusilarme. Cuando para aplacarle le ofrecí el reloj en litigio, se acercó un sargento que lo tomó para sí, dejando chasqueado al subalterno». Las primeras violencias marcan la carne de los vencidos. Los golpes les llegan reforzados de ofensas. Los soldados del Tercio se ufanan de su brutalidad.

Temiendo que se desborde, cuando los prisioneros están reunidos en el campo que les ha sido destinado, la custodia se entrega a las tropas de ocupación. Estas se muestran correctas y deferentes en el trato con los prisioneros. Consienten que ellos mismos se organicen y se den una disciplina, limitándose por su parte a impedir las evasiones. «Esa conducta tenía su explicación y no tardamos en conocerla. Una vez normalizado el campo, lo frecuentaron con asiduidad varios oficiales que hablaban correctamente nuestra lengua. Tenían el encargo de conversar con nosotros, desarrollando una labor de catequesis a base de tranquilizamos, afirmando que Mussolini presionaría a Franco para que fuesemos tratados con benevolencia. Aseguraban que las tropas italianas no tardarían en regresar a su país, no teniendo, con respecto a España, ningún interés bastardo. Su única ambición militar, reiteradamente expuesta, consistía en luchar contra Francia y entrar victoriosos en París. Esto último les encandilaba, al extremo de notárseles la pasión. ¡Entrar victoriosos en París! Según estos oficiales, la culpa de nuestro cautiverio recaía sobre Francia, que no había secundado los buenos propósitos del general Gambara». Este, para reforzar la labor de sus agentes, quiso tener una nueva entrevista con el disuelto Comité de evacuación. Hizo reunir a sus componentes, diseminados en el campo de concentración, ordenando que se les trasladara a su despacho. Es demasiado tarde para que los hombres que acuden a la convocatoria de Gambara se consientan una ilusión reconfortante. Saben a qué atenerse con respecto a su mañana. En ese conocimiento descansa su fuerza moral, su presencia física. Firmes y derechos, como manda el verso castellano, escuchan las disculpas del general italiano.

—He ordenado su comparecencia en mi despacho para justificarme ante ustedes. Quiero que sepan por qué no he podido cumplirles la palabra que les di. Al asumir el mando de la ciudad, las autoridades nacionalistas se negaron a reconocer nuestro acuerdo, desestimando mis vehementes protestas. He continuado recurriendo, sin el menor resultado. Lamento esta conducta, que no debo calificar, y deploro la situación que les ha creado… No veo posibilidad de modificarla, pero en mi deseo de agotar los recursos, me propongo informar de lo sucedido a mi jefe, Mussolini, y les pido a ustedes su colaboración para redactar y firmar un acta en que establezcan, con fidelidad, los hechos.

Se escribió el acta. La firmó el general, la firmaron los hombres del Comité de evacuación y, por el camino más corto, los prisioneros fueron devueltos al campo de concentración. Tranquilo de conciencia, el militar italiano archivó el certificado de buena conducta que unos presuntos condenados a muerte le rubricaron con pulso firme y sereno. Gambara no supo llenar el último requisito que el acta reclamaba. Le faltó poner bajo la protección de su espada y de su División las vidas de quienes certificaban la impotencia y cortedad de su aliento humano. Peor que la crueldad, la indiferencia. Gambara, refugiado en ella, oficiando protesta en frío como un burócrata, cree dejar a salvo lo que ha perdido, el honor.