La situación en Madrid se había hecho caótica. El poder publico, pulverizado, estaba en la calle, y un fragmento del mismo en las manos y a disposición de cada ciudadano incorporado al antifascismo, que usaba de él a la manera que mejor cuadraba a su temperamento. Las arbitrariedades no iban a tardar en presentarse, escoltadas de violencias fatales. El Gobierno carecía de autoridad para corregirlas. Sus vacilaciones anteriores habían contribuido, en mucha medida, a esta exaltación y disloque de la iniciativa privada, que al generalizarse y asumir formas dramáticas, iba a causarnos un daño moral considerable, ya que el cuerpo diplomático registraba con particular encono, y sin la menor benevolencia, los menores actos de aquellos grupos de delirantes, difíciles de clasificar con un nombre político o sindical, que consideraban llegado el momento de una justicia rápida y sin formalidades, que afectó a las cosas y a las personas. El Gobierno tenía mayores preocupaciones a las que atender. Las noticias de las provincias continuaban siendo malas. Los cuarteles de Valencia amagaban con sublevarse y en Barcelona la lucha se había iniciado en las calles, con fortuna para la República. Los hombres de los sindicatos de la CNT, que perdieron en la refriega a Ascaso, uno de los capitanes más populares, con Durruti, del anarquismo activo, derrotaron a los militares, consiguiendo con su victoria que uno de los jefes de la insurrección, el general Goded, fuese hecho prisionero. El valor de esa victoria fue importantísimo. Goded era, en la estimación de sus compañeros, figura militar superior a la de Franco. Un general de golpe de Estado, conocedor de su oficio y frío calculador de posibilidades que, por la experiencia liberal se tenía el dato, gustaba de tener las dos puertas abiertas, para en caso de derrota hacer una retirada que le garantizase la impunidad. Presionado por Companys, presidente de Cataluña, que le recordó su conducta personal al ser detenido el año 34, Goded se acercó al micrófono para invitar a los sublevados a deponer las armas, ya que el movimiento, fracasado en Madrid y Barcelona, podía considerarse perdido, sin que cupiese confiar una rectificación a la suerte incierta de una guerra civil que arruinaría a España. Posteriormente, uno de sus amigos ha presentado esas palabras como un acto sincero del general y no como resultado de una coacción. Según este amigo de Goded, que celebró con él entrevistas y recibió el encargo de varias gestiones, la posición política de Goded se contraía pura y simplemente a consolidar una República de orden, que rechazase por igual las imposiciones de las derechas y las demagogias de las izquierdas. Estos alegatos póstumos de un amigo del general no hubieran beneficiado en nada a Goded, que concretaba, en aquellos momentos, la terrible hostilidad popular que en Barcelona reclamaba, en términos apremiantes, la ejecución del detenido.
La situación en Madrid era incierta. Se daba como seguro el levantamiento de varios cuarteles, pero la defensa de la capital había adelantado considerablemente con la resolución del nuevo Gobierno de facilitar el armamento popular. El dispositivo para la batalla de Madrid iba a quedar montado de la manera más inquietante a juzgar por el sector que alcanzaba mi sentido crítico. Un oficial de Estado Mayor, Ciutat, a quien yo conocía de Bilbao, me entregó unos estudios que acababa de parir, entre la barahúnda de las visitas y los equipos de guardia, en una de las habitaciones de nuestra casa de Carranza. Yo no sabía qué empleo dar a aquel primer documento de carácter estratégico que cayó en mis manos, y como si presumiese su futura responsabilidad, lo puse en manos de Prieto que, en aquellas horas, multiplicaba su dinamismo y era solicitado por mil apremios diferentes, sin dejar de atender a ninguno. Del Ministerio de la Guerra, donde se había instalado el general Castelló, y cerca de quien se movía su sobrino, nuestro compañero Vidarte, recibimos el encargo de disponer de cien hombres, a quienes se facilitaría el armamento correspondiente, para establecerse en la glorieta de San Bernardo, como complemento, y cierto modo contrapartida, de los cien guardias civiles que iban a situarse en la misma plaza en previsión de que el cuartel de Conde Duque intentase una salida. Los fuegos de esos doscientos fusiles cerrarían a los militares su progresión hacia los bulevares. En la calle de Blasco Ibáñez, antigua de la Princesa, se habían adoptado idénticas previsiones, poniendo en pie de guerra a los afiliados del Círculo Socialista del Oeste. Mis compañeros de redacción hacían de todo menos periodismo, y tenía que ser yo, eficacisimamente secundado por Fernando Vázquez, a quien la tarea de escribir mucho y bien no le afligía, quien sacase adelante el periódico. La recluta y educación de los cien combatientes que se nos pedían con urgencia corrió de cuenta, con inmenso júbilo por su parte, de nuestro redactor político, Federico Ángulo. Recibió y distribuyó las armas tan pronto como llegaron, acompañando la distribución de toda suerte de consejos técnicos a los novatos. Eran más los que conocían el mecanismo que los que lo ignoraban. La saleta donde trabajaban los redactores y la propia escalera de la casa se llenó de cerrojos y estrépito de culatazos.
Dominando tanta estridencia, más ingrata que reconfortante, las voces de mando de Ángulo, que se había instituido, sin que nadie produjese la menor querella, en jefe de cien fusiles, eligiendo sus colaboradores entre los hombres que mostraban mayores aptitudes y sabían hacerse obedecer. A las dos horas de ese dominio, Ángulo se había quedado sin voz. Hube de ser yo quien le sirviera de intermediario para las comunicaciones telefónicas con el Ministerio de la Guerra, que le había facilitado los cien fusiles prometidos, pero no la munición necesaria para que pudiesen ser usados en caso de necesidad. ¿Ocurría lo mismo con los demás equipos de cien hombres formados aquella noche bajo los apremios urgentes de la necesidad? Casi seguro. Vidarte, desde Guerra, prometía para cada media hora el envío de las municiones solicitadas. Como no cumpliese lo prometido. Ángulo me pedía que le gritase toda suerte de violencias y anatemas feroces. Los cien guardias civiles, negros de noche y probablemente de dudas, estaban formados, en su puesto. Recelábamos, si no la lealtad de ellos, de la de sus jefes. Este recelo es el que movía a Ángulo a injuriar a Vidarte, haciéndole personalmente responsable de la falta de municiones de la unidad de combate que había tomado el nombre de nuestro periódico y de la que, con fundados motivos, habíamos de poder mostrarnos orgullosos; de la milicia, que no así de sus servicios administrativos de retaguardia que iban a tener, por obra de la capacidad arbitrista de Egoechaga, unas formas fantásticas y pintorescas. Vidarte no podía facilitar lo que no tenía; en cambio dio lo que pudo: un papel de oficio, con una orden y un sello del ministro, para que en el cuartel del Pacífico se nos facilitasen dos cajas de cartuchos de máuser. Los portadores de la comunicación no tuvieron tiempo de hacerla valer. Los centinelas tenían orden de disparar sobre toda persona que intentase acercárseles, y así que vieron llegar a los emisarios de Ángulo, entre los que estaba otro de nuestros redactores, Manolo Pastor, abrieron fuego contra ellos, obligándoles a volverse con las manos vacías y con un susto más que mediano en el cuerpo. Los cuarteles que tenían municiones se negaban a facilitarlas, cualquiera que fuese la autoridad que se las pidiese. Otros grupos de milicia fueron más afortunados y recibieron la dotación reglamentaria, o una parte de ella, de diferentes depósitos y reservas. El capitán de la milicia de Carranza no tuvo suerte en el reparto, quizá porque la zona que se le asignó fuese reputada más tranquila y menos expuesta a sorpresas. En un último intento desesperado pidió a los jefes de la Guardia Civil con quienes compartía la responsabilidad de la velada que le proporcionasen algunas municiones para sus hombres, que no tenían, les dijo, las necesarias; pero los rogados le contestaron negativamente, aduciendo que la tropa sólo contaba con la cantidad de tiros prescrita por el reglamento. Ángulo tenía a sus milicianos distribuidos y apelotonados estratégicamente por la calle de Carranza y de su cuenta corría la detención y el registro de cuantos vehículos transitaban, algunos de cuyos conductores y viajeros, como se negasen a obedecer, eran intimados con los fusiles, intimación que les volvía de su acuerdo. Aquellos fusiles nuevos operaban, en esas necesidades, el mismo efecto que los cargados. Entre los milicianos se llamaban los «kalakas», y a Ángulo dimos en llamarle, al menos por aquella noche, el capitán Kalaka. Este guardaba todos los insultos para Vidarte y las personas que andaban por el Ministerio de la Guerra escribiendo comunicaciones y poniendo sellos.
Lejos de la zona de Carranza y los bulevares, la noche tenía extraordinaria actividad. Se preparaba el asedio y asalto del cuartel de la Montaña del Príncipe Pío. Los militares que lo gobernaban habían sido comunicados telefónicamente para que abandonasen su posición pasiva y se pusiesen al servicio de la ley y del Gobierno. Las respuestas que daban eran incongruentes, evasivas con las que pretendían ganar tiempo en espera de algún suceso al que habían prometido sumarse. Las tropas de Asalto que vigilaban el cuartel fueron incrementadas con otras fuerzas de Seguridad y, a la vez, con paisanos armados que acudieron en gran número. Fue una fortuna poder disponer de dos pequeñas piezas de artillería para las que se pudieron reunir menos de cien disparos. Antes de que el fuego fuese roto, el cuartel recibió la última conminación telefónica. La barahúnda que levantaban los sitiadores, por la que podían tener aviso de la resolución del Gobierno de dar la orden de ataque, no modificó la respuesta. Fue una última incongruencia de los militares la que determinó la ruptura de las hostilidades. El general Fanjul, que debía conservar esperanzas, iba a necesitar muy pocas horas para perderlas y renunciar a la defensa. Con sus dos piezas de artillería, los sitiadores se sentían seguros de la victoria. Los artilleros Vidal, padre e hijo, que tenían fama de serlo buenos, dieron comienzo a su trabajo, que no dejaba de presentar aspectos tragicómicos. A cada serie de disparos, hechos con bastante intermitencia para no consumir rápidamente las municiones, se variaba el emplazamiento de los cañones, como argucia que hiciese creer a los sitiados que eran más las piezas de artillería que les castigaban. Los milicianos, a quienes se les calentaba el dedo con alegría, disparaban sobre el bulto del edificio, tomando como punto de referencia las ventanas. La recomendación de economizar municiones no rezaba con ellos, que no alcanzaban a explicarse en razón de qué habían de ser economizadas. Con esa facilidad para el entusiasmo de las muchedumbres, subrayaban con júbilo cada cañonazo, suponiendo que causaba en el interior del cuartel unos tremendos estragos.
La noticia de esta actividad, al extenderse por la villa, llevó al escenario de la contienda a la mayor parte de los hombres armados y a muchos de los que esperaban tumo para recibir armas. Ángulo mismo se fue con la mayor parte de sus hombres, con la esperanza, que iba a ver realizada, de adquirir las municiones que precisaba para dar comienzo a su actividad de militar. Por una orden urgente se nos pidió que redactásemos e imprimiesemos unas octavillas, invitando a los soldados del Cuartel de la Montaña a rendirse, papeles que al despuntar el día habían de ser arrojados por los aviones. Entre Vázquez, Albar y yo hicimos aquellos textos, que tenían, a juicio de nuestros amigos, poca fiebre. Nos dieron a entender que no habíamos acertado. El dictamen, que nos supo mal entonces, lo encuentro bastante justificado hoy. Recuerdo bien nuestro estado de ánimo de toda aquella noche y del amanecer del día siguiente. Rafael Méndez, que nos acompañaba en la redacción y hacía cuantos servicios podía, gustaba de recordarme unas palabras que me oyó: «Antes de que se les ocurra venir a detenemos, tendrán otras muchas cosas en qué pensar». Cuando redactábamos las octavillas, al entregarme la suya Albar, que como miembro de la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista disponía de una información más puntual, me susurró al oído:
—El Gobierno se dispone a mover la aviación; pero lo que a estas horas no sabe el Gobierno es qué harán los aviadores: si arrojarán las bombas en el Cuartel de la Montaña o fuera dé él, sobre los sitiadores. La duda, desgraciadamente, parece estar bastante justificada.
La más leve falla de un resorte cualquiera determinaría, a mi juicio, la catástrofe. Así, no es sorprendente que el ruido de unas descargas, que al repercutir entre las calles, en el silencio de la noche, multiplicaban sus ecos, se me antojase el comienzo del fin. Me tranquilizó que la Guardia Civil, de la que yo lo temía todo, se mantenía en su puesto, sin volver siquiera la cabeza en la dirección donde sonaban las descargas. Eran cien hombres de piedra, que no movían un músculo ni acusaban la menor fatiga, y esperaban la señal de sus jefes para ponerse en movimiento. Los jefes tampoco acusaban la menor curiosidad. Conversaban entre ellos —¿de qué podían conversar?— con manifiesta indiferencia para cuanto ocurría en su entorno. Su desdén para los milicianos me parecía demasiado manifiesto y patente. El ruido de las descargas pasó. Pero seguía nuestra desasosegada espera del amanecer. ¿Qué iban a hacer los aviadores? No se sabía. Todo lo que podíamos hacer era temer. En periodismo se iniciaba, con la mejor buena fe, el período de las mentiras heroicas. Recibíamos como noticia confirmada el rumor más absurdo. Necesitamos montar una aduana, bastante rigurosa, contra aquel optimismo caudaloso que se nos metía por los teléfonos y que podía resultar contraproducente. Una dosis exagerada de confianza podía matarnos con la misma rapidez que una caída en el pesimismo.
Nosotros tuvimos la suerte de poder establecer nuestra aduana, que era, al mismo tiempo, centro seguro de información. Uno de los primeros redactores del diario, Cruz Salido, había recibido una delicada encomienda en la Compañía Telefónica, en la que el Gobierno estaba interesado en ejercer una fiscalización cuidadosa. Las personas que la ejercían eran varias y Cruz Salido entre ellas. Por él conocimos, de una manera exacta, los avances y retrocesos en las provincias. Otro camarada nuestro, que no tardaría en asumir responsabilidad de embajador, tenía a su cargo un segundo servicio telefónico especialmente importante: el registro de las conversaciones de las embajadas. Este camarada hacía su trabajo, abrumador por las horas que necesitaba dedicarle, con la exquisita discreción que pone siempre en los cometidos más sencillos. Transmitía directamente sus informaciones al ministro de Estado, que entonces era don Augusto Barcia, recalcándole, por lo general, la gravedad de las mismas. El ministro, por las confidencias que debo a su informador y a varios miembros de la Comisión Ejecutiva que le veían en el Ministerio de Marina, donde el Gobierno había establecido su sede, y donde por haberse radicado Prieto sé reunía la Ejecutiva socialista, estaba colocado por encima, o por debajo, del bien y del mal. La consideración de la inmensa desventura a que se veía mezclado con una responsabilidad ministerial que no alcanzaba a medir, le había anulado la capacidad de reacción y, no encontrando la línea de conducta que pudiera convenir en aquellos momentos a nuestra política internacional, se limitaba a recoger los informes, haciendo partícipes de su contenido amenazador a los miembros del Consejo. La embajada del Reich recibía apremiantes instrucciones para evacuar de España, con la máxima celeridad, a todos los alemanes. Berlín insistía en que la evacuación quedase hecha en el plazo más perentorio y la embajada de Madrid le daba seguridades de que todo quedaría listo sin demora sensible. La interpretación de las instrucciones de Berlín era fácil de hacer. No se trataba de una previsión desinteresada. Los matices de esos diálogos diplomáticos inclinaban a la peor de las sospechas y nuestro camarada creyó de su deber, sin incurrir en incorrección, indicamos la conveniencia de que influyesemos por medio del periódico para que las vidas y los bienes de los súbditos alemanes fuesen en todos los casos escrupulosamente respetadas. Temía que un incidente sirviese de pretexto a Hitler para ejercer una represalia de consecuencias insospechadas o para llegar, con un acto de audacia que quizá no fuese replicado en Europa, a declaramos la guerra. La misma política de respetos aconsejaba para los italianos. Las noticias de Cruz Salido y las orientaciones, en materia de peligros internacionales, del observador telefónico de las embajadas, nos consentían ir haciendo un periodismo lo suficientemente fidedigno al que nosotros éramos los encargados de ponerle serenidad. No sólo por gusto personal, sino por responder a la tradición de nuestro diario, proscribimos de sus páginas injurias que otros colegas se complacían en aplicar a los militares rebeldes, y con mayor razón, aquellos feos señalamientos personales que, en varios casos, terminaron con la ejecución arbitraria de los señalados. Ningún bochorno moral de esa especie nos aflige a los periodistas que hacíamos El Socialista, que teníamos títulos sobrados, que ningún fiscal hubiera necesitado glosamos, para ser pasados por las armas supuesta la pérdida de Madrid en aquellos días, o en los todavía más dramáticos que íbamos a conocer sin dejar de escribir con la misma norma moral y con el mismo concepto de nuestro oficio. Trabajábamos para calentar la confianza popular y para robustecer la autoridad del Gobierno, condiciones inexcusables, a nuestro juicio, de la victoria. Para creer en ella necesitábamos saber qué haría la aviación, que en aquellos momentos —en tanto de la imprenta nos pedían original y Ángulo nos mandaba emisarios para que volviesemos a reclamar de Guerra las municiones ofrecidas— debía estar preparándose para volar sobre Madrid. En una camioneta, los soldados del aeródromo acababan de llevarse los paquetes de las octavillas. El asedio del cuartel seguía llevando hacia sus inmediaciones a los hombres de Madrid.
Los cañones racionaban el fuego para no acabar quedándose con la boca abierta en cosa de minutos. Los curiosos eran más que los actores. Esta circunstancia daba al acontecimiento, en cierto modo, un aire de verbena, inherente a los sucesos en que participaba colectivamente el pueblo madrileño. En el cuartel había un general, un coronel y una plantilla bastante numerosa de jefes y oficiales, pero no creo que entre tantos militares de oficio se encontrase un solo soldado de vocación. Una salida audaz de su parte hubiera sido fatal para la causa de la República. La masa humana de los sitiadores, con sus milicianos inermes, aun cuando se ufanasen de su fusil nuevo, al que habían necesitado limpiar de la grasa, se hubiese visto en la necesidad de abandonar el campo, estorbados por los curiosos que se tenían a distancia, en espera de un desenlace de cuyo conocimiento, y en cuya participación, iban a presumir sin cansancio. Los dos cañones, cuyos estampidos intermitentes y en lugar distinto aspiraban a simular una batería completa, se les hubiesen rendido a pesar del heroísmo de que les creo capaces al teniente coronel y al teniente Vidal. La resistencia a una salida no podía ser ni fuerte ni larga. Para hacerla, las personas encargadas de mantener el sitio hubiesen necesitado unos elementos materiales de que carecían, porque la República no podía dárselos. El general era general, claro que parlamentario, esto es, con más aptitudes para el tejemaneje de los pasillos de las Cortes que para la elaboración de un plan militar congruente con las necesidades; el coronel, coronel, y los jefes y oficiales, pundonorosos militares acreditados en el escalafón de su arma respectiva a virtud de unos estudios previos y de unas formalidades burocráticas, pero sin que en ninguna de las mochilas que les pertenecían Marte se hubiese complacido en esconder bastón alguno de mariscal. Es seguro que, además de la toga de legislador que en la proclividad de su vida se había encontrado en la suya el general Fanjul, se descubriese en las pertenecientes a sus compañeros, los símbolos de los oficios más dispares y pacíficos, y con preferencia a todos, el caduceo de Mercurio.
La claridad del día, que adelantaba rápida en el cielo de Madrid, nos mantenía a la espera del ruido de los motores de la aviación. No tardaron en escucharse sus zumbidos inequívocos. ¿Qué iba a suceder? Acodados en los balcones intentábamos interpretar toda suerte de señales y rumores. Creíamos oír, no estoy seguro de que los oyesemos, reventonazos de bombas de aviación, estampidos de cañonazos. Los paréntesis de silencio, muy largos, los reputábamos de buen augurio. Un ataque de la aviación a los sitiadores hubiese determinado su dispersión y el despecho de la sorpresa, al extenderse por las calles en algarabía alocada, se nos hubiese impuesto con rapidez. A ratos volvíamos a oír el resuello de los motores. La prueba difícil parecía haberse resuelto satisfactoriamente. El cuartel, atacado desde el exterior y batido por los aviones, acabaría rindiéndose. La disciplina no podría reprimir el movimiento de pánico de los reclutas que habían sido constreñidos por sus jefes a participar en un movimiento que no sentían y que les condenaba, por el modo como había sido planeado en su cuartel, a una muerte sin defensa. La participación activa de los soldados del Aire encorajinó a los sitiadores, que aumentaron sus esfuerzos por imponerse a los sitiados. Los dos cañones, a los que ya iban quedando pocos disparos, se esmeraban más en su trabajo. Los aparatos hacían vuelos del aeródromo al cuartel, dejando caer sus bombas y sus octavillas en el patio del edificio militar. Se calculaba con optimismo los destrozos que causaban. Una de las bombas destruyó el cuarto de banderas, donde una parte de la oficialidad trataba de penetrar el secreto de su destino inminente, en tanto que sus compañeros, pistola en mano, secundados en esa ocupación por los jóvenes falangistas que se les habían sumado, se imponía a los soldados, que comenzaban a insubordinarse y manifestaban deseos de evacuar el edificio para sumarse a las fuerzas atacantes. Dos o tres de los soldados más vehementes fueron muertos a pistoletazos. Pero la disciplina no ganó nada con esos sacrificios tardíos. La protesta se hizo más sorda y rabiosa, y aun cuando estaba prohibido, con pena de muerte, leer las octavillas que en su primer vuelo habían arrojado los aviadores, los soldados conocían su texto y lo comentaban entre ellos. La canción de la vida se hacía oír con fuerza en los propios oficiales, que reculaban a la idea de morir. Todavía estaban a tiempo de burlarla. La mañana había avanzado mucho. El sol iba alto cuando la resistencia del Cuartel de la Montaña se vino a tierra y los sitiadores irrumpieron en él con una furia enloquecida. A los cañones les quedaban media docena de tiros que consumir. La noticia de esta rendición corrió por toda la ciudad, determinando una alegría inmensa. Los más escépticos y desmoralizados pasaron a creer en la victoria popular. Ignoraban los diálogos telefónicos de la diplomacia alemana. Tenían, en cambio, al alcance de la vista, para comprobación inmediata, la victoria inverosímil sobre el cuartel más inquietante de la capital. Victoria de muy largas consecuencias por lo que tocaba a la seguridad de Madrid. Las milicias hicieron una provisión copiosa de fusiles, cartuchería y arreos militares. El parque era riquísimo y abundante en ametralladoras y morteros de trinchera, de los que se iba a hacer gran consumo en los combates de la Sierra. Los madrileños afectados a la defensa de la República exultaban de júbilo y de seguridad. Se consideraban, con menos derecho del que habían de poder considerarse meses más tarde, invencibles. La verdad obliga a decir que lo han sido hasta última hora. El general Yagüe no se negó a hacerles esta misma justicia. El 20 de julio se les rendía el primer cuartel; los demás se les iban a entregar sin lucha o con poca lucha. Casi, como dice la Biblia, por añadidura.