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Burgos conoce las debilidades del Consejo. — El jefe del Parque de Artillería n.º 4, representante de Franco en Madrid. — Su extraña presentación a Casado. — «El Generalísimo será piadoso…» — Burgos rechaza tratar con Casado y Matallana. — Los embajadores del Consejo. — Fracaso de la primera entrevista. — Franco exige la entrega simbólica de la aviación republicana. — Fracaso de la segunda entrevista. — Cablegramas del Consejo. — La respuesta de Burgos. — Nota del Consejo. — Besteiro decide quedarse en Madrid. — Disolución del Consejo. — Las tropas de Franco entran en la Capital.

«Una vez que el Consejo aplastó el movimiento insurreccional comunista inició con el enemigo negociaciones de paz. Era este el compromiso fundamental que voluntariamente había adquirido con el pueblo y, fiel a sus propósitos, se dispuso a cumplirlo». Ha pasado el momento de serena emoción. Van a dar comienzo las vicisitudes, las angustias y las torturas morales del Consejo. Franco, que no ha hecho nada por intentar apoderarse de Madrid cuando en su interior combatían comunistas y anticomunistas, nada hará, tampoco, por firmar paz alguna con el Consejo. ¿Para qué va a menoscabar con una estipulación cualquiera su victoria absoluta? Tiene demasiados triunfos en la mano para acceder a las pretensiones de los vencidos. Francia e Inglaterra le han reconocido. La escuadra republicana está internada en Bizerta. Sin frontera con Europa y sin posibilidad de comunicación marítima, ¿qué resistencia puede oponerle el Consejo Nacional? Las metáforas del discurso de Casado, amenazando con una resistencia numantina de no otorgárseles una paz digna, son más brillantes que eficaces. Si Franco no cede a las solicitaciones españolas, con menos razón se ablandará por las débiles sugestiones extranjeras. ¿Cuál puede ser la esperanza del Consejo? ¿A qué mística se acogerá Casado que, inmediatamente, no le defraude? Su victoria sobre Negrín, su triunfo sobre la oposición armada de los comunistas, títulos que pretende cotizar en Burgos, le son rechazados con desabrimiento y aspereza. El nombre de España, tantas veces esgrimido por unos y por otros, no consigue despertar en los colaboradores del Generalísimo la menor resonancia cordial. Son seis letras mudas, o cuando menos, con sonido distinto, según la persona que las pronuncia. Los talentos militares y escénicos de Casado no tienen ocasión de entrar en juego. Burgos, que se niega a negociar con Madrid, ni siquiera le admite a diálogo. «Para llegar a una paz digna y honrosa era preciso ponerse al habla con el enemigo», y aún concreta más el consejero de Gobernación; «urgía, pues, entrar en negociaciones con él». La urgencia estaba determinada por las consecuencias fatales del propio golpe de Estado, que se manifestaban con idéntica intensidad en los frentes y en la retaguardia.

Si los soldados buscaban el camino más rápido para regresar a sus casas, desertando de las trincheras, en pueblos y ciudades, a favor del repliegue moral de los republicanos, grupos armados asumían, en nombre de la Falange, el ejercicio de la autoridad. Por Cuenca y Valencia rebrota, como un sarampión mal curado, el carlismo indómito. Por las trincheras que han defendido a Madrid, en tierra de nadie, debeladores y defensores de la capital fraternizan un poco rudamente. El Consejo no puede nada contra tal estado de cosas que Burgos conoce bien. Los correos burgaleses tienen, además de impunidad, comodidad. Encuentran, a cualquier puerta que llamen, las máximas facilidades.

La paz se reputa inminente, y nadie se engaña al estimar el signo con que será proclamada. ¿A qué, pues, oponerse a lo inevitable? ¿Por qué no ganar, a última hora, un título, por pequeño que sea, al reconocimiento de los vencedores? ¿Quién reprochará al vecino de Madrid que se ocupe en prolongar por su propia cuenta, cuando toda esperanza está perdida, la política del Consejo Nacional? El madrileño quiere, con plena legitimidad, ya que no existe ninguna, hacer su paz y pacta, mediante servicios clandestinos, con los agentes de Franco y con los militares de la Falange que, llegado el caso, podrán testimoniar en su favor; contra su pasado siempre tendrá, como disculpa eficaz, la «brutalidad criminal» de los rojos. Esos servicios, que no en todos los casos fueron computados a quienes los hicieron, ponían a los enlaces de Burgos en posesión de los mejores secretos y a Ungría en conocimiento de las congojas y las prisas del Consejo Nacional de Defensa. ¡En qué pesada carga se convirtió para Casado su victoria! Esa agonía, que se ha negado a contar, abroquelándose en un historicismo defensivo, es la que tendría interés en ser conocida. En vez de un documento humano, que hubiese aportado claridades extraordinarias para conocer el proceso último del acabamiento de la guerra, nos entretiene con un esquema frío, cuyo alcance, definido en la dedicatoria, no deja lugar a duda: «Salí de mi patria porque cometí el grave delito de terminar una lucha fratricida, ahorrando a mi pueblo mucha sangre, que hubiera sido estérilmente derramada»[19]. Lo que nos interesa es anotar cómo el coronel Casado pone fin a la guerra. Para el volumen de sangre ahorrada por su conducta, o derramada con exceso, según sus fiscales, falta la medida justa con que tasarla y es dato que no se podrá establecer. Humanamente resulta fácil imaginarse a Casado debatiéndose contra lo penoso de su responsabilidad y el ningún medio de que dispone para remontarla y vencer de ella. Se ha comprometido solemnemente a procurar a los españoles una paz «digna y honrosa». Las horas le van mermando implacablemente las posibilidades de hacerla. Le quitan fuerza en los frentes y le liman autoridad en la retaguardia: le empobrecen política y militarmente. Urge, pues, establecer el primer contacto con el enemigo. Casado recuerda el nombre de un Valdés, refugiado en una embajada, que, según sus informes, es un «líder» de la Falange Española. Piensa que le puede ser útil y hace el propósito de atraerle a una entrevista. No va a ser Valdés el intermediario.

El día 12 de marzo se presenta en el despacho del consejero de Defensa el teniente coronel Ceñíanos, jefe del Parque de Artillería Nº 4. Acude acompañado de otra persona: un hombre joven, civil, que permanece en silencio en tanto que Casado y Ceñíanos conversan, en esa hora grave, del material que el Parque de Artillería necesita para poder dar cumplimiento a una orden que le obliga a construir telémetros para las baterías de costa. Casado, para no defraudar a su visitante, que en momento tan aflictivo manifiesta semejante aplicación a su deber, finge tomar detalle de las necesidades que le son notificadas. ¡Qué conmovedor ejemplo de subordinación y lealtad! En la imaginación de Casado revive, con luces nostálgicas, su juventud, cuando en la Academia Militar, discípulo del teniente coronel Ceñíanos, admiraba en el profesor su ciencia militar y su integridad moral. Se esponja con la felicitación del antiguo maestro, que le alaba su propósito de poner término a la guerra. Es la adhesión que más puede agradecer y todavía la seguiría acariciando si, inopinadamente, no hubiese cambiado la escena. El subordinado, perdiendo su anterior aplomo, a punto de terminar la entrevista, saca ánimos para declarar la razón verdadera de su presencia en el despacho del consejero de Defensa.

—Este señor y yo —dice con voz sofocada— somos los representantes en Madrid del general Franco, y venimos a ponernos a su disposición por si nos necesita en los preparativos de la negociación de paz. Acepto plenamente —añade en otro tono de voz— la responsabilidad por el paso que acabo de dar, que sé bien a lo que me expone.

Casado, sorprendido por el sesgo que toma la entrevista, en la que el material para la fabricación de los telémetros fue un pretexto, se alarma. No lo dice: pero resulta forzoso creer que pensó, automáticamente, en el desaforado crecimiento de la audacia de los agentes de Burgos. Es, por otra parte, una valentía sin méritos; la audacia del vencedor que descuenta segura la impunidad de su atrevimiento. El consejero de Defensa tiene ante sí a las autoridades del nacionalismo madrileño. ¿Qué hacer? El jefe del Parque de Artillería Nº 4 es un reo de Estado, confeso del delito de alta traición. Su destino, si Casado resuelve prenderlo, no ofrece duda: un juicio sumarísimo, una noche de capilla y la descarga colectiva del piquete. Parecido final, si la clemencia no interviene a última hora, aguardaría al joven que acompaña, por compartir su poder, al teniente coronel Ceñíanos. Casado rechaza por infame y peligrosa una tal reacción que imposibilitaría la apertura de las negociaciones de paz con Burgos. Encuentra más útil aprovechar la oferta que le hacen sus visitantes. Quiere, antes de sellar un compromiso que le obligue demasiado, conocer la opinión del Consejo. Reunido la noche de ese mismo día 12, por decisión unánime autoriza a Casado a seguir en relación con los dos representantes del Generalísimo. Para ese trabajo, el Consejo delega su autoridad en el consejero de Defensa y en el jefe de la Agrupación de Ejércitos, general Matallana. Casado se reúne al día siguiente con el teniente coronel Ceñíanos y su joven compañero, y comienza, de hecho, las negociaciones para obtener la paz «digna y honrosa» que el Consejo Nacional ha ofrecido a los republicanos. El consejero de Defensa pide que en las negociaciones que van a entablarse no figuren para nada súbditos extranjeros. A cambio de esta exigencia. Casado ofrece estudiar las ofertas del Generalísimo y dar rápidamente una respuesta.

Esta primera toma de contacto del Consejo con el enemigo consiente sospechar cuál va a ser el final de la negociación. El teniente coronel Ceñíanos no vacila en afirmar que Franco recibirá a los emisarios del Consejo, pero anticipa que los recibirá al solo efecto de concertar con ellos la rendición incondicional de toda la zona republicana, pues de otro modo ordenará el comienzo de la ofensiva dispuesta contra Madrid, ofensiva que coincidirá con las preparadas en los demás frentes. A cambio de la entrega sin condiciones, el Consejo puede confiar en la magnanimidad del Generalísimo, que perdonará mucho y alargará, a límites no alcanzados por ningún vencedor, su benevolencia para con los vencidos que no aparezcan acusados como autores, cómplices o instigadores de actos de bandidaje o criminalidad. Y, suprema concesión, tales delincuentes serán entregados, con toda suerte de garantías, a los Tribunales competentes. Perdón, generosidad, benevolencia, eso es lo que ofrece el teniente coronel Ceñíanos al consejero de Defensa, en nombre de Franco. Casado cree poder asegurarle que el Consejo Nacional estará de acuerdo en cuanto a la entrega de la zona republicana, pero sin aceptar intransigencias que disminuyan la dignidad de la negociación y comprometan las estipulaciones del protocolo de paz, ya que, en este caso, con el Ejército preparado a luchar hasta el fin, el Consejo preferirá la guerra a la indignidad, llegando en su preferencia hasta presentar al mundo una visión dantesca de Madrid, obligado, por la responsabilidad de Franco, a prolongar su resistencia por un motivo de decoro más valioso que la vida. Los delegados de Franco no acusan el menor sobresalto. Por lo mismo que saben a qué atenerse en cuanto a la moral de las fuerzas republicanas y a la capacidad de resistencia de la capital, eluden con facilidad la parte patética del diálogo. Insisten: la entrega debe ser incondicional y el Generalísimo hará las concesiones —todas ellas caritativas— que se anotan en un documento que Ceñíanos entrega a Casado. Este, sin más que un vistazo al papel que recibe, comprende que necesita muchas rectificaciones. El toque está en saber si Franco las aceptará. Es dudoso, muy dudoso.

A Burgos siguen llegando informes completos sobre la impotencia militar del Consejo. El énfasis heroico a que, como último recurso, acude Casado no intimida a nadie. El golpe de Estado discurrido para corregir la política de resistencia de Negrín, calculado para terminar la guerra, es incompatible con los trémolos belicosos. Quien rompe su espada no puede después servirse de ella. Casado es un prisionero de su obra. Burgos se encarga de hacérselo notar de una manera implacable. Comienza por rechazarle como negociador. Ni él ni el general Matallana consiguen el plácet de Franco para trasladarse a Burgos. Wenceslao Carrillo, refiriéndose a ese desaire, escribe que al Generalísimo «le pareció la comisión de excesiva categoría y entonces fueron designados el teniente coronel Antonio Garijo y el mayor Leopoldo Ortega, ambos pertenecientes al Estado Mayor del Grupo de Ejércitos». Estos negociadores se trasladaron a Burgos, en representación del Consejo, el día 23 de marzo, entrevistándose con los coroneles Ungría y Victoria[20]. Eran portadores de un pliego con las aspiraciones de Madrid para concluir la paz. Esas aspiraciones, redactadas con estudiada modestia, no parece que deban tropezar con grandes escollos; han sido calcadas del documento que el teniente coronel Ceñíanos puso en manos de Casado. Las reproduzco:

«1. Afirmación categórica y terminante de la soberanía e integridad nacional. 2. Seguridad de que a los elementos civiles y militares que tomaron parte en la lucha se les tratará con el máximo respeto a sus personas e intereses. 3. Garantías de que no se ejercerán represalias ni se impondrán sanciones más que a virtud de sentencias de los Tribunales competentes, ante los que se admitirá toda clase de pruebas, incluso la testifical. Para evitar equívocos convendría definir y delimitar de una manera clara y terminante los delitos políticos y los delitos comunes. 4. Respeto a la vida y libertad de los militares profesionales que no hayan cometido delito común. 5. Respeto a la vida y libertad de los militares de milicias y comisarios que no hayan delinquido criminalmente. 6. Respeto a la vida, libertad e intereses de los funcionarios públicos, en iguales condiciones que los anteriores. 7. Concesión de un plazo mínimo de veinticinco días para la expatriación de cuantas personas quieran abandonar el territorio nacional. 8. Que en la zona en litigio no hagan acto de presencia tropas italianas y moras».

Las condiciones a que aspira el Consejo Nacional no tienen nada de imposibles. El capitán más celoso del prestigio de su victoria no se hubiese negado a firmarlas, imponiéndose a sí mismo la obligación de respetarlas y hacerlas respetar escrupulosamente. Lejos de menguar, la victoria de Franco hubiese crecido de haber aceptado que sus delegados, Ungría y Victoria, pusiesen sus firmas y sus sellos al pie del documento del Consejo Nacional de Defensa. Este, a su vez, hubiese legitimado, al hacerlo eficaz, el golpe de Estado. Pero Franco no quiere contratos que le obliguen. Quienes le representan glosan a los señores Garijo y Ortega los buenísimos y cristianos sentimientos del Caudillo. Pueden estar seguros de que no perseguirá a los trabajadores, ni pondrá el menor interés en dar una interpretación abusiva a la palabra «crimen», estando dispuesto, por otra parte, a atenerse, para castigar a los criminales, al Código de justicia en vigor hasta el 18 de julio de 1936. Si se alude en la conversación al peligro de las confiscaciones que el nuevo Estado pueda decretar, los señores Ungría y Victoria tranquilizan a los emisarios del Consejo; toda confiscación se ajustará, como un guante a la mano, a los preceptos de la ley de Responsabilidades, pero concediendo a los afectados por ese castigo la disponibilidad necesaria para que puedan subsistir. Una última concesión hará el Caudillo: otorgará la condición de francos a los puertos marítimos que el Consejo indique como más aptos para hacer la evacuación de cuantas personas resuelvan expatriarse. Exigencia previa para que el Generalísimo proteja con su piedad a los vencidos: entrega, en un plazo apremiante, con carácter simbólico, de toda la aviación republicana. Entre las 16 y 18 horas del día 25 de marzo, los aparatos que habían defendido el cielo de la República debían aterrizar en los aeródromos nacionalistas que les estaban señalados. Y ello sin protocolo ni estipulaciones de paz. Burgos se negó a firmar acuerdo alguno.

Cuando Garijo y Ortega informan al Consejo del resultado de su entrevista con los representantes de Franco, la desilusión de los consejeros no puede ser más profunda. Comprenden, por primera vez, lo que Franco exige de ellos: la rendición incondicional. Una capitulación humillante. Dudan que los aviadores, si Casado les da la orden, se pongan en vuelo hacia Burgos. Se les pide demasiado y no se les puede conceder nada. El Consejo no tiene garantía que darles como viático para vuelo tan amargo. Trata, en un último esfuerzo sin esperanza, de conseguirla. El día 25 envía nuevamente a Burgos a sus embajadores, que son recibidos con menor frialdad que en el viaje anterior. La entrevista comienza bajo mejores auspicios. «Los nacionalistas, después de oír a los señores Garijo y Ortega, estimaron razonables las observaciones del Consejo, al extremo de encargar a nuestros comisionados la redacción del documento que había de firmarse por ambas partes. Redactándolo estaban cuando, a las seis de la tarde, se presentaron los nacionalistas diciendo que de orden del Generalísimo quedaban rotas las negociaciones en vista de que no se había efectuado la entrega simbólica de la aviación. —¿No hay posibilidades de nuevas gestiones?— No podemos darles ninguna respuesta. Lo mejor que pueden hacer es salir inmediatamente de Burgos». Este es el final de la negociación, que coincide con la noticia de que las tropas nacionalistas han atacado y tomado Pozoblanco.

Garijo y Ortega, pese a las malas condiciones atmosféricas, que desaconsejan el viaje, se trasladan a Madrid, y notifican al Consejo la ruptura de las conversaciones. La reacción de aquél no tiene correspondencia con las épicas afirmaciones de su manifiesto. Conoce, por el jefe de los Servicios del Aire, que la entrega de la aviación puede hacerse, y para desagraviar a Franco cursa a su Gobierno un radiograma; «Consejo de Defensa a Gobierno Nacionalista. Mañana, lunes, se entregará aviación. Rogamos fijen hora; imposible hoy por servidumbre técnica. Madrid, 26 de marzo de 1939». ¿Se aplacará el Generalísimo? ¿Se podrán reanudar las negociaciones bajo un signo menos displicente ya que no más favorable? El Consejo intenta superar el inconveniente de las «servidumbres técnicas» y expide otro radiograma de buena voluntad: «Consejo Defensa a Gobierno Nacionalista. Ampliamos radio anterior para manifestar que tal vez sea posible entrega aviación tarde hoy. Como así sea se comunicará oportunamente».

El Gobierno Nacionalista se considera, a la vista de los anteriores despachos, en posesión de la victoria, y se lo hace saber al Consejo de Defensa de una forma seca y despectiva: «Urgentísimo. Ante inminencia del movimiento de avance en varios puntos de los frentes, en algunos de ellos imposible ya de aplazar, aconsejo que fuerzas enemigas en línea, ante preparaciones de artillería o aviación, saquen bandera blanca, aprovechando la breve pausa que se hará, para enviamos rehenes con igual bandera blanca, objeto entregarse, utilizando en todo lo posible instrucciones para entrega espontánea». La respuesta, soberbia e incongruente, la estima el Consejo, que de ese golpe muere, como una contestación brutal. Acude a la Prensa con la explicación del fracaso de sus trabajos pacificadores y difunde por radio la nota siguiente:

«La difícil situación en que la forma de proceder del Gobierno nacionalista ha colocado al Consejo Nacional de Defensa no logrará apartarle del cumplimiento de su deber, por penoso que este sea. Queremos hacer constar que nuestra preocupación primordial en estos momentos está puesta en la evacuación de los ciudadanos de la zona republicana que deseen expatriarse y en evitar movimientos desordenados que nos serían grandemente desfavorables. Atentos a la consecución de esta finalidad, así como a hacer frente a las contingencias derivadas de la acción del adversario, rogamos a todos que no acojan iniciativas individuales ni atiendan otras órdenes y disposiciones que las que procedan del Consejo Nacional de Defensa».

La nota del Consejo hace crecer la angustia de Madrid. Se sabe, a partir de ese momento, que todo ha terminado y se supone que, sin gran tardanza, por los frentes rotos, las tropas de Franco irrumpirán en las calles de la capital. Casado no tiene soldados con que impedirlo. Se le han ido de las trincheras. El mismo, en esa hora, dolorosa para su conciencia y cruel para sus ilusiones, siente adormecidas sus virtudes militares y exacerbados sus defectos políticos. No piensa en resistir. Olvida, deliberadamente, que prometió transformar Madrid en un campamento si la intransigencia del Generalísimo le negaba una paz honrosa y digna. Después de haber recusado ser general, declina su condición de coronel y renuncia a seguir como jefe del Ejército del Centro. Todo cuanto le importa es buscar una persona a la que traspasar el papel de protagonista. La encuentra en don Julián Besteiro. El será quien reciba a los vencedores. Las luces de la filosofía se manifiestan más consistentes que los brillos de la espada. Cuantas apelaciones le son hechas a Besteiro para que abandone Madrid chocan contra su decisión irrevocable de quedarse. Se ha dictado ese deber y no consiente en modificarlo. Las súplicas de sus amigos se pierden. Está resuelto a ser la última trinchera de Madrid. Trinchera en que irán a refugiarse, primero las zozobras, después las esperanzas de los vencidos. Ese honor no quiere que se lo dispute nadie. La voluntad de Besteiro es conocida del Consejo. Este se reúne, por última vez en Madrid, la noche del 27 al 28. No puede hacer otra cosa que disolverse. Acuerda que se trasladen a Valencia los consejeros de Hacienda, Instrucción Pública, Trabajo y Gobernación, encargándoles de estudiar la evacuación de las personas comprometidas. Buscando facilidades cursa radiograma al presidente de la República Francesa y a Mr. Chamberlain. El Consejo mide toda la extensión de su impotencia: no tiene autoridad y las horas de su vida están contadas. El adversario se prepara para tomar posesión de Madrid. A las cuatro de la mañana, el consejero de Gobernación se pone en camino de Valencia. Casado no tarda en seguirle. Viaja con atuendo de consejero de Defensa, prolongando, para que se la ofendan, su precaria personalidad oficial. Se arropa con el título para no derrumbarse. Nadie sabe mejor que él que no tiene victoria que exhibir. La que supuso haber conseguido derrotando al Gobierno Negrín se le ha transmutado en áspero fracaso al negarle Franco un tratadillo de paz con que cubrir las apariencias. El éxito sobre los comunistas de Madrid acaba en derrota porque le debilita militarmente y no le consiente, si es que lo ha llegado a desear, responder a los desabrimientos orgullosos de Burgos con la seca y tiesa desesperación de Madrid, capaz de aceptar una derrota siempre que el oprobio no la haga inadmisible. Sin victoria alguna a que acogerse, el zurrón de Casado se irá llenando de amarguras y para defenderse de ellas, instalado junto al Támesis, el afligido coronel necesitará abrir comercio de acusaciones.

El día 28 de marzo, a las once de la mañana, las tropas de Franco entraban en Madrid sin disparar un tiro. La capital «liberada» las recibió sin trompetas de plata ni ramos de laurel. Cerrado en un silencio hostil, la mayoría del vecindario estaba a la espera de las consecuencias de la derrota. Multitud de cadalsos, oficiales, oficiosos y clandestinos, iban a declarar, con el testimonio de los muertos, la necesidad de la resistencia. El vencedor, incapaz de creer en su victoria, llamó en su auxilio a la muerte y ella es la que, a ojos vistas y a cencerros tapados, le hace, complaciente, un triunfo furioso y medieval. Y «las voces sempiternas de los fariseos» que piden «con vergonzosa indigencia delitos contra delitos y asesinatos por la espalda», impuesta su voluntad, cantan alabanzas a la demoníaca trinidad de la noche, mientras la capital de España —«Madrid, Madrid, qué bien tu nombre suena»— improvisa una nueva guerra, la de las burlas, y pone su vista en la vida amenazada de Julián Besteiro.