La jornada del 4 de marzo es para el coronel Casado agitadísima. Necesita estar en muchas partes a la vez y en cada una de ellas con un semblante distinto. El jefe del Gobierno le viene apremiando, desde la víspera, para que se traslade urgentemente a su Cuartel General. A fin de diferir el cumplimiento de esa orden. Casado alega su deficiente estado de salud. Asegura a su jefe que un viaje de cuatro horas le postraría mucho. Negrín, metiendo en el diálogo una cortesía, le anuncia el envío de un avión, que, en efecto, en la mañana del día 4 está en el aeródromo de Madrid a la orden de Casado, quien, sin una vacilación, indica al piloto que sus servicios no le son necesarios, pudiendo regresar a Alicante. Este acto de indisciplina, que irritará al Presidente, responde al temor de Casado, que sospecha mal de los propósitos de su jefe. Al hablar con los generales Miaja y Matallana confirma sus sospechas. Los dos generales han recibido la misma orden de presentarse en la posición Yuste. Miaja, que teme ser arrestado, ha decidido no obedecer. Matallana, que no tiene una posición tan firme, después de vacilar mucho, obedece y se presenta en Yuste, donde le sorprende, en las condiciones conocidas, el golpe de Estado. A la devolución del Douglas sigue un nuevo diálogo telefónico Negrín–Casado. El primero ratifica la orden con más dureza: «Necesito verle antes de las seis de la tarde. Le envío de nuevo el avión». Esta vez el coronel argumenta con otra evasiva, eludiendo todo compromiso: «La situación de Madrid hace imprudente mi desplazamiento, pero, en fin, yo me pondré de acuerdo con los ministros». Antes de hablar con ellos, conociendo que debe ganar tiempo, celebra diferentes conferencias con el general gobernador de la plaza de Madrid, Martínez Cabrera, con el director general de Seguridad, Girauta, y con el jefe del SIM, Pedrera. A cada uno de ellos les instruye sobre su cometido. El momento de actuar se acerca. Un retraso puede serle fatal. Le ratifica en este convencimiento la entrada en escena de uno de sus colaboradores inmediatos, portador de un pliego de órdenes. Ese pliego, cuya autenticidad niega Negrín, al punto de asegurar que jamás pensó en tales designaciones, afirma que el coronel Modesto, jefe de las fuerzas que operaron en el Ebro, asciende a general y que los tenientes coroneles Galán, Vega y Tagüeña reciben las jefaturas militares de Cartagena, Alicante y Murcia. La alarma de Casado proviene de la filiación política de esos jefes, comunistas los cuatro. La designación de Galán para el mando de la Base de Cartagena es exacta. La duda se establece en cuanto al ascenso de Modesto y a los nombramientos de Vega y Tagüeña. Casado afirma y Negrín niega. El valor de esas posiciones no pasa de ser relativo. Acepto que Negrín adoptase esas medidas, anulándolas, en parte al menos, horas después. No tenía opción. Sus colaboradores de mayor lealtad eran los comunistas. Identificados con su política, resultaron ser los únicos que le obedecían. ¿A quién sino a ellos podía confiarse? Pero confiarse a ellos, concediéndoles los principales puestos de mando, suponía desafiar violentamente al movimiento anticomunista que el desgraciado curso de la guerra había hecho nacer, movimiento que, por convenir a sus necesidades, fomentaba el enemigo.
La noticia de los nombramientos, exacta o falsa, es para Casado un estímulo, en modo alguno, como no falta quien pretende, causa determinante de su rebeldía. Esta no necesitaba de la noticia, aun cuando la utilice con la mayor complacencia, atribuyendo a Negrín, ante la masa, el propósito de ceder la dirección total de lo que queda del Estado republicano, que ya sabemos cuanto es, a los comunistas. Concedo que, sin los antecedentes que del golpe de Estado se conocen, sin las reuniones y cabildeos de los principales jefes militares, la atribución hubiese conservado más fuerza. Sirva como prueba el que una vez triunfante, Casado renuncie a utilizarla. El anticomunismo tiene en Casado, como en cuantos le secundan, raíces —y heridas— más lejanas y profundas. En su conversación del Gobierno Civil con los ministros, no se refiere para nada al ascenso del coronel Modesto, ni a los mandos conferidos a Galán, Vega y Tagüeña, a menos que lo hiciese en el aparte que tuvo con el Sr. Velao. Frente a sus superiores representa el último acto —el mejor— de la comedia de la obediencia. Las autoridades de Madrid están cumpliendo instrucciones suyas y preparando las fuerzas para declarar la inexistencia legal del Gobierno y el nacimiento de la Junta Nacional de Defensa. Este propósito, si se ha transparentado, no es conocido de Negrín, quien, resentido por la nueva desobediencia, telefonea a Casado, reclamándole para la mañana del domingo en la posición de Yuste. El coronel se defiende con las mismas evasivas, eludiendo toda respuesta concreta. Se hace la consideración de que, fracasado su proyecto, tendrá que ir a Yuste, si bien en calidad de detenido. A las ocho de la noche, Casado reúne en su despacho a las personas elegidas para constituir la Junta. Se trata de la atribución de puestos. El coronel se reserva, con la aquiescencia de todos, la Consejería de Defensa y propone como jefe del Consejo a don Julián Besteiro. El ex–presidente de las Cortes Constituyentes es, por su personalidad política, el único hombre que puede darse proceridad ante el exterior y, por el prestigio de que goza en Madrid, acrecido durante la guerra en razón de no haber desertado de la capital, el que lo hará popular y seguro a los madrileños.
La de Besteiro es la gran adquisición de Casado. ¿Cómo ha podido conseguirla? De una manera bastante fácil. Mucho tiempo antes de que se perdiese Cataluña, con anterioridad también a que Negrín sustituyese a Largo Caballero en la presidencia del Consejo de ministros, Besteiro reputaba locura insigne persistir en alargar una contienda que consideraba perdida para la República. A su juicio, la guerra era la cuota fatal que las izquierdas españolas pagaban por una larga acumulación de errores. Al medir la responsabilidad de los socialistas, sus correligionarios, era particularmente severo, acusándoles de haber puesto el carro delante de las mulas, a redropelo de la tradición del Partido, que ordena no acompañar a la masa en sus desvaríos demagógicos y prohíbe, con mayor rigor, estimularlos. El abandono que de su personalidad hacían los socialistas iba en beneficio de los comunistas, según él, y de tal circunstancia debía esperarse los peores daños. El ascenso al Poder de Largo Caballero lo reputó como una desgracia y en su caída vio el cumplimiento de una orden dada en Moscú, en la que colaboró —tal es el pensamiento de Besteiro, coincidente con la afirmación de Largo Caballero— Prieto. Esa atribución, que yo personalmente reputo gratuita, ya que nada puede estar más lejos del temperamento de Prieto que secundar propósitos extranjeros, adquiere una cierta verosimilitud atendida la conducta que sigue el diputado por Bilbao al abandonar los consejeros comunistas, después de un vivo altercado con Largo Caballero, la sala del Consejo de ministros. Esa conducta no prueba otra cosa que la pasión formal de Prieto y la facilidad, un tanto pueril, con que alardea de su conocimiento de la mecánica constitucional. Persiguiendo la errata en que incurría el jefe del Gobierno al pretender continuar el Consejo en ausencia de los ministros comunistas. Prieto aparece como cómplice de una crisis que, sin su intervención, no hubiera dejado de producirse. Besteiro, repito, le hacía responsable de la caída de Largo Caballero y veía en el sucesor de este, Negrín, un comunista solapado, fiel servidor de las instrucciones de Rusia. Este pensamiento lo exteriorizó en las declaraciones confiadas al senador australiano Elliot. La creencia de Besteiro se fue extendiendo. Pensaban como él, en ese solo punto. Largo Caballero y sus amigos. Después de la crisis de abril. Prieto se suma a los debeladores de Negrín. Difícilmente se encuentra una persona que no se represente al jefe del Gobierno como instrumento dócil del Partido Comunista. Negrín no puede nada contra ese ambiente que se amplifica y se extiende, ganando en virulencia en la medida que los infortunios de la guerra aumentan.
Al perderse Cataluña y dimitir el presidente de la República, el Gobierno ha perdido, en concepto de Besteiro, su razón de existir. No representa a nadie constitucionalmente y su rápida sustitución está aconsejada por los intereses españoles, el primero de los cuales ordena acelerar las negociaciones de paz. Tributario de esta pasión, Besteiro no ve inconveniente en secundar a Casado. En la reunión de las ocho de la noche, el coronel le ofrece la presidencia del Consejo Nacional. Don Julián la rechaza, entendiendo que debe ser el propio Casado, a título militar, quien la asuma, ya que la situación de autoridad que se va a crear es específicamente militar. Casado, para evitar complicaciones y demoras en sus planes, acepta. Tiene prisa. Horas más tarde encuentra preferible que la presidencia del Consejo la desempeñe el general Miaja, quien, por razones confusas, aconseja a Casado, que lo rechaza, hacer en Valencia la proclamación del nuevo poder. Conformes los consejeros con la designación de Miaja, se aprueba el manifiesto, cuya lectura al país, prevista para las diez, sufre un aplazamiento. Las tropas de confianza que deben custodiar los edificios ministeriales no están en sus puestos y es preciso esperar. Tan pronto como esas precauciones están listas, 12'15 de la noche, hora aproximada en que la radio acostumbra a divulgar el parte oficial del Ministerio de Defensa, se da lectura al manifiesto del Consejo Nacional. Este queda constituido así: Presidente, general Miaja; consejero de Defensa, coronel Casado; de Estado, Besteiro, socialista; de Gobernación, Carrillo, socialista; de Hacienda, González Marín, sindicalista; de Justicia, San Andrés, Izquierda Republicana; de Educación, Del Río, Unión Republicana; de Comunicaciones, Val, sindicalista, y de Trabajo, Pérez, de la UGT Después de la lectura del manifiesto, don Julián Besteiro pronunció un breve discurso afirmando la legalidad y ventaja del acto realizado, como secuela de la inexistencia constitucional del Gobierno de Negrín y de la trágica importancia de los problemas de la guerra. Casado, a su vez, hizo ante el micrófono una apelación patriótica a los mandos nacionalistas, dándoles a elegir entre una paz que reconcilie a los españoles para el trabajo en común o la prolongación indefinida de la guerra, en la seguridad que, de optar por lo segundo, chocarían con la moral heroica, tan aguda como el acero de las bayonetas, de los combatientes republicanos. La parte retórica, sin ofensa para el estilo castrense, no representaba ninguna ventaja sobre la de los propios comunistas. En cuanto a sus efectos entre los jefes enemigos, la prudencia aconsejaba desconfiar. La alternativa ante la que les colocaba el coronel Casado no podía afligirles. Los corresponsales del coronel Ungría en la zona republicana les aseguraban un rapidísimo hundimiento físico del Consejo, que les pondría en posesión de la capital de la Península sin gastar un hombre ni disparar un tiro. Se trataba de un pequeño problema de paciencia. Las emisoras clandestinas reportan a Burgos los perfiles de la nueva situación y le tienen al corriente de los cambios que se van produciendo. Las comunicaciones de Ungría al Generalísimo no han sido nunca tan halagüeñas y optimistas. Madrid, la capital inexpugnable y hostil, está en vísperas de abrir sus puertas al ejército de Franco. Antes será escenario de una violenta lucha intestina. Unidades que le han hecho el tributo de su sangre en la Casa de Campo, la Ciudad Universitaria, el Jarama y Guadalajara se van a enfrentar entre sí colericamente.
Las conferencias telefónicas entre la posición Yuste y el despacho de Casado se clausuran sin ningún resultado. El consejero de Defensa «no accede a enviar a Negrín ningún emisario a quien el Presidente pueda hacer entrega de los poderes del Gobierno, violentamente destituido». Casado «no considera que tal traspaso de autoridad aumente en nada la que posee y se cierra en una negativa terminante»[18]. Sus opiniones son tanto más tajantes cuanto que se acuerda de sus anteriores titubeos. La victoria de su golpe de Estado le faculta para quemar la careta con que ha estado viviendo los últimos días. Ahora es él, él mismo, y emplea al dialogar con Negrín un idioma directo y recortado. Le ha vencido. Falta averiguar el uso que podrá hacer de su victoria. Se sabe que desea una paz digna y honrosa; pero se desconocen los medios que empleará para conseguirla. Su gestión tiene un mal comienzo. Se le adhieren los gobernadores civiles y le impugnan las unidades militares cuyos mandos son comunistas. Estos reaccionan inmediatamente de conocer la notificación del golpe de Estado.
A las dos de la mañana, el comandante Ascanio, jefe de una división del II Cuerpo de Ejército, se pone en marcha, a la cabeza de la 18 Brigada Mixta, de reserva en El Pardo, contra la Ciudad Lineal, donde se apodera del puesto de mando del Segundo Cuerpo de Ejército. Fuerzas de la 5a. Brigada de Carabineros, partiendo de la Ciudad Lineal, se apoderan en Canillejas de la posición Jaca, haciendo prisioneros en ella a la mayoría de los componentes del Estado Mayor del Ejército del Centro, y entre ellos a los tenientes coroneles Otero, Arnoldo y Gazolo. Los prisioneros fueron trasladados al palacio de El Pardo, donde, para entonces, se encontraban detenidos el gobernador civil de Madrid, Gómez Ossorio; el intendente general, Trifón Gómez; Molina, comisario–inspector del Centro; Casado, Morales, Mejorana, Sola, Peinado Leal, Arias y otros muchos militantes de izquierda. Los detenidos estaban bajo la autoridad de tres miembros del Partido Comunista, Ángel Diéguez, García Llopis y Manzano, que aparecen acusados de haber dado la orden de fusilar a los tenientes coroneles Gazolo, Otero y Amoldo y al comisario Peinado Leal. Estos fusilamientos, ejecutados entre los días 8 y 9, los llevaron a cabo tropas a las órdenes del comandante Bares y del comisario Poveda, en el camino llamado de Los Cuatro Gatos, donde, en previsión de nuevas sentencias, se cavaron cuatro fosas más. Coincidiendo en el tiempo con los movimientos de tropas de El Pardo y de la Ciudad Lineal, penetraron en Madrid, procedentes de las trincheras de la Casa de Campo, fuerzas mandadas por el comandante Fernández Cortina y el comisario Conesa. Asaltaron el domicilio de la Agrupación Socialista, dejando, al partir, el mobiliario destrozado y, entre las mesas y sillas rotas, tres muertos. Se llevaron varios detenidos. Estas mismas fuerzas son las que se apoderaron, en el Paseo de la Castellana, del puesto de mando de la 7a. División y de la Brigada Z del SIM, deteniendo a varias personas, a las que fusilaron, enterrando los cadáveres en el jardín del puesto de mando de la 7a. División. Exhumados después de la victoria del Consejo Nacional, se dijo que una de las víctimas no presentaba lesión alguna, circunstancia que indujo a creer que esta fue enterrada viva.
La lucha no tardó en generalizarse. El comandante Liberino, destacado en Guadalajara, recibió orden de trasladarse con su Brigada a Madrid. Batió a los comunistas en la Ciudad Lineal, consiguiendo recuperar el puesto de mando del II Cuerpo de Ejército, pero no antes de que fuese bombardeado por la aviación. Contra los focos urbanos operó la 112 Brigada Mixta, mandada por Gutiérrez de Miguel, redactor de El Socialista, que acabó, a semejanza de Federico Ángulo, prefiriendo, provisionalmente, la espada a la pluma. Le secundó la 70a. Brigada Mixta a las órdenes de un militante ácrata y un fuerte contingente de carabineros que obedecían al comandante socialista Francisco Castro. Estos carabineros consiguieron adueñarse del edificio ocupado por el Comité provincial del Partido Comunista. La lucha fue enconada y el Consejo Nacional se vio en la necesidad de recurrir a la artillería, a la aviación y a los tanques. Los comunistas manejaban las fuerzas del I y II Cuerpo del Ejército, pero de manera más intensa las del II. La dirección militar la llevaban los jefes Ascanio y Barceló. El teniente coronel Bueno, jefe del II Cuerpo de Ejército, aparece con una actuación dudosa. La parte política la orientaba el Comité provincial comunista. Los combates se desarrollaron, fuera de Madrid, en la Ciudad Lineal, en San Femando y en Fuencarral, siendo este último el pueblo que más tercamente resistió en poder de los comunistas. En la capital, la lucha se emplazó en el viejo Hipódromo y en los Ministerios, en las calles de Ríos Rosas, Serrano, parte alta del barrio de Salamanca, plaza de Manuel Becerra, Paseo de la Castellana y Puerta de Alcalá. La lucha tuvo diferentes alternativas, con un balance de bajas considerable: de cuatro a cinco mil.
Mientras se desarrolla esta contienda, que se prolonga hasta el día 14, Franco no ordena el menor movimiento para que sus tropas irrumpan en Madrid. Espera, de acuerdo con cuantos informes le suministran sus servicios, que la capital le sea librada sin la menor contribución de sangre. Intuye que son pocos los días que faltan para que la fruta, llegue a sazón. En la contienda del Consejo y los comunistas, se reserva el papel de espectador. Cuando Casado está a punto de dominar la situación de Madrid, los comunistas, considerándose perdidos, pretenden dar un sesgo político a la lucha. Le envían como emisario al coronel Ortega, con poderes suficientes para negociar. Piden al Consejo, para deponer las armas, una representación en él y la seguridad de que no se ejercerán represalias. Casado se niega terminantemente a ceder ningún puesto al Partido Comunista, limitándose a prometer que si cesaba la resistencia no habría represalias, si bien los culpables de la insurrección comparecerían ante los Tribunales competentes. Simultánea a esta gestión del coronel Ortega, a varios detenidos en El Pardo, pero de modo preferente a Gómez Ossorio y Trifón Gómez, se les puso a la firma una carta redactada por García Pradas, director de CNT, en la que se solicitaba del Consejo un puesto para los comunistas, medida que pacificaría la capital. Las dos personas aludidas se negaron a firmar.
Rendidos los comunistas, «aplastado el movimiento insurreccional», según la versión del Consejo, los militares Ortega y Gutiérrez de Miguel rescataron a los prisioneros de El Pardo, a los que Madrid hizo, a su paso por las calles, variadas demostraciones de afecto. Los jefes comunistas Barceló y Conesa fueron condenados a muerte y ejecutados. Barceló asumió para sí la responsabilidad de lo ocurrido, gallardía que le costó la vida. A Conesa, el Tribunal le condenó por las ejecuciones de El Pardo. El Consejo indultó de la última pena al teniente coronel Bueno, Hizo a los fusilados en El Prado un entierro que congregó a todos los anticomunistas y a buen número de los que, habiéndose afiliado a la Tercera Internacional, con sinceridad dudosa, pero con obediencia de cadáver, les interesaba escapar a reproches peligrosos.
El poder del Consejo Nacional de Defensa es, después de la victoria sobre los comunistas, indiscutido. En París, la Diputación Permanente de Cortes declara la inexistencia del Gobierno Negrín. Como los gobernadores civiles, algunos embajadores se subordinan a Casado. Madrid no tiene, después de todo lo que lleva vivido en tres años, más que un deseo: acabar.