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Ossorio Tafall, embajador de Galán. — Toma de posesión del nuevo jefe de la Base naval. — Detención de Galán. — El coronel Armentia saca la tropa a la calle. — Cambio de consigna. — Conminación de la Flota. — La emisora de Los Dolores adelanta una victoria dudosa. — Agresión aérea. — En tierra no queda nada que hacer. — Salida de la Escuadra. — Muerte del coronel Armentia. — Derrota de los nacionalistas. — Hundimiento de El Castillo de Olite. — De Argel a Bizerta.

Los sucesos de este día, 4 de marzo, se interfieren y atropellan, respondiendo a un ritmo vertiginoso. A las nueve de la noche. Bruno Alonso recibe en la Flota la visita de Ossorio Tafall, que desea saber cómo será acogido el nuevo jefe de la Base, quien atiende en Murcia un golpe de teléfono para seguir viaje o renunciar a entrar en Cartagena. La conversación de Bruno Alonso y Ossorio Tafall se desarrolla en presencia de Buiza. Es un cambio de palabras que no registra ninguna cordialidad. Bruno Alonso dice al emisario de Galán que cumplirá con su deber, afirmación, para los momentos en que se pronuncia, bastante enigmática. Galán resuelve salir para Cartagena y se lo previene telefónicamente al comisario general de la Flota, a quien desea, le dice, abrazar en la Base. Este breve coloquio es más útil que la visita de Tafall. Restablece una emoción republicana que parecía definitivamente rota. El sustituto de Bernal dispone de cuatro mil hombres, no de cuarenta mil, como se afirma en Cartagena, que van a ser, inmediatamente, necesarios. La noticia de que Galán avanza con una brigada a sus órdenes destruye la conjuración de los jefes de Servicios, que se muestran dispuestos a acatar la decisión del Gobierno. Esta rectificación, por tardía, no servirá para nada. Al anticomunismo de los que veían en el nombramiento de Galán un primer paso para eliminar implacablemente a los mandos republicanos, se ha unido el nacionalismo de los partidarios de Franco, resuelto a llevar adelante el proyecto de resistencia al Gobierno. Galán tomó posesión de su mando sin inconveniente; pero cenando con Vicente Ramírez fue detenido por Fernando Oliva, jefe del Estado Mayor de Marina, al que respaldaba en su acto el coronel Armentia, que sacó la tropa a la calle, dándole como divisa la siguiente: «Por la Patria y por la Paz», consigna que no había de tardar en ser sustituida por la de «Arriba España y Viva Franco», con la que se pasó, de una situación de alarma, al combate en las calles. Un marinero llevó a Bruno Alonso la noticia de que en la Base había anormalidad. Se llamó a ella desde la Capitana y la respuesta fue tranquilizadora. Momentos más tarde es la Base la que llama al Miguel Cervantes, indicando que se avise al almirante que la Flota debe ser prevenida. Buiza acude al teléfono y conoce la noticia de las detenciones de Galán y Ramírez. Exige que le pongan al habla con los detenidos, pero su interlocutor de la Base le entretiene con detalles. Le sucede, al aparato, Bruno Alonso, quien conmina: —«Si inmediatamente no se ponen al habla Galán y Ramírez y no nos dicen que no les ocurre nada, rompemos fuego contra la Capitana». La amenaza obra su efecto. Galán y Ramírez comparecen al teléfono y afirman que no les sucede nada y que se están encarrilando las cosas.

En esos diálogos de la Flota y la Base, los fascistas que se han apoderado de una parte de la ciudad ponen en libertad a los presos. Sus avances son notorios: intrigan impunemente en los cuarteles y establecen su puesto de mando en el Parque de Artillería, donde se hace obedecer el coronel Armentia, jefe indudable de los falangistas. A las doce de la mañana, temiendo que Galán pueda ser víctima de una agresión, Buiza y Alonso se trasladan a la Base. El mal ambiente de Cartagena les impresiona. Bruno Alonso se da cuenta cabal de cómo, a la sombra del anticomunismo, los secuaces de Franco han dispuesto de libertad y manejado las pasiones y los disgustos en su provecho. Peor que la audacia del adversario, la confusión. Galán mismo está en conferencias con los jefes de las fuerzas sublevadas. Nadie se entiende, como no sean los nacionalistas que, alucinados por la idea de triunfar, eliminan a cuantos enemigos identifican. La estación emisora de la Escuadra, establecida en Los Dolores, es asaltada y emite, un poco más tarde de que Casado leyese desde Madrid el manifiesto de la Junta Nacional de Defensa, en idioma de Franco, la noticia de que Cartagena es del Caudillo. Los titulados vencedores le piden refuerzos para conservar su victoria.

La ciudad resuena por todas partes de descargas y la Flota notifica a la Base que va a abrir fuego contra las zonas dominadas por los falangistas. La Base le recomienda que no lo haga. En la cámara de la Capitana algunos mandos aconsejan hacerse a la mar. A las ocho de la mañana del domingo, Buiza ordena a todos los barcos zafarrancho de combate y listos para hacer fuego de cañón… Media hora después, la emisora de Los Dolores notifica a la Escuadra que dispone de quince minutos para izar bandera blanca y rendirse a Franco. Si no obedece, al finalizar el plazo, las baterías de costa dispararán contra ella. Se agotan los quince minutos, ansiosamente contados a bordo de los buques, sin que la amenaza se cumpla. Las baterías permanecen calladas. «Todo ese tiempo —ha escrito el comandante del destructor Almirante Antequera— lo pasamos en un esfuerzo supremo para aparentar frialdad, pues el bombardeo de la Flota por las baterías, dentro del puerto, era su inmediata destrucción. Los telémetros enfilados a las baterías más próximas, dispuestos a responder con fuego al fuego, necesitábamos, sin embargo, observar a los traidores que debían estar entre nosotros». No todos los mandos de los buques son fíeles a la bandera republicana. No todas las tripulaciones están incontaminadas. Es dudoso que la última alocución de Bruno Alonso, impresa en La Armada, se cumpla; «Es preciso que las dotaciones se mantengan firmes para no manchar el final glorioso de la Flota». Ese final está amenazado por el peor de los peligros; la confusión. Faltan noticias ciertas para conocer el valor de la inhibición de las baterías de costa. Su silencio, ¿es lealtad o cautela? Tiene que llegar la aviación facciosa para que la duda se esclarezca.

A las 11.15, la sirena de la Base Naval suena la alarma. La ultracorta de la Deca anuncia a los buques la presencia en Cabo Palos, rumbo a Cartagena, de cinco trimotores italianos. Primera deducción de los comandantes; la Deca se conserva leal. A la vista de los aparatos en el cielo de Cartagena, las baterías abren fuego contra ellos. Segunda y más valiosa noticia; no toda la artillería de costa está en poder de los fascistas. La comprobación determina un movimiento de entusiasmo republicano. Entre estampidos terribles, se oye a los marinos vitorear a la República. Funcionan los antiaéreos de los barcos, empedrando el cielo de redondas nubéculas blancas. Los cinco «Savoias», volando en la vertical del puerto, causan destrozos irremediables. Sus bombas han hundido los destructores Sánchez Barcaiztegui y Alcalá Galiano. La cubierta del Lázaga ha sido barrida por la metralla, quedando gravemente herido el segundo comandante, Vicente Palacios. Las víctimas son muchas. En la Base, la agresión aérea ha destruido los depósitos de petróleo y el taller de torpedos del Arsenal. Durante el ataque, Bruno Alonso observa que la moral de las tripulaciones es buena y pésima la de los mandos. A título de coda al bombardeo, la emisora repite su primera amenaza: los buques tienen quince minutos para rendirse a Franco, Como respuesta, el jefe de la Flota ordena a todos los comandantes preparar hombres para formar una columna de desembarco. La decisión del mando se recibe con entusiasmo. Formándose la columna, Vicente Ramírez montó a bordo del Cervantes, declarando que en tierra todo estaba perdido y que en Capitanía General se había dado la voz de «sálvese el que pueda». Anunció que, sin gran tardanza, llegarían los mandos de la Base, Galán, Morell, Ruiz, Adonis, Samitiel y otros, quienes, en efecto, se presentaron en el buque insignia acompañados de sus secretarios y auxiliares. Se les recibe con un movimiento de estupor. Insisten en la declaración de Ramírez: Cartagena es íntegramente de Franco y las baterías, en manos de los victoriosos, se preparan a destruir la Flota si no se rinde y persiste en continuar en el puerto. ¿Quién con más razón que las autoridades de la Base para saber lo que sucede en Cartagena? Buiza procede en consecuencia. Ordena que no salte ningún hombre a tierra y que los buques se preparen para zarpar, babor y estribor de guardia. Se recogen seiscientas personas y, todo a punto, comienza el desfile de la Escuadra. Salió primero el Valdés, a continuación el Lepanto, al que seguía las aguas el Antequera

La salida de la Flota era fea y precipitada. Una vez fuera, se ordenó formación de crucero y rumbo a 110 grados. Durante toda la tarde del día 5, la navegación se hizo cambiando a varios rumbos. De noche, los buques comunicaron entre sí por ultracorta. Petición de noticias sobre parientes y amigos, para saber si se encuentran a salvo. Esto irritó a algunos comandantes que, convencidos de que la salida no era definitiva, habían dejado mujeres e hijos en Cartagena. Son las cóleras póstumas de los que soñaban para la Flota el final glorioso a que aludía Bruno Alonso en su alocución de La Armada. El final es, en el mejor de los casos, anodino. Por un instante parece que los estímulos heroicos van a vencer del general aplanamiento egoísta. Son las cuatro de la mañana del día 6. Del buque insignia ordenan poner rumbo a Cartagena. Obedecida la orden, una comunicación de tierra avisa que la Escuadra no debe acercarse a las costas de su base, añadiendo que en ella no encontrarán petróleo para repostar. Contraorden del Cervantes y nuevo rumbo a Argel.

Se va a consumar lo irreparable: el internamiento de la Escuadra. En curso de navegación van llegando a la Capitanía diferentes mensajes. Uno de la posición Yuste, que Bruno Alonso atribuye a Negrín, en que se notifica que Cartagena ha vuelto a la normalidad, debiendo la Flota regresar a puerto. Casado, por el contrario, dice que la artillería de costa sigue en poder del enemigo, aconsejando a Buiza que se mantenga en el mar. En estas noticias contradictorias se pierden los últimos arranques. La confusión derrota el temple de los más animosos. Cuando el Comisario General defiende la conveniencia de regresar a Cartagena, se le contesta que la falta de petróleo lo hace imposible. El mando del Antequera, que considera obligado el regreso, dialoga, fuera de disciplina, por ultracorta, con el almirante. «Habiéndose formado en Madrid —le dice— un Gobierno republicano, mando de este buque considera un deber no desasistir a los que aún luchan en España». «Diga —pregunta Buiza— cómo ha tenido noticia de eso». «Lo acaba de dar Valencia por prensa en lenguaje vulgar». Como la navegación continúa rumbo a Argel, el comandante del Antequera apremia: «Mando de este buque insiste en que no se debe desasistir a los republicanos que quedan en España». Respuesta de Buiza: «Mando Flota está en comunicación con España y al dirigimos a Argel no desasistimos al Gobierno republicano. Esperamos que el mando de ese buque obedecerá y cumplirá su deber con la lealtad y disciplina como hasta este momento». Decepcionado por la contestación, horas más tarde el mismo comandante intenta salir de la formación y escapar. Una orden seca le retiene: «Ocupe inmediatamente su puesto en la formación». Sin la orden de Buiza, el movimiento de rebeldía del comandante del Antequera, Pedro Marcos, hubiera igualmente fracasado. Ni uno solo de sus subordinados tenía interés en secundarle. Todos ellos preferían Argel a Cartagena. ¿No se les había dicho que la guerra estaba perdida? ¿A qué, pues, regresar a Cartagena? ¿A hacerse matar por las baterías de la costa o los trimotores italianos? Ni siquiera las células comunistas, propicias a todas las exageraciones heroicas y literarias, formulaban su deseo de regresar. Ante el temor de que lo manifiesten, se les detiene. Los mandos que trabajan solapadamente en beneficio de Franco se previenen prudentemente contra toda reacción de la marinería. Temen que una circunstancia cualquiera avive en ella el sentimiento del deber, y para evitarlo encierran a comunistas y socialistas, a republicanos y anarquistas. Tiene que ser Bruno Alonso quien se encargue de libertar a los detenidos, interpelando a Buiza, que nada sabe de cuanto, por propia iniciativa, está realizando el jefe de E. M. de la Flota, José Núñez.

La Escuadra en el mar, rumbo a Argel, Cartagena fue escenario de una lucha durísima. La brigada que el Gobierno envió para respaldar la toma de posesión de Galán, apoyada por la séptima batería, atacó los edificios en que se habían hecho fuertes los sublevados. No estaba todo perdido en tierra, contra lo que había afirmado Ramírez en la nave capitana. Si alguien dio la voz de «sálvese el que pueda», la dio, sin duda, por acabar de desmoralizar a los burócratas y vaciar de toda apariencia de autoridad los despachos de Capitanía, tan pronto desiertos, tan pronto ocupados por los rebeldes. La brigada no pensó en salvarse, sino en combatir. El día 6 consiguió rendir el Parque de Artillería y el Arsenal. En estos combates perdió la vida el coronel Armentia, figura de militar que reivindican para sí republicanos y nacionalistas.

Estos le encomiendan solemnemente a Dios, reputando su muerte como heroica y los republicanos, a lo que he podido leer en varios informes, le disciernen una estimación sincera. Es él, inequívocamente, quien complica y dramatiza la situación de Cartagena al sacar sus soldados a la calle. Se mueve, a lo que parece, respondiendo a su pasión anticomunista y se encuentra, a las pocas horas, arrollado por los acontecimientos, más fuertes que su autoridad. Cuando se persuade de que nada puede contra ellos, se vincula a los grupos nacionalistas y muere dirigiéndolos.

Rendidos el Parque de Artillería y el Arsenal, y muerto el coronel Armentia, la lucha evoluciona favorablemente para los combatientes republicanos. La resistencia de los rebeldes se extingue súbitamente cuando pierden la Capitanía General. Los cuarteles en que tenían alguna influencia deponen las armas. Quedan pequeños focos virulentos contra los que se hace un fuego durísimo. Los rebeldes confiesan más de cuatrocientos muertos. Su petición de refuerzos no ha sido atendida a tiempo. Cuando llegan es tarde. La insurrección está dominada y no queda esperanza alguna de hacerla resucitar. El Castillo de Olite no sabe eso y avanza confiadamente, con su cuerpo de desembarco, fuerte de 2300 hombres, de ser cierto lo que entonces se afirmó, hacia la ensenada de la Escombrera. Las piezas de la Pajarola le espiaban y, cuando el blanco pareció perfecto a los artilleros, la batería abrió fuego. El buque no tardó en hundirse, ahogándose los soldados que el Generalísimo enviaba a Cartagena… La victoria de la brigada que recibió la orden de respaldar a Galán la cosechaba, cumplido el golpe de Estado, el Consejo Nacional de Defensa, obligado a proveer de nuevos mandos, por defección de todos los anteriores, a la Base Naval. Fue designado jefe de ella Pérez Salas, y general del Arsenal, el coronel de Ingenieros Félix de Echevarría. Todo el trabajo que les quedaba por hacer, y en el que se emplearon con celo apasionado, era facilitar la evacuación de cuantas personas formulaban el deseo de expatriarse. Habiéndose alejado la Flota, el desenlace de tanto acontecimiento infausto se presentaba claro para la población civil de Cartagena, que no podía creer en una paz sin represalias.

Al amanecer el día 6, los buques —Miguel de Cervantes, Libertad, Méndez Núñez, Ulloa, Jorge Juan, Escaño, Miranda, Lepanto, Antequera, Valdés y Gravina— avistaban la costa de Argel. Un anuncio de las autoridades franceses les prohibió la entrada, indicándoles como más practicable el puerto de Bizerta. En obediencia a la orden recibida, se varió el rumbo. Un día más de navegación, veinticuatro horas vivas para la esperanza. La Flota sabe que Cartagena ha sido recuperada. La formación de crucero en que navega consiente a cada marino apreciar todo el valor que la Escuadra representa. En su Memorial, Bruno Alonso anota su última insistencia para inducir a los mandos militares a regresar a puerto. Obtiene la misma respuesta mostrenca: Falta petróleo. ¿Sólo petróleo? El día 7 amanece con un sol brillante. En la rada de Bizerta, un crucero y dos cañoneros franceses orientan la entrada de los buques españoles, que fondean en Sidi Abdalá. Se hacen los últimos honores a la bandera republicana. Suben dos jefes de la marina francesa a la Capitana. Presentan al Almirante las condiciones que debe firmar para el internamiento de la Flota. Buiza, después de leerlas, firma. No se sabe bien con qué pulso ni con qué corazón. Firma. A la caída de la tarde, con una luz melancólica, los barcos, desarmados, entraban en el canal, camino del lago, donde debían esperar, internados, a que Salvador Moreno, en nombre de la marina de Franco, se hiciese cargo de ellos.

Las tripulaciones fueron conducidas después al campo de Meheri Zebbens, pasando, de la lujuria del Mediterráneo, al ascetismo de las arenas del Sahara. En el primer plebiscito, 2 400 hombres, de cuatro mil, manifestaron su preferencia por las cárceles españolas. Algunos de ellos fueron entregados, con un mínimo de formalidades jurídicas, a los piquetes de ejecución. Entre los que manifestaron su deseo de volver a España estaban todos los comandantes, a excepción de cinco: David Galea, del Miranda; Juan Oyarzabal, del Valdés; Pedro Marcos Bilbao, del Antequera; José Esteve, del Méndez Núñez; y Diego Narón, del Cervantes. Miguel Buiza se confundió voluntariamente, en el campo de concentración, con los marineros, para acabar enganchándose, falto de otra esperanza para su vida, en la Legión Francesa. De mi relación con él, me queda el recuerdo de su última noche en Roses, cerrado en un duelo íntimo por el suicidio de su esposa, rodeado de amigos cordiales, que veían llegar la tragedia. Sin orden alguna del Presidente, Xátiva, que había conversado con él, me indicó al oído los designios de Buiza. Los acontecimientos frustraron el gesto romántico con que el nuevo almirante estaba decidido, en caso de necesidad, a enaltecer el historial de la Flota. ¿Cuándo y cómo se le murió la decisión? Quien firma en Bizerta las condiciones del internado no es el mismo marino que, al comenzar la lucha, en diálogo áspero y seco con el almirante de la Escuadra inglesa del Mediterráneo, le rechaza un ultimátum impertinente. Y si es el mismo ¡cuánto debió sufrir su orgullo presidiendo un final sin grandeza!