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El cometido de la Escuadra en el golpe de Estado. — Los trabajos clandestinos de Casado. — Negrín, gobernante providencial. — Comedia de la obediencia militar. — Un secreto a voces. — Ultima reunión de Negrín con los mandos militares. — Casado, ascendido a general. — Buiza, reprendido. — Convocatoria del Presidente a los ministros y orden a Casado. — Una mirada huidiza y un actor perfecto. — Un juego de señales que los ministros no ven. — La Escuadra enciende las calderas. — Destitución del jefe de la base naval de Cartagena. — Nombramiento de Galán. — Contraorden de Matallana a Buiza. — Consejo de ministros en la posición Yuste. — Noticia del golpe de Estado. — Conferencias telefónicas con Madrid. — Matallana en escena. — El Gobierno dispone de ochenta hombres. — Consejo de Negrín a los partidos. — Salida para Francia.

Después de la reunión de marinos que presidió en la nave insignia, Buiza hizo un viaje para conferenciar con el general Matallana, con quien precisó los detalles de conducta a que debía ajustarse la Flota. Esta, según lo estipulado, se haría a la mar y, seguidamente, conminaría al Gobierno Negrín a rendir sus poderes a una Junta Nacional, encargada de pactar una «paz digna». Casado, en Madrid, evacuaba consultas y postulaba adhesiones para constituir el órgano de autoridad que suplantase al Gobierno. El jefe del Ejército del Centro, que da su apellido al golpe de Estado, ponía en ese trabajo clandestino el sigilo riguroso de quien no quiere comprometerse. «Cuando yo visité por primera vez al coronel Casado —ha escrito Wenceslao Carrillo— ya se encontraba en relaciones con los representantes de los partidos políticos y de las organizaciones sindicales, a los cuales había expuesto su iniciativa de destituir al Gobierno Negrín y constituir un Consejo Nacional de Defensa, en el que el elemento militar no tuviese más que una representación, a fin de que el pueblo no lo confundiera con una militarada». Esas relaciones del coronel Casado con los representantes de los partidos y sindicatos coinciden, curiosamente, con sus más solemnes muestras de adhesión a Negrín. El jefe del Gobierno y ministro de la Guerra es, en concepto de su aparente subordinado, un gobernante providencial, «el salvador de España». La obra cumplida por él es extraordinaria. Llegará un día en que toda la nación lo proclamará unánimemente, pero, entre tanto, hay que vivir en guardia contra los despechados y los descontentos. Casado asegura haber hecho abortar un complot y se muestra decidido a ser inclemente con los perturbadores; pero como esto podía no ser bastante, se creyó en el caso de ofrecer a Negrín una casa del Paseo de Ronda, magnífica por sus condiciones de seguridad, que aumentarían a favor del equipo de hombres que había personalmente elegido para montar la guardia. Este exceso de celo, contrariamente a lo que se prometía Casado, suscitó las sospechas de Negrín, quien se puso a observar al coronel.

Las observaciones confirmaron la legitimidad del recelo y, a partir de esos momentos, Negrín pierde definitivamente su confianza en el coronel. Le interesa, por la importancia de las fuerzas del Centro que Casado maneja, apartarle de la jefatura de ellas. ¿Qué puede hacer para que la determinación no transparente su pensamiento? Una sola cosa: ascenderle y confiarle el mando del Estado Mayor Central, vacante por ausencia voluntaria de Rojo. Esto que Negrín proyecta hacer y acaba haciendo no surte, por llegar tarde, el menor efecto. Si Negrín rehúsa los ofrecimientos del coronel testimoniándole una gratitud casi efusiva, el militar le envía, por conducto de los ministros, al conocer su ascenso, las mejores palabras de subordinación. Esta escena es magnífica y confiere a Casado el título de excepcional comediante. Es el último acto, y hace culminar en él toda su destreza de actor. Casado se ha propuesto estar limpio de reproche hasta el final, en que pueda, por tener el golpe asegurado, arrojar la máscara y presentarse como sucesor del propio Negrín. Es casi milagrosa la manera de que se vale para sostener hasta el mismo día cuatro de marzo la comedia de su obediencia militar.

El coronel ha celebrado numerosas entrevistas políticas y su secreto es conocido de muchas personas. Algunos de los hombres invitados a participar en la responsabilidad de constituir la Junta Nacional han necesitado consultar a sus correligionarios antes de comprometer una respuesta. Esta extensión inusitada del secreto destruye el misterio para una multitud de madrileños. Es perfectamente riguroso, sin embargo, para la mayoría de los ministros. Uno de ellos está a punto de salir de su ignorancia al tropezar, en una camisería, con un amigo de la infancia, empleado en el Consulado inglés. Una razón superior a la de la amistad frustra la confidencia. Más tarde, ese mismo ministro recibe la visita de un funcionario de la Delegación Vasca, quien le informa de los rumores que corren por Madrid, según los cuales está en vísperas de formarse un nuevo Gobierno con la participación de Casado, Besteiro y Girauta… El ministro acoge el rumor como absolutamente falso y tranquiliza a su confidente. Casado conserva entre los ministros todo su prestigio de militar leal. Nunca se ha mostrado tan subordinado para con ellos. Si algo pueden decir, no es contra él, sino contra algún colega que ha ido, en sus conversaciones con Casado, bastante más lejos de lo que la prudencia aconseja. El ministerio tiene sus contradicciones. La primera, y quizá la más fuerte, consiste en la estancia de los ministros en Madrid, en tanto que el Presidente continúa en Alicante. Esta separación física es origen de muy serias perturbaciones. Casado no deja de anotar esa circunstancia y de servirse de ella. La explota en sus conferencias políticas, presentando como indispensable la destitución del Gobierno, y la utiliza en sus diálogos con los ministros, reputándose insustituible en Madrid como militar a la devoción de la legalidad. Hace lo posible para, sirviéndose de los ministros, atraer a Negrín a la capital. No aceptemos ninguna afirmación siniestra; pero no recusemos, tampoco, ninguna hipótesis verosímil.

El último contacto de estos dos antagonistas tiene lugar en vísperas de la insurrección. Se ven en el cuartel general del Presidente. Este habla a los jefes militares, generales Miaja y Matallana, almirante Buiza y coronel Casado. Les informa de su propósito de dirigirse al país y desarrolla ante ellos las líneas fundamentales de su discurso. Hablará el lunes, día seis, e insistirá en la necesidad de resistir para obtener del adversario una paz tolerable. El programa enunciado en Figueres aparece restringido al mínimo: consentimiento para hacer la evacuación de las personas incursas en responsabilidad. «La sublevación se precipitó —había de declarar Negrín— para no quedarse sin bandera». Refiriéndose a las observaciones que le habían formulado los mandos, resolvió que no debían ser tenidas en cuenta, añadiendo que estaban previstas diferentes medidas que irían apareciendo en la Gaceta. Notificó a Casado que, con el ascenso, le concedía la jefatura del Estado Mayor Central, debiendo incorporarse a su nuevo destino en el plazo más breve posible. Se encaró con Buiza y con palabra displicente le prohibió que se ausentase del mando de la Flota sin su consentimiento. ¿Intuyó Negrín que tenía enfrente cuatro sublevados? ¿Calculó bien los efectos de sus palabras? La desconfianza del jefe del Gobierno se proyectaba exclusivamente sobre Casado y Buiza; los dos generales. Miaja y Matallana, colaboradores de Casado, no suscitaban, por diferentes razones, la menor sospecha. El problema que se proponía resolver Negrín, anular la influencia de Casado en el Ejército del Centro y la de Buiza en la Escuadra, lo estimaba sencillo. Para las dos necesidades creía poseer remedio. A Cartagena enviaría, a hacerse cargo de la base, en sustitución del general Bemal, de quien se conocía la desmoralización, a Galán; a Madrid… ¿quién enviar a Madrid? En tomo al Presidente sólo había militares comunistas: Modesto, Líster, Cordón… ¿Fue designado el primero de los tres citados para reemplazar a Casado? Dos versiones se oponen: la negativa y la afirmativa. La primera asegura que el nombramiento llegó al Gobierno civil de Madrid, siendo anulado posteriormente con una orden telegráfica; la segunda versión, oficial, del propio Negrín, niega terminantemente que el nombramiento se hiciera. Este punto, difícil de esclarecer por el momento, continuará siendo motivo de vivas polémicas, ya que con él se intenta justificar la legitimidad del golpe de Estado casadista, presentándolo como una súbita reacción contra el deliberado entronizamiento de la dictadura comunista. En la conferencia con los mandos, a Negrín le falla, con la información, que debía haber sido mejor, la intuición. No se da cuenta de que tiene ante sí cuatro militares moralmente en rebeldía, que sólo por ventaja afectan subordinación y obediencia. Después de oír al Presidente, saben lo que tienen que hacer: precipitar el movimiento antes de que sea tarde. Buiza regresa a Cartagena, embarca y, desde su puesto de mando del Cervantes, ordena a los buques prepararse para salir a la mar… Casado, de regreso en Madrid, mima la escena final con los ministros.

En el último Consejo se convino que el siguiente se celebrase en Madrid. Buscaba el acuerdo hacer más efectiva la personalidad del Gobierno, al que le mermaban autoridad las reuniones que sin rigor periódico celebraba y de las que se daban referencias incompletas, conservando en secreto el lugar donde se habían celebrado. El día cuatro de marzo, el Presidente convocó urgentemente a los consejeros, encargándoles que procurasen, por todos los medios, que en el viaje, para el que disponían de un avión, les acompañase Casado, cuya presencia era absolutamente indispensable. Se reunieron los ministros en el Palacio del Gobierno civil y mandaron a buscar al general, para comunicarle la orden de Negrín. Al hablar con este, tratan de persuadirle de la conveniencia de que el Consejo, conforme a lo acordado, se celebre en Madrid. Razonan, insisten, ruegan, sin ningún resultado. El Presidente les ratifica la convocatoria y les acucia a emprender el viaje, recordándoles que el general Casado debe ir con ellos. Algunos ministros rezongan, por seguir estimando que la reunión debe celebrarse en Madrid y no en un pueblo perdido de Alicante, donde al Presidente le ha dado la vena de instalar su cuartel general. Con tanto mayor motivo —se añade— cuanto que interesa la asistencia de Casado. Este hace su aparición, acompañado de sus ayudantes. En su uniforme, detalle que llama la atención de los ministros, conserva las estrellas de coronel. Después de las felicitaciones y parabienes por el ascenso, muestras de estimación que el interesado acoge con una sonrisa japonesa, uno de los ministros le pregunta cómo no exhibe sus nuevas insignias.

—Por una contrariedad; porque falta oro para bordarlas.

Cuando se llega al tema que ha motivado la llamada, el general formula toda una serie de reservas para no cumplir la orden del Presidente, siendo la principal, a la que los consejeros se rinden, la de considerar que no puede, sin imprudencia notoria, ausentarse de Madrid en el preciso momento que se alejan todos los ministros. La falacia del adversario, unida a la desmoralización de los pusilánimes, puede crear una situación comprometida con sólo divulgar la noticia de ese viaje colectivo. Estima preferible continuar en Madrid, garantizando, con la misma fe de siempre, la fortaleza de la capital.

—Naturalmente —añadió— que si a pesar de las razones que les expongo, el señor presidente entendiese, después de haberlas escuchado de ustedes, que mi presencia sigue siendo necesaria en la posición Jaca, una simple indicación telefónica será suficiente para que me ponga inmediatamente en camino. Estoy por entero a lo que él ordene y disponga. Si algo me atrevo a pedirles a ustedes, rogándoles que me disculpen, es que transmitan al señor presidente la seguridad de que, en tanto yo esté en Madrid, ejército y población civil responderán con fidelidad a los designios del Gobierno.

Salvo la mirada, huidiza, el general Casado, que posiblemente a esas horas tenía el borrador, cuando menos el borrador, de la proclama que, a las nueve de la noche de ese mismo día, proyectaba leer por la radio declarando destituido el Gobierno Negrín, se produce ante los ministros con el aplomo de una conciencia leal. Llena la escena y domina el difícil papel. Los consejeros están lejos de toda sospecha y no pueden, tan robusta es su confianza en la lealtad de Casado, inquietarse por alguno de los varios signos que las personas que les rodean les hacen. El gobernador civil, Gómez Ossorio, que tiene más de un motivo para conocer la sublevación que teje Casado, pugnando, entre dos deberes, el que le impone su cargo y el que le dicta su vieja adhesión moral a Besteiro, se ha separado de toda la actividad de estos últimos días, solicitando un permiso, que el ministro de la Gobernación le ha concedido. Gómez Ossorio no está en su despacho. No conoce la escena de Casado, de quien, en ese momento, no hubiera podido ser cómplice. ¿Siente esa misma repugnancia Sánchez Guerra, ayudante de Casado, presente en la entrevista? Con pretexto de pedir un cigarro, atrae hacia el antedespacho a uno de los ministros y le interroga: «¿Qué hacen ustedes que no se van? ¿A qué esperan?». Y como temiendo haber sido demasiado explícito, Sánchez Guerra alude, sin ninguna convicción, a la inminencia de la ofensiva franquista. Este juego de señales, que se repite a diario, no impresiona ninguna sensibilidad ministerial. La propia orden de Negrín para Casado y la terca negativa del primero a trasladarse a Madrid son avisos perdidos. La capacidad del coronel para la farsa se ejerce sobre un auditorio excepcionalmente preparado, por su candor, para recibirla. El jefe del Ejército del Centro se les antoja a los ministros un modelo de militar subordinado y leal, epígono legítimo de los viejos capitanes para los que se acuñó el alto elogio: Rey servido y patria honrada. Junto a esa categoría, los avisos cautelosos de la amistad resultaban jeroglíficos indescifrables. Los ministros transmitirían al Presidente el mensaje de Casado. Se sentían complacidos siendo portadores de tan admirable seguridad y habían de sorprenderse, quedando intrigados, del gesto agrio de Negrín cuando supo que Casado se había quedado en Madrid. Desde el avión en que hicieron el viaje, los consejeros pudieron apreciar un inusitado movimiento de fuerzas republicanas en las proximidades de la capital. ¿Preparativos en relación con la ofensiva de Franco de que tan reiteradamente se les había hablado? ¿Relevos normales? Ultima señal perdida.

Ese día, sábado, cuatro de marzo, los militares debían apoderarse de la autoridad, destituyendo al Gobierno. El movimiento correspondía iniciarlo a la Escuadra. Esta estaba lista para hacerse a la mar, cuando en Cartagena se conoció la noticia del nombramiento del teniente coronel Galán para jefe de la base naval. El conocimiento de la destitución del general Bernal determina un Consejo de todos los jefes de Servicios, en el que se acuerda negarse a aceptar el nuevo mando, por considerar su nombramiento anticonstitucional y representar, a juicio de los reunidos, el primer paso para un golpe de Estado comunista. El almirante de la Flota se solidariza, sin contar con los comandantes de los buques, con la Base y queda decidido que el general Bernal no entregará el mando. Antes de consentirle una debilidad, a la que es propicio, se le detendrá. La gestión del general en la Base no pudo ser más desdichada. Vivía para inhibirse de los problemas, dejando que los resolvieran, si podían, sus subordinados. Había declarado públicamente su propósito de quedarse en España y coleccionaba méritos para hacerse perdonar su lealtad geográfica a la República. Reservaba a los fascistas los mejores puestos de la Base y emancipaba del CRIM restituyéndolos a sus casas, a los hijos de los propietarios de Murcia. Con los testimonios de sus protegidos esperaba librar con bien del proceso que le instruyeran los vencedores. Este es el hombre en quien se estima que debe prolongarse el mando de la Base, justamente en el momento en que la Escuadra va hacerse a la mar para conminar a Negrín a rendir poderes. Los buques están listos, en espera de la orden precisa de la capitana. Esa orden no acaba de darse. Se ha producido un nuevo accidente que la hace innecesaria. Buiza ha recibido una comunicación en que Matallana, en nombre de los jefes militares comprometidos, le dice: «Encontrándonos desasistidos por una parte del Ejército y habiendo surgido algunas dificultades, queda sin efecto el acuerdo de oponerse a Negrín, siendo en consecuencia relevada la Flota del compromiso contraído, pero disponiendo de libertad para proceder con arreglo a su criterio». Uno de los miembros de la Junta explica el tropiezo que determinó un retraso de varias horas en la proclamación del golpe de Estado, «por falta de tiempo para cumplir órdenes de carácter militar». La Escuadra vuelve al régimen normal. Cuando los comandantes de los buques se trasladan al Miguel Cervantes para conocer lo ocurrido, se les informa que todo ha quedado arreglado y que no hay novedad. «Creemos —afirma el comandante del Antequera— que se ha desistido de que venga Galán y que la Junta Militar se ha hecho cargo de la situación». La ignorancia de los comandantes es perfecta.

Galán está camino de Murcia, resuelto a cumplir la orden recibida, y los jefes militares, por falta de tiempo para que se ejecuten sus órdenes o por la defección de una parte del Ejército, están en una situación aflictiva, de la que ignoran cómo saldrán. Casado debe confiar en que le sea útil la comedia representada ante los ministros que, cuando Cartagena está en plena agitación, deliberan en Consejo sobre el contenido del discurso que el presidente del Gobierno debe pronunciar el lunes. El debate es prolijo y apasionado. Uribe, defendiendo la posición de su partido, entiende, conforme a lo declarado en el último manifiesto de los comunistas (el mismo que Casado ha prohibido que se publique en Madrid, prohibición que aquéllos desacatan), que no conviene en manera alguna descontar nada de la posición mantenida en el discurso de Figueres. En el Consejo predominaba el criterio de reducir, de acuerdo con las imposiciones de la necesidad, aquel programa, dejándolo limitado a una garantía cierta que permita la evacuación de los combatientes y de los civiles comprometidos. Los ministros, concordes con el pensamiento de Negrín, estiman que el discurso debe tender a publicar la verdad sin debilitar los frentes, de suerte que quede claro, para los españoles y para el mundo, que la prolongación de la guerra no tiene otro responsable que Franco, incapaz de renunciar al placer morboso de las represalias. (La defensa de ese sadismo siniestro tenía que corresponderle a Gregorio Marañón: «El peligro más grande para el porvenir de un pueblo consiste en edificar su Historia sobre mixtificaciones. La paz prematura que hubiese ahorrado tanta sangre generosa hubiera sido, antes que nada, una mixtificación, fuente de desorden irremediable»). Después del Consejo, largo, como todos, el Presidente retuvo a los ministros a cenar. El general Matallana, rico en sonrisas corteses, estaba entre los invitados. En los diálogos de la sobremesa, un funcionario del Cuartel General penetró en el comedor y comunicó al Gobierno la noticia que difundía, en aquel mismo momento, Radio Madrid.

—El coronel Casado acaba de leer un manifiesto en el que notifica al país que el Gobierno ha sido destituido, habiéndose formado una Junta Nacional de Defensa encargada de poner término a la guerra.

Eran las 0,15 horas del domingo, cinco de marzo. Wenceslao Carrillo, testigo de la escena, declara que «fue un momento de serena emoción». Funcionó el teléfono del Cuartel General del Presidente llamando a Madrid. Acabó contestando Casado y hubo varios diálogos nerviosos, incoherentes, con acentos patéticos en algunos instantes. Cordón, promovido a secretario general del Ministerio de Defensa, apremió a Casado para que depusiera su actitud. Como se dirigiese a él con la invocación de «mi general», este le advirtió que no era más que coronel, por reputar ilegítimos los últimos ascensos que el presidente del Gobierno destituido había discernido arbitrariamente. Casado, a favor de la distancia y con la complicidad pasiva del teléfono, se mostraba, por primera vez, sincero. Sus respuestas, secas, agrias, consentían calcular la fuerza convulsiva con que se había asido al precario poder de la Consejería de Defensa. Todavía quedaba un ministro, el de la Gobernación, que estimaba vivas y eficaces, dirigidas al sublevado, las palabras cordiales. Asió el teléfono convencido de que la situación tenía remedio. «¿Quién habla?», preguntó Casado. «Aquí el ministro de la Gobernación…». El coronel dictaminó rápido: «Ya no hay ministros, el Gobierno acaba de ser destituido». «¿Quién habla?». «Habla Paulino Gómez, que se dirige a usted como español y le pide…». Fracaso absoluto.

El golpe de Estado, después de leído el manifiesto, era suceso irrevocable, a menos de domeñarlo por la fuerza. ¿Cuál podía ser la actitud del Ejército? Cerca del Gobierno, compartiendo la inquietante emoción de aquella hora, se encontraba el general Matallana. De su cuenta era la respuesta. No dejó de darla. Fue uno más a utilizar el teléfono y a dialogar con Casado. Sus reconvenciones al sublevado no podían ser más convencionales y formularias. Blanca la voz, agitado el pulso, balbuceaba reproches y encajaba respuestas. Casado, fuera ya de la comedia de la subordinación, debía complacerse en forzar a su colega a desempeñar su papel con maestría. Pero Matallana, mejor militar, era peor comediante. Su nerviosismo le denunciaba a los observadores. Buscaba conseguir del Presidente autorización necesaria para abandonar la posición Yuste. Argumentaba, ante unos y otros ministros, con los servicios que podía prestar entre las tropas. De madrugada, Negrín le concedió el anhelado permiso y risueño, con la satisfacción de quien escapa a un peligro cierto y mortal, entró a despedirse de los ministros. Algunos le abrazaron y, con una fórmula apta para militares y toreros, le desearon buena suerte. La oscuridad de esa noche, pesada y trágica, borra la traza débilmente histórica de este general, cuyo apellido había figurado con reiteración en los expedientes más confidenciales del SIM Casado le ha puesto al margen de la Junta Nacional de Defensa y cuando esta lo elige como negociador de paz, el Generalísimo lo rechaza con un ademán displicente… Ya Matallana en la carretera, corriendo hacia su destino mediocre, el Gobierno piensa en el suyo. ¿Qué puede hacer? ¿Qué puede intentar? Trata, sirviéndose del teléfono, de conocer si le queda alguna posibilidad de reaccionar con éxito contra el golpe de Estado. El círculo telefónico se va cerrando para Negrín, hasta completar un aislamiento casi absoluto. «No tenía más comunicación —había de referir Negrín— que con el Ejército de Levante, que dijo que si se hacía algo contra el Ejército del Centro, desguarnecía los frentes y los entregaba a los facciosos. Se dieron instrucciones a la aviación para bombardear el puesto de mando de Casado. Pero al día siguiente nos encontramos con que en las provincias de Alicante, Albacete, Murcia y Valencia, todas las fuerzas con que el Gobierno contaba eran ochenta guerrilleros que constituían la guardia de los ministros y del Presidente».

Sin redes telefónicas para comunicarse con las unidades leales, detenidos los emisarios que el Gobierno despachaba, tomados los controles de las carreteras, mediaba la mañana del domingo. Negrín y los ministros abandonaron la posición Yuste y a las tres de la tarde, despegando de un aeródromo de fortuna, conducidos por un piloto de la LAPE, volaban hacia Francia… Las ultimas palabras de Negrín a los representantes de las organizaciones políticas, tal y como él las reprodujo en París, fueron las siguientes: «Es preciso que ustedes hagan saber a todo el mundo que hay que seguir como si el Gobierno continuase aquí».