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La convicción íntima de Negrín. — Sus tratos diplomáticos para terminar la guerra. — Resistir, ¿para qué? — Descomposición de la zona Centro–Sur. — Un manifiesto de los comunistas. — El «Memorial de Santa Elena». — Código de conducta de Azaña. — «¿Qué es lo que defendemos si todo está perdido?» — Los ministros en Madrid. — La consulta de Giral. — Virulencias anticomunistas. — Una reunión a bordo del Cervantes. —— Conferencia de Negrín con los mandos militares. — Miguel Buiza, discrepante. — Casado y Matallana aplauden a Negrín en público y felicitan a Buiza en secreto. — El escándalo de los pasaportes. — Negrín, emplazado.

Negrín entra en Francia el día nueve de febrero y ese mismo día, a la noche, sale de Toulouse, en avión, para la zona Centro–Sur de España. ¿Cuál es su pensamiento íntimo? ¿Qué secreto propósito le anima a comenzar el viaje? Es el gobernante de la consigna de granito: resistir. Sus reacciones públicas consienten afirmar que no ha rectificado. Y, sin embargo, nadie conoce mejor que él lo inane de su divisa. Sabe que la derrota es irremediable. No establezco una suposición, proclamo una verdad, susceptible de prueba. Cuando finaliza el repliegue de nuestras fuerzas sobre Francia, pocas horas antes de nuestra propia retirada a las últimas casas españolas del Perthus, Negrín nos descubre, saliendo de un mutismo sobrio, su pensamiento: «Esperemos que la segunda parte podamos llevarla a buen término con el mismo éxito». Esa segunda parte es la evacuación de la zona Centro–Sur. Inequívocamente, la guerra está perdida. Un contingente considerable de españoles vamos a rodar por el extranjero en las peores condiciones. Negrín me dicta, todavía en España, una orden que mecanografío y distribuyo a los interesados. Dice: «Los señores Álvarez del Vayo, Méndez Aspe, Zugazagoitia y Méndez (Don Rafael), con los colaboradores que consideren necesarios, y eventualmente con la cooperación del señor Prieto, procederán inmediatamente a la ordenación y situación de los emigrados de España en los distintos países del mundo, creando para ello, rápidamente, un organismo eficaz que se ocupe de realizar el trabajo de referencia». Este encargo pone de manifiesto la convicción de Negrín y nos lo presenta ajeno a toda esperanza de victoria. Si se aferra a su postulado y recomienda la resistencia es al solo efecto de negociar una capitulación que permita la retirada de los combatientes, civiles y militares, que hayan contraído responsabilidades graves, y prohíba a la facción victoriosa el ejercicio de las represalias. A cambio de esas dos concesiones humanas. Franco entrará en posesión de su victoria sin disparar un tiro y recibirá, sin daños que lo empobrezcan más, nuestro aparato militar, los valores económicos existentes todavía y, a título de vencido, en el que ejecutar un castigo simbólico, la persona del jefe del Gobierno derrotado, don Juan Negrín. Con ese pensamiento, y la esperanza de verlo cumplido, Negrín vuela de Francia a España. La excesiva reserva en que, quizá por pudor, guarda su actividad, le perjudica. Sus propios colaboradores ministeriales no tienen sino una muy vaga noticia del juego diplomático que viene desarrollando el Presidente. Y aun para alcanzar esa poca información fue necesario que un ministro sin cartera, don Tomás Bilbao, ofendido por tanto mutismo desconsiderado, encarándose con Negrín le gritase: «Yo no sé estar en ninguna parte sin decoro». A continuación del incidente, delante de los ministros reunidos, el Presidente hizo un relato de sus actividades, callándose la oferta de su vida, por una razón de elegancia espiritual o un defecto de su orgullo aristocrático. En uno u otro caso, impolíticamente, que la política, mucho más cuando se hace en períodos dramáticos, reclama, por manera imperiosa, el concurso de los gestos románticos, de efectos infalibles, pese a su descrédito minoritario, sobre la masa, insuficientemente educada para discernir lo honesto en materia de estilos. Esta ignorancia deliberada de Negrín será, con otras, causa eficiente del golpe militar que encabeza el coronel Casado.

El único designio visible con que Negrín comparece en la zona Centro–Sur es el de la resistencia. Resistir, ¿para qué? Es la pregunta unánime. No hay un combatiente que crea en la victoria. La caída de Barcelona, la pérdida de Cataluña, con el efecto internacional del reconocimiento de Franco por Francia e Inglaterra, han destruido las esperanzas hasta de los más alucinados: los comunistas. Las propias tropas en línea sienten relajárseles la disciplina y las deserciones aumentan en forma alarmante. Las que no se pasan al enemigo se retiran de las trincheras buscando el camino de sus casas. En las ciudades, todos ven el bulto de la derrota y son muchos los que, para no quedar expuestos a sus consecuencias, buscan contacto con el enemigo, al que sirven con el celo de quien espera hacerse perdonar una culpa grave. El aire comienza a podrirse. ¿Percibe Negrín la nueva realidad? ¿Se ocupa alguien de hacerle conocer la virulencia de los gérmenes de descomposición? Las personas que rodean al Presidente están, como él, aferradas a la política de resistencia. Son comunistas. El órgano de autoridad de su partido ha hecho público un manifiesto en el que se ratifica la conveniencia de seguir combatiendo con la pasión del primer día, único modo de alcanzar la victoria. El documento de referencia especula con la esperanza, abandonada hace meses, de una conflagración europea. Ningún eco cordial responde a esas palabras. Son un grito en el vacío, salvo para los militantes comunistas de responsabilidad, esto es, para aquel grupo de personas que rodea a Negrín y prolonga, desde puestos diferentes, su autoridad. Otros que no sean los comunistas, si exceptuamos los ministros, que ya están en Madrid, no se han decidido a acompañarle, eludiendo el cumplimiento de sus órdenes con diferentes pretextos. Sus llamadas angustiosas han sido desestimadas por el presidente de la República que, agotada la posibilidad de demorar una resolución, dimite su magistratura, de la que el presidente de las Cortes se niega a hacerse cargo sin tener, previamente, una respuesta concreta a la consulta que ha formulado. Negrín envió a París al ministro de Estado para que persuadiese a Azaña, pero este había descubierto en el «Memorial de Santa Elena»«» un código de conducta, según confesó a algunos de sus amigos, que no dejaron de recordar, con tristeza, la anotación de Las Cases correspondiente al día 29 de junio de 1815: «El Emperador, dispuesto a partir, se ofrece, por conducto del general Becker, al Gobierno provisional para ir como simple ciudadano a la cabeza de las tropas. Promete rechazar a Blücher y continuar inmediatamente su camino. Rehusado el ofrecimiento abandonamos la Malmaison». Atrincherado en la lectura del Memorial, Azaña recusó la apremiante invitación que le transmitió Álvarez del Vayo. Su renuncia a la jefatura del Estado es un nuevo elemento desmoralizador que acelera el proceso de descomposición de la zona republicana. «¿Quién es el presidente de la República al dimitir Azaña e inhibirse Martínez Barrio? ¿Hasta qué punto es constitucional el Gobierno Negrín? ¿Qué es lo que defendemos si todo está perdido?», son inquietudes generales que descorazonan a los republicanos y les predisponen, ignorantes de lo que sucede, al abandono de las armas y a peligrosos repliegues morales. En el centro de esa anormalidad se instalan, proliferando como en cultivo apropiado, los agentes del adversario. Su principal ocupación se limita a hacer circular toda clase de rumores y noticias desmoralizadoras. Lo absurdo deviene más verosímil que lo lógico, la mentira obtiene más crédito que la verdad.

La existencia del Gobierno es precaria. Le falta el aparato administrativo; no tiene en qué apoyarse. Las principales palancas de mando están en otras manos que las de los ministros, quienes, domiciliados en Madrid, cablegrafían al extranjero, ordenando la incorporación a sus servicios respectivos a funcionarios que encuentran más ventajoso para ellos continuar en Francia. Los miembros del Gobierno no pueden saltar sobre su sombra y necesitan atemperar su conducta al margen de las posibilidades que les concede la situación. El temple no es igual en todos; varía con el temperamento de cada uno. Mi sucesor, por ejemplo, es hombre enseñado a mirar a la muerte de cara. Suponerle la menor arruga en el ánimo es ignorarle en absoluto. Paulino Gómez, que vive para darse una moral heroica, pensaba en todo menos en su propia y personal seguridad. Estima en más su conducta que su vida, como siempre. Otro a quien por su historia, por su educación doctrinal, y hasta por su tipo, le atribuyo serenidad fanática, es Blanco, ministro de Instrucción Pública. Mi estimación está inserta en lo racional, aun cuando en materia de reacciones ante el peligro he padecido las más sorprendentes decepciones, al punto de que reputo imprudente someter la mitología popular a prueba de ninguna especie. Antídoto contra esas cobardías, el júbilo de reciedumbres inesperadas. Tal el caso del ministro sin cartera, don Tomás Bilbao, caso tanto más valioso que el interesado no atribuye mérito alguno a la temperatura de su ánimo. La agudeza de su sentido crítico no le permite equivocarse sobre el valor dramático de las horas que está viviendo en Madrid. Por si lo hubiese anestesiado deliberadamente, un colega se lo despierta. Pasea este último sus pensamientos sombríos por el salón de la Presidencia, buscando un cansancio que le enerve, y encarándose con Bilbao le reprocha su vaticinio de Toulouse: «¡Y decía usted que saldríamos por la puerta grande!». El aludido, al escuchar su augurio transformado, por diferencia de acento, en presunción fatal, sonrió a través de una confirmación más tajante que sincera, que el afligido consejero acogió con un «¡sí, sí!» escéptico y aplanado. En todo caso, había que inquirir dónde conducía la metafórica puerta grande: ¿a la vida?, ¿a la muerte? Tomás Bilbao no se interesaba por saberlo. Se conformaba con la seguridad de que la puerta fuese adecuada a la altura de su propia estimación. Epílogo o capítulo, estaba resuelto a meter en él la dignidad y el orgullo de su vida en plenitud. Los ministros se mantienen, con mayor o menor pasión, siempre con decoro, en sus puestos. Falta en la formación don José Giral, quien al cesar en su cometido oficial cerca de don Manuel Azaña, pregunta telegráficamente desde París lo que debe hacer e interesa, si ello es posible, una comisión en el extranjero. (Esta consulta la hace Giral desde la cama, enfermo. Cuando Rafael Méndez y yo le visitamos, interesados en conseguir su colaboración para dar cumplimiento a la orden de la Presidencia, creadora de la oficina de ayuda a los refugiados, don José Giral, además de leernos el telegrama que había dirigido a Negrín, nos hizo conocer su estado de ánimo: toda su familia se oponía a que se trasladase a España; en cambio él deseaba el viaje, más que por solidaridad ministerial, por unirse al hijo que le quedaba en la zona Centro–Sur. Concluyó: «No sé lo que haré. Tengo varios días, los que tarde en reponerme, para decidir. De momento espero la respuesta de Negrín»).

Si la autoridad de los ministros ha disminuido, la merma no les es imputable. La suya, y la de todas las jerarquías, está en baja. Si el ministro es menos ministro, el general no es general. La decadencia de la autoridad está concienzudamente fomentada, a favor de los acontecimientos, por los colaboradores de Franco. Dientes de roedores se encarnizan contra todos los prestigios. Todo son facilidades para el enemigo. La República no tiene presidente. La mecánica constitucional esta rota. El pueblo ignora dónde se le conduce, sin que haya nadie que se tome el trabajo de decírselo. Los que hablan sólo persiguen un objetivo: confundirle, para provocar su desesperación y su violencia. ¿Para qué resistir cuando todo está inexorablemente perdido? Falta quien le grite, desnuda, brutal, rigurosamente exacta, la única y última verdad republicana. Resistir para evitar, si no la derrota, las hipotecas sangrientas de la derrota. En vez de esa verdad, ruda, pero clara, los comunistas difunden un manifiesto en el que ratifican, con la ecuación conocida, su política del primer día: por la resistencia a la victoria. Punto de apoyo de esa esperanza: la inminencia de una guerra europea. Esas palabras se reciben como un desafío. Exacerban todas las larvadas virulencias anticomunistas. La fábrica de rumores del enemigo puede dejar de funcionar. Todo el trabajo se lo van a dar hecho. En lo sucesivo, los agentes de Franco se limitarán a soplar en la pasión antisoviética que ha encendido el imprudente manifiesto. Resistir, se dice, en interés de Rusia. Su consigna tajante es la de prolongar indefinidamente la guerra en España para desgastar en ella el potencial militar de Alemania e Italia, naciones con las que acabará por tener que enfrentarse. ¿Absurdo? ¿Increíble? La credulidad maligna de los desesperados supera lo imaginario. Dado el ambiente, lo más disparatadamente ilógico tiene una demostración matemática. El anticomunista deja de ser un sentimiento oculto, para convertirse en una bandera de combate. Algunos diarios acabarán dando un rudo contenido al apasionado movimiento. Feos adjetivos seguirán a los nombres de Stalin, Molotov, Vorochilov, etc. El estallido retumbará en el pedazo de España republicana, con violencia de cólera apocalíptica. El rayo irá buscando la cabeza de Negrín, gobernante en quien se concretarán todas las responsabilidades.

El día mismo de llegar aquél a España, el jefe de la Flotas a bordo del Cervantes una reunión del Estado Mayor Naval, ampliado por la presencia de los jefes de las flotillas de destructores. Cuando los convocados se constituyeron en Consejo, don Miguel Buiza les notificó que desistían de celebrar la reunión porque, en aquel momento, conocía la entrada en España del jefe del Gobierno. Añadió, sin embargo, que a «pesar de la llegada de Negrín», teniendo en cuenta que este no había cumplido ninguna de las promesas que había hecho y sí realizaba una política de engaño y burla de la verdad, el mando de la Flota (almirante y comisario político) iba a entrevistarse con él para pedirle que concretara lo que pensaba hacer, a fin de sacar el mejor partido posible de la crítica situación creada y exigirle pruebas de sus promesas, ya que de discursos vanos estaban hartos el pueblo y los combatientes… Negrín es, en concepto de sus propios subordinados, un impostor peligroso al que resulta necesario interpelar con rudeza. No inspira confianza. Rodeado de comunistas —únicas personas que han accedido a acompañarle—, todo cuanto intente para remediar el estado de descomposición, sirviéndose de sus colaboradores inmediatos, se estimará como un reto. Una obediencia vergonzante le simulará, entre los jefes militares, acatamientos. Sólo el jefe de la Flota se le enfrenta sin máscara y le dice lo que siente. Sacrifica la subordinación a la lealtad. El enojo extravía el juicio de Negrín. Buiza publica, honradamente, lo que, cínicamente, condenan y desaprueban Casado y Matallana, preparados moralmente para derrotar a Negrín…

El 11 de febrero, Negrín se reunió con los mandos militares. En la estimación de algunos, el presidente hizo un informe frívolo, caprichoso, poco conforme con la situación real. Corolario de su discurso: Necesidad de apurar la resistencia hasta el último momento. Sólo una de las autoridades reunidas marcó, en términos categóricos, su disconformidad: Don Miguel Buiza, jefe de la Escuadra. Tesis del opositor ¡«No se puede resistir por sistema, prolongando innecesariamente un sacrificio estéril. Es preferible encararse con la verdad creada después de la pérdida de Cataluña y sacar de ella el mejor partido posible. La desmoralización ya hacía marea alta y sólo la apertura de unas negociaciones de paz es aconsejable»!. La crudeza de esta discrepancia metió una barra de hielo en la reunión. Casado y Matallana, dando forma al pensamiento de sus colegas, rechazaron como censurables las palabras de Buiza, aprobando y encomiando el informe de Negrín. Este interrogó al jefe de la Flota:

Respuesta: De la Escuadra en pleno.

El Presidente volvió a hablar a los reunidos. Sus palabras fueron un (elogio del Ejército. Insistió con fuerza en la necesidad de resistir. Al terminar de hablar, vibrando todavía la última admiración ortográfica, los jefes militares, de pie, le hicieron una ovación. Continuó sentado —ojos de asombro, manos cruzadas— el jefe de la Flota, que, al retirarse Negrín, se vio increpado por el jefe del Ejército de Andalucía. Aún había de sufrir otra prueba el inalterable temperamento de Buiza. Disuelta la conferencia, Casado y Matallana se le acercaron para felicitarle y asegurarle que compartían su criterio, estimando que Negrín estaba ofuscado, no habiéndolo manifestado así en la reunión porque esta, convocada inesperadamente, no les había dado tiempo para consultar con los jefes de cuerpo de ejército. Le prometieron evacuar esas consultas y volverse a reunir con él. ¿Está aquí la almendra del golpe de Estado? ¿Tiene orígenes más remotos? A partir de ese día, el jefe de la Flota se desplaza, con frecuencia inusitada en él, del puesto de mando, y celebra diferentes entrevistas con los militares que ovacionaron al presidente del Consejo. ¿Estimula el general Rojo desde Perpiñán esas actividades de sus colegas? Corre el rumor —probablemente falso— de que se han interceptado cartas de Rojo en las que se anatematiza la política demencial del presidente y del ministro de la Guerra. Los comunistas le disciernen el título de traidor. Estas fulminaciones han perdido su fuerza. Ser denostado por los comunistas se ha convertido en un honor. Polarizan todos los odios, representan todas las derrotas, son, en definitiva, el enemigo.

Los agentes de Franco han logrado la diversión estratégica a que aspiraban. Pueden avanzar en su osadía. Cartagena, con la Escuadra, tienta su codicia. El ambiente de la ciudad les es propicio. Está, desde hace tiempo, corrompido. Los grupos de falangistas, parapetados en toda suerte de carnets políticos, no han dejado de trabajar, protegidos por una relajación de la moral, que, denunciada constantemente, han sabido corregir las autoridades. En los buques, sin que lo barrunten los comisarios, hay mandos que sirven los designios de los cuadros fascistas. Eugenio Calderón, comandante del C–4, se jactará en Bizerta de no haber torpedeado, pudiendo hacerlo, el Canarias porque en el «iban sus compañeros». El más autorizado colaborador de Franco en la Flota era el jefe del Estado Mayor, Luis Abarzuza, al que ayudaban en su cometido desmoralizador Meroño, Armada, Núñez de Castro y Ahumada, afiliados secretos de Falange. Uno de los méritos que se atribuyó este grupo fue el de no haber impedido que el José Luis Díez forzase el paso del estrecho de Gibraltar. Constantemente ausentes de los buques, bombardeados a diario por la aviación rebelde, conspiraban en tierra y contribuían con sus informes desmoralizadores a crear las condiciones favorables para un golpe de mano. Esas condiciones aumentaron súbitamente con un feo asunto de pasaportes. El jefe del Estado Mixto de la Base, Vicente Ramírez, y el de Servicio Civiles de la misma, José Samitiel, comenzaron secretamente a proveer de aquéllos, visados por el cónsul francés, a las personas que según su juicio estaban más comprometidas. Roto el secreto de sus actividades, instalaron una oficina en el Ayuntamiento, donde siguieron despachando pasaportes. Se enteró la marinería; corrió la noticia entre la población. El secreto lo publicaron algunos de los beneficiados con el documento, del que se servían para escandalizar a los marinos. La irritación de éstos era menor que el aplanamiento de la población civil. Una tarde, como las chimeneas del Miguel de Cervantes arrojasen humo, el muelle se llenó de una masa humana cargada de sacos y maletas. El miedo colectivo agarrotaba todas las voluntades y las destruía. Sólo se consideraban seguros los que disponían de un pasaporte visado. El inútil documento se había abaratado de tal manera que eran centenares las personas que lo poseían. Para cortar el escándalo, que adquirió proporciones considerables, Bruno Alonso habló en el cinema Sport, el 28 de febrero. El comisario general de la Flota dijo, a un auditorio compacto, que conocía el asunto porque tenía la prueba en los bolsillos o la había visto y tocado, que «la distribución de pasaportes era falsa; pero que si por casualidad fuese verdad tal documento no servía para nada, pues, con pasaportes o sin ellos, nos salvaremos todos o pereceremos todos». Un testigo del acto afirma que sólo aplaudían con entusiasmo los poseedores de salvoconducto. El escándalo arrastraba su cola por el barro de las calles. El discurso de Bruno Alonso no había tenido ninguna eficacia… Decididos a obrar, los fascistas intentaron apoderarse de los buques Lepanto y Almirante Antequera que habían salido a ejercicios. El Lepanto corrió un cierto riesgo, pues en la conspiración participó el propio comandante, Federico Vidal, a quien por toda sanción se le desembarcó, dándole destino en la base. Nadie pensó en exigir responsabilidades a los comprometidos. Tan verticalmente había caído la disciplina.

El 2 de marzo, a las tres de la tarde, el jefe de la Flota llamó al Cervantes a todos los mandos de los buques de combate. Buiza dijo a sus compañeros lo que sabían y lo que ignoraban: Que, dimitido Azaña, Martínez Barrio se negaba a sustituirle; capitulación de Mahón, y reconocimiento de Franco por Francia e Inglaterra. En estas condiciones, declaró, cualquier persona honrada tiene que reconocer que la guerra está perdida. La parte inédita del informe publicaba que, de acuerdo los jefes del Ejército y el de la Escuadra, habían dado un plazo a Negrín para que terminase la guerra.

—Yo les pido a ustedes, en lugar de exigirles, como puedo, lealtad y confianza en el mando de la Flota.

Después de Buiza habló Bruno Alonso. Se mostró conforme con lo expuesto por el mando militar. Su discurso, extenso, quedó concretado en las afirmaciones siguientes: «El plazo dado a Negrín termina esta semana. Negrín ha prometido solucionar el problema de una manera humana. Es necesario preparar a las dotaciones para que estén dispuestas a todo, dándoseles cuenta, a la vez, de la próxima terminación de la guerra». Varios comisarios políticos preguntaron detalles de lo que se pensaba hacer. Bruno Alonso les contestó que se habían tomado todas las medidas, que el movimiento era general, y que todo el mundo estaba de acuerdo. Los comandantes de los buques no propusieron ninguna cuestión. La reunión terminó silenciosamente. De ella se dio cuenta a las tripulaciones. El comisario general pasó una circular a los comisarios de buques con instrucciones sobre la manera de proceder… El desenlace no va a hacerse esperar. Simultáneamente a las consignas del mando a la Flota, los jefes de los grupos fascistas distribuyen las suyas. Se ve que tienen información puntual y exacta de la reunión celebrada en la nave capitana. Acechan el momento de apoderarse de la base naval. Cuentan, impacientes, las horas. Están seguros de su victoria. Tienen fe. Y, lo que nosotros hemos perdido, disciplina.