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Azaña en la Embajada de España en París. — Traslado a Collonges–sous–Saléve. — Renuncia Azaña. — Texto de la renuncia y recuerdo de una fotografía. — La Diputación Permanente de las Cortes se da por enterada de la dimisión. — Las condiciones de Martínez Barrio para sustituir a Azaña. — Una consulta sin respuesta.

El Gobierno se trasladó, siguiendo el ejemplo de Negrín, a la zona Centro–Sur, donde iba a conocer días apretados. El presidente de la República continuaba residiendo en el edificio de la Embajada de España en París, acompañado del ministro sin cartera Giral, del general Hernández Saravia y de su cuñado Rivas Cherif, introductor de embajadores. La estancia del señor Azaña en París fue motivo de duras polémicas periodísticas, utilizadas por los diarios derechistas para arremeter contra el Gobierno francés, por el consentimiento otorgado al jefe del Estado español para instalarse, sine die, en la capital de Francia, abusando con largueza de la extraterritorialidad del domicilio de la Embajada. Este punto de vista, reciamente argumentado, tomaba su fuerza de la situación de la Península y de la propia actitud de Azaña, perfectamente conocida de políticos y periodistas. Don Manuel se resistía tercamente a asumir de nuevo sus funciones en territorio español, como no fuese en el muy precario de la Embajada de España en París. Tampoco dimitía. Esta situación extraña era fuente de los más variados incidentes y dificultades. Negrín envió a París al ministro de Estado con el encargo de vencer la resistencia de Don Manuel. Telegrafiaba frecuentemente. Se notaba, a través de sus apelaciones cifradas, la angustia y el apuro de su situación. Don Manuel se consideraba, definitivamente, fuera de la «peripecia» de la guerra, aun cuando legalmente, por el cargo que retenía, debiera estar en el centro de ella para, en última instancia, imponer las soluciones políticas que juzgase necesarias, entregando su confianza en las personas que reputase merecedoras de ella. ¿Riesgos personales? Ninguno. Pero aun cuando los hubiese, ¿no valía la pena de afrontarlos cuando tantos millares de españoles los habían admitido, con diferente suerte, y los seguían tolerando? Azaña reunió en el salón de la Embajada a las personalidades republicanas domiciliadas en París. Buscaba, sin duda, aquiescencias para su conducta y acaso, me abstengo de afirmarlo, las encontró; pero no lo bastante sinceras, ya que algunos de los consultados no se mordían la lengua para asestar duros golpes a Don Manuel. Este, aprovechando un viaje a París de los generales Rojo e Hidalgo de Cisneros, les rogó, si en ello no veían inconveniente, que le redactasen un informe de la situación militar. Se lo prometieron. Hidalgo de Cisneros consultó con el embajador, don Marcelino Pascua, sobre la corrección de entregar personalmente a Azaña el informe que le había prometido. Pascua encontró perfecta la entrega del documento a condición de que se hiciese por el conducto reglamentario, es decir, a través del ministro de Defensa. Hidalgo de Cisneros, que estaba arrepentido de su promesa, aceptó la opinión del Embajador y visitó nuevamente a Azaña para indicarle que él entregaría su informe al ministro de Defensa, quedando de cuenta de Negrín hacérselo seguir a Su Excelencia. La negativa irritó a Don Manuel. Rojo, con menos escrúpulos formalistas, cumplió su promesa por escrito o de palabra, y de ese informe tomó pie el presidente de la República para redactar su renuncia, originando con ello un telegrama de Rojo en el que le pedía a Azaña una rectificación, demanda a la que el requerido replicó con otro telegrama conteniendo una negativa seca y desdeñosa.

Estas idas y venidas, de ninguna utilidad, hicieron antipática la persona de Azaña al personal subalterno de la Embajada que, en un momento, se negó a servirle, teniendo necesidad el Embajador de intervenir con toda energía. «Que vaya a España, donde está su deber, o a la calle», opinaban los ordenanzas, algunos de los cuales tenían sus hijos en unidades combatientes de la zona Centro–Sur. Pascua consiguió imponerse, pero no redujo la irritación de los empleados. El mismo no dejaba de sentirse incómodo por la situación que se le había creado, sin aviso ni consulta previa, en la casa. En algún momento, con una corrección seca y áspera, se levantó de la mesa para no perturbar, con un incidente, su forzada convivencia con el equipo presidencial y para no asentir, con un silencio tácito, a las opiniones vejatorias que Rivas Cherif emitía contra don Pablo Azcárate. A partir de ese día. Pascua se disculpaba frecuentemente por no acompañar a la mesa al jefe del Estado. La pretensión de los temas, en contraste con la conducta, hizo que Pascua, de formación matemática, no pudiese sufrir la frivolidad filosófica de sus huéspedes, a quienes entregó la casa, pero no su paciencia. Para curarse de su aburrimiento. Don Manuel hacía algunas visitas literarias. Se metía con gusto en las emociones, para él entrañables, de la contemplación estética. Estaba en lo suyo, en aquello para lo que volvía a vivir; lejos de la política, fuera de la guerra… En la literatura. Era forzoso acordarse de palabras suyas dichas duramente en uno de los últimos Consejos que presidió: «¿Cuándo se va a expulsar de la comunidad de los españoles a los señores que están fuera de España, ajenos a su tragedia? ¿Necesitamos todavía esperar más tiempo para retirarles una condición que han perdido?». Afortunadamente no se adoptó castigo tan infamante para nadie. El español, prudente o cobarde, con la conciencia en carne viva o en plena euforia, que se hizo un seguro vital en el extranjero, siguió siendo español. Y español, como ellos, continuaba siendo Azaña que, al fin, después de un chocante arreglo de contabilidad, abandonó la Embajada de España en París yéndose a refugiar a una finca de Collonges–sous–Saléve, de donde remitió a don Diego Martínez Barrio, presidente de las Cortes de la República, la renuncia de su cargo el 27 de febrero de 1939.

El documento conteniendo la renuncia de Azaña dice así:

«Excelentísimo señor: Desde que el general en jefe del Estado Mayor Central, director responsable de las operaciones militares, me hizo saber, delante del presidente del Consejo de ministros, que la guerra estaba perdida para la República, sin remedio alguno, y antes de que, a consecuencia de la derrota, el Gobierno aconsejara y organizara mi salida de España, he cumplido el deber de recomendar y de proponer al Gobierno, en la persona de su jefe, el inmediato ajuste de una paz en condiciones humanitarias, para ahorrar a los defensores del régimen y al país entero nuevos y estériles sacrificios. Personalmente, he trabajado en ese sentido cuantos mis limitados medios de acción permiten. Nada de positivo he logrado. El reconocimiento de un Gobierno legal en Burgos por parte de las potencias, singularmente Francia e Inglaterra, me priva la representación jurídica internacional necesaria para hacer oír de los Gobiernos extranjeros, con la autoridad oficial de mi cargo, lo que es no solamente un dictado de mi conciencia de español, sino el anhelo profundo de la inmensa mayoría de nuestro pueblo. Desaparecido el aparato político del Estado, Parlamento, representaciones superiores de los partidos, etc., carezco, dentro y fuera de España, de los órganos de consejo y de acción indispensables para la función presidencial de encauzar la actividad de gobierno en la forma que las circunstancias exigen con imperio. En condiciones tales, me es imposible conservar, ni siquiera nominalmente, un cargo al que no renuncié el mismo día que salí de España porque esperaba ver aprovechado ese lapso de tiempo en bien de la paz.

Pongo, pues, en manos de V. E. como presidente de las Cortes, mi dimisión de presidente de la República, a fin que V. E. se digne darle/la tramitación que sea procedente.

Collonges–sous–Saléve, para París, 27 de febrero de 1939.

Manuel Azaña. (Rubricado)».

Este escrito de Azaña tiene una coda fotográfica, que algunas personas conservan, difundida, en sus copiosas ediciones, por algunos diarios ingleses. El ex presidente posa para los reporteros gráficos en el balcón de su nuevo domicilio. Pese al invierno, hay una cierta exuberancia vegetal que concuerda plenamente con la sonrisa optimista, plena, del señor Azaña, liberado, con un párrafo conciso, de toda responsabilidad futura y desligado, y esto es lo mejor, de los afanes dramáticos de los republicanos españoles. Fuera, pues, definitivamente de la peripecia de la guerra, el escritor, reencontrado, se sonreía a sí mismo. Trance particularmente feliz al que, como a los de su misma naturaleza, le hubiera ido bien el recato de una intimidad apretada y rigurosa. Difundido, figurará forzosamente en la historia como apéndice complementario de la carta de dimisión. Son actos correlativos y tan ligados entre sí, que se explican mutuamente. Es la sonrisa, y no la renuncia, la que clausura la vida política del señor Azaña. El escritor extraviado está de nuevo ante sus cuartillas y sus libros. ¿Sin ninguna desazón? ¿Curado de remordimientos? En todo caso, un no sé qué indefinible velará, con barniz de melancolía, para todos los lectores, la producción del escritor. El castellano seguirá siendo terso y límpido, la metáfora bella, el pensamiento riguroso… Todo igual que ayer y, sin embargo, todo ¡tan distinto! Cruelmente distinto. Inapelablemente distinto. Un primer encuentro con el escritor, la lectura de La velada de Benicarló saca de lo hipotético mis palabras para situarlas en el terreno de los hechos comprobados.

El presidente de las Cortes se apresuró a poner en conocimiento de los miembros de la Diputación Permanente de Cortes la comunicación del señor Azaña. La reunión se celebró en el restaurante Lapérouse, Quai des Grands–Augustins, con un orden del día gastronómico bastante más sabroso que el político. A la reunión asistimos, además de Martínez Barrio que nos convocó, Palomo, Baeza Medina, Fernández Clérigo, Vargas, Santaló, Valentín, Ferres, Araquistain, Prat, De Gracia, Lamoneda, Albornoz, Pascual Leone, Jáuregui, Sapiña, y yo. No se pudo convocar, por desconocerse su paradero, a los miembros de la minoría comunista, y excusó su ausencia, por enfermedad, el señor Pórtela Valladares. Martínez Barrio, después de leer el escrito de renuncia de Azaña, se refirió a los inconvenientes constitucionales que se presentaban para darle una tramitación correcta. Según nuestra Constitución, artículo 74, «en caso de impedimento temporal o ausencia del Presidente de la República, le sustituirá en sus funciones el de las Cortes, quien será sustituido en las suyas por el vicepresidente del Congreso. Del mismo modo, el Presidente del Parlamento asumirá las funciones de la Presidencia de la República, si esta quedara vacante; en tal caso será convocada la elección de nuevo Presidente en el plazo improrrogable de ocho días, conforme a lo establecido en el artículo 68, y se celebrará dentro de los treinta días siguientes a la convocatoria. A los exclusivos efectos de la elección de Presidente de la República, las Cortes, aun estando disueltas, conservan sus poderes». El 68 dice así: «El Presidente de la República será elegido conjuntamente por las Cortes y un número de compromisarios igual al de diputados. Los compromisarios serán elegidos por sufragio universal, igual, directo y secreto, conforme al procedimiento que determina la ley. Al Tribunal de Garantías Constitucionales corresponde el examen y la aprobación de los poderes de los compromisarios».

El mecanismo para sustituir al presidente dimisionario solamente podía ser puesto en marcha en su primera parte: haciendo que el presidente de las Cortes asumiese las funciones que abandonaba Azaña; no había forma de pensar, atendida la situación de la Península, en la elección del nuevo jefe de Estado. Era urgente, en cambio, que la hubiese, trasladándose inmediatamente a la zona Centro–Sur para reforzar las gestiones diplomáticas del Gobierno. Personalmente me mostré partidario de dar a Martínez Barrio cuantas facilidades solicitase y en una entrevista con él me ofrecí a acompañarle en su viaje a España si reputaba ventajoso llegar rodeado de algunos miembros de la Diputación Permanente de Cortes. Esta fue, justamente, una de las exigencias a que condicionó su aceptación Martínez Barrio: el ir acompañado de un representante de cada minoría parlamentaria. El acuerdo de la reunión fue el siguiente:

«La Diputación Permanente de Cortes ha conocido la dimisión presentada con fecha 27 de febrero último por S. E. el señor Presidente de la República, acordando, vista la imposibilidad de reunir de momento el Parlamento pleno, darse por enterada.

»Declara asimismo, ante la eventualidad de que el señor Presidente de las Cortes acepte la Presidencia interina de la República, previa la prestación de la promesa constitucional, que llegado tal caso se dispone a colaborar en la obra política que por medio de su gobierno marque, si tiende exclusivamente a liquidar con el menor daño y sacrificio posibles y en función de un servicio humanitario, la situación de los españoles».

La posición del señor Martínez Barrio consistía en negar que la sucesión del presidente dimisionario fuese un acto automático. En este punto concreto, las opiniones eran divergentes, mayoritaria, por supuesto, la que afirmaba el automatismo de la sustitución. Argumentos: el artículo 74 y el precedente —protagonista el propio Martínez Barrio— establecido con motivo de la destitución por el Parlamento de don Niceto Alcalá Zamora. Forzar con votos el criterio del presidente de las Cortes equivalía a cosechar su renuncia, aumentando, con una más, las dificultades. Lamoneda, en nombre de la minoría socialista, dijo: «La Diputación debe dar por recibida y aceptada, en nombre del Parlamento, la dimisión del presidente de la República, y con el fin de facilitar, dadas las circunstancias extraordinarias en que se produce, la sucesión de la primera magistratura del Estado, aceptamos los términos en que está redactada la propuesta del señor Jáuregui». Don Diego comunicó que se iba a dirigir telegráficamente al señor Negrín notificándole el acuerdo, adelantándole su pensamiento y pidiéndole el suyo para, con la respuesta del jefe del Gobierno, fijar definitivamente su decisión. «Sólo aceptaré la nueva responsabilidad —aclaró— si dispongo de plena autoridad para realizar la única obra que cumple a la situación creada: terminar la guerra con el menor número de estragos posibles. Para eso me es indispensable conocer cuál es el pensamiento de Negrín. Me negaré a ir a España para ser una nueva bandera de discordia o para ver, por unas u otras razones, limitada o coaccionada mi autoridad. Iré, inmediatamente, si la libertad de mis actos está asegurada, y, para que ellos respondan al pensamiento que nos es común, insisto en pedirles que me acompañe, no la Diputación Permanente en su totalidad, sino un representante de cada minoría, a los que consultaré, si el caso se presenta, mis decisiones. Su consejo puede suplir, si en ello estamos de acuerdo, el de los partidos. Podemos convenir en vernos mañana a la tarde, para que, si tengo la respuesta de Negrín, conozcan mi decisión y en caso de ser afirmativa, formalicemos el acto de la promesa».

Perdíamos veinticuatro horas en una ocasión en que cada minuto tenía un precio sagrado. Pero seguíamos sin poder forzar la máquina. Intentarlo era darse en bruces con la dimisión de Martínez Barrio, que comportaba, a su vez, la del vicepresidente del Parlamento, señor Fernández Clérigo, que así nos lo había anunciado con las expresiones más solemnes y aparatosas, recordándonos que antes de que se pensase en él debía ser llamado a ejercer su responsabilidad el primer vicepresidente, señor Jiménez Asúa. Siendo razonable el recordatorio de Fernández Clérigo, nadie lo tomó en consideración. ¿Por qué? Detrás de estos tres hombres: Martínez Barrio, Jiménez Asúa, Fernández Clérigo, quedaba un cuarto: Dolores Ibárruri. ¿Iría a parar la sucesión de Azaña a la diputado comunista, a la sazón en Madrid? La sola enunciación de esa posibilidad motivó los más vivos comentarios. No quedaba más recurso que esperar la respuesta de Negrín al telegrama de Martínez Barrio. Este, en juicio de los más avisados, no tenía la menor gana de pechar con el cargo, poco apetecible, de presidente de la República y ganaba tiempo en espera de un desenlace que le economizase el viaje a España, acumulando sabias dilaciones. Los que eso pensaban preveían una larga correspondencia telegráfica, al final de la cual el cauto político sevillano pondría en nuestro conocimiento, con la ayuda de un documento conceptuoso, lo que estábamos tratando de evitar: su dimisión. Mi criterio no se sumaba al de los mal pensados. ¿Por qué no encontrar justificadas las garantías que solicitaba Martínez Barrio? Mi buena fe se apoyaba en el hecho, bien digno de valoración, de que el presidente de las Cortes hubiese permanecido en España, sin moverse de ella, durante todo el período de la guerra. Llamado, por defección ajena, a liquidar una situación trágica, ¿cómo negarle derecho a matizar su sacrificio? Para no aceptarlo tenía las mismas razones del dimisionario, susceptibles de ser manejadas por él. No las hizo suyas y dijo a la Diputación Permanente, con la necesaria nitidez, cómo aceptaría y cómo no aceptaría el nuevo cargo. La condición más enojosa —su solo anuncio produjo incomodidad— consistió en reclamar la compañía, para el viaje a España, de un diputado de cada grupo. No se llegó a la prueba. No hubo, pues, ocasión de conocer la reacción íntima de los diputados y eso salimos ganando todos, quedando con libertad de juicio, por esa circunstancia, para ser jueces de las demoras y vacilaciones de Martínez Barrio.

Dos días esperamos la respuesta de Negrín, que no llegó. (Negrín recibió el despacho del presidente de las Cortes y redactó una respuesta congruente que nos se transmitió a París). El seis de marzo volvió a reunirse la Diputación Permanente, y Martínez Barrio declaró: «Tengo que manifestar que, en relación con los acuerdos de la sesión anterior, envié un radiograma al señor presidente del Consejo de ministros, don Juan Negrín, participándole los acuerdos de la Diputación y mis propios puntos de vista respecto a las condiciones de asunción de la Presidencia interina de la República, pidiéndole la exposición de los suyos y la resolución que, en vista de ello, aquél tomase. Dicho radiograma fue remitido por mediación del ex embajador en París, señor Pascua, la misma noche del día en que se celebró la sesión de la Diputación Permanente, sin que hasta el momento en que se celebra la actual se haya recibido contestación alguna, y en vista de la falta de contestación, que tiene diversas causas posibles que la justifiquen, me he visto en la imposibilidad de decidir sobre la aceptación o no del cargo de presidente interino de la República». Resultados de esa declaración fue la propuesta del señor Valentín, que se aprobó, concebida en los siguientes términos: «La Diputación Permanente se da por enterada de las manifestaciones del señor Presidente y hace constar que la falta de contestación al radiograma dirigido por el señor Martínez Barrio al señor presidente del Consejo de ministros, utilizando el conducto del agente diplomático de España, ex embajador en París, señor Pascua, ha impedido resolver definitivamente sobre la sustitución interina del presidente de la República». Negocio concluido. No ha llegado la respuesta esperada —hecho que tiene «diversas causas posibles que lo justifiquen»— y, en su consecuencia, Martínez Barrio no puede decidir… Queda en París, en funciones de presidente de las Cortes. Cinco días después pide a don Marcelino Pascua una certificación de conducta[17]. En posesión de ella se considera a cubierto de todo reproche ulterior. Tranquilidad de conciencia, suprema satisfacción de los que han cumplido con su deber. La Patria —con mayúscula, y en el viejo estilo tribunicio que hace al caso…— no olvidará nuestros nombres. Los pondrá, de oro y azul, donde se vean bien.