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Evacuación del castillo de Figueres. — La frontera de la muerte y de la vida. — La conducta generosa de Francia. — En la Masía del Torero. — Azaña abandona el territorio nacional. — Companys y Aguirre le siguen. — Una boda. — Negrín se traslada a la zona Centro–Sur. — Los generales Rojo y Jurado rompen con la obediencia.

La última visión del castillo de Figueres no tiene nada de confortable, Al amanecer, el cuatro de febrero, se produjo un pánico inmotivado. Los ministros que habían conseguido instalarse en el edificio fueron despertados por el jefe de la guardia de Carabineros, quien les notificó que el adversario estaba próximo, por lo que era prudente que evacuasen la fortaleza. El mismo, con los soldados a sus órdenes, se iba a retirar. Uno de los ministros, don Tomás Bilbao, se negó a creer la noticia. Hubo un diálogo correcto y nervioso. El militar argumentaba con el ruido, cada vez más intenso, de un fuego de ametralladoras. El ministro lo entendía de otra manera y recomendaba serenidad. El oficial, no queriendo perder su tiempo en una discusión estéril, terminó el diálogo con estas palabras:

—Lo que personalmente le suceda, señor ministro, es de su entera responsabilidad. Permítame que me retire para ponerme a la cabeza de mis hombres, que esperan órdenes.

Saludó y se retiró… La alarma había dado la vuelta a la fortaleza. La conducta de la guardia hizo más visible el peligro, determinando un movimiento de miedo colectivo. Encaramados en sus autos, los carabineros estaban prestos a partir. El Castillo quedaba sin defensa. ¿Qué podían hacer los funcionarios civiles? ¿En qué podían pensar? La presencia inmediata de los soldados de Franco era demasiado verosímil para que los consejos de serenidad produjesen el menor efecto. Un último detalle, bien significativo, acabó con los pocos ánimos de los funcionarios. Del fusil de un carabinero azorado se escapó un disparo y como si se tratase de una señal convenida o de una escena ensayada, los hombres de la guardia arrojaron sus fusiles al suelo y reclamaron, con voces apremiantes y angustiosas, la salida inmediata. Fue el punto agudo del ataque nervioso. El jefe de aquella fuerza sin moral recobró la suya y, pistola en mano, se encaró con sus hombres, increpándolos. El incidente le consintió salir del estado de medrosa alucinación en que él mismo se encontraba y juzgar de la situación con calma. El fuego de ametralladoras se había apagado. De tarde en tarde, sonaba una ráfaga breve. El oficial acabó por identificar aquella actividad: sincronización de hélices y ametralladoras en el campo de aviación próximo al Castillo. Curado de su propio susto, serenó a sus hombres, que le obedecieron. Dentro del edificio, por dormitorios y despachos, manos con calentura, respondiendo a pensamientos lamentables, reunían los residuos sentimentales de su vida para lanzarse a la carretera en busca de la raya fronteriza. Todavía no se han despegado de los oídos de algunos testigos las demandas dramáticas que formulaban las personas más afectadas por la crisis:

—¡Sálvame! ¡No me abandones! ¡Sálvame!

Nuestros coches de incidencias, renqueantes y crujientes otros días, partieron esa mañana cargados con el personal subalterno, como centellas voladoras, para morir, después del esfuerzo pedido a sus motores cansados, en la inmensa feria de automóviles que se había formado en los límites, junto a la cadena que marca la zona donde termina España… La luz hizo por la serenidad más que las palabras de calma. Cuando llegamos a nuestros despachos, los funcionarios comentaban las anécdotas más curiosas del episodio. Balsalobre, el fiel subalterno de nuestra Secretaría, afligido de continuo por la pérdida de un cubierto del comedor del Ministerio, causa segura de su tristeza, rebelándose contra su escrupuloso pasado, hizo donación, en el patio del Castillo, de todas las existencias gastronómicas que nuestra cocina había recibido, el día anterior, de los amigos de París. Fue su desquite al sentirse abandonado. Nos castigó dejándonos sin comer, como a niños sorprendidos en falta. Se equivocó el último día.

El último, porque, no más llegar, pensé en la necesidad de disponer la evacuación colectiva del edificio. Era una decisión que no podía retrasarse más tiempo. No conocía, con exactitud la distancia que nos separaba del frente, pero, además de no ser mucha, la aviación legionaria sobrevolaba la fortaleza con una asiduidad evidentemente peligrosa. Muros y paredes tenían la necesaria reciedumbre para que las bombas no los resquebrajasen. La seguridad, considerada la dureza de la fábrica, era perfecta; pero yo —y muy contadas personas más— conocíamos dónde radicaba el peligro, en la existencia de un cuantioso depósito de explosivos, bastante, por su volumen, para hacer saltar el castillo y la colina donde estaba construido y empotrado. Cada aparición de los aviones enemigos, a los que se hacía fuego con una pieza antiaérea, magnífica de voz y lamentable de eficacia, ponía mi corazón al galope después que supe, por los técnicos, la ley de la simpatía que rige en materia de dinamitas. En aquellas condiciones era temerario prolongar en la fortaleza unos trabajos administrativos que carecían, por otra parte, de sentido. Se dio, pues, orden de evacuar. Cordón, de la Subsecretaría de Tierra, se ocupaba de organizar un tren para trasladar el personal a Francia. Sacristán, por el Ministerio de Hacienda, facilitó a cada funcionario unos francos franceses, pocos, para las primeras necesidades. En su oficina hacían cola innumerables militares. Huía yo de los conocidos. No tenía nada que decirles. Su pregunta era siempre la misma: «¿Qué vamos a hacer en Francia si carecemos de dinero?». Veía claro lo que la derrota representaba para cada uno de ellos, pero ¿de dónde sacar los recursos necesarios para permitir a los vencidos rehacer su vida? El capital nacional se lo había tragado la guerra y los flecos que quedasen de él no podían ser aplicados a socorrer a los que evacuábamos Cataluña, sino seguir alimentando la zona Centro–Sur, donde la guerra continuaba…

De otra parte, ¿cuál sería la reacción del Gobierno francés para con los millares de españoles que llamábamos a sus puertas? ¿Se decidiría a recibimos? ¿Nos cerraría el paso con las bayonetas de sus soldados? Las noticias tan pronto eran satisfactorias como desconsoladoras. La frontera se abría y se cerraba en horas. Una masa humana se agolpaba en ella. De noche se desparramaba por el campo y se acostaba sobre la tierra, dura de invierno, calentándose con lumbres en las que hacía arder las maderas de los coches, de los carros y los árboles. Al amanecer, algunos durmientes continuaban el sueño. Ni la voz ni el coro de sollozos que les hacían sus parientes conseguía despertarlos. Húmedos de rocío, rígidos de escarcha, habían transpuesto la frontera definitiva. En la espera sobresaltada de la compasión francesa, unas madres se quedaban sin hijos y otras, perturbadas en sus embarazos por la fatiga y las emociones, los recibían, sin que se acertase a saber cuál de los dos accidentes asumía perfiles más trágicos. La quejumbre de las parturientas no era menos aflictiva que el grito desolado de la mujer que se negaba a desprenderse del niño muerto. El misterio de la vida y de la muerte, operado en medio de la colectiva miseria, a campo abierto, adquiría la fuerza originaria de los primeros días del mundo… El espectáculo, en su conjunto, no podía ser más sombrío. Borraba todos los recuerdos infaustos. Los ojos, unánimes, estaban fuera de España. Cada criatura vivía con el pensamiento en Francia, y se irritaba a la idea de saberse en España. Se apretaba contra el vecino más adelantado. Espiaba ansioso las idas y venidas de las autoridades francesas. Rechinaba de rabia cuando se sentía defraudado, exultaba de gozo a cada rumor optimista. El tránsito brusco de las emociones contradictorias trabajaba los nervios, y las crisis violentísimas arrojaban a tierra a quienes las padecían. La frontera separaba algo más fundamental que un país de otro, separaba la vida de la muerte. Francia no podía negarse a conceder el derecho de asilo a quienes se lo demandaban con razón de tanto precio. Fue abriendo su carretera a los niños y a las mujeres, primero, a los ancianos, después, y, finalmente, a los soldados que se replegaban… Francia no negó lo que no podía negar, en efecto; pero ¿qué otro hubiese accedido a ser consecuente con su significación moral en condiciones parecidas? Respondo: ninguno. Francia ofreció asilo a cuarenta mil refugiados y recibió, sin impedirles la entrada, de doscientos a trescientos mil. ¿Quién puede exigirle más? Recuerdo bien cómo se nos esponjó el corazón al saber que la frontera había sido abierta y que la masa de infortunados compatriotas que golpeaba sobre ella con su instinto estaba en seguridad. Las historias posteriores —anécdotas de campos de concentración y de comisarías policiacas— cualquiera que sea su acrimonia y su crueldad, no destruyen el mérito de la conducta generosa de Francia, única nación en que se dan cita las emigraciones de toda Europa. La nuestra —denostada por tanta atribución falsa, desfigurada por las acusaciones más terribles— llegaba después de la rusa, de la italiana, de la alemana, de la austriaca, de la checa… ¿Pensó alguien que podíamos ser albergados en los castillos del Loira? ¿Dudó nadie que nuestro destino fuese el de los sospechosos, obligados a continuas comparecencias ante la policía? Centenares de peripecias de campos de concentración han lastimado muchas emociones de españoles que consideraban a Francia como su segunda patria. Pero de la misma manera es obligado decir que centenares de episodios generosos han metido dentro de la sensibilidad de otros refugiados la convicción profunda de que si en algún pueblo de Europa actúan todavía los fermentos de la solidaridad humana, ese pueblo es el pueblo francés. Sin haber estado en la carretera de Figueres y en el pueblo de la Junquera no se puede saber con exactitud lo que resultó de la apertura de la frontera francesa. ¡Con qué fuerza alentaron los pechos de cuantos esperaban, dardeados por el horror a los cadalsos de Franco, ese instante decisivo! Los pulsos batieron con nuevo ritmo y el fardo de los presagios siniestros se desventró por el campo, desagradable a la mirada hostil y a la sensibilidad.

Evacuado el castillo de Figueres, disuelta la administración, era bien poco lo que nos quedaba por hacer. Me puse a las órdenes del Presidente, que seguía domiciliado en la Masía del Torero, entre La Agullana y La Vajol. Le hacían compañía dos ministros: Álvarez del Vayo y Méndez Aspe; los demás se habían trasladado a Francia, domiciliándose en Toulouse, en espera de la llegada del Presidente para irse a la zona Centro–Sur. Don Juan conservaba su ayudante y dos secretarios. La víspera de nuestra llegada a la Masía, la aviación legionaria la había sobrevolado, arrojando varias bombas. El lugar ofrecía muy poca seguridad. La compañía de Carabineros que hacía la guardia se conservaba en su puesto con un cierto nerviosismo y ya había hecho por su cuenta un intento de evacuación. Álvarez del Vayo desempeñaba funciones de correo entre la casa del Presidente y el consulado de Perpiñán. Procuraba traernos las mejores noticias que podía. Nuestro escepticismo era radical y una noche, como entrase en nuestro dormitorio a hacernos su recital informativo, Rafael Méndez que, como a todos, no le hacía la menor gracia alargar la estancia en aquel domicilio, le disparó a bocajarro su pesimismo:

—¿Sabe usted lo que me preocupa ahora mismo? Sólo una cosa, Don Julio. Que a medianoche nos despierten a culatazos los requetés, cosa que si no sucede hoy ocurrirá mañana, ya que por lo visto debemos tener muchas cosas importantes que hacer aquí.

Álvarez del Vayo salió sin hacer ningún comentario y al poco tiempo volvía a visitarnos con unas palabras de tranquilidad que había pedido prestadas al ayudante de Negrín.

—Hoy hemos contenido al adversario en el río Ter, causándole grandes daños. No hay motivo, pues, para alarmarse.

Méndez, a quien la historia del Ter, que ya habíamos escuchado durante la cena, le hizo gracia, insistió, ahora con intención humorística, en su pesimismo:

—¡Magnífico lo del Ter! Pero esta noche, o la de mañana, nos cogerán prisioneros y se mofarán de nosotros por idiotas. ¿Se sabe qué hacemos aquí? ¿Qué hace Don Juan? ¿Qué hace usted? ¿Qué hace Méndez Aspe?

Lo que Don Juan y los dos ministros hicieran no lo sabíamos con exactitud; lo que hacíamos nosotros, sí. Nada. Durante el día permanecíamos en las inmediaciones de La Vajol, cerca de una mina, donde la técnica de un grupo de profesionales había construido un refugio perfecto para las obras de arte. Valía no sólo como refugio, sino también como museo: paredes grises, luces indirectas… Insuperable. El día que nos lo mostraron, las salas estaban vacías. Hubiera constituido una emoción inédita el haber podido contemplar, en el centro de una montaña, y en condiciones de perfecta comodidad y adecuación, algunas piezas maestras de nuestro tesoro pictórico. Quizá había, en departamentos que no nos fueron enseñados, otra clase de riquezas y ello explicaba el misterio de nuestra permanencia en un lugar que, por diferentes motivos, resultaba ingrata. Eran riquezas que se estaban evacuando con el sigilo que operación tan delicada imponía. Las inmediaciones de la mina se habían cuajado de unidades militares en derrota, que caminaban, por el monte, hacia Francia. Antes de meterse en ella, clavaban en el suelo de España todas las municiones de sus cartucheras. El paisaje resonaba, en los cuatro puntos cardinales, de disparos. Pistolas, fusiles, ametralladoras… y a lo lejos, a intervalos, retumbante, artillería. Meterse en el bosque era peligroso. Zumbaban las balas y se las oía perforar, con un chasquido metálico, las últimas hojas amarillas. Peligroso y depresivo. La oficialidad se había despojado de guerreras e insignias. Los pies hacían, al tropezar, los hallazgos más inesperados. Gorras, otros días orgullosas con su inclinación antirreglamentaria; correajes, cartucheras, fundas de pistolas, folletos de propaganda comunista, carteras militares, cascos, pantalones, cajas de cigarros, con la litografía descolorida… Y predominando, como trazo simbólico, una materia de la que los ojos y los pies cuidaban de apartarse con la misma repugnancia. Si tuvo virtudes fecundantes, los árboles de ese bosque habrán conocido una primavera admirable de verdura. Toda la vanidad estúpida de las insignias inmerecidas, de las jactancias y de las crueldades, se había estilizado a sí misma en un residuo sucio. ¿Cómo dudar que estábamos ante la derrota?

El presidente de la República, que se habían instalado en La Vajol; vivía para abandonar el territorio nacional. La entrevista de los dos presidentes fue seca y agria. Don Manuel quiere ir a Francia. Anuncia a Negrín que no accede a tomar plaza en ningún avión. Tiene el temor de que le conduzcan a la zona Centro–Sur. Eso no lo hará, suceda lo que quiera. Es resolución firmísima. Para él la guerra está perdida y es una demencia pretender continuarla. El diálogo es breve. Habla Negrín:

—El Gobierno ha dispuesto que S.E. se instale, de momento, en la Embajada de París.

—¿No me acompañará ningún ministro?

—El señor Giral.

—¿Cuándo partimos?

—Cuando lo desee.

—Es ya tarde, pero podemos hacerlo mañana a primera hora.

—Bien, a primera hora vendré a despedirle.

Al día siguiente, con las primeras luces, la caravana presidencial se pone en camino hacia Francia. Hace el recorrido por la carretera mezquina de La Vajol que conduce a Les Ules. Es un viaje oscuro y cobarde: una evasión. Una parte de ella necesitan hacerla a pie. Negrín desarrolla, estimulado por el frío, su energía; Don Manuel acusa su cansancio de hombre sedentario. Son dos vidas antagónicas creadas para no entenderse. Se desprecian mutuamente. En ese instante se odiaban. En el pueblecito francés hay unas formalidades vejatorias. Azaña debe esperar la llegada de una autoridad administrativa francesa. Negrín le dedica las últimas cortesías protocolarias y vuelve a meterse en España. De regreso, se cruza con otra caravana. Coches de la Generalidad. Viajeros; Companys, Aguirre, Irujo… Con la boca llena de risas, los ojos relucientes de ironía, Negrín nos hace el relato de su viaje.

—Debería haberle obligado a acompañarme. Hubiese hecho observaciones de mucho valor psicológico —dice dirigiéndose a mí—. ¡El pobre Azaña es bien digno de lástima! Tiene una encarnadura medrosa, propia de su naturaleza. El miedo le descompone como si fuese un cadáver y toma un color amarillo verdoso. Da lástima. Lo que no podía esperarme es que a mi ingreso fuese a tropezar con Aguirre y Companys. Los más sorprendidos han sido, naturalmente, ellos, que han debido sospechar que yo abandonaba el territorio nacional sin notificarles mi decisión. El juego de palabras ha sido precioso. Se han ofrecido a regresar conmigo, pero me he negado. Ausentes de Cataluña, tengo una preocupación menos.

Animados por el buen humor del Presidente, intentamos saber algo relacionado con nuestra marcha. Está claro que somos los últimos.

—¿Tantas son las preocupaciones que nos quedan?

—Bastantes, desde luego. Mi propósito es reintegrarme a la zona Centro–Sur sin pasar por Francia. He pedido que vean si puedo salir de alguno de nuestros campos en un avión militar. De ser posible no quiero hacer la escala francesa.

A la noche, en la tertulia de la chimenea, sonsacábamos noticias, sobre la evacuación que él dirigía, a Méndez Aspe. Sus respuestas eran poco tranquilizadoras. Quedaba mucho, faltaban camiones… Garcés, con su juventud irrespetuosa, ironizaba sobre nuestra suerte, dando lugar a que el ministro de Hacienda discurriese, para confortarnos, sobre las ventajas de cumplir con el deber. Interrumpido a cada frase por Méndez, Garcés o Fanjul dejaba el púlpito sin paño y acababa por aceptar con filosofía toda clase de bromas. Una de esas noches participamos, los ministros como testigos, nosotros como invitados, en la boda del primogénito del Presidente con Rosita Díaz. El juez y el secretario del Juzgado Municipal despacharon la formalidad legal a golpe de escopeta. Nosotros, con algunos refuerzos inesperados, hicimos todo el ruido posible para que la boda no careciese de júbilo. En medio de nuestro furor orfeónico, Álvarez del Vayo llevó una negociación a propósito de la seguridad del Tesoro Nacional. Como ordenase que nos calláramos, el Presidente se opuso al silencio. Tengo la impresión de que cantando nos sacábamos el miedo del cuerpo. Temor a demasiadas cosas para que me dedique a enumerarlas. Teníamos miedo de hablar y miedo de permanecer silenciosos. Con «El farol de Artecalle», preferencia de Méndez, nos fuimos a la cama, Al cuarto de las muchachas, que nos había sido habilitado, y del que Méndez insistía en creer que nos sacarían una mala mañana, para fusilamos. Lo cierto es que no nos sentíamos a gusto.

No teníamos absolutamente nada que hacer. Negrín estaba resuelto, en último extremo, a salir después del último soldado. Su viaje en avión a la zona Centro–Sur, de la que no teníamos noticias, no era hacedero en dictamen de los técnicos. El único campo desde el que se podía intentar el vuelo con alguna seguridad no estaba practicable. No se volvió a hablar más del asunto. Encerrado en un mutismo riguroso, Negrín nos tenía sin ninguna información. Se reunía con Rojo, en el edificio ocupado por el Estado Mayor Central, y hacía escapadas al frente. Ponía su pasión en que la retirada de lo que quedaba del Ejército fuese lo más perfecta y económica posible. Personalmente, ¡qué enorme repliegue de ambiciones había necesitado hacer! Refugiado en la última, abatido le oímos decir, más hablando para él que para nosotros:

—¡Veremos cómo liquidamos la segunda parte! Esa será más difícil.

Acertó en el vaticinio. Fue más difícil y más dramática. No nos cabía duda. Estábamos liquidando y al pensar en trasladarse a la zona Centro–Sur, Negrín no llevaba otro designio que el de terminar, con el menor número de daños, una guerra perdida. Al día siguiente de esa confesión, después de una conferencia con Rojo, se resolvió nuestro traslado a las últimas casas españolas del Perthus. El adversario estaba llegando a Figueres. Cabrera y yo partimos a la mina a comunicar a Méndez Aspe la orden de marcha y la misma notificación debíamos hacer al encargado de Negocios de Rusia, que se había instalado en la casa que dejó libre el presidente de la República. De vuelta, una explosión inusitada estremeció los cristales de nuestro coche. El estampido rodaba por los montes. Era la voladura del castillo de Figueres. En la Masía del Torero, el Presidente interrumpió la comida y dispuso la salida inmediata. No me expliqué bien aquel nerviosismo de última hora. A la calma excesiva de los días anteriores sucedía una precipitación injustificada. Protestaba contra ella con la razón y con el estómago. Atrapé en la mesa servida lo que pude y me metí en un coche. Recuerdo bien el sol loco que aquella tarde tenía el paisaje. A medio camino, tropezamos con los vehículos del Estado Mayor Central. Atravesamos la Junquera y, en los límites, Negrín se apeó. Se le unió Rojo. Presenciamos el paso de la frontera de los últimos internacionales. Iban oscuros de amargura, marcando el paso, silenciosos… El Presidente dio varias órdenes, apuntó algunas cosas en su cuaderno de notas y, cuando una autoridad francesa le notificó que los fotógrafos habían sido alejados, pasamos la frontera. Un pelotón de soldados franceses nos presentó armas. El agregado militar de la Embajada francesa, coronel Morel, se cuadró, nos saludó militarmente y, en silencio, nos estrechó la mano. No estaba él menos conmovido que nosotros. Nos metimos en la última casa española. Un piquete de carabineros montaba la guardia. Escaleras arriba, fuimos perdiendo el dominio sobre la emoción y rompimos en un llanto congojoso. Llorábamos a escondidas los unos de los otros, pero en todos los ojos, enrojecidos y húmedos, se podía averiguar lo que pudorosamente tratábamos de ocultamos. Negrín era quien más se esforzaba en aparentar un continente sereno. Rojo escondía su estado de ánimo detrás de una agitación ordenancista. Aquella estación no tenía más que un valor sentimental. Personalmente, me propuse huir de ella cuanto antes. Sólo escapando a su influencia me sería dado recuperar mi propio dominio. A la caída de la tarde, nos pusimos camino de Perpiñán.

Al día siguiente coincidimos en la carretera con Negrín, que iba a Toulouse a ponerse de acuerdo con los ministros para, en avión propio, o en su defecto en los de la línea del «Air France», trasladarse a España. Cuando se trató de ese viaje en La Bajol notificamos al Presidente nuestra voluntad de acompañarle. Rechazó el ofrecimiento, asegurándonos que no le era necesario: pero le impusimos la obligación de admitir como compañero de viaje a Santiago Garcés. Este, por mi chófer que le trasladó a Toulouse, me hizo seguir la orden de que me presentase a recibir instrucciones. Hice mi maleta y comparecí ante el Gobierno. Ninguno de los ministros tenía orden que comunicarme. El Presidente, acompañado de Vayo y de Garcés, había salido para España sin dejar instrucción alguna. Entre los ministros había opiniones diversas en cuanto a la conveniencia de trasladarse a España. El que me informó me dijo gráficamente: «Epidemia de miedo». Me volví a Perpiñán en espera de órdenes directas. Comenzaron a llegar telegramas llamando personalmente a determinadas autoridades del Ministerio de Defensa. Llegó uno para mí. Disponiéndome a salir, llegó otro en el que se anulaba el primero y se me indicaba que estuviese preparado. No lo agradecí. Me hubiera gustado asistir al final, sin que a ese deseo se mezclase el menor estímulo heroico, ya que la salida la reputaba segura. Esta seguridad estaba muy lejos de ser compartida por bastantes militares, que se negaron a acatar las órdenes que les fueron comunicadas. Cordón obedeció la suya. Igual hicieron, que yo recuerde, Ossorio Tafall, Modesto, Líster, Trifón Gómez… Los generales Rojo y Jurado se negaron en redondo. Me asombró una frase del primero, al que como le recordase, acogiéndome a mis recuerdos de lector de Alfred de Vigny, la grandeza y servidumbre militares, me contestó:

—No queda para aceptar la orden que me comunican ustedes más que un deber: el de obediencia; pero ya se harán cargo de que no porque el superior nos mande arrojamos por la ventana hemos de hacerlo.

Debí reflejar bien el grado de asombro que tamaña reflexión me producía y el general dio otro giro a su resistencia. Aludió a varias cartas que había escrito al Presidente y nos leyó un párrafo de una de ellas. No me decido a reconstruirlo por temor a no ser lo bastante fiel. Lo más grave, para mi concepto, ya estaba dicho. El subalterno tiene derecho de crítica y cuando, a su juicio, el superior le ordena algo que equivale a arrojarse por una ventana, y ninguna tan alta como la que da a la calle de la Muerte, el deber de obediencia se rompe. ¡Cómo hubieran agradecido los soldados republicanos la difusión de esa doctrina, con la firma del general Rojo, en las vísperas de los ataques de Brunete, Belchite, Teruel, el Ebro! La negativa de Jurado era menos complicada. No tenía nada que hacer en el Centro. No iba. Quería seguir preocupándose de los soldados que le habían obedecido. Alusiones a los comunistas. Noticias del caso personal. La decepción que me produjo la negativa de Rojo no me dejaba sensibilidad para juzgar del caso de Jurado. ¿Tenía Rojo noticias de la rebelión que Casado preparaba contra la autoridad del Gobierno y aspiraba, permaneciendo en Francia, a mantenerse al margen? La hipótesis del miedo físico no contaba en mis reflexiones. Y no siendo miedo, ¿qué podía ser? ¿Repugnancia a contraer nuevas responsabilidades? ¿Súbita incompatibilidad con Negrín? Confío en que algún día se pueda esclarecer, mediante el estudio de una correspondencia que acabará siendo pública, el motivo último que lleva al general Rojo a quebrar la ley de la obediencia y a desertar de su puesto. Acaso acierten los que afirman que cuando un general hace, en un instante y con una negativa, almoneda de toda su historia profesional, ese movimiento con el que dilapida su honor sólo puede estar dictado por el instinto vital. Cuando el orgullo vence de la tarascada de lo animal, ante el disparate del jefe, el subalterno tiene como modelo la frase breve del almirante español: «Protesto, y me hago a la mar», es decir, a la muerte. Es eso, justamente, lo que con la frase de Vigny llamamos grandeza y servidumbre militares. Rojo, decididamente, no quería nada con la una ni con la otra. Recusaba, en nombre de ideas propias, participar en el desenlace de la contienda[16]. Se consideraba, por sus previsiones y notificaciones, libre de todo compromiso. Toda polémica era ociosa. A la posteridad la ardua sentencia…