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La orden de evacuar Barcelona. — Máxima discreción. — ¿Se ha cumplido la orden? — Una salida precipitada. — El general Hernández Saravia está resuelto a defender la plaza. — Ilusiones de una noche. — El entusiasmo de Sabio. — Camino de Figueres. — Gerona. — El relevo de Hernández Saravia. — Designación del general Brandaris. — El abandono de Barcelona. — Figueres.

El 23 de enero, a las diez de la mañana, me llama el Presidente a su residencia. Me recibe sin dejar de escribir. Cuando acaba, firma y me entrega el papel. Es una orden para mí. Dice: «Señor Secretario General: Convoque a los subsecretarios, al Intendente General y al Intendente de Sanidad y comuníqueles en mi nombre que es preciso proceder al traslado del aparato administrativo fuera de Barcelona, empezando, a ser posible, hoy mismo. Provisionalmente pueden ir a dependencias que tengan fuera de Barcelona, en la provincia de Gerona o en sus inmediaciones, CRIM, centros de sanidad, organismos de Armamento, etc. Se recomienda la máxima reserva. Aquí sólo debe quedar el personal necesario para los asuntos del día. No se trata de un traslado del Gobierno, sino de poner en sitio seguro todo el aparato de Gobierno». La orden se me antoja enmarañada y pido aclaraciones.

—¿Se trata de hacer la instalación de las dependencias oficiales fuera de Barcelona, conservando en la ciudad un equipo de guardia?

—Por lo pronto conviene que los archivos y la documentación salgan inmediatamente, y con ellos, el personal. En lo que hace a nuestro Ministerio será suficiente con que queden dos o tres personas en los teléfonos, para lo que debe ordenar que los centralicen todos en un solo edificio. Esas personas nos comunicarán lo que merezca la pena de conocerse.

—Entendido. Únicamente quiero hacerle notar que será difícil mantener la reserva que pide. El traslado se sabrá en razón del considerable número de personas que intervendrá en él.

Convoqué a las autoridades del Ministerio en la Secretaría, incluyendo al Comisario General, y les di conocimiento de la orden, aclarándoles el pensamiento del Presidente. Algunos archivos, como el de la Subsecretaría de Tierra, contenían verdaderas montañas de expedientes, producto legítimo del heroísmo de la burocracia castrense, cuyo desplazamiento exigía el concurso de un material de transporte del que no disponíamos. Cordón me preguntó si estaba facultado para hacer una hoguera con el papel inútil. Le contesté afirmativamente. La autorización se extendía a cuantos subsecretarios se encontrasen en su caso. El esfuerzo del traslado debía limitarse a los archivos que se considerasen indispensables para proseguir, sin excesiva solución de continuidad, el trabajo. Trifón Gómez nos informó de la situación que tenía creada. La existencia de productos alimenticios era más abundante que nunca. Resultaba imposible pensar en retirarlos de Barcelona, habiéndose hecho a ese respecto cuanto se podía; pero, en cambio, cabía hacer un reparto popular extraordinario, aumentando considerablemente el tipo de las raciones. La generosidad de ellas podía ser tan alta como se desease, contribuyéndose de esa manera a fortalecer la moral del vecindario. Una sola cosa exigía el Intendente General: que se le proporcionasen una docena de camiones para situar las mercancías en los lugares de distribución. Di orden a la Jefatura de Transportes, pero la orden no fue cumplida. Un camión el día 23 de enero tenía un precio exorbitante. Toda la administración estaba de mudanza y los vehículos resultaban insuficientes. En la Jefatura de Transportes afirmaban no disponer de uno solo. Hasta mi mesa llegaban los ecos del tráfago administrativo.

Mediado el día, nueva llamada del Presidente.

—¿Se ha cumplimentado mi orden?

—Se está en ello, señor Presidente; pero veo imposible que antes de un par de días quede todo listo.

—¿Dos días? Es necesario que el traslado se haga hoy mismo. Inmediatamente. Lo que no sea necesario, se puede quemar. El Estado Mayor no responde de nada… Esta noche no debe quedar en la ciudad ninguna persona del Gobierno.

—¿Tan apremiante es la situación?

—Según el informe de Rojo, apremiantísima. Y es necesario que yo sepa que todo el mundo ha salido para que me decida a salir; de otra manera, me quedo.

—Voy a indicárselo así a los subsecretarios para que tomen sus medidas y aceleren los trabajos.

Segunda reunión con los subsecretarios. Notificación de las nuevas instrucciones. Tercera llamada del Presidente. Está reunido con el Gobierno y me manda pasar.

—He informado al Gobierno de la situación militar y al objeto de que cada ministro pueda disponer del material de transporte que necesite, les he recomendado que por los subsecretarios le hagan conocer sus necesidades, para que usted ordene a la Jefatura de Transportes lo conveniente.

El encargo me produce sorpresa, pero no hago la menor observación. Si los ministros esperan que Transportes Militares les facilite algún vehículo harán mejor pegando fuego a sus departamentos. Ganarán tiempo. El único camión que he pedido para la Secretaría General no me ha sido facilitado. Sin la ayuda de Cónchese, jefe del Parque de Gobernación, hubiesemos tenido que arrimar una cerilla a los archivos. El primer subsecretario que me señaló sus necesidades fue el de ¡Comunicaciones! Necesitaba una buena cantidad de vehículos. Le informé de que yo sólo precisaba uno y no lo había podido conseguir, argumento que le decidió a no perder minuto en rogarme. Los funcionarios de la Secretaría trabajaron en la selección de nuestros papeles y en su empaquetamiento. Conforme a lo ordenado debían salir aquella misma noche para instalarse, sobre la marcha, en el Castillo de Figueres, Un funcionario pidió permiso para quedarse en Barcelona. Se lo concedí y recordé a sus colegas, con ese motivo, que quien lo deseara estaba autorizado a quedarse. Nadie se acogió a la franquicia. A las doce de la noche me daban cuenta de que iniciaban el viaje.

En nuestra casa había una pequeña reunión. Estábamos, además de los habituales, el teniente coronel Sabio, que figuraba, ignoro con exactitud en qué condiciones, en la plana mayor del general–jefe del Grupo de Ejércitos, Hernández Saravia, que había trasladado su cuartel general a Barcelona, con el designio de defender la plaza. Para el teniente coronel Sabio, la defensa de Barcelona no constituía una obra imposible ni temeraria. Era un problema militar que requería, en primer lugar, decisión.

—El general está magníficamente dispuesto. Su traslado a Barcelona obedece exclusivamente al deseo de tentar la empresa. Necesita, únicamente, que le proporcionen algunos medios, no muchos, y disponer de un grupo de hombres que le secunden activamente. —Dirigiéndose a mí añadió; Nos harían falta las campañas de El Socialista; ¿se acuerda?

—Encantado de reanudarlas. Dígale al general que yo estoy a su disposición y que desde mañana mismo me encargo de La Vanguardia si me considera útil.

Dentro de la negrura del día. Sabio consiguió comunicarnos su entusiasmo. Citaba como una ventaja notoria sobre la situación de Madrid cuando lo evacuó el Gobierno de Largo Caballero: Barcelona dispone de víveres para mucho tiempo.

Otra ventaja, esta menos tangible: el material esperado había llegado a puerto y su descarga se llevaba a marchas forzadas.

Las consecuencias morales de la resistencia de Barcelona podían ser incalculables. La capital de Cataluña, ella sola, era todo el Mediterráneo español. Orgullo y conveniencia, de acuerdo, aconsejaban extremar la resistencia de la ciudad. Este acontecimiento reduciría las proporciones de la victoria de Franco, que de otro modo actuaría con fuerza incontestable sobre las dos zonas españolas y, por añadidura, repicaría en el extranjero. Había, pues, que pegar la espalda a las casas de Barcelona y ponerse a defenderla violentamente. Era la única forma segura de hacer algo valioso. El dictamen militar que nos traía Sabio era alentador. ¿Qué hacía falta? Faltaba… Al anochecer había hecho una visita al domicilio de mi Partido. El ánimo de mis camaradas estaba replegado. Silenciosos, cada uno de ellos rumiaba pensamientos sombríos. Carecían de esperanza. Reputaban perdida la ciudad. Me impuse el deber de sacarlos de sus meditaciones, bromeando. El local, mal iluminado, contribuía al aislamiento de cada uno. Mi conversación les puso en comunicación y mis observaciones, de humorismo político, acabaron por regocijarles. Reaccionaron y presumo que, al dejarles, siguieron todavía media hora en el comentario de mi extraña conducta, lejos, por consiguiente, de sus soliloquios angustiosos. Eso mismo que yo había hecho con mis camaradas es lo que hacía falta que se hiciera con la ciudad entera: Sacudirla de arriba abajo, buscando una reacción colectiva que le consintiese superar su postración. ¿Por dónde andaban los especialistas en psicología de las muchedumbres? ¿Para cuándo guardaban su ciencia tan vanamente alabada? El problema de la defensa de Barcelona era, antes que militar, moral. Se necesitaba contar con la voluntad de resistencia del vecindario. Asegurada esa cooperación, los esfuerzos de los militares rendirían una utilidad extraordinaria. ¿Por qué no poner en juego los temas catalanistas, tan frecuentemente vueltos, con razón o sin ella, contra el Gobierno? ¿Qué hacía, tan silencioso, el tambor del Bruc? ¿Por qué no tocaba a generala ahora que era tiempo? Dijérase que deliberadamente renunciábamos a la posesión de Barcelona, convencidos de la inanidad de todo esfuerzo por defenderla. La única prueba de lo contrario era la resolución del general Hernández Saravia, que nos era conocida por Sabio. Este se despidió de nosotros, ilusionado con la idea de haber influido en varias voluntades más. Se disponía a seguir empadronando nuevos ánimos para llevárselos al general. Uno de los presentes a la reunión recordó que la orden que habíamos recibido era tajante y necesitábamos acatarla. Debíamos abandonar la ciudad durante la noche, aun cuando al siguiente día volviéramos a ella. Personalmente anuncié el propósito de quedarme. En mi resolución no intervenía para nada el heroísmo; era una simple cuestión de comodidad. Correr la carretera de noche, sin dormir, no era programa que me sedujese. La situación no me parecía tan crítica como para pensar en salir a uña de caballo. Sabio había quedado en avisarme por teléfono si se producía alguna novedad inesperada. Me quedé con la protesta de mis amigos, que decidieron cumplir la orden recibida. Al día siguiente sentí miedo. Miedo de tanto silencio. No se oía, a pesar de la hora, la menor manifestación de vida. El soldado de Asalto hacía su guardia en la puerta. No había otra novedad que el sorprendente colapso sobrevenido al barrio. Resueltamente, decidí marcharme. Antes llamé a todos los teléfonos conocidos donde yo calculaba que podía contestarme alguna persona. Nadie. Estaba claro, las autoridades se habían superado en el cumplimiento de la orden de evacuación. Continuaba en su puesto el inspector general de los guardias de Asalto. No tenía novedad que darme. La ciudad estaba perfectamente en calma. Paré, al paso, en el CRIM de Muntaner, No estaba el jefe. Los oficiales me preguntaron qué debían hacer. Tenían la impresión de que se habían olvidado de ellos. Les aconsejé que no se impacientasen.

—Existe la resolución de defender la plaza y está en ella el general Hernández Saravia. Si se presenta la necesidad de evacuarla, la orden será dada para conocimiento de todos. De nuestra conducta va a depender el que haya que dar esa orden. Por peores momentos pasó Madrid.

Se quedaron un poco más tranquilos. El que no lo estaba era yo. El aspecto de la ciudad no me gustaba. No pasaba, en efecto, nada; pero la interpretación del ambiente me llevaba a creer que la autoridad estaba relajada. Las mujeres, en las colas, gritaban fuerte. Los guardias permanecían inhibidos, recostados en las paredes, calentándose al sol. Pasaban camionetas cargadas con las cosas más inverosímiles y raras, que las mujeres se volvían a mirar con ojos indiferentes. En Madrid hubiese sabido con exactitud cuál era la reacción popular. En Barcelona eso me era imposible. El idioma me lo prohibía. Tenía que deducirla por observaciones visuales, sobre las que actuaba mi propio estado de ánimo temeroso. Llegué a suponer que la ciudad se avenía bien con nuestra derrota, calculando que era el término de la guerra, el final de las agresiones aéreas y quizá, en esto se equivocaba, la vuelta de la normalidad soñada, la reincorporación a un pasado fácil y venturoso en su mediocridad, sin heroísmos forzados. Seguramente calumniaba con el pensamiento a Barcelona, pero confío que me sirvan de disculpa mi turbación y la ignorancia de sus registros morales más profundos. La ciudad había pasado por pruebas muy rudas para que rechazase las insinuaciones nostálgicas de los días tranquilos. ¿Cuál sería su comentario al conocer la evacuación del Gobierno? Mis tanteos mentales se detenían en un punto muerto: Barcelona no se defendería. Salía de ella para no volver. Las nuevas etapas de la guerra, pocas o muchas, no tendrían nada que ver con la ciudad que abandonaba… La visión de Gerona me confirmó en mi pesimismo. ¿Qué otra forma que aquélla asumen las derrotas? El Estado, en su forma más miserable, estaba derrumbado por calles y plazas. Archivos, mesas, sillas, y en el mismo grado de abandono, ministros, subsecretarios, jefes de administración y la masa anónima, en grupos, de los burócratas, a los que lo precipitado del viaje, la velada y el frío de la noche habían derrotado toda compostura. Problemas obsesivos en todos: comer, lavarse, dormir… ¿Dónde hacer esas tres cosas primarias? El sagrado respeto a la minuta, al expediente, a la carpeta de antecedentes se alejaba en derrota. El funcionario había depuesto sus escrúpulos de custodio del Estado y admitía como natural el desorden y la publicación de sus secretos tesoros de papel escrito. Pretendiendo alguna orientación busqué a los ministros. El primero a quien descubrí. Don Tomás Bilbao, me desengañó de mis pretensiones con el relato de las aventuras ministeriales. La parte más desagradable de ellas consistía en que se les había indicado un hotel de Gerona para instalarse provisionalmente, afirmándoseles que las habitaciones les estaban reservadas; cuando llegaron al hotel se encontraron con la sorpresa de que, para entregarles la habitación, hubo que desalojar a los que la ocupaban, recibiéndoseles con las consiguientes protestas y miradas oblicuas, y con las ropas de la cama tibias, que los administradores del establecimiento no estimaron que valía la pena vestirlas de nuevo.

—¿Sabe usted algo del Presidente? —inquirí.

—Absolutamente nada. Me han dicho que está en Camprodon.

—En ese caso, renuncio a verle y sigo para Figueres, con propósito de instalarme allí.

El castillo de Figueres conservaba todavía, cuando yo llegué, su aspecto perezoso y aburrido de los días normales. No había comenzado en él el tráfago extraordinario, desordenado y demencial que se le venía encima. Recio de construcción, amplísimo, toleraba perfectamente en su interior la instalación del menguado aparato estatal. En el edificio principal de la plaza de armas, el gobernador del castillo, un viejecito somnoliento, con traza de hidalgo, friolero, las manos en la pelliza, fue indicándome las habitaciones en que podíamos establecer la Secretaría. Aceptada la propuesta, hubo que desalojar a las familias de los militares que vivían allí, quienes nos hicieron conocer su despecho llevándose la instalación eléctrica. En lo que quedaba de tarde, la Secretaría General comenzó a funcionar. Simultáneamente a los taquígrafos, el equipo gastronómico, mandado por Antonio, se aplicó a sacar el mejor partido posible de la cocina. Entraron en función las escobas, los cubos de agua, el esparto… Así y todo, costó esfuerzos expulsar de la nueva casa el pesado olor que hacía ingrata la estancia en ella. Al día siguiente comenzó la penetración tumultuosa de otros funcionarios: la Subsecretaría de Tierra, la Presidencia del Consejo, el Ministerio de Hacienda, retazos del de Estado… La plaza de armas cobró una animación excesiva. El general Asensio vino a despedirse y me dejó unas palabras confortadoras.

—Nada, general. Esto que tenemos ante los ojos es la derrota.

—No sea pesimista. Confíe en que se vencerá este mal momento.

Me resultaba imposible modificar, ante un estado tan caótico como el que constantemente tenía ante los ojos, la angustiosa sensación de aplastamiento irremediable. Todo el prestigio del Gobierno, única fuente de confianza, estaba, como su aparato administrativo, roto, desconectado y escarnecido. El adversario no nos daba tiempo para superar la crisis, Nos venía a los alcances, no con sus fusiles, sino con algo cien veces peor: con la fuerza de su victoria. ¿Barcelona? Quedó tomada el día 26. Toda una historia increíble. El general Hernández Saravia fue relevado de su puesto. Se designó gobernador militar de la plaza al general Brandaris, que lo era de Menorca. No llegó a tomar posesión de su nuevo cargo. Hernández Saravia recibió el inesperado relevo como una ofensa a su honor militar. No pronunció una queja. Se ciñó, los ojos llenos de lágrimas, al deber de obediencia. No acertaba a comprender quién, ni por qué, le asestaba el golpe. Fue terriblemente certero. Anticipó el desenlace. Piénsese… La autoridad del general se anula en el momento mismo en que necesita entrar en juego la defensa de la plaza, que la asume, primero, el teniente coronel Romero y, después, el coronel Jesús Velasco. Una responsabilidad tan pesada no es admisible que vaya, siempre provisionalmente, de unas en otras manos. Si esa misma incongruencia se hubiese cometido en Madrid, la capital no contaría como plaza inexpugnable. Imagino el comentario de los dos militares que recibieron, por razón de jerarquía, la apretada encomienda: «¡Qué paquete!». Sí, en efecto: temible responsabilidad para recibida inopinadamente. El general Hernández Saravia, cualquiera que sea el grado de capacidad que le atribuyan sus colegas —y nunca será tan menguado como el que servía para discernir la de Miaja—, se llevó, al evacuar Barcelona, todas las posibilidades, pocas o muchas, de defensa. ¿De quién fue la fatal ocurrencia de su destitución? De quienquiera que fuese, está claro que no tendrá en su haber la abnegación republicana de Hernández Saravia. El detalle de esa confrontación importa poco. Importaba —con trascendencia quizá definitiva— apurar, por encima del dolor, hasta el último minuto, la defensa de la capital de Cataluña. En vez de esto, le fue librada al enemigo en las condiciones más liberales que podía apetecer. ¿Por qué? ¿Por quién? No se ha hecho información ni expediente que lo esclarezca.

Para quien atraído por ese misterio se proponga trabajar en él, le brindo el dato, rigurosamente exacto, del asombro con que el Gobierno francés recibió la noticia del «abandono» de Barcelona.

—No, señor embajador; lo que solicita no es fácil de conceder. El Gobierno ha cambiado impresiones y estima que después del abandono de Barcelona no hay nada que esperar de la guerra de España.

De las facilidades generosas, más generosas que nunca, se pasó, en las esferas oficiales francesas, a las negativas diplomáticas, pero terminantes. Nuestro embajador puede certificar lo que la pérdida de Barcelona representó como dificultad para todos nuestros trabajos y esperanzas. Dos días más tarde, en un pánico colectivo, perdíamos moralmente Gerona. Las etapas de la derrota se precipitaban. Una alarma, de las muy frecuentes en aquellas jornadas, puso en nervioso movimiento a la población flotante acumulada en Gerona. Guardia de Asalto, funcionarios, refugiados, se pusieron a marchar, carretera adelante, con ánimo de llegar a Figueres. Buscaban, instintivamente, la protección de la autoridad. Querían ampararse bajo una ilusión cualquiera, por mezquina que ella fuese. Sólo una alcanzaba a descubrir: la de la frontera.

Figueres —meta de los fugitivos de Gerona— era un inmenso campamento cívico–militar, que resultaba impracticable no sólo para los vehículos, sino, también, para las personas. El propio castillo comenzaba a hacerse angosto. Una humanidad doliente lo invadía todo. Los servicios sociales intentaban resolver el problema a tanta criatura desamparada. La Intendencia general, que disponía de víveres, montó varios comedores colectivos. Se transformaron las salas públicas, los cafés, los círculos políticos, y cuantos locales lo consentían, en dormitorios. Peor que la promiscuidad era el frío de la noche. Quienes no conseguían plaza en los improvisados albergues se refugiaban en las escaleras y los portales de las casas. Así y todo eran muchos los que se tenían que apretar a las paredes, arropados hasta la cabeza con mantas militares. Cada día resultaba más difícil soportar aquel espectáculo, que cambiaba cada veinticuatro horas. En tan corto período de tiempo se notaba ennegrecer el barniz de la miseria, más acentuado en las mujeres y en los niños. Habían renunciado a todo, menos a lo primario animal: comer, dormir. Acobardada por la desgracia, la masa desvalida no se atrevía a tener iniciativa. Esperaba una voz que la condujese a alguna parte. Quería que alguien, no importa quién, pechase con la responsabilidad de llevarla a tierra de promisión. Era difícil defenderse de tanta mirada suplicante, de tanto rostro desconocido que pedía, sin palabras, mucho menos de lo que le habíamos quitado, con acciones u omisiones, los jugadores de la política; pedía clemencia… Se echaban a un lado para no estorbar, se callaban sus quejas para no entristecer, se guardaban sus angustias para hilarlas a solas… Nunca me he sentido tan terriblemente acusado. Ya en mi oficina del Castillo descargaba la tensión en unas cóleras despectivas contra los que me pedían, a pesar de su uniforme más exhibido que honrado, un resguardo para su vida preciosa, en forma de autorización para pasar la frontera. Por toda consolación intelectual sólo disponía de dos libros: El sermón sobre la muerte, seguido de la Meditación sobre la brevedad de la vida, de Bossuet; y las cartas de amor de Sor Mariana Alcoforado, la monjita portuguesa, a Chamilly. A Negrín le interesó Bossuet. Se lo negué. El libro me servía para hacer ejercicios de serenidad.