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Los rebeldes preparan su ofensiva. — ¡Otro toro! ¡Otro toro! — Sin material y con historias. — Un dictamen de Tomás Bilbao. — Comienzo de la ofensiva. — Franco nos hace un suelo y un cielo de fuego. — Nuestra ofensiva en Extremadura. — Hacia la catástrofe. — El general Asensio se resiste a ir a los Estados Unidos. — Todavía la Embajada de México.

La ofensiva que preparaban los facciosos para sacudirse la hipoteca que les habíamos impuesto en el Ebro, no debía reclamar, a juicio del alto mando rebelde, secreto ni necesitar misterio. Poco faltó para que adelantasen en sus periódicos las direcciones de ataque y los recursos, en hombres y en material, que iban a meter en juego. No sé que nadie haya tratado al adversario con mayor menosprecio. La publicidad dada a la ofensiva era, por sí sola, intimidante. Después de la victoria del Ebro, nuestras campañas habían fracasado de modo lamentable. Los soldados de las últimas movilizaciones daban un rendimiento muy escaso, por no decir nulo. La vida en las trincheras, habiendo dejado a la espalda un hogar, sobre cuyo bienestar económico no podían hacerse la menor ilusión, les producía náuseas y, siempre que había ocasión, desertaban, para ir a ocultarse en la retaguardia. Tenían, para justificarse, el espejo de los innumerables «movilizados en su puesto». Los motivos de irritación eran muchos y de carácter permanente. El optimismo que llamaremos oficial se complacía en ignorar esa verdad palpable. Se alimentaba con las fórmulas de la propaganda. La más reciente, que nos fue ofrecida como hija de las propias trincheras, con paternidad de los soldados, llegó, con un dibujo, a las columnas de La Vanguardia. Un combatiente republicano, haciendo portavoz de las manos, gritaba al enemigo, aludiendo a su proyectada ofensiva: «¡Otro toro! ¡Otro toro!». Al verle los cuernos debieron ser bastantes los que se asustaron. El toro era toro y el torero no era torero. Le faltaba, para serlo, el estoque. Estaba, justamente, de camino. Traía viaje largo y dificultoso. Venía, como todos nuestros estoques, de Rusia. En cambio los cuernos, sin ánimo de jugar el equívoco, llegaban a Salamanca de Italia y de Alemania. ¿Hasta qué punto era exacta la impaciencia de los combatientes por ver comenzar la ofensiva rebelde? No lo sé. Lo que me destemplaba los nervios era advertir cómo especulaban con aquella impaciencia, falsa o exacta, los que tenían el deber de conocer que el peligro, además de cierto, era grave. Todos nuestros servicios habían venido registrando la recepción por los rebeldes de un copioso y modernísimo material de guerra. El que nosotros esperábamos no acababa de llegar… Inopinadamente, cuando todo parecía resuelto, se producían los retrasos más sorprendentes. Los enredos diplomáticos y los aritméticos contrariaban de continuo todos los planes.

Cada vez que Víctor Salazar llegaba a Barcelona, y sus visitas en este tiempo fueron reiteradísimas, presumíamos, sin equivocarnos casi nunca, la aparición de un nuevo escollo. ¡Qué historias! ¡Qué embrollos! Salazar se las llevaba al Presidente. Este le dictaba la línea de conducta, que no podía ser más que una: transigir, contemporizar, dejar la contabilidad por lo último, y Salazar se incorporaba, tascando el freno, a su puesto, para no tardar en volver con nuevos enojos registrados taquigráficamente. Argumentaba con su edad para reclamar un puesto en el frente, dejando a otro el cuidado de seguir con la difícil comisión de confianza para que había sido elegido por Negrín. Añoraba los días de la toma de Teruel en que, como director general de Carabineros, dio a las tropas de su mando ejemplo de arrojo, llevándolas él personalmente a la conquista de una posición difícil. Prefería los riesgos de la campaña a la desesperación de unos trabajos a los que no conseguía ver el fin. El déficit de material se intentó liquidar con un slogan: las armas valen bien poco cuando no están manejadas por hombres entusiastas. ¿Y si no se produjese la anunciada ofensiva? Han pasado muchas semanas desde que se anunció. Franco la preparaba con calma: nos lo fiaba largo…

Tomás Bilbao, ministro sin cartera, había tenido ocasión de ir y volver, en visita de información, a Madrid. Vio comenzar la guerra en la capital, la abandonó para ir a cumplir sus deberes en Bilbao y volvía a Madrid con legítima curiosidad. El Presidente le había hecho una recomendación: «No deje de visitar a Casado». El jefe militar del Centro había ganado en la esfera oficial una reputación insuperable. Constituía, por así decirlo, un descubrimiento. Muy dotado intelectualmente, su obra de disciplina sobre las unidades a sus órdenes era alabada. Su retrato moral se completaba con la declaración, apoyada en diversas anécdotas, de su austeridad. Se racionaba como el último soldado y trabajaba como el primero. El ministro visitó al militar. Su juicio se apartó bastante del que la estereotipia gubernamental había puesto en circulación. Redactó un informe que entregó al Presidente. El corolario representaba un aviso: «Es necesario prestar mayor atención a Madrid». ¿No habría visto visiones el ministro? Madrid era pieza firme; de su seguridad respondía Casado. Este se conservaba en su papel de militar. ¿En qué fundaba Bilbao su desasosiego? Quizá ni él mismo estaba en condiciones de responder con claridad a esa pregunta. Las reacciones instintivas tienen difícil explicación.

El ministro la experimentó muy precisa al hacer el conocimiento de Casado y al servicio de lo puramente instintivo puso la inteligencia. Obtuvo un resultado concreto: la noción de que en la capital podía llegar a cristalizar, para fines idénticos o distintos, una autoridad que no era la del Gobierno, y de aquí la advertencia final de su informe: Preocupémonos más de Madrid. El consejo debió resultar un tanto extravagante. No era en la capital donde Franco se disponía a descargar el golpe. Iba a asestarlo en Cataluña, buscando cerrar definitivamente la frontera francesa, de suerte que, sin comunicación exterior, la resistencia de la República se agotase ella sola. Cataluña absorbía las preocupaciones. Había que colocarla en condiciones de vencer de la ofensiva en preparación. Conseguido esto, se podría pensar más despacio en las necesidades de Madrid. Tomás Bilbao no se decidió a llevar más lejos sus indicaciones. Admitía la posibilidad de un alto margen de error en sus observaciones. Y, sin embargo, tanto como la entrevista con Casado, le inquietó la conversación con Besteiro. Se acercó a él con una emoción respetuosa, que se fue atenuando, hasta desaparecer, en el transcurso de la entrevista. Las opiniones de Don Julián parecieron al ministro agrias, creyendo notar que estaban determinadas por un despecho crónico. La guerra era una resultante fatal de la acumulación de los errores que él había venido combatiendo tenazmente. La sola encomienda que él había aceptado, el viaje a Londres, no fue de ninguna utilidad porque nadie se cuidó de pedirle cuenta de sus trabajos, estorbados concienzudamente por Azcárate desde su puesto de embajador. El estado de conciencia de Besteiro pareció peligroso a don Tomás Bilbao, no sólo por la autoridad moral que aquél ejercía sobre Madrid, sino por la posibilidad de que Casado viniese a coincidir, cosa relativamente fácil, con la manera de juzgar de la guerra que tenía Don Julián. ¿Consecuencias? El ministro no se resolvió a concretar ninguna sospecha. Redactó su informe, en el que registró sus observaciones y avisó la conveniencia, a despecho de todas las alternativas de la campaña militar, de establecer una fuerte vinculación ministerial con Madrid.

La verdad es que el Presidente tenía suficientes preocupaciones graves para detenerse a considerar despacio la información de su colaborador. El material anhelado no acababa de llegar y los síntomas, anotados de conformidad por todos los observatorios, daban como inminente la apertura de las operaciones rebeldes. Internacionalmente, las gestiones encaminadas a conseguir una suspensión de hostilidades que favoreciese el rápido licenciamiento de los voluntarios extranjeros fracasaron. El cardenal Verdier suscribió un telegrama pidiendo «la tregua de Navidad». En la Conferencia Panamericana de Lima, los delegados cubanos y chilenos trabajaron en idéntico sentido. Ninguna de esas voces alcanzó a tener éxito. Con motivo de la sustitución del embajador francés, en el acto de presentación de las cartas credenciales de M. Jules Henry, el presidente de la República leyó un discurso que era una apelación a la ayuda de las democracias… Salamanca no tenía otro pensamiento que el de la victoria y estaba segura de obtenerla, con relativa facilidad, una vez puestos en marcha sus planes militares contra Cataluña. Toda petición de tregua y armisticio, cualesquiera que fuesen los conductos por los que se formulase, suponiéndola inspirada por Barcelona, la recibía como testimonio de debilidad y le ratificaba el entusiasmo.

El día 23 de diciembre dio comienzo la ofensiva. Los ataques comenzaron entre Lérida y Fraga, por un lado, y Balaguer y Tremp, del otro. La reciedumbre de la acometida no nos causó sorpresa. Conocíamos con bastante exactitud la acumulación de material hecha por el adversario para dudar de la dureza de sus golpes. Sólo en el Antiguo Testamento, y ello por concesión expresa del Señor, la piedra del hondero abate al gigante. Nuestros soldados no pueden resistir la acometida. Necesitan ceder el terreno a la aviación y a la artillería. La infantería llega después, cuando prácticamente no existe combate. La desigualdad de medios es trágica. En diez días, el adversario hace un recorrido abrumador. Buscando distraerle se ordena a Casado que opere sobre Brunete. Fracasa. Su operación no alcanza a tener la menor importancia. Se da la misma orden a Extremadura y la acción de nuestras tropas resulta eficaz, recuperándose algunas plazas que se habían perdido anteriormente. Se consigue poner en movimiento el frente de Granada, con pequeños éxitos parciales. Ninguna de estas ofensivas, emprendidas sin ambición y con recursos limitados, rinde los efectos esperados. Franco no modifica sus planes con respecto a Cataluña y deja que en cada frente amagado por nuestros ataques las fuerzas que los guarnecen se encarguen de defenderlos. Si quedase alguna duda sobre sus propósitos, esa conducta del Generalísimo la disiparía. Quiere hacerse con Barcelona. Está resuelto a entrar en posesión del trozo de frontera francesa que comunica a la República con Europa. Empuja con violencia a sus soldados hacia el objetivo. No les consiente descansar. Quiere, a toda costa, evitar que le suceda lo que en Madrid. Un nuevo tropiezo del mismo tipo intuye que le sería fatal. Sus órdenes son tajantes y severas. Cada jornada, a pesar de la dureza del tiempo, tiene para él un valor militar que nuestros partes, por evitar la desmoralización, ocultan. El tren de ataque es angustioso. El suelo y el cielo son de fuego. Artilleros y aviadores cambian la estructura del terreno. Nuestras piezas y nuestros aparatos pueden muy poco. Su inferioridad numérica es trágica. Como frecuentemente nos ha sucedido en el curso de la guerra, a la hora de la batalla el material que debíamos meter en ella está en camino. ¡Y qué camino! El adversario lo tiene en plena explotación al servicio de su infantería, que no necesita desarrollar, como la nuestra, el potencial heroico. La ola de fuego se acerca cada día unos kilómetros a la capital. La verdad que nuestros comunicados ocultan, la traslucen los títulos más entusiastas: «Cataluña será una muralla de acero frente al invasor».

Frente Rojo pide que se movilicen las energías humanas y sobrehumanas. Está claro que sin una situación crítica tan dura movilización no sería reclamada. Perdemos terreno. No acaba de llegar el material. Franco continúa apremiando a sus hombres para que avancen sin cansancio. No les da tregua ni respiro. Propia, o ajena, su concepción del momento es la de un soldado de cuerpo entero. Con índice imperativo señala los hitos de la victoria. Sus colaboradores le obedecen a ciegas. En la lucha se han disuelto todas las diferencias. Yagüe está en el camino de Tarragona, a medio destruir y semievacuada. Moscardó, en el Segre, dueño de Artesa. Solchaga lleva los batallones navarros, flanqueados de la brigada «Littorio», a la que Líster infligirá duro quebranto frente a Igualada. Franco rodea Montblanc. Todas las columnas tienen una movilidad admirable. Un pensamiento seguro manda la batalla entera. Intérprete de ese pensamiento, el Generalísimo ordena con fuerza y es obedecido a cierraojos. Las victorias son constantes. Nuestras tropas no pueden oponerse al avance. Se pliegan, retroceden. Hacen pie donde encuentran terreno propicio, pero su resistencia resulta efímera. La rompen artilleros y aviadores, implacables en su trabajo, en ocasiones simultáneo. Cedida la posición, los soldados republicanos vuelven por ella y es frecuente que la recuperen para sufrir, esta vez enconado, el ataque de los aviadores, contra los que son impotentes. Del parte del 7 de enero copio el párrafo que se refiere al frente del Este: «En el sector de Cubells, los soldados españoles resisten heroicamente continuados y costosísimos ataques de las fuerzas al servicio de la invasión. El Vértice de Masbell fue tres veces ocupado por el enemigo y, otras tantas, recuperado en inmediatos y briosos contraataques, capturándose prisioneros y recogiéndose, junto con material de guerra, una gran bandera monárquica que el enemigo había colocado en dicha posición. En los sectores de Vinaixa y Vilosell, la lucha es violentísima, conteniendo nuestras tropas a los invasores, que sufren enorme número de bajas, a pesar del apoyo de toda clase de medios materiales». Recuperaciones y contenciones que, constituyendo aisladamente proezas altísimas, conseguidas con el sacrificio de muchas vidas, no representaban, en el conjunto de la situación, ninguna ventaja apreciable. Nuestros partes destacaban el detalle, la empresa voluntariosa y corajuda de un batallón o de una compañía, para no confesar la pérdida de un pueblo importante. Nótese la diferencia, juzgando por el mismo parte, cuando este alude a nuestras operaciones en Extremadura: «Continúa victoriosamente el avance de los soldados españoles que, durante la jornada de hoy, han cruzado el río Zajar, conquistando el pueblo de Peraleda de Zaucejo y prosiguen su progresión hacia Monterrubio de la Serena. En el margen derecho del río, se ha conquistado el pueblo de Cuenca, situado en las proximidades de Granja de Torrehermoso. También han sido brillantemente conquistados por nuestras fuerzas Vértice de la Grana, Loma Navalagrulla, cota 690, casa de la Saladilla, Espartillo, Casa de la Membrillera, Sierra Navarra, Sierra Majano, Cerro Mizón, Sierra del Toro, Cerro Majano, Cerro Gordo, Sierra de las Cuevas, Castillo del Ducado, Sierra de Ducado, cotas 686, 599 y 541, Cerro de El Enmadero, Vértices Caleras y el pueblo de Fuenteovejuna. El avance continúa a la hora de redactar este parte, habiendo rechazado fácilmente nuestras tropas algunos contraataques enemigos. La extensión del territorio invadido conquistado por las fuerzas españolas en estas tres jornadas excede de los seiscientos kilómetros cuadrados, siendo extraordinaria la cantidad de prisioneros y material de todas clases recogido, a cuya clasificación se procede, entre el que figuran dos importantes polvorines con municiones de todas clases».

Aquí no hay detalles. Están embebidos en el cuadro de conjunto, plenamente optimista. Se citan los pueblos conquistados y no los sectores en que se pelea. En el frente del Este, en cambio, sólo podíamos referimos al heroísmo desarrollado por nuestras tropas en una posición, en una cota, en un pueblecillo. El conjunto nos era adverso. El adversario afirmó, a los diez días de dar comienzo a sus ataques, que había liberado dos mil kilómetros cuadrados de tierra, capturando 20 000 prisioneros. Las cifras debían estar deliberadamente exageradas, a efectos de la propaganda, pero comportaban una verdad innegable: la eficacia de un esfuerzo que proseguía victorioso. Los soldados de Franco no podían sentir el cansancio. No hay soldado que lo sienta cuando sus jefes le conducen a la victoria. Los nuestros, en cambio, se iban quedando sin aliento. El hombre había dado de sí cuanto humanamente podía. Era igual que otro hombre cualquiera, italiano o marroquí, pero inferior, como pieza de combate, a un avión o a una masa de fuego de artillería. Cedía no ante los hombres, sino a la mecánica, al potencial bélico que manejaban los soldados que tema enfrente. ¡Qué inmensa y terrible desproporción! Son varios los militares extranjeros que han escrito ampliamente sobre las lecciones de la guerra de España, desdeñando, quizá por ser sobradamente conocida, la más evidente de todas ellas: la inutilidad del heroísmo como elemento de victoria cuando se carece del material adecuado para administrarlo. El heroísmo no es monopolio de un ejército determinado. Si no aludo concretamente a los soldados de Franco no es ciertamente porque careciesen de él, sino porque en la ofensiva de Barcelona, como antes en la del Norte, no necesitaron poner en juego su exaltación. La abundancia de material les economizaba, salvo en episodios aislados, los trances de desesperación, momentos en que florece el heroísmo. (La ratificación en este punto de vista pudo verla el lector en la invasión de Polonia por los alemanes. El heroísmo polaco, entrenado por Pilsudski para la guerra, no pudo contra la terrible máquina alemana, estudiada para una guerra–relámpago). Ruedas de ese mecanismo brutal, completadas por los donativos del ejército italiano, eran las que actuaban en Cataluña. Con heroísmos humanos no había posibilidad de detenerlas. Necesitábamos material y no teníamos. Estaba en viaje. ¿Llegaría con tiempo para ser utilizado? Víctor Salazar, nuestro único punto de referencia, creía que sí. Todo el complicado aparato de transitarlos, transportistas, ferroviarios, receptores, etc., etc., estaban a punto para hacer, por primera vez, un trabajo velocísimo. Todo ello era exacto, pero ¿consentirían los acontecimientos, dada la velocidad a que se desarrollaban, una espera de quince días?

¿Tan angustiosa reputa la situación? ¿Es que no vamos a ser capaces de prolongar la defensa de Cataluña, dos, tres meses?

¿Qué menos que tres meses, en efecto, debía costar a los rebeldes la toma de Cataluña? Se especulaba con la resistencia de Barcelona. La ciudad, en concepto de los más, estaba bien preparada para repetir el gesto de Madrid. Conclusión: el material esperado llegaría a tiempo para sernos útil. Leyendo los partes secretos, el optimismo de esa conclusión se extinguía. La resistencia de nuestras unidades, agotadas, desmoralizadas, desnutridas de combatientes, disminuía considerablemente. Los ataques del adversario, en cambio, aumentaban de intensidad. Hacía avanzar audazmente a sus vanguardias, con evidente menosprecio de las reglas militares. Persuadido de su rotunda superioridad dejaba sin garantía los flancos y metía todo lo lejos que podía la cuña de sus primeras tropas, que no tardaban muchas horas en abrirse como un abanico, tomando posesión de todo el terreno afectado por la operación. Todo en cosa de horas. Las directrices del mando republicano no tienen aplicación. La lucha, por nuestra parte, se ha hecho inorgánica. Vivimos asidos a la reacción heroica o cobarde de cada unidad. El lenguaje deviene figurado. Un cuerpo de ejército: ¿qué es un cuerpo de ejército? ¿Son mil hombres, cien mil, cuarenta? Nadie lo sabe. ¿Qué es una línea de resistencia? ¿Qué es una fortificación? Las definiciones clásicas nos enseñan lo que debieran ser; pero de ningún modo lo que son en la actualidad. La deserción de combatientes es alarmante. Se ha perdido la moral. Estamos ante el mismo fenómeno de Oropesa y Talavera, con dos años de diferencia. La diferencia de tiempo tiene en este caso un valor decisivo. Son distintos los hombres; es otro el panorama. El soldado de hoy no es el miliciano de ayer. Aquél pasaba, en el transcurso de un día, por los estados de ánimo más contradictorios: huía de un encuentro para volver sobre sus pasos con una violencia inaudita. Dejaba, al anuncio de que se aproximaban los regulares, y cerrando los dientes, a la desesperada, les prohibía el paso del Manzanares. El soldado de ahora tiene psicología muy diferente. Si algo desea es volver indemne a su hogar y reintegrarse a su pasado apacible. Le mandan y obedece. Irá donde sus jefes le conduzcan: a la victoria o a la muerte. Sabe que no puede dejar de obedecer. Pero en el momento que observa una relajación en los mandos, una caída de la disciplina, una confusión que agarrota y pone fuera de función los resortes coactivos, la atracción de su casa le impulsa a desertar. Considera que todo está perdido, y busca salvarse del peligro de hoy y del castigo de mañana. La relajación se ha producido, y las deserciones, que se multiplican, hacen inexistentes las unidades. Son puras referencias administrativas, sin corporeidad alguna en el frente.

En remedio de esa realidad dolorosa, difícilmente corregible, se llega a decretar la movilización general. Es un recurso al que ignoro el partido que le podremos sacar. Se concentran masas de hombres que se ve bien que no van a servir de nada. Su única pasión es pacífica. La literatura patriótica que les sirven los diarios no ha suscitado en ellos ninguna virtud heroica. Son menestrales que añoran la comodidad perdida. El hombre subyugado por la voz de los capitanes clásicos del anarquismo hace tiempo que cubrió su puesto, y no con menos riesgo por habérselo señalado en la retaguardia. Está al pie de los hornos de las centrales eléctricas, constantemente bombardeadas por la aviación, o en los tinglados del puerto, expuesto a saltar en pedazos… La movilización general no promete ser remedio a nuestros males. Ni siquiera el material que esperamos, sobre el que todavía no se tiene noticias concretas. Una vez más, la situación se ha hecho trágica. La ocultación metódica que de ella hacen los partes oficiales que damos a la prensa no sirven de gran cosa, porque Barcelona presencia todos los días la entrada de los campesinos que vienen a pedirle refugio. La matrícula de los carros, cargados con el ajuar humilde, corrige la omisión de los partes, indicando con exactitud por dónde anda la guerra. El espectáculo, con la fácil observación que lo acompañaba, no tenía nada de reconfortante. Suscitaba ideas pesimistas. En mí despertaba la secreción de todos los humores negros. Con el payés delante de los ojos, se me ponían de pie en la conciencia los aldeanos de Vizcaya que había visto en Bilbao, puente de Isabel II arriba, encaminarse, al aire las raíces que les habían fijado en el caserío de sus abuelos, en busca de tierras más clementes, donde la aviación no redujese a cenizas el suelo sagrado de su infancia. Flaquezas sentimentales, tontas caídas del ánimo; pero no sé quién será lo bastante fuerte para escapar a ellas cuando tropieza con la mirada angustiosa de una criatura humana a la que el horror le ha dejado sin norte en la vida. Desde lo alto de las estrellas, ese género de espectáculos, si por acaso se ven, no suscitan la menor reacción. Son un detalle sin importancia, indigno, por su humildad, de registro. Otro es el sentimiento cuando la cercanía permite ver en el fugitivo de su vida el tachón que la desgracia le ha hecho en la frente.

En los primeros días de la segunda quincena de enero los soldados de Franco se sitúan frente a nuestra última línea de resistencia, que se apoya principalmente en Montserrat. En el centro está Igualada, y a continuación el valle del Llobregat. En Tarragona suben, por Vendrell, hacia Vilafranca. Barcelona está en vísperas de quedar cercada. El Presidente, a quien visito, no da mayores muestras de preocupación. Está sereno. Confía en que llegue pronto el material que se espera.

—Siempre he avisado que conoceríamos momentos difíciles. No me hice nunca ilusiones en cuanto a la facilidad de la victoria. Pero de igual manera le afirmo, hoy, que no encontrará usted muy razonable mi afirmación, que creo en ella con la misma fe que el día que pasamos el Ebro.

Mi visita estaba determinada por dos encargos. El general Asensio me había visto para indicarme que se le había nombrado agregado militar en la Embajada de Washington, y que en las circunstancias por qué atravesamos le parecía bochornoso aceptar, ni por razones de obediencia, el cargo. Creía que podía tener una utilización inmediata en el frente, y se ofrecía a encargarse del mando de una compañía. Estaban en juego su amor propio como hombre, y su pundonor, como soldado. Me pidió que intercediese cerca del Presidente para que se modificase su nombramiento. Un encargo parecido me había dado Fermín Mendieta, nombrado embajador en México y al que su colega en España había notificado oficialmente la concesión del placet del Gobierno mexicano, al que tampoco hacía gracia abandonar Barcelona. Su designación de embajador fue hecha al mismo tiempo que la de Pi Sunyer para Moscú. Expuse al Presidente las objeciones del general Asensio, y después de oírlas, decretó:

—Necesito que se incorpore a su nuevo puesto lo más rápidamente posible. Es allí donde le necesitamos y donde puede prestarnos grandes servicios. El mismo se convencerá.

Cosa similar contestó en cuanto al segundo caso consultado. Informé a los interesados. El general Asensio obedeció la orden. Mi amigo se rebeló. Puso una carta al Presidente. La reproduzco: «Sin literatura y sin jactancia: quiero continuar aquí. Le dije en algún momento que yo permanecería a su lado, y me considero obligado a repetírselo. México puede esperar a que hayamos fortalecido nuestra posición interior. Ha estado mucho tiempo sin embajador efectivo, para que lo necesite de la noche a la mañana. Déjeme seguir aquí y precisamente en este puesto. Confío en que lo decida así». Así quedó decidido, para pesadumbre de Álvarez del Vayo, que había de lamentarse con posterioridad:

—¡Los disgustos que nos hubiesemos evitado de haber enviado a México a Mendieta!

Aludía a los incidentes derivados del arribo a Veracruz del yate El Vita, conduciendo un cargamento de valores, cuya administración iba a servir para iniciar una nueva guerra civil entre aristas y seristas[15], que el destino de los españoles quiere que nada les sirva de escarmiento.