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Las culpas de Casares Quiroga. — En qué consistía la defensa de Madrid. — La República pierde las provincias. — Vacilaciones inexplicables del general Fanjul en el Cuartel de la Montaña. — Casares Quiroga se declara derrotado. — Martínez Barrio es recibido con hostilidad y deja paso a Giral.

Casares Quiroga, impotente para dominar la situación, derrotado en todas sus esperanzas y confianzas, continuaba resistiéndose a autorizar el armamento del pueblo. Se mantenía en esa negativa contra el consejo de sus colaboradores y contra el mandato urgente de la necesidad. Posiblemente se trataba de un acuerdo irreflexivo con el que trataba de imponer su voluntad de gobernante desacatado, al que muy contados subalternos obedecían. Hasta ese último resto de poder, ejercitado con daño para lo que trataba de defender, estaba a punto de escapársele de sus manos de enfermo con fiebre. Su resistencia a facilitar las armas había trascendido y su nombre provocaba estallidos de cólera. Su impopularidad se agigantaba entre sus propios correligionarios, a los que los oí negarle todas las virtudes y atribuirle todos los defectos. Para los que buscaban ser justos con él era un frívolo que había disimulado, con bromas y chanzas, la debilidad de su carácter, merecedor, en un Estado de exigencias elementales, de un castigo ejemplar. Esta opinión, bastante generalizada por entonces, no ha conseguido atenuarla el tiempo, y Casares Quiroga, temperamento sensible, ha sufrido incontables desdenes y copiosas amarguras, incluso de quienes podían pararse a meditar si se encontraban en condiciones morales de arrojar la primera piedra. Hay un tipo de injusticia histórica, difícilmente reparable, que es el que hace que Casares Quiroga resuma en sí mismo, personificando culpas colectivas, a cuantos, por acción o por abandono, contribuyeron a facilitar a los generales el ambiente y el pretexto de la insurrección. Esa misma injusticia histórica vendrá a encarnizarse, cuando la guerra se haya perdido, con Negrín. Sus culpas, que tendremos ocasión de saber en qué consisten, harán olvidar, en concepto de sus críticos más implacables, las del propio Casares Quiroga. Este pasó por unas crisis rayanas en la pérdida del juicio. Sus reacciones ante la noticia de nuevas adversidades estaban tan faltas de serenidad como sobradas de violencia. La persona que me proporcionaba los informes de lo que sucedía en el Palacio de Buenavista estaba atribulada:

—Aquel Ministerio —me decía— es una casa de locos, y el más furioso de todos es el ministro. No duerme, no come. Grita y vocifera como un poseído. Su aspecto da miedo, y no me sorprendería que en uno de los muchos accesos de furor se cayese muerto con el rostro crispado por una última rabia no manifestada. No quiere oír nada en relación con el armamento del pueblo y ha dicho, en los términos más enérgicos, que quien se propase a armarlo por su cuenta será fusilado. Como no vaya a aquella casa un hombre frío, capaz de hacerse obedecer y de poner las armas al alcance de cuantos se dispongan a manejarlas, será bien contado el tiempo que tardemos en perecer sin remedio. La impresión de conjunto no puede ser más desconsoladora.

En nuestra casa de Carranza, un representante del Partido Comunista, Mije, era invitado por Prieto a que su Partido dispusiese lo necesario para contribuir a hacer una resistencia al levantamiento de los militares madrileños, que se sospechaba inminente. Mije, que había visto completada su información con nuevas noticias descorazonadoras, afirmó que los comunistas movilizarían inmediatamente todos sus equipos de acción, algunos de los cuales disponían, aunque insuficiente, de armamento. La Ejecutiva socialista, por su parte, había ordenado a sus militantes que componían el grupo llamado «La Motorizada» que abandonasen sus trabajos y se constituyesen en milicia. Un oficial de carrera, secundado por varios militares, se ocupó de instruirlos en el manejo de las armas largas, sustraídas de diferentes centros oficiales con la complicidad de sus custodios, y de iniciarles en los deberes de la obediencia militar. La Motorizada, que en su vida civil no pasaba de ser una pequeña organización socialista que participaba en la manera de ver los problemas de Prieto, se convirtió, con las nuevas aportaciones, en un batallón de choque, equipado con las armas más inverosímiles —fusiles, mosquetones, carabinas de caza y naranjeros, aquellos primeros naranjeros cuya vista imponía y cuya eficacia combativa distaba mucho de ser satisfactoria— y vestido a la buena de Dios, más como cazadores furtivos que como soldados regulares. Toda la primera defensa de Madrid fueron esos pocos hombres, adelantados en la sierra de Guadarrama, donde, al tomar contacto con el enemigo, dejaron, con la de su jefe militar, las bajas más sensibles. Condes, a quien las balas habían abierto tremendos boquetes, fue hospitalizado sin esperanza de remedio. Cuando los doctores que le asistían manifestaban un optimismo reservado, el corazón del herido dejó de marchar. Su entierro fue uno de los que iniciaron la costumbre, que iba a tardar en abolirse, de las manifestaciones cívico–militares. Con la defensa que podíamos poner en pie los partidos marxistas, teníamos a todas las satisfacciones menos a la de la confianza. Y no es que dejase de existir la voluntad de defensa, que seguía aumentando en el pueblo madrileño. Faltaban las armas para que esa voluntad se manifestase, el caso llegado, en obras. ¡Armas!, ¡armas!, era un grito angustioso que se escuchaba en todas partes. La orden de Casares Quiroga era terminante: «Quien las facilite sin mi consentimiento será fusilado».

En este duelo, entre la necesidad de defensa y la concepción del ministro de la Guerra, el Cuartel de la Montaña del Príncipe Pío provocó las primeras inquietudes. Llegaban noticias de que se habían advertido movimientos sospechosos durante el transcurso de la noche. Observaciones posteriores las confirmaban. La tropa estaba acuartelada y todos los oficiales en su puesto. Había motivo para el desasosiego. Era esa la primera manifestación de actividad de los militares de Madrid, manifestación extremadamente tímida, a la que se temía, con fundamento, que se sumasen otros cuarteles y preferentemente las tropas de la Guardia Civil, cuyos jefes, desafectos a la República y arrepentidos de no haberse opuesto a su proclamación, era lógico pensar que estuviesen comprometidos en el movimiento. Su pasividad podía romperse de un momento a otro. Cada instante que nos contaba el reloj podía ser definitivo. La sensación de peligro se iba haciendo sofocante.

En provincias las cosas marchaban mal. Galicia había quedado dominada rápidamente, después de una resistencia, romántica y desesperada, de los trabajadores. Burgos y Navarra, con el ambiente preparado por varios siglos para toda empresa antirrepublicana, se habían adherido a la insurrección, cayendo en tromba los adalides del fascismo sobre socialistas y republicanos. En Andalucía, Málaga, Jaén, Almería y Huelva, esta por poco tiempo, eran las únicas provincias que seguían arbolando pabellón republicano. Sevilla luchaba. El barrio de Triana y las concentraciones populares se oponían con furia a la dominación militar. Queipo de Llano llegó a la capital andaluza con un extremado pesimismo en cuanto al final de la aventura, en que no por gusto de ella, sino por encono y despecho acumulado, único motor de su vida y de su personalidad mediocres, se había embarcado.

El mismo ha referido que su desconfianza era tanta que, en previsión de ser hecho prisionero, tenía la pistola montada y en la mesa, al alcance de la mano, dato que no por inexacto, que inexacto es, deja de ilustramos sobre su incredulidad en cuanto al éxito de la rebelión. Su victoria sobre Sevilla le iba a reportar una popularidad, entre familiar y pintoresca, sobradamente fuerte, para inquietar en algún momento al Caudillo. La burguesía sevillana, suceso que no tiene explicación fácil, haría el descubrimiento del «buen ángel» de Queipo de Llano. Los propios falangistas, quizá con intenciones proselitistas, le vinieron discerniendo, hasta el momento de su disgusto, los títulos más halagüeños y la amistad más entrañable. Con esa facilidad para la hipérbole que caracteriza a los hombres de Andalucía, los admiradores del general decidieron, ya que no podían santificarlo, erigir una iglesia al santo de su nombre, Gonzalo. Rendidas Salamanca, Zamora, Ávila, Segovia… Rendidas las provincias insulares. ¿Qué faltaba? Las dos grandes ciudades de la península: Madrid y Barcelona. Las derrotas de la República no eran ignoradas por casi nadie. Las estaciones emisoras de las capitales perdidas divulgaban de cien maneras la victoria de los militares. Estos esperaban el movimiento decisivo en Madrid. Apoderarse de él era sojuzgar toda resistencia e instaurar la victoria nacional de la insurrección. Lo contrario… Un falangista que realizó el viaje desde el Japón, donde se encontraba al producirse la rebelión, para incorporarse a ella como soldado de filas, publicó su opinión sincera después de una serie de dolorosas y no personales decepciones: «Nuestro movimiento —respeto los subrayados del autor— no fue concebido, ni podía serlo, como una guerra, sino como una revolución, que es cosa harto distinta. Y una revolución prolongada es una revolución fracasada. Deja de ser medida de higiene social para convertirse en desorganización y en decadencia. La guerra civil es la confesión del fracaso de quienes no supieron aprovechar la fuerza que el pueblo puso en sus manos». La valoración de la capital la hacíamos los dos adversarios colectivos con idéntica exactitud, y del mismo modo que las fuerzas populares solicitaban con apremio armas para organizar la defensa de la plaza, los militares insistían cerca de sus compañeros de Madrid y de su cantón para que cubriesen rápidamente el objetivo que en el plan del levantamiento se les había señalado.

La misma apelación angustiosa por las dos partes; igual indecisión en los encargados de escucharla y ponerla por obra. Casares Quiroga, sin dominio sobre sus reacciones, perturbado su juicio por temor a nuevas y fantásticas desgracias, que en caso de que sucedieran podía con derecho reputar inevitables, seguía aferrado a su única orden, sólo en parte obedecida. El general Fanjul, jerarquía mayor en el Cuartel de la Montaña, teniéndolo todo dispuesto y a punto, no acababa de producir el mandato preciso para que la tropa invadiese la ciudad. Esta vacilación, única causa en aquellos momentos del fracaso de la rebelión, no tiene, al menos para mí, explicación razonable.

Quizá existan datos que la aclaren satisfactoriamente, pero los interesados encontraron preferible callárselos y ser enterrados con ellos. Se limitaron, tanto el general Fanjul como el coronel García de la Herrán, a declarar ante el Consejo de Guerra su absoluta y total identificación con el movimiento rebelde, persuadidos de que no les era lícito esperar ninguna clemencia. Ese misterio no deja de atraer fuertemente nuestro interés, y quizá andando el tiempo, cuando haya la posibilidad de trabajar teniendo a la vista todos los testimonios de la rebelión, sea hacedero aclararlo. Nada hace pensar que el móvil de la vacilación fuese la cobardía o el arrepentimiento. Tampoco es racional atribuirlo a desconocimiento de la situación de Madrid. En el cuartel debían saber que los obreros carecían de armas y se debatían por conseguirlas. Las fuerzas de Asalto leales al Gobierno, que observaban el edificio, eran demasiado escasas para que coaccionasen ninguna resolución con su presencia. El propósito insurreccional no podía ser más firme.

El general Fanjul, que hacía tiempo había dejado de estar en activo, vistió su uniforme y, a favor de la noche, se introdujo en el cuartel para tomar su mando. Su conducta la imitaron bastantes muchachos falangistas, que, una vez dentro, cambiaron sus trajes civiles por el uniforme de oficiales de complemento. Una parte de la oficialidad consiguió, con engaños, tal es al menos la versión no desmentida, atraer al interior del cuartel al hijo de Cruz Bullosa, subsecretario de Guerra, que había de resultar muerto en la refriega de asalto. El secuestro de ese muchacho, ¿implica un propósito de resistencia en el interior, para cuyo mejor éxito se buscaban rehenes de algún precio? En el Ejército se tiene por buena la sentencia, que los militares españoles iban a desmentir heroicamente en Oviedo y en Alcázar de Toledo, aun cuando no en Santa María de la Cabeza ni en Teruel, según la cual «plaza sitiada es plaza tomada».

No es admisible que el general Fanjul se autositiase, por deliberación y después de tomar consejo de los oficiales, en el Cuartel de la Montaña. ¿Esperaban algo que no llegó? ¿Aguardaban escuchar los primeros cañonazos contra la ciudad de los artilleros suscritos a la insurrección? Nada nos dio aclarado el sumarísimo que se siguió al general Fanjul y al coronel García de la Herrán. La espera, en el supuesto de que su vacilación en dar las órdenes fuese producto de ella, iba a determinar su fracaso y a cambiar, por dos veces, el sentido de la rebelión, que de movimiento revolucionario se transformaría en guerra civil y, poco después, con la presencia de alemanes e italianos, en guerra de invasión por parte de Burgos y en guerra de independencia del lado de Madrid. Ahora que la polémica de ayer comienza a ser histórica, esa verdad puede resplandecer sin mácula, al punto de que, en plena guerra, Mussolini pudo leer en un memorándum que le dirigía desde España un afiliado de Falange, las siguientes palabras: «Hoy, y cada día con mayor intensidad, las gentes aquellas ya no se consideran más o tan republicanas, cenetistas, comunistas, etc., como antes; simplemente se sienten españoles víctimas de una fatalidad ciega que les obliga a luchar para defenderse de la invasión italiana y les llega la voz de que sus compatriotas de la zona nacionalista consideran también que ya no luchan por la implantación de su ideal totalitario, sino constreñidos por la soberbia de una familia y de un grupo a encuadrarse dentro de ejércitos extranjeros, armados del material guerrero más perfeccionado y convincente. Y bajo el comando y alta dirección de un generalato también extraño». Ni en Alemania ni en Italia hacen ya misterio de una realidad que a Europa le interesaba ignorar, y que a los españoles nos la imponían, actuando al unísono, cañones, tanques y aviones.

Esperando el Cuartel de la Montaña señales humanas o inspiraciones divinas, a Casares Quiroga, que no podía prolongar por más tiempo la figuración de su autoridad, se le escapó el poder de entre las manos. No se trata de una metáfora. Materialmente la responsabilidad que tenía a su cargo el jefe de Gobierno y ministro de la Guerra, responsabilidad que se volvía contra él y le hería muy gravemente, se le fue de las manos en uno de sus frecuentes desvanecimientos, producto, más que de dolencias físicas, de pesadumbres morales. La intimidad profunda de Casares Quiroga estaba conturbada en su raíz. Es posible que ninguno de sus numerosos fiscales le aventajase en crueldad para consigo mismo. Si se resolvía iracundo contra los otros más parece que fuese como medio de dar salida a las potencias violentas que se le habían desencadenado en la conciencia y crecían hasta producir momentos de asfixia en los que, por voluntad propia, hubiera deseado perecer, y de los que salía con el paladar amargo y una debilidad de ánimo que inducía a sus colaboradores, tanto como a la piedad, al perdón.

Las últimas horas de gobernante de Casares Quiroga fueron, para cuantos las vivieron con él o en su proximidad, de una angustia indecible. El espectáculo de aquella voluntad vencida y de aquella conciencia en extenuadora agonía, no dejaba de imponerse con su fuerza dramática; pero, a la vez, la consideración de la tremenda lucha abierta en la patria, que comenzaba a asumir proporciones ingentes, consentía menospreciar lo personal para valorar la tragedia colectiva de centenares y centenares de españoles, con nombre público o sin él, militantes de todas las organizaciones republicanas, que en sus casas, delante de sus hijos o de sus padres, en el taller, con las manos calientes de la obra terminada, recibían, inesperada, la visita de la muerte. Había la obligación imperiosa de recoger apresuradamente el poder que las manos de Casares Quiroga no tenían fuerza para sostener. Agotada su capacidad de reacción ante la adversidad, que no se fatigaba en asaltarle, Casares Quiroga se declaró vencido, sin palabras, dejándose hundir en un derrumbamiento de todas sus ya débiles potencias físicas y anímicas. Ese momento de postración se fue viendo llegar. A las reacciones furiosas había de suceder fatalmente un colapso sin remedio.

El drama de Casares Quiroga podía considerarse terminado. Su propia conciencia, gastada por una actividad sin freno de muchas horas, se ocultaba en una oscuridad bienhechora, para reaparecer cuando el quebranto físico había pasado. Faltaba correr la cortina detrás del protagonista sin ventura, contra el que el destino se había encarnizado, y encomendar a otra persona que recogiese el poder insuflándole vitalidad y restituyéndole la fuerza que había perdido. No había tiempo para pararse a escuchar ni anatemas ni condolencias. La crisis se resolvió en unas pocas horas de la noche. Unas consultas evacuadas con celeridad y un encargo discernido, según el dictamen mayoritario, con precipitación. Azaña eligió para suceder a don Santiago Casares Quiroga a un republicano de temperatura más baja, aun cuando no menos sincera: don Diego Martínez Barrio, presidente de la Cámara de Diputados. El interesado acogió el encargo y formó con igual celeridad su equipo de colaboradores, llamado a no actuar bajo su presidencia. La noticia de que Martínez Barrio se encargaba de la jefatura del Gobierno fue recibida con manifiesta hostilidad. A la hora, bastante avanzada de la mañana, que la recibimos los periodistas, determinó en las redacciones infinidad de comentarios hostiles. En El Socialista los redactores me proponían que escribiese un artículo de tonos violentos.

En apoyo de su opinión llegó, por teléfono, el juicio del director de Política, Isaac Abeytúa, que no menos irritado que mis compañeros, afirmaba que la solución representaba un propósito de transacción con los rebeldes que era necesario combatir con energía para impedir que prosperase.

—Martínez Barrio seguirá, como Casares Quiroga, negándose a facilitar armas al pueblo y esta negativa nos conducirá a la catástrofe. ¿Usted qué va a hacer?

—Limitarme —contesté— a dar la noticia de la crisis y su solución. No creo que debamos producir ningún comentario violento. Causaríamos más daño que beneficio. El Socialista será de ahora en adelante, por todo el tiempo que dure la guerra, y salvo que el Partido disponga cosa diferente, un órgano escrupulosamente gubernamental. Lo que necesite corrección y remedio deberá ser corregido y remediado sin que se abra debate sobre ello en los periódicos. Los nuevos deberes son demasiado grandes y pesados para que les apliquemos un periodismo de viejo estilo. Esto mismo he dicho a mis redactores. En consecuencia, Martínez Barrio no se desayunará mañana con una impugnación, ni clara ni velada, de El Socialista. Haga usted lo mismo en Política, ya que me parece el único modo de acertar.

¿Se proponía Martínez Barrio desarrollar una política conciliadora? ¿Era esa la condicionante del encargo recibido y aceptado? ¿Fueron voces que se hicieron circular con el propósito deliberado de imponer una nueva crisis y otra solución más conforme con los deseos de la masa popular, ambiciosa de soluciones radicales y esperanzada por una rápida victoria tan pronto dispusiese de armamento? Están sin respuesta autorizada estas preguntas que no tardarán, según es fácil presumir, en quedar aclaradas. Con la condicionante aludida o sin ella tenía yo por evidente que el señor Martínez Barrio consentía, al aceptar el encargo que Azaña le había hecho, un sacrificio considerable. Ni la ambición de poder, ni mucho menos la vanidad de ejercerlo, podían hacer olvidar, en aquellos momentos de tremenda convulsión, los riesgos inmensos del dificilísimo cometido. No presumo de conocer al señor Martínez Barrio, a quien casi siempre he necesitado juzgar desde lejos, y con un partido previo propicio a toda suerte de deformaciones apasionadas e injustas; pero con mis escasos elementos de juicio podía afirmar entonces, y ratifico ahora, que, antes de dar su conformidad al encargo, conocía mejor que nadie los inconvenientes de su cometido y las exiguas posibilidades de remontar con éxito la asperísima prueba. Probablemente, a despecho de un análisis pesimista, encontró que no podía negarse al requerimiento y, por sí solo, este gesto de subordinación al deber republicano le hacía acreedor, cuando menos, al respeto de todos. Otra consideración movió mi ánimo: la de no consumir con una agresión virulenta un hombre del que la República podía tener necesidad en aquel o en otro momento, ya que la guerra, de prolongarse, los iba a gastar rápidamente. Tenía la agresión periodística otro aspecto: el de atentar contra la autoridad del presidente de la República en ocasión en que esa autoridad necesitaba ser reforzada.

Mis compañeros de redacción acabaron por congraciarse con mi manera de entender el problema, y aun cuando seguía inquietándoles Martínez Barrio, reconocieron que era más político limitarse a publicar la noticia del cambio del Ministerio. A quien no conseguía atraer mi posición periodística fue al director de Política, órgano del Partido de Izquierda Republicana, quien no había de tardar en volver a telefonearme indicándome que se había formado una manifestación en la Puerta del Sol, bastante nutrida, que protestaba con gritos de la solución de la crisis. Finalmente, una última llamada de Abeytúa me ponía en conocimiento de la dimisión de Martínez Barrio. Azaña iba a descansar de parte de sus preocupaciones en un viejo amigo de fidelidad absoluta: don José Giral. Sin hacer mérito de su conducta, requerimiento y aceptación fueron para Giral sucesos automáticos. Conocía toda la dureza de la responsabilidad que asumía.