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Esfuerzos filosóficos de Prat. — Cuartillas para un discurso parlamentario. — Las Cortes en el Monasterio de Sant Cugat. — La violenta reacción de Negrín ante unas reservas. — Suspende la sesión para que se reúna el Gobierno. — ¿Crisis? — La experiencia parlamentaria de Prieto. — Voto de confianza sin satisfacción. — Cruz Salido. — La visita de Besteiro a Barcelona. — El comunismo de Negrín. — Prieto, embajador extraordinario. — Álvarez del Vayo me busca destino en América.

Nos aproximamos al primero de octubre, fecha en que el Gobierno debe comparecer ante las Cortes, y el Presidente se preocupa de la solemnidad parlamentaria, que se anuncia movida. La propia minoría socialista desearía que Negrín se decidiese a prescindir de Cordón en la Subsecretaría del Ejército de Tierra. Se lo comunica así José Prat, y su comunicación es recibida con malos modos. Prat toma, para desenojar al Presidente y decirle, de paso, lo que está en el deber de no callar, el camino humorístico. No adelanta nada. El enfado del Presidente sigue y pasa de las interjecciones irritadas a los propósitos catastróficos: «¡En esas condiciones no seré yo quien comparezca ante la Cámara! Prefiero presentarme al presidente de la República y entregarle mi dimisión». Prat recurre al krausismo y hace, con tenacidad insuperable, esfuerzos conciliadores entre las apetencias de los diputados y las negativas de Negrín. Este tiene una última sacudida violenta.

—No me dejan gobernar y así no estoy dispuesto a seguir. A la menor insinuación malévola tiro el Poder al suelo y que el pueblo se encargue de arreglar la situación. Yo mismo me ofrezco como víctima a su cólera. ¡Qué nos arrastre a todos!

Prat, que no esperaba esta acogida, me mira con ojos de angustia, como en solicitud de socorro, y hace un último esfuerzo filosófico que le da la victoria. El Presidente acaba admitiendo el humorismo y recobrando una alegría excesiva. Veremos cómo acaban estas bromas, porque, en efecto, la sesión de Cortes se anuncia movida. Los republicanos están disgustados; lo están, igualmente, catalanes y vascos, y en el seno de la minoría socialista hay un sector, nada despreciable por su número, que secundaría toda acción encaminada a producir la derrota de Negrín. Abominan de su política, tildándola de comunista. En estas condiciones, el discurso del Presidente necesita ser particularmente cuidado. Tiene que tender a buscar la unidad de criterio que le es indispensable, cosa bastante difícil de conseguir si se recuerda que debe explicar a la Cámara dos modificaciones ministeriales. Me pide que le ayude en ese trabajo. El día 29 le entrego, aproximadamente, la mitad del discurso. Sobre mis cuartillas, que no pasan de ser un índice de su gestión, quitando y poniendo, le resulta más sencillo dar forma a su pensamiento. Su ideación necesita ese estímulo, de la misma manera que sus opiniones, un contraste, razón por la que le interesaba haber conservado a Prieto como colaborador.

—¿No se molestará si modifico y cerceno sus cuartillas?

—En modo alguno. Puede hacer con ellas lo que mejor le acomode. Mi vanidad no entra en juego cuando se trata de estos negocios delicados.

La convocatoria de la Sesión se ha adelantado en una fecha, sin que yo me entere y sin que mi grupo parlamentario se tome la molestia de avisarme. Cuando voy a entregar el final de mis cuartillas me informan que el jefe del Gobierno ha salido para asistir a la reunión, que se celebra en Sant Cugat del Valles. Lo tomo por indicio de que ha madurado por su propia cuenta lo que necesita decir. Celebro mi tardanza. El discurso resultará más personal y tendrá, si prescinde de leerlo, como es seguro, mayor fuerza persuasiva. La tradición del Parlamento español es de oradores y no de lectores. Negrín ha sido sensible, bien que en la intimidad, a su carencia de condiciones oratorias. Medía con exactitud en cuanto esa insuficiencia le disminuía su eficacia de gobernante. En Sant Cugat, de cara a los diputados, en gran parte hostiles, habla… Se puede certificar: no es un orador. Su discurso, tal como lo recuerdo, tuvo períodos de interés y zonas confusas. Resumen: Por la resistencia, a la victoria. La ecuación no comportaba novedad y los diputados estaban a la espera de los discursos de los jefes de minorías. ¿Qué iban a decir las minorías vasca y catalana? ¿Qué los propios republicanos de izquierda? Dolores Ibárruri adelantó, por el grupo comunista, su adhesión incondicional al Gobierno. Sí, resistir es vencer, y los combatientes, los trabajadores, resistirán, con tanta más pasión y entusiasmo si el Gobierno golpea fuerte la cabeza de los traidores, de los enemigos del pueblo. Si hace esto, aquello y lo de más allá, conforme a la constante reclamación del Partido Comunista, el proletariado, que está en las trincheras y en las fábricas, que solicita un Gobierno sin debilidades, resistirá hasta la hora gloriosa de la victoria. No recuerdo ningún discurso hecho a nombre de la minoría comunista que no añadiese, a la adhesión más «incondicional», las condicionantes más variadas. Discurso socialista: confianza sin reservas. «Nosotros no tenemos nada que pedir al Gobierno; esperamos que él nos pida lo que necesita para vencer, en la seguridad de que se lo concederemos por caro y doloroso que el esfuerzo nos resulte». Los republicanos, por boca de Palomo, votan la confianza y, sin disminuirla, celebrarían que el Gobierno tomase en cuenta… El orador atenúa cuanto puede la expresión de las aspiraciones de su minoría y deja bien insistido que el voto de confianza es pleno, absoluto, terminante, quedando a la consideración del Gobierno el recoger o desdeñar las indicaciones que Izquierda Republicana le formula ante el Parlamento. Santaló, por los catalanes, e Irujo, por los vascos, grupos políticos que tienen un fundamento para sentirse heridos por la última crisis que los ha privado de representación en el Gobierno, se ofrecen a votar la confianza y hacen diferentes consideraciones en un tono cordial y mesurado. No se constituyen en oposición. En lo fundamental —esfuerzo para ganar la guerra— están plenamente al lado del Gobierno; en la manera de conducir ese esfuerzo… Anotación de discrepancias que, por lo que estorban al porvenir, vascos y catalanes esperan que desaparezcan. Inopinadamente, Negrín solicita, antes de contestar, un breve aplazamiento de la sesión. El Gobierno se va a reunir. El tono y el aire de la solicitud ponen a la Cámara en la pista de la crisis. Yo estoy entre los que creen que Negrín va a renunciar. («Conste —no quiero ocultarle mi pensamiento— que yo no me sumé, ha escrito Prieto, a la interpretación generalmente dada a sus palabras de Sant Cugat, en las que casi todos vieron el anuncio de una crisis total, sino que las tomé como iniciadoras de un desafío a las Cortes bajo el propósito de gobernar incluso contra la voluntad de estas». Me inclino a creer que Prieto, contra lo que después ha escrito, creyó en Sant Cugat que Negrín iba a dimitir, y creyéndolo, acertaba. En efecto, reunió al Gobierno para abrir la crisis total en el supuesto de que las condicionantes que acompañaban la confianza de los republicanos no fuesen retiradas. Lo que más tarde, en una sobremesa eufórica manifestase, no cuenta. Prieto, que conoció esas manifestaciones, las dio crédito, incurriendo en error. El desafío, llevado a rebeldía, superaba las fuerzas de Negrín. La mayoría de los ministros le hubiesen presentado la dimisión y, en las nuevas condiciones, Azaña se hubiese visto en la necesidad de desautorizarle. El pensamiento de Prieto es, en ese punto, equivocado. Negrín estaba dispuesto a dimitir. Así me lo indicaron algunos ministros con los que conversé después de la sesión). Reanudada, el presidente del Gobierno, en términos de violencia inusitada, indica que no acepta una confianza disminuida por tan considerable número de reservas. Más que las palabras, los ademanes de que las acompaña las hacen ásperas e inconvenientes.

La sorpresa paralizó en los diputados la reacción. Por otra parte, la conciencia de la situación nacional, muy delicada, contiene el deseo de protestar. Yo mismo no dejo de sentirlo. El Parlamento, por muy disminuido que esté en la estimación de Negrín, se merece consideraciones y respetos que el orador no le guarda. Replicando a las objeciones de los catalanes indica que él no puede ser tomado como un adversario de la autonomía de Cataluña, recordando su negativa a una proposición de los propios catalanes encaminada a suspender la vigencia del Estatuto a cambio de darles una mayor representación en el Gobierno. Declaró que le interesa el funcionamiento del Gobierno autónomo, pero sólo en el área de sus facultades. ¿Qué gana el segundo discurso con la entonación hiriente, y a veces despectiva, que deliberadamente le da? Lejos de destruir las reservas, las aumenta, aun cuando al final, por exigencias de las circunstancias, la Cámara le conceda un voto de confianza unánime que, por gusto de los diputados, hubiese sido adverso. Si se dio cuenta de esa ventaja, ¿por qué no hacer otro uso de ello? ¿Soberbia? ¿Irritación? Debió ser lo segundo, porque a medida que continúa en su discurso, las maneras cambian y hay períodos que quieren ser persuasivos.

Prieto, al que estoy próximo, me indica el error de Negrín al pretender que minorías no implicadas en el Gobierno le concedan una confianza incondicional. Esta la puede exigir de los grupos políticos que participan de la responsabilidad de gobernar, empezando por el comunista, que es el que ha hecho más observaciones; pero en modo alguno de los que constituyen de hecho la oposición, disponiendo de una libertad de crítica ilimitada, a la que bien discretamente han renunciado.

—¿Le parece que lo diga así, para ver si encajamos el incidente?

Le contesto afirmativamente pidiéndole que sea escueto, y al solicitar la palabra se produce una cierta emoción. En otro instante, el discurso de Prieto hubiese tomado derroteros implacables. Hubiese hablado para defender a la Cámara de la agresión que acababa de sufrir. ¿No es la esperanza de que sea así la que provoca la expectación de los diputados? Confieso mi temor a que Prieto, a quien estos lances no le desplacen, se meta, tomando pie de un incidente, o apoyándose en un inciso, en el tema político. Si lo hace, su apoteosis, dada la tensión de la Cámara, es segura. No lo hace; se atiene al propósito que nos ha anunciado y sólo yo me doy cabal cuenta de la violenta renuncia que hace a un impulso que le canta en el pecho: denunciar la duplicidad de juego de los comunistas. Roza levemente el tema al exponer, con su mayor experiencia parlamentaria, el error en que, por carencia de ella, ha incurrido el Presidente. Este interrumpe, agravando la historia con la jactancia, lesiva para las Cortes, de su inexperiencia… Prieto no se olvida, en su intervención, de amparar a Palomo, indicando que antes que él, y sin que a esas reservas se haya referido el jefe del Gobierno, la oradora comunista puso en fila india las usuales críticas demagógicas, llamadas a tener ulteriores desarrollos en periódicos, plenos y conferencias, convocados bajo el rótulo de una unidad cantada en palabras y desmentida en actos. Con sólo esas indicaciones, moderadísimas en Prieto, la ovación fue redonda. ¿La valoró Negrín? Mucho más seguro es que la despreciase. Sin gran afecto por la institución parlamentaria, sus componentes le resultaban, tomados en un conjunto, poco acreedores a la estimación, por mejor dotados para la intriga que para el heroísmo. Este sentimiento, difícilmente represado, había de manifestarlo, ya en París, en una reunión con la Diputación Permanente de las Cortes. «¡Cobardes!», exclamó, «¡Cobardes!». En Sant Cugat, lo pensaba. Después de la intervención de Prieto, Negrín hizo un esfuerzo por rectificar su error y la confianza fue votada. A desgana, sin gusto, por obligación, Negrín y el Parlamento se reconocían enemigos. Uno o dos días después de su precaria victoria, Negrín, en una sobremesa femenina, comentando la sesión de Cortes, afirmaba que hubiera llegado hasta la rebeldía antes de aceptar una limitación en sus poderes. Conversación de puerta de tierra, que diría Giral, como en el caso del bombardeo de los puertos italianos, o como podría decir yo mismo recordando la destitución de Rivas Cherif, el propósito de encerrarlo y su exaltación a un puesto de más brillo, aun cuando de menos divisas, en la carrera diplomática. Las sobremesas de Negrín no siempre son rabelesianas.

En posesión de la franquía parlamentaria, Negrín no se decidió, conforme a sus planes, a modificar el Gobierno. Ni siquiera se cuidó de la transformación del Ministerio de Defensa. Tenía suficiente preocupación con el problema puramente militar y, por añadidura, con el tema de la retirada de los voluntarios. Durante este período me mantuve bastante distanciado del Presidente, acudiendo a su despacho cuando me reclamaba o cuando se presentaba en la Secretaría General algún tema difícil. Este alejamiento deliberado, que enfrió las relaciones personales, se reputó por los amigos del Presidente como la consecuencia del influjo que ejerce sobre mí Cruz Salido, al que su especialización en un particular género periodístico le ha granjeado una amplia fama de hombre esquinado, tortuoso y agrio, justamente lo contrario de lo que es en realidad. Cuando le pedí su colaboración no podía sospechar, lo declaro paladinamente, los beneficios que ella me iba a reportar al margen de los servicios administrativos. Acaparaba él, en razón de su fama, todas las reacciones malévolas que mis resoluciones personales determinaban. De todo, y por todo, él era el culpable y yo, por bondad y amistad, la víctima. Un día me explicaron, casi por el mismo procedimiento que si se tratase de una ecuación, cómo mi amigo y colaborador era un resentido que a mí mismo no podía perdonarme el haber sido ¡ministro! Mis carcajadas dejaron al explicador bastante corrido. Ninguna apetencia más extraña a mi camarada… y a mí. ¿Ministro? Semejante ambición está fuera de su apetencia vital. Al recibir yo esa encomienda no pensé ni un instante en su utilización, convencido de que no podía ofrecerle nada que le encandilase, y constándome que donde le marcase trabajo lo desarrollaría con una pasión, un fervor y una inteligencia nada comunes. Tenía en la mano, para no envidiarme, para compadecerme, aquello que yo abandonaba provisionalmente: una pluma, la misma con que había escrito, él, andaluz, la única página que se tiene tiesa sobre la destrucción de Guernica… Su influencia sobre mí, que no puedo negar, termina allá donde comienza la mía sobre él, que no se influye sin ser, a la vez, influido. Pero esta influencia no tiene, ni en mi caso ni en el suyo, límites concretos y, así, mi apartamiento de la Residencia Presidencial no es la consecuencia de un consejo ajeno tercamente reiterado, sino producto de un acto de mi voluntad… Estaba a la espera de la disolución de la Secretaría General, rueda inútil, según confidencias de París y esto, unido a mi personal insatisfacción, me aconsejaron establecer una distancia. El momento era propicio, porque los frentes tenían una calma relativa. Yo también deseaba volver al periodismo. Me ilusionaba la idea de regresar a Madrid y tomar de nuevo la dirección de El Socialista. Su prolongación, el de Barcelona, no era el mío.

Las cosas, sin embargo, se iban a presentar de muy diferente manera a como las deseaba. Besteiro, que en negociador de asuntos de la capital hizo un viaje a Barcelona, pagó la cuota de sus declaraciones al senador Elliot. Respondiendo a una orden, los diarios comunistas le recibieron con una andanada de adjetivos violentos. La censura, entre cuyas misiones estaba la de evitar todo motivo de polémica, dejó libre cauce a las invectivas de los denostadores de nuestro camarada. El Socialista reaccionó con un artículo —autor Cruz Salido— que la censura, interponiéndose en la polémica, tachó íntegramente. Besteiro, por lo visto, no era acreedor a defensa alguna. La semblanza que le habían hecho los periódicos comunistas era justa y no consentía rectificación. Albar se querelló ante el ministro de la Gobernación del veto de la censura y Paulino Gómez, tocado de lo más vivo de su afecto por Besteiro, autorizó personalmente la inserción de la réplica a los comunistas, que no era, ni mucho menos, meliflua. Tenía filo, contrafílo y punta. A pesar de todo, la acogida hecha a Besteiro resultó fea. Su conducta durante toda la guerra merecía respeto. Cuando menos respeto. Y no se le guardó. No llegaba a Barcelona para conspirar, sino para interesarse por la situación de Madrid que, en vísperas de un nuevo invierno, amenazaba hacerse insostenible. La retaguardia estaba desnutrida y sólo por un fenómeno inexplicable se mantenía en pie. Recuerdo la impresión que me produjo un dictamen médico sobre la penuria colectiva de los madrileños en punto a alimentación. Los madrileños, exactamente igual que los convalecientes de una dolencia penosa, tenían media voz. Las madres con niños en período de lactancia los alimentaban de su propia substancia vital, llegando a estados de decaimiento rayanos en la inanición. Besteiro traía esas preocupaciones y se vio tratado como un vulgar intrigante que trataba de acampar en el Poder. Renunció a ver a Azaña, para eliminar todo motivo de comentarios, limitándose a celebrar una reunión con la Comisión Ejecutiva de su Partido, ante la que ratificó sus puntos de vista sobre la guerra, y a hacer una visita a Negrín. Sentí quedarme sin conocer el curso de esta conferencia. Besteiro no es hombre para sacrificar su pensamiento a la cortesía. Esta tiene, además de exigencias, límites. Algo semejante le sucede a Negrín, a menos que, menospreciando a su interlocutor, se desentienda de su argumentación y de sus puntos de vista, con un silencio, apostillado de fórmulas corteses, desdeñoso, olímpico.

Uno de los camaradas que había hecho el viaje desde Madrid acompañando a Besteiro indicó, no sé bien con qué exactitud, que la entrevista, seca desde el primer momento, había sido aprovechada por Don Julián para significar al Presidente que su política, de inspiración y resultados comunistas, era una pura catástrofe. Besteiro es muy capaz de haberlo dicho así; pero me inclino a creer que esta versión se fundaba en el conocimiento del juicio que Negrín merecía a Don Julián: «Es un agente de Moscú», había afirmado hacía meses. Personalmente, y sin que mezcle a la polémica, para no necesitar apoyar mi criterio, no creo que la acusación sea exacta. Todas las apariencias militan en favor de la tesis de Besteiro, compartida después por tantas personas, pero sin dejar de reconocer esa verdad secundaria niego la mayor. ¿Servía a los comunistas o se hacía servir por ellos? ¿Eran ellos leales con Negrín? ¿Lo era Negrín para con ellos?

—Si alguna organización me da lo que pido, esa es la comunista. Siempre está en condiciones de apechar con las partes más ásperas de la contienda.

Negrín terminó descansando en ellos. Eran la línea de menor resistencia para sus planes, planes que dudo mucho que debiesen nada al Consejo soviético. Para mí está claro que, en el ejercicio del Poder, Negrín había sufrido una radical transformación, como si desde él hubiese venido a descubrir el valor de su personalidad, antes ignorado. Tenía confianza en sí mismo. Sus juicios sobre política internacional, inusitados por absolutos, los emitía como definitivos. En varias ocasiones le oí alabar el talento de Mussolini, por oposición a Hitler, a quien reputaba inferior. Sobre Stalin no recuerdo que opinase, al menos en mi presencia. En las democracias no descubría hombres de capacidad. Tengo para mí que se reputaba por encima de la mayoría de ellos. Al final de una cena oficial, después de despedir a los invitados, extranjeros muy notorios, Negrín nos informó de su pasada cobardía para exponer su pensamiento, reputándolo sin valor y sin interés.

—Después de mi paso por el gobierno he adquirido una seguridad que antes no tenía, quizá porque he comprobado que el pensamiento de los demás es inferior al mío. Me acuerdo ahora de unas meditaciones de tipo científico, anteriores a la relatividad de Einstein, que todavía hoy, cuando vuelvo sobre ellas, reconozco que no tienen nada de despreciables. En mi propia técnica, la timidez me ha impedido más de una vez comunicar hallazgos propios que, más tarde, han cimentado la fama de otros colegas míos.

No sé bien por qué, pero de cuanto le he oído, lo que más extrañamente me sonó al oído es una declaración en la que se concedía el título de «hombre de acción». Otra persona de su amistad, sin que nos pusiéramos de acuerdo, encontró igualmente chocante la pretensión. La suma de estos pequeños datos, susceptibles de aumento, me dieron la noción de que la personalidad íntima de Negrín había cambiado radicalmente. Tenía fe, no en la razón de nuestra causa, menos en la fortaleza de nuestro ejercito… Tenía fe en sí mismo, no en los demás. Se consideraba con fuerzas propias, a despecho de las dificultades, para sacar a la República del atasco en la que otros la habían metido. Para cumplir esa proeza sólo exigía una cosa: que le dejasen gobernar. Su queja constante, iracunda casi siempre, consistía en afirmar que no le dejaban gobernar. ¿Quién o quiénes? No conseguí precisarlo. Era una queja vaga, inconcreta, que alcanzaba, por igual, al presidente de la República y a los socialistas, a los ministros y a los anarquistas, a la Generalidad y a los republicanos… Entre todos, incluyéndome yo, estábamos matando a Meco. Pero la verdad es que no ha habido gobernante, cierto que las circunstancias eran extraordinarias y dramáticas, que haya dispuesto de mayores facilidades. Prieto, a quien no le resultó hacedero enviarle a México, accedió a hacer sus maletas y trasladarse a Chile, como embajador extraordinario, para asistir a la toma de posesión del primer magistrado chileno, señor Aguirre Cerda. El presidente de la República se quedaba, bien que no le iba a hacer falta, sin su picador de reserva.

La buena acogida que Prieto reservó a la indicación de Vayo animó sin duda a este para hacer otra, más modesta, a un inseparable amigo mío, Fermín Mendieta[14]. Se trataba del Consulado General de Chile, con la promesa de un rápido ascenso a embajador, cosa que no podía hacerse sobre la marcha, en razón de los servicios que a la elección del señor Aguirre Cerda había prestado Rodrigo Soriano, titular de la Embajada de Chile, que en lo administrativo había sido reducida a Legación. Como mi amigo se negase, se le brindó con el Consulado General de La Habana. Este segundo ofrecimiento, también renunciado por él, le llevó a dimitir el puesto que desempeñaba, pensando en facilitar de ese modo su sustitución en el mismo. De su carta al Presidente, nos interesa el siguiente párrafo; «Días atrás, después de dos conversaciones con él, puse una carta al señor ministro de Estado participándole mi negativa formal a aceptar una encomienda consular en Valparaiso o en La Habana. Quizá con buen propósito, pero en todo caso con error, en el ministerio de Estado, según lo he ido sabiendo por los conductos más inesperados, se ha asociado mi nombre a las misiones más inverosímiles. Aquí donde son tantos los que pugnan patrioticamente por servir al país en puestos extranjeros, no le puede hacer gracia a ninguna persona seria que no haya recusado servir en España, que le confundan, al cabo de dos años y medio, con un ocasional diplomático, amigo de la tranquilidad y de la peseta–oro». Ni el Presidente, ni el ministro de Estado, desistieron de enviar a mi inseparable amigo al extranjero. Se tomaron un respiro.