Durante la ausencia de Negrín, la agitación política continúa. Los republicanos han acordado «ver con disgusto la tramitación de la crisis». En Solidaridad Obrera se publican dos artículos, a los que la censura no ha opuesto el menor reparo, que son una semblanza feroz del Presidente, y en los que se recuerda, como cándidos y paradisíacos, los tiempos en que Lerroux, de regreso de Ginebra, obsequiaba con relojes a sus colegas de gobierno. Los críticos de Negrín le toman por el lado de los comunistas, con los que creen saber que tiene un pacto secreto y cuya política, según afirmaron, está sirviendo con absoluto menosprecio del interés general. Queda un fondo, menos explícito, de conducta personal. Según los opositores de Negrín, este se produce ni más ni menos que como un dictador y en cada crisis, mediante uno u otro recurso, consigue, atemorizando a Azaña, secuestrarle la voluntad y ver ratificada su confianza. Queda el Parlamento, pero este, llamado a reunirse por pura fórmula constitucional, no saca ánimo para votar la cancelación de los poderes de Negrín. Si Azaña tiene miedo ¿qué tiene el Parlamento? De cualquier modo que se responda, parece evidente que Negrín posee alguna fuerza, propia o prestada, para sacar indemne el Poder tantas veces como sus adversarios creen que está a punto de perderlo. ¿Qué fuerza es esa? Una conciencia religiosa respondería sin vacilar: la fe. Ciertamente, todos los merecimientos que se pueden apuntar en la gestión de Negrín proceden por línea directa de la potencia transformadora de la fe. Gracias a ella evita que el desastre del Este se convierta en derrota total y por ella, también, consigue que el Comité Nacional del Partido Socialista, seriamente enfadado con su política a causa de los privilegios concedidos a los comunistas, le estimule a continuar al frente del Gobierno, desestimando tácitamente el informe de Prieto. La fe que le concede esos triunfos notorios ¿es sincera?, ¿es falsa? No vale la pena de intentar el análisis. El resultado de la simulación, suponiendo que se trate de una simulación, es exactamente el mismo que si nos encontrásemos en presencia de una fe ardiente y sincera. No todos los sacerdotes están libres del pecado de la duda y, sin embargo, su magisterio sobre las conciencias de los feligreses es el mismo en tanto no se descuidan a descubrir su herida moral. La fuerza de Negrín, según la respuesta de sus opositores políticos, no es precisamente la de la fe. Su permanencia en el Poder es resultado de sus recursos de dictador. Se apoya con vigor en la parte comunista del Ejército.
Las precauciones adoptadas en Barcelona, cualquiera que sea la justificación formal que para ellas se discurra, estaban pensadas con relación a la crisis. Este convencimiento es indestructible en los debeladores de Negrín. Convengamos en que, entre causa y efecto, la desproporción era considerable. Lo que en Barcelona fue confidencia terrible, en Madrid adquirió, según los informes de la oposición, que registro a título de imparcial, carácter de maniobra comunista. La noticia de la crisis, al repercutir en la capital, condujo a Mije a visitar a Casado, jefe militar del las fuerzas del Centro, a quien invitó a convocar una reunión de jefes y comisarios al efecto de fijar una actitud que aplacase el nerviosismo de los soldados, temerosos de cambios políticos discurridos con un sentido derrotista. Casado respondió al extraño requerimiento con una negativa firme, a la que añadió que él no haría otra cosa que cumplir con su deber de militar, no correspondiéndole emitir juicio alguno sobre las modificaciones ministeriales que estimase convenientes el jefe del Estado. Mije, no resignándose con su fracaso, volvió a insistir. Casado dio la misma respuesta, ampliando lo que ya había dicho, con la noticia que la menor insurrección de la unidad que fuese la aplastaría, en el acto mismo de producirse, con la más severa dureza. El tono de la réplica de Casado, a quien no conozco, cuadraba bien con las semblanzas que de él me habían hecho diferentes personas, entre ellas Rafael Méndez, que a su regreso de un viaje a Madrid, hizo los más cálidos elogios del jefe de las fuerzas del Centro, reputándole hombre de inteligencia clara y de extraordinario carácter. Mije se resignó a medias con su fracaso, haciendo por su cuenta la convocatoria a los jefes y comisarios. Le esperaba otra decepción. Los reunidos no se le ofrecieron incondicionales y discretamente rechazaron todo compromiso que les obligase. Según la versión que me fue facilitada, los propios militares de filiación comunista asumieron una posición de fría reserva, llegando a declarar que temían las peores consecuencias del nerviosismo de los soldados a que aludía Mije. El conocimiento de esta noticia, con circulación menos restringida de lo que puede pensarse, hacía concebir esperanzas a todas las fuerzas adversas al predominio de los comunistas. En una breve conversación con Giral, en un entreacto del Liceo, discurriendo sobre su impresión de la Zona Central, me afirmaba el ministro que el espíritu de Madrid había cambiado mucho, al punto que se hacía necesario frenar a las gentes para que no rompiesen descaradamente toda relación con los comunistas y los declarasen enemigos de la República. Esta impresión era general. Me la confirmaban los militares que llegaban del Centro y que al chocar con el ambiente de Cataluña se inquietaban y protestaban: «Aquí no se puede vivir. Los comunistas le sitian a uno y le persiguen, primero con sus ofertas, después con sus pretensiones. En el Centro las cosas han cambiado, y aún cambiarán mucho más». ¿Tenía Negrín noticia de ese cambio? ¿Se daba cuenta exacta de que la hostilidad anticomunista había pasado de sentimiento difuso a organización concreta?
A su regreso de Zurich, viaje fracasado por no haber concurrido a la cita científica el profesor americano con quien Negrín aspiraba a entrevistarse, vacilo entre comunicar al Presidente o callarme el juicio que su conducta de gobernante merece a las oposiciones. El informe es, si acaso, de la obligación del subsecretario de la Presidencia, y decido, en definitiva, ahorrarme un mal cuarto de hora. Me conformo, pues, con el despacho burocrático. Papeles y más papeles. Rompiendo el silencio me dice que Cordón le ha dado noticias de la zona enemiga, afligida por una descomposición acelerada. «¿Qué se le ocurre que podríamos hacer?». Le doy mi opinión y la aprueba.
—Se lo diré así al ministro de Estado, a quien he llamado para que vea de precisar más la noticia. No le ocultaré —continúa— que una de mis grandes esperanzas descansa en la probable descomposición de la retaguardia franquista. Según nuestros informes, de buen origen, ese fenómeno puede llegar a producirse de un momento a otro. ¿Sabe usted que tenemos personas de confianza incrustadas en el Cuartel General de Salamanca?
—No, no lo sabía.
—Pues, sí; las tenemos y de allí llegan las noticias. Otra de mis esperanzas consiste en que llegue a tener éxito alguno de los innumerables atentados que se fraguan contra Mussolini.
—Esa es una esperanza todavía más aleatoria que la anterior.
—No, no lo crea usted. Lo que no se ha conseguido hasta hoy puede conseguirse mañana. En tal caso toda la actual política italiana se vendría a tierra.
—No se esfuerce en convencerme. Supongo la continuación, pero le repito que esa esperanza no la encuentro cotizable.
—Quizá tenga usted razón, pero no deja de ser una esperanza.
Me despidió en el jardín. El regreso de Zurich no era nada optimista.
Las dos esperanzas juntas podían dar poco dinero y el negocio, para quien consiguiese venderlas, sería redondo. La dificultad estaba en descubrir el comprador. Trabajo difícil. Está claro que la fe del Presidente tiene, por el momento, poco fuego. Necesita un estimulante. Al día siguiente, lo recibe. Se trata del José Luis Diez —me siento salvado ante el ministro de la Gobernación— que ha entrado en Gibraltar con dos impactos. Telefoneo a Paulino Gómez la novedad. Me dice que tendrá que pedir perdón al Comandante por haber dudado de su lealtad. El Presidente reclama que se le proporcione el mayor número de detalles de lo sucedido.
El José Luis Díez ha hecho un poco de corso en las costas del Norte, deteniendo a los barcos mercantes y pesqueros que encontraba en su ruta, recogiendo a las tripulaciones y echándolos a pique. Fue repostado de combustibles en alta mar, para asegurarse el paso del Estrecho a la máxima velocidad, por una embarcación auxiliar, capitaneada por un muchacho audaz y valeroso. Su salida de El Havre fue rápidamente registrada por los agentes franquistas y telegrafiada a Salamanca, que ordenó a su marina que taponase el Estrecho. El José Luis Díez pudo burlar la vigilancia de la entrada, pero fue visto por el Canarias, que con otros buques menores, le acechaban. Se entabló un combate durísimo. El comandante del Díez debió considerar la situación apurada y, sin perder la sangre fría, resolvió embestir al crucero. El Canarias se dio cuenta del peligro que le amenazaba y salió del atasco a toda la velocidad de sus máquinas, disparando sus cañones. Una salva dio al destructor, haciéndole varios muertos y algunos heridos. Las víctimas correspondieron a las tripulaciones apresadas. La avería es de consideración y el comandante, en su afán de salvar el buque, ha entrado en Gibraltar. Su mensaje es optimista. Tiene confianza en que, reparada la avería, podrá terminar con bien la empresa.
Entre los marinos, la conducta de Castro se cotiza como extraordinaria. El Presidente le telegrafía una felicitación entusiasta y ordena que se cubran las necesidades que el destructor y su tripulación tengan en Gibraltar. El episodio, que no carece de una cierta grandeza, ha sacado a Negrín de su postración. Le apunto el dato que el comandante no es, según los informes que poseo, extremista de ninguna tendencia. Sus ideas tienen un tono moderado y liberal y su conducta se explica, como en el caso de bastantes militares y marinos, en razón de la promesa de lealtad que hicieron a la bandera de la República.
—Eso le enseñará a usted a no sorprenderse cuando postulo una amnistía para los militares arrepentidos y cuando rechazo enterarme de tanta estúpida denuncia contra la lealtad de determinados colaboradores del general Rojo. A mí me es suficiente con la palabra de honor de un militar para incorporarse a un puesto de trabajo y fiarme de él, aun cuando no me oponga a que se le vigile discretamente. Dado el carácter que ha adquirido nuestra lucha estoy persuadido de que son muy abundantes los soldados que están pesarosos de haberse sublevado contra la República. Su concurso todavía podía sernos valioso. Pero ¿qué quiere?, yo no puedo gobernar como deseo. No me dejan. Todo son estorbos, reservas, suspicacias. ¿No lo ve usted mismo?
Lo veo y no lo veo. Nadie como Negrín ha dispuesto tan ampliamente del Poder. Cuando parece a punto de perderlo —y si lo pierde será con carácter definitivo—, se aferra a él con más fuerza. Otra vez la misma pregunta: ¿qué fuerza es esa? Tiene una palabra rígida para justificarse: España. Afirma frecuentemente que el deseo de no verla mediatizada es lo único que le da ánimos para seguir en el cumplimiento de un deber penoso. Hubiera deseado, con ese tema, hacer un discurso a los socialistas, con motivo del cincuentenario de la fundación del Partido. «Búsqueme los escritos de Pablo Iglesias y tráigamelos. Quiero pensar bien ese discurso y prepararlo con cuidado».
El acto de conmemoración, proyectado a base de Prieto, Largo Caballero, Besteiro y Negrín, se reduce, por la negativa de Besteiro y de Largo Caballero, a un discurso, pronunciado el 29 de agosto, en una sala de Barcelona, por Prieto. La expectación es extraordinaria. Acude el Presidente acompañado de Vayo. Asiste también el ministro de la Gobernación. La acogida que el público hace al orador es calurosísima. Los comentarios al discurso, favorabilísimos. Sin embargo, el discurso ha resultado malo. Supongo que Prieto, como frecuentemente hace, se abandonó a sus condiciones de improvisador, viéndose obligado a utilizar sus recursos de tipo polémico. Copio de mis notas de ese día: «Prieto no ha hecho el discurso que le correspondía y mucho menos el que correspondía a la fecha que el Partido conmemoraba. Ha equivocado, a mi modo de ver, la orientación y el tono. El discurso, además, puede estorbar su mañana de gobernante. En materia internacional se ha producido con una violencia desgarrada y, en cierta manera, inconveniente. Ha eludido el problema nacional, aduciendo como razón que en ese punto concreto sólo al Gobierno le cumple hablar, correspondiendo a los ciudadanos obedecer. Largo de una punta y corto de la otra… Prieto ha podido, partiendo de sus propias predicciones, y sin haber rozado los problemas de la dirección de la guerra, plantear todo el pasado y enfocar el porvenir, con luz y posición socialistas. Para hacerlo le hubiera sido necesario renunciar a la entonación grandilocuente. Tenía que haberse puesto a informar, dejando los acentos bíblicos para los profetas coléricos, de suerte que el auditorio conociese, siquiera en esquema, lo que en la vida española han representado los primeros cincuenta años de política socialista». A la salida del Poliorama, como coincido con el Presidente, me dice:
—Encargue a Paulino que dé orden a la censura para que deje pasar íntegramente el discurso. Si alguna Embajada se querella, simularemos un correctivo a los periódicos.
Al día siguiente me llama a su despacho para consultarme una nota que está redactada para la Comisión nombrada por el Gobierno inglés a fin de facilitar los canjes. Se trata de suspender la ejecución de todas las penas de muerte que hayan impuesto los Tribunales o que en lo sucesivo impongan por delitos cometidos «un día antes de firmado el pacto». La limitación es de su iniciativa, «ya que lo contrario, me dice, supondría garantizar por adelantado, a todos los enemigos del régimen, una actuación sin sobresaltos graves». Terminada la nota quiere saber lo que opino del discurso de Prieto. Me escucha. Después opina él.
—A mí me ha parecido bien en general, aun cuando discrepo de la tesis de Prieto en la estimación de las dificultades, que él juzga poco menos que invencibles, que habremos de remontar para sacar a España de la postración y ruina económica en que le dejará la guerra. En eso se equivoca, y se equivocan cuantos piensan lo mismo. (Alusión a Azaña). El error de esos amigos consiste en considerar que nuestra reconstrucción se hará con los recursos y los medios que fueron normales al Estado. No toman en cuenta los nuevos medios que la revolución nos ha entregado ni las inmensas posibilidades que el Estado tiene actualmente en sus manos. Deben creer que yo disparato al señalar plazos cortos para un resurgimiento nacional. Olvidan, sin duda, que nadie está en tan excelentes condiciones como yo para evaluar lo que hemos consumido y lo que conservamos en disposición de ser explotado en lo futuro. Normalmente el más afectado por el pesimismo sería yo por haber llevado durante casi dos años la cartera de Hacienda; al presente, y por haber desempeñado ese cargo, mi optimismo en la seguridad del mañana es científico. La apelación a la ayuda de América es, en el discurso de Prieto, el trozo más equivocado. Esas ayudas no se invocan públicamente; para que tengan alguna eficacia se gestionan reservadamente. Tal trabajo lo podía hacer Prieto muy bien aceptando, como le está ofrecida, la embajada de México. Desde ese cargo quizá pudiera conseguir del capital norteamericano, que sabe arriesgarse, la ayuda económica que sentimentalmente solicitaba de las naciones hispanoamericanas, de las que es inútil esperarla, porque la mayoría de ellas se encuentran en difícil situación hacendística.
Pascua, que está de regreso de Moscú, le da cuenta del resultado de su gestión de despedida de los medios soviéticos. La negociación ha resultado bien, pero un poco corta. De seguro que no han jugado papel los elementos sentimentales a los que Prieto, con relación a América, asigna una importancia considerable, con más error que acierto. En materia de estipulaciones internacionales, la aritmética no cuenta versos.
El mes de septiembre fue pródigo en acontecimientos internacionales. Nuestra contienda pasa a segundo plano, sin queja de nuestra parte, ya que esperamos que el nuevo conflicto que plantea Alemania a las democracias pueda decidir a estas a adoptar una posición de dura intransigencia. La Liga está reunida en Ginebra y nuestra representación en ella la preside Álvarez del Vayo, al que acompañan don Pablo Azcárate y Jiménez Asúa. Las deliberaciones de ese senado internacional no cuentan. París y Londres están a la espera del discurso que pronunciará Hitler en Nüremberg. ¿Guerra? ¿Paz? Todas las receptoras francesas están a la escucha. El conocimiento del alemán no es indispensable… Por el tono de la arenga y las reacciones del auditorio se tendrá un anticipo, seguramente inequívoco, de lo que cabe esperar en materia de arreglos diplomáticos. El día 12 habla el Führer. La entonación es tajante. Los párrafos no parecen tener conexión entre sí. Son como afirmaciones sueltas, independientes las unas de las otras, a las que el orador da un acento casi angustioso. La fatalidad no habla de otro modo en la tragedia griega. En efecto, no hace falta entender para sentir el ánimo sobrecogido. El coro público, que debe ser inmenso, subraya con sus intervenciones cada fragmento, afirmativo o negativo, del discurso.
Al servicio del bien o a la devoción del mal, la fuerza que mueve la palabra de Hitler es inmensa. Inmediatamente de comenzado el acto, nos va llegando la traducción del discurso. Está lleno de alusiones enconadas a Francia y a Inglaterra. Una situación reiterada constantemente: Alemania no abandonará a los sudetes. Y al final: «No retrocederán jamás ante una voluntad extranjera, ¡os lo juro! ¡Qué Dios venga en mi ayuda!». Como una descarga cerrada suenan diez vítores alemanes. Y para que el carácter religioso de la oración resulte más patente, un orfeón cierra, con música protestante, el Congreso de Nüremberg. Estamos, después de Austria, en el tumo de Checoslovaquia. Opinión francesa: «La esperanza de arreglo subsiste». Londres: «Pese a su violencia, el discurso del Führer no excluye la posibilidad de un acuerdo». Moscú: «Hitler ha tenido miedo». Roma: «Todavía es posible negociar». En la región sudeta, el discurso desencadena incidentes violentísimos. Resumen diplomático del embajador español: Francia, indecisión. Londres, contemporización. Moscú, recio. Praga, preocupada. Se ha declarado el estado de guerra en la región sudeta y la consigna del Gobierno checoslovaco es «calma y sangre fría». Siguen las colisiones y los muertos. Los puntos máximos que reivindican los sudetes han sido anulados. Piden lisa y llanamente su incorporación al Reich. No se conforman con menos. Se teme la guerra interior en Checoslovaquia yendo Alemania en ayuda de sus nacionales. Daladier da «consejos de moderación a los checos». El día 14, el Gobierno francés, por nueve votos contra siete, prohíbe la exportación de materias primas. Blum, en Le Populaire, hace esfuerzos dialécticos por detener la guerra. L’Humanité, órgano central de los comunistas, respondiendo a la posición de Moscú, propugna medidas de violencia contra las pretensiones alemanas. A la noche, la noticia inesperada: Chamberlain ha pedido a Hitler que le reciba y este le ha contestado que le espera en su casa de campo.
Mañana mismo se celebrará la entrevista. Por este solo hecho, Hitler puede considerarse vencedor. No hay duda que el viaje del premier inglés cuenta con el asentimiento de Francia. El día 16 se sabe, en cierto modo, el tono de la entrevista Hitler–Chamberlain. El Führer ha pedido una resolución urgente, a base de la incorporación a Alemania de las zonas ocupadas por los sudetas. La actividad diplomática subsiguiente a la entrevista permite creer que Hitler será complacido, sin que Praga pueda hacer gran cosa por oponerse. Sólo tiene un recurso: inmolarse, como España. (En estas condiciones, el Presidente se ha presentado en Ginebra, donde su presencia pasa sin pena ni gloria. En la ausencia reaparece en los medios políticos de Cataluña el rumor de la crisis. Es posible que la haya, en efecto; pero no a gusto de quienes la vienen esperando con tanta ansiedad. Conozco, por tabla, el pensamiento de Negrín. Desencantado del equipo ministerial, se propone modificarlo después de la reunión de Cortes, el primero de octubre. Gobernación y Justicia son carteras a las que afectará la renovación. El Presidente no se entiende con Paulino Gómez. La historia de la censura los tenía separados y, por si la discrepancia fuese pequeña, no casan sus opiniones en cuanto al trato que se debe dar a la Generalidad. Por lo que hace a Justicia, cree que es un ministerio que no existe por incompetencia del ministro. También se prevén cambios en el ministerio de Defensa. Desaparecerá, posiblemente, la Secretaría General, escalón burocrático que carece de sentido, y serán sustituidos algunos subsecretarios. Vayo discurre utilizarme, a la vista de mi segura cesantía, en uno cualquiera de los puestos vacantes del extranjero). Los barruntos de conflicto armado parecen extinguirse. Daladier y Bonnet van a Londres invitados por el Gobierno inglés para fijar una línea de conducta: la capitulación de Praga. Hitler apremia. No puede esperar. Chamberlain está obligado a llevarle la respuesta en un plazo perentorio. Daladier, que se ufana de haber sugerido la conveniencia del viaje de Chamberlain, no puede negarse ahora a poner término al conflicto, presionando a Praga para que ceda. Rusia no comprende esta capitulación. El día 20 queda consumada la cesión al Reich de las zonas sudetas. Detalle sorprendente: Praga no ha sido consultada. Se le comunica la decisión de las dos potencias y se le presiona de firme para que acepte. Los clamores populares checos no pueden nada contra la seca dureza de Bonnet. El Gobierno checoslovaco ensaya variadas respuestas evasivas. Esfuerzo inane. Bonnet amenaza con violencia. Va más lejos que el propio Führer. Praga acepta. En Ginebra, Litvinov hace un discurso patético: Rusia había notificado a Francia y a Checoslovaquia, dice el orador, su resolución inquebrantable de cumplir sus compromisos. La decepción del diplomático ruso es extraordinaria y sus palabras dejan entender que tendrá repercusiones. (En esa misma sesión, Negrín pronunció otro discurso, anunciando que el Gobierno de la República adquiría el compromiso de proceder a la retirada de los voluntarios extranjeros, adelantándose a toda negociación internacional. La declaración produce un efecto favorable. «¿Tan fuertes se consideran ustedes?», se interroga a los delegados españoles. La pregunta deja ver el error en que están los diplomáticos, pues suponen que en España hay unidades compactas del ejército ruso). Día 22. El presidente Benes, en una proclama sombría, dice al mundo: «Hemos tenido que aceptar la proposición franco–inglesa porque nos dejaron solos frente a las exigencias nazis». Hay franceses que encuentran cómico ese mensaje desesperado. Otros, más nobles, confiesan su rubor y temen que la concesión acabe siéndole fatal a la propia Francia. Los cuatro —Hitler, Mussolini, Chamberlain y Daladier— no han tardado en ponerse de acuerdo para romper Checoslovaquia. Una parte del sistema defensivo de Francia se ha venido a tierra. Estamos, pues, ante un prólogo… Un prólogo que, para los españoles, es casi epílogo. ¿Qué podemos esperar después de la trágica capitulación de las democracias ante Hitler? A título de respuesta copio un telegrama, del mismo día 22, que nuestro encargado de Negocios en Praga nos pasa con la indicación de muy reservado:
«Servicio de información: Alrededor 20 julio firmado tratado anglo–italiano por Ciano y lord Pert. Italia se compromete a respetar colonias inglesas y canal de Suez. Inglaterra renuncia retirada de voluntarios, no poner dificultades políticas Italia en España y apoya económicamente Italia combatir comunismo en España. Oficial Ministerio Guerra italiano afirma haber oficiales ingleses consejeros Franco con conocimiento Gobierno inglés. Dice ahora buena ocasión ofensiva nuestra, pues Mussolini no puede enviar tropas a causa cuestión Checoslovaquia».
La información, que puede ser falsa, no es, en modo alguno, inverosímil a la vista de cómo se ha desarrollado el problema de Checoslovaquia. Infortunio por infortunio, no se sabe cuál es peor, si el nuestro de españoles, o el de los checoslovacos. Lo que del lado republicano es desesperanza y pesimismo, del de Franco es entusiasmo y seguridad. Todo lo que han sufrido temiendo el desencadenamiento de la guerra en el centro de Europa se lo quitan saludando la victoria inminente. Están ciertos de que en Europa prevalecerá, de ahora en adelante, la voluntad de Hitler. Los acontecimientos les dan plena razón. Negrín regresa de Ginebra con un profundo resentimiento contra los políticos ingleses y franceses. Los considera muy inferiores a su cometido. En la semblanza de Bonnet, ministro de Negocios Exteriores de Francia, se detiene con particular detalle. Esa semblanza, justa o exagerada, circula como retrato de parecido perfecto en las cancillerías de París. Bonnet resulta ser el chivo emisario. Todas las invectivas caen, merecida o inmerecidamente, sobre su cabeza.