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Dimisión de los señores Aguado e Irujo. — Anuncio de una insurrección. — Previsiones militares en Barcelona. — Ascensos. — Un comentario de La Vanguardia a la crisis. — Una visita de Negrín a Companys. — El Congreso de Filosofía de Zurich y la crisis. — La angustia de Prat. — El segundo apellido de don Tomás Bilbao. — Solución de la crisis y viaje de madrugada.

De un día para otro, el humor y la salud del Presidente han cambiado. El 9 de agosto bromeaba; el diez está como derrumbado. Se prepara de mala gana para asistir a un Consejo de ministros. Es verdad que está enfermo. Su respiración es jadeante, tiene el rostro empalidecido y se le nota el esfuerzo que hace por mantenerse de pie. Se queja de fatiga y de insomnio. Al terminar la reunión se propone ir a Balaguer, donde la operación que se ha iniciado no marcha bien. Cumple su programa. Ausente de Barcelona, los ministros señores Aguadé e Irujo presentan la dimisión. Estas dimisiones responden al disgusto de la Generalidad de Cataluña, y parecen determinadas por un decreto aprobado en el último Consejo, por el que en lo sucesivo dependerán de la Subsecretaría de Armamento todas las fábricas dedicadas a la producción de material militar. La disposición la interesó Otero, aduciendo razones de notoria fuerza. En verdad, el problema tiene más fondo. Es una acumulación de disgustos la que ha hecho explosión El acto político de Irujo es de pura solidaridad. El órgano periodístico de Esquerra Republicana, La Humanitat, lo declara así: «Manuel Irujo, el hermano de ideales, ha estado siempre al lado de nuestra patria, considerándose afectado por sus dolores y por sus alegrías», y, en otra línea, establece la entidad del disgusto: «Cataluña recordará siempre la efectiva solidaridad ofrecida (por los vascos) cuando el Tribunal de Garantías torcía textos y nos quitaba facultades». Como respondiendo a una consigna, todos los diarios catalanistas, sin distinción de matices, coinciden en sacar a primera plana los conceptos nacionalistas más apasionados. Las tertulias políticas vuelven a llenarse de rumores. Especulan con la esperanza de una crisis total. Olvidan, quizá deliberadamente, que si entre Azaña y Negrín hay un punto de contacto firme este se encuentra en la poca estimación que ambos conceden a los gobiernos de las regiones autónomas. El terreno, pues, está mal elegido por quienes aspiran a dar la batalla a Negrín. Claro que en materia política las simpatías y las diferencias cambian de valor según el momento. Al día siguiente de conocerse las dimisiones de Aguadé e Irujo, el 13 de agosto, sábado, todavía ausente Negrín, la Subsecretaría del Ejército de Tierra me da traslado, con carácter «absolutamente personal y secreto», de una comunicación del general jefe del Estado Mayor Central, que dice así:

«Por fuente y conducto de absoluta garantía, ha llegado a poder de este EMC la siguiente consigna, lanzada con carácter general por el mando faccioso: “En la noche del 14 al 15 de agosto en cada posición, cada puesto de mando, cada pueblo de retaguardia, cada parque, cada aeródromo, en todas partes en una palabra, debéis inutilizar fulminantemente y, a la vez, sin reparar en medios, a vuestros jefes y a sus hombres de confianza, aprovechando vuestra superioridad invencible de diez contra uno. Apenas amanezca, levantad bandera blanca en todos los lugares que habéis dominado a fin de que nosotros, que estaremos al acecho, corramos en busca vuestra para libraros, para siempre, de la criminal opresión roja. ¡Patriotas! ¡Hermanos españoles de la zona roja! Hasta nuestro abrazo en la madrugada del 15 de agosto”».

En la comunicación se me recomienda que tome las medidas preventivas que considere convenientes. ¿Qué fundamento conceder al aviso? Personalmente no me afecta. No tengo fuerzas a sus órdenes de quienes desconfiar. Los taquígrafos de la Secretaría General son personas pacíficas, no suscitan inquietudes subversivas. Acaso por esta razón, la confidencia me encuentre escéptico. Quiero adivinar que se trata de una trampa de los servicios especiales de Salamanca para conocer si sus trabajos clandestinos nos son conocidos, como, en efecto, lo son. La valija de Salamanca destinada a sus corresponsales de Barcelona pasa, tanto a la llegada como a la vuelta, por las manos de los jefes del SIM Con este motivo. Salamanca recibe una información equivocada. Como el sistema comienza a ser viejo, calculo que los informes han levantado algunas sospechas y que la orden dada para la noche del 14 al 15 de agosto es una añagaza destinada a conocer la verdad, siguiendo la pista a nuestra reacción. Carezco de todo motivo especial para creerlo, pero de alguna manera he de razonar mi escepticismo, que es radical. La orden es demasiado ambiciosa y excesivamente audaz. Sin embargo, el EMC afirma que el conducto es «de absoluta garantía»…

El día 14, por la mañana, el Presidente regresa del frente. Celebra una reunión política con los ministros de la Gobernación, Hacienda y Estado. Por su parte, Companys, presidente de la Generalidad, hace una visita a Azaña. El problema político de las dos dimisiones comienza a dar su juego. Por otra parte, las precauciones militares son extraordinarias. El aviso del confidente se ha tomado en serio. Tenemos acuartelamientos, patrulleo de las fuerzas de Seguridad y una alerta general en todos los centros militares. Hay una severidad durísima en las consignas, sobre todo a la caída de la tarde. El ministro de la Gobernación me pide autorización para situar tropas motorizadas de Asalto en unos terrenos del Ministerio de Defensa. Durante toda la noche y la mañana del día siguiente siguen las órdenes excepcionales. En el aire hay varios aparatos en servicio de vigilancia. Continúan reforzadas las guardias, y en algunos centros oficiales, la Dirección General de Carabineros está entre ellos, se han montado, enfocando la calle, ametralladoras pesadas. Son bastantes las personas que dan en suponer que este alarde de fuerzas está referido a la solución de la crisis.

El Presidente me pide con urgencia que le prepare cuatro decretos ascendiendo a generales a los coroneles Matallana, Jurado, Méndez y Herrera. Se los llevo personalmente y necesito esperar a que acabe una conferencia con Lamoneda. Cuando me recibe se muestra de buen ánimo. Me anuncia que se dispone a ir a despachar con Azaña y que, a la noche, saldrá para Zurich, a participar en un congreso científico, llevándose como compañeros de viaje a Puche y Méndez.

—Claro que el viaje depende de cómo me reciba el presidente de la República. Quizá no lo pueda hacer.

A la noche, en casa, por Méndez, conozco que el viaje aparece oscuro. Sin embargo, tiene encargo de estar con la maleta dispuesta. Queda en avisarme, a la hora que sea, si sale. Por la mañana le oigo trajinar en el cuarto de baño. Le digo mi sospecha.

—Tenemos crisis, y consultas.

Veo los periódicos y me dan la razón. Los más expresivos son, por supuesto, La Vanguardia y Frente Rojo. El primero escribe: «Política. Podemos asegurar que en el día de hoy quedará aclarada la situación política, dándose paso a una solución que es de esperar signifique una mejor armonía entre el Gobierno de la República y el de la Generalidad». Y añade a continuación: «Nos prohibimos hacer comentarios. Algo extraño, muy extraño, por no decir grave —ya que en la magnificencia de la vida española nada parece grave— está ocurriendo. En su instante se aclararán las cosas y la opinión pública podrá curarse de su perplejidad. Lo único que nos es dable anticipar es que, en la situación que pueda surgir, pudieran figurar los señores Albornoz, Marcelino Domingo, Companys, Largo Caballero, Besteiro, Álvarez del Vayo, Prieto y tal vez el actual presidente y ministro de Defensa Nacional, don Juan Negrín López». El diario comunista, a grandes titulares, escribe: «Frente a todas las maniobras, los trabajadores, los combatientes, todo el pueblo, están firmemente al lado del Gobierno de Unión Nacional y de su presidente, Negrín». El primero en visitamos es míster Thurston, encargado de Negocios de los Estados Unidos. Tiene una buena información sobre los motivos de la crisis. Se la completo y le hago una silueta rápida de las personas citadas en el suelto de La Vanguardia, sobre todo de aquellas que no conoce o que conoce insuficientemente. El segundo, José Prat. Me informa de las gestiones en que se gastó el día de ayer. Negrín hizo una visita a Companys, a título de cortesía, y todo cuanto pudo conseguir de él es que le condicionase la colaboración de la Esquerra. (Pasadas algunas semanas, Prieto había de comunicarme, un mediodía en que dedicamos una hora a charlar y tomar el sol en el Tibidabo, el extraño sesgo que Negrín dio a su conversación con el presidente de la Generalidad, introduciendo en ella confidencias que, según la versión que conozco, no podían aspirar al título de oportunas. Ciertos cansancios equiparados en ellas no son, sin ofensa a lo discreto, equiparables). No conviniéndole la condición, el Presidente resolvió sustituir a los dos ministros dimisionarios. Para eso interrogó a los partidos representados en el Gobierno, que, al parecer, le ratificaron la confianza. Faltaba por conocer la opinión de Izquierda Republicana. Según Prat, el Presidente no había despachado con Azaña. Coincidimos en no explicamos el suelto de La Vanguardia, reputándolo incorrecto.

Durante la tarde, la crisis siguió empantanada. Entrevistas, conferencias, diálogos, visitas. A las nueve de la noche acudo a la Residencia del Presidente, que me recibe con excesiva efusión. Esta vez no me equivoca. Su aparente alegría tapa una fuerte marejada. Está irritado y bien irritado. Chocamos con el suelto de La Vanguardia.

—Señor Presidente, el breve comentario de Vázquez ha producido confusión y está siendo muy censurado.

—¡Mejor! Me he dado cuenta de muchas intenciones y lo menos que podía hacer es manifestar que las conocía. Ya me voy cansando de disimular y hacerme el tonto.

—Si me permite, y no se incomoda demasiado, sigo.

—Siga.

—Otra conducta inexplicable es que el ministro de Justicia de un país en guerra se vaya, con médico, traductor y secretario, a una jira sindical por América. Que otro ministro, el de Agricultura, haga, igualmente, un viaje largo por el extranjero y, por si esto fuese poco, que usted mismo tenga las maletas dispuestas para ir al Congreso de Fisiología de Zurich…

Me contesta casi con iracundia:

—Esos viajes tienen la conformidad del Gobierno, que los reputa útiles. ¿Es que vamos a tener que explicar públicamente cada una de nuestras determinaciones?

No me da ocasión a seguir el diálogo. Se va masticando una música de su juventud. Tropieza con los ministros republicanos —Giral, Velao, Méndez Aspe— que le traen el acuerdo de su partido. El mensaje, a juzgar por el aire de los embajadores, no debe ser el que Negrín espera. Se encierra con ellos en su despacho y, después de los ministros, sale el Presidente con el mismo cliché musical en la boca. Malo. ¿Qué le han dicho los ministros republicanos? Méndez Aspe, desde un ángulo del salón, emplea una mímica romántica para darme a entender que sus correligionarios están locos. Por fin consigo saber que en opinión de Izquierda Republicana todos los pasos y consultas que está dando Negrín le corresponde darlos, por derecho propio, al presidente de la República que, a estas fechas, sabe de la crisis, poco más o menos, lo que un lector de periódicos. En resumen y como consejo: que debe abrirse la crisis, dejando al jefe del Estado el cuidado de resolverla como lo estime más saludable. Méndez Aspe, que se queda en la Residencia, anuncia que está dispuesto a darse de baja en el Partido y a marcharse al extranjero. Su adhesión a la política de Negrín continúa siendo sólida.

El Presidente hace un largo aparte con Lamoneda y Álvarez del Vayo. Sus secretarios, Prat y yo, nos retiramos al hall. Comentando el posible desenlace de la historia, aparece don Juan Negrín.

—Ayúdenme a buscar un subsecretario para la Presidencia.

—¿Y Prat? —pregunta alguien.

—Será ministro de Justicia —contesta y cierra la puerta.

El interesado se queda blanco. La noticia le ha puesto casi a llorar. Tiembla. Le rodeamos y le adelantamos unos parabienes que recibe con cara de duelo. Luego, con una voz quejumbrosa, se querella contra su mal destino.

—Yo no soy hombre para estar dedicado a preparar expedientes de penas de muerte. No se me puede pedir a mí que haga ese esfuerzo. Es superior a mi ánimo. No podré dormir más en la vida. Los ejecutados se me presentarán todas las noches a la cabecera de la cama. Yo me había organizado para no saber nada, para no intervenir en esos asuntos terribles y ahora, sin capacidad para el cargo y sin vocación para servirlo, como una condena que no creo haber merecido, ¡pum!, ministro de Justicia.

Por raro que el lector la encuentre, esta reacción era profundamente sincera en Prat. Su voz y su semblante dejaban ver con absoluta claridad la conturbación de su espíritu. La única vez que se vio mezclado a la historia de una ejecución salió del paso creando un conflicto. Las autoridades encargadas de hacer cumplir la sentencia necesitaron esclarecer un punto concreto y buscaron por teléfono al subsecretario de la Presidencia. Tardaron mucho tiempo en encontrarlo y cuando, de madrugada, ya iniciándose el día, conversaban con Prat, el reo salía de la prisión acompañado del piquete… No queriendo zanjar el litigio, Prat pidió que se aplazase la ejecución. Y la ejecución se aplazó. El reo volvió a la celda, y el Tribunal sentenciador elevó un escrito al Gobierno pidiendo que, en vista de lo sucedido, se conmutase la pena. En el Ministerio de Justicia tales recursos, propios de su carácter profundamente humano y compasivo, no podían servirle para nada.

Por más que Mariano Ansó, que pasó por el cargo, le dora la píldora, el interesado no la traga. Yo le hago, por broma, reflexiones pesimistas, señalándole la diferencia que va de un empresario teatral a un ministro de Justicia. Inopinadamente vuelve a entrar en escena el presidente.

—No precisa que me busquen un subsecretario. Seguirá Prat. Cambia la escena. Prat no puede continuar sentado. Necesita ponerse de pie para que le salga recto un suspiro hondo. Se estira la americana y da unos pasos cómicos, con los que publica su alegría. Viene a mí y me declara:

—Chico, ¡esto es nacer! En señal de regocijo me pide, como acostumbra, un cigarrillo. Fumándolo le vuelve el krausismo humorístico de sus mejores momentos. Se esponja con un contento que Ansó no acaba de explicarse. —«Déficit filosófico», me dice al oído Prat: Seguimos temiendo, sin embargo, las nuevas iniciativas de la conferencia Negrí–Vayo–Lamoneda. Vuelve a salir el primero y me pregunta:

—¿Conoce el segundo apellido de don Tomás Bilbao?

—Sí, señor. Hospitalet.

—¿Está seguro?

—Segurísimo.

—Quédese. Dentro de un instante saldré a despachar con el presidente de la República y le contaré el desenlace de la crisis.

—Prefiero ir a cenar, si usted me lo consiente, y volver más tarde.

—Bien. Tráigase a Rafael; que venga con la maleta y los papeles.

Después de cenar, Méndez y yo vamos a tomar el café a la Presidencia. Están esperando a conocer la solución del problema político, las mismas personas: Vayo, Azcárate, Méndez Aspe, Ansó, Vázquez, el hijo mayor del Presidente y Puche, que, como Méndez, está en plan de viaje. La espera se prolonga indefinidamente y comenzamos a quedamos dormidos por las butacas. A las tres y media de la madrugada llegan el Presidente, Prat y Elias Delgado. No me es necesario oír una palabra para conocer, por la cara de Negrín, que el desenlace le es favorable. Todo ha ido bien con Azaña. Disponiéndose a cenar, entrega a Vayo, para que nos la lea, la nota que será comunicada a los periódicos. El ministro de Estado lee:

«Como consecuencia de las dimisiones presentadas por don Jaime Aguadé, ministro de Trabajo y Asistencia Social, y don Manuel Irujo, ministro de la República, cuyas cartas dirigidas al jefe del Gobierno se hacen simultáneamente públicas, han sido nombrados ministro de Trabajo, don José Moix Regás, del Partido Socialista Unificado de Cataluña, y ministro sin cartera, don Tomás Bilbao Hospitalet, de Acción Nacionalista Vasca.

»Al dar cuenta de ello, el Gobierno de la República pone singular interés en afirmar una vez más su inalterable respeto a las personalidades y a los derechos de las regiones autónomas y se complace en ver asegurada la continuidad de las representaciones catalana y vasca en el seno del Gobierno, el cual mantiene así su carácter de Gobierno de Unión Nacional y su voluntad de sostener, junto a las libertades regionales, la independencia y la existencia de España».

Resuelta la crisis, el Presidente ordena que los coches estén dispuestos para salir inmediatamente. A las cuatro y media de la mañana, llevando como compañeros de viaje a Puche y a Méndez, se pone en camino para Zurich. Al llegar a Perpiñán hicieron un alto en nuestro consulado para comunicar a don Tomás Bilbao, que a la hora de llegada de los viajeros dormía, que había sido nombrado ministro. El interesado necesitó convencerse. La comunicación no tenía nada de solemne, aun cuando la hiciera personalmente el jefe del Gobierno. ¿Qué pensar? ¿Qué decir? Una hora después de tan original comunicación, todos los periódicos de la España republicana insertaban la noticia de que don Tomás Bilbao había entrado a formar parte del Gobierno, como ministro sin cartera, reemplazando a Irujo. La exaltación de José Moix, persona escasamente conocida, me la explicaba como una deliberada preterición de Comorera, mayor de personalidad y de apetencia política, al que Negrín no disimulaba su desafecto. La desestimación por el líder del Partido Socialista Unificado de Cataluña era común a muchas personas. A la hora de resolver la crisis es evidente que se pesó esa circunstancia, por lo que Comorera vino a quedar fuera del Gobierno. Sus aspiraciones, a creer en lo que de él se afirmaba, no se lograron.

Negrín dejó a sus espaldas los comentarios consiguientes. La solución de la crisis defraudó. El suelto de La Vanguardia, cuya intención peyorativa no fue visible sino para los lectores más avisados, permitió todo género de supuestos. Fueron muchos los que esperaban un Gobierno constituido por las figuras destacadas del régimen republicano, encargado de orientar la política hacia la consecución de la paz. Quienes trabajaron por ese Gobierno —de ello se acusó, páseseme la palabra, a los republicanos— olvidaron que la causa original de las dimisiones no consentía a Azaña abrir la crisis total sin reforzar, automáticamente, la plataforma nacionalista de la Generalidad de Cataluña, contra la que el jefe del Estado tenía tantos motivos de disgusto como el presidente del Consejo. El problema catalán, que la República creyó haber dejado resuelto con la concesión del Estatuto autonómico, renacía furiosamente con la guerra. El decreto de Franco aboliendo la autonomía de Cataluña tenía apasionados suscriptores entre los republicanos; por reacción, los autonomistas levantaban con rabia la bandera de la estrella solitaria, como en los días más heroicos de Maciá. La guerra violenta y áspera seguía dando tierra a los hombres que, de uno y otro lado, caían abrazados al deber y a la convicción. Besteiro, rechazando la invitación del Partido Socialista para tomar parte en un acto público, dirá algo más tajante. —No puedo hablar porque no me consentirán decir lo que siento y pienso, a saber: que los españoles nos estamos asesinando de una manera estúpida, por unos motivos todavía más estúpidos y criminales.