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Victoria en el Ebro y descalabro en Extremadura. — Facilidades en Francia. — ¿Cambio de política internacional? — «Yo también estoy cansado». — El comandante del José Luis Díez. — Texto de las cartas e instrucciones a él entregadas. — El acabamiento de Burillo en Badajoz. — Pérez Salas, el loco. — «Más vale volando».

Los comunicados de las operaciones del Ebro continúan siendo buenos: la tropas republicanas han llegado a la altura de Gandesa. El número de prisioneros pasa, según los informes, de tres mil. Las noticias de Badajoz, en cambio, son malas, y Salamanca afirma habernos hecho copos enteros. Nuestro objetivo consiste en obligarle a soltar la presa de Levante, evitando la caída de Sagunto y rompiendo la amenaza contra Valencia. Ellos se afanan en Badajoz por adueñarse de Almadén. Necesitaban el mercurio, fuente de recursos en divisas.

Me llama el Presidente y después de un despacho rápido, comenta las novedades militares.

—Conviene que no nos hagamos demasiadas ilusiones. La operación que hemos acometido es muy difícil, y aun cuando los informes siguen siendo buenos, interesa evitar que repiquen las campanas. (Se acerca al plano que ha hecho colocar en su despacho y señala la situación de nuestras fuerzas, con arreglo a los últimos partes). Queremos hacer en X una cabeza de puente. Los ataques de Mequinenza y Amposta son demostraciones «distraccionistas». Es aquí —señala la zona del centro en que se opera— donde el ataque lo hacemos a fondo y con un objetivo preciso. Veremos cómo reacciona el enemigo. Por ahora está respondiendo con la aviación, de un modo realmente fantástico. Ha hecho crecer el río, dejando correr las aguas de los embalses, consiguiendo desmontarnos algunos puentes, pero el accidente no es irreparable. Si hemos elegido el punto de ataque más difícil no es sin haberlo meditado mucho. Si conseguimos la victoria será gracias al buen cálculo militar, a la excelente dirección y a la bravura de nuestros soldados. La victoria puede llegar a tener consecuencias incalculables.

—Servirán para compensarnos del descalabro de Badajoz.

—De ese descalabro tenemos que reponemos en el propio Badajoz, y ya se han dado las órdenes para ello. El enemigo tiene allí pocas fuerzas y creo que es posible recuperar lo que se ha perdido. Esa derrota me resulta inexplicable y no me avengo a pasarla en silencio.

En el Ebro da comienzo la resistencia de los rebeldes, que, para hacerla, necesitan, como estaba previsto, disminuir sus efectivos en la zona de Levante. En el extranjero, la operación ha causado sorpresa y asombro. Pascua, que está en Barcelona, llamado por el Presidente, nos regatea los detalles de una noticia importante: el acuerdo a que parecen haber llegado los gobiernos inglés y francés para que se termine nuestra guerra sin vencedores ni vencidos. ¿Es una consecuencia de la victoria del Ebro? Esa apariencia tiene. El comentario internacional sobre la batalla no puede ser más halagüeño para el alto mando republicano. Ni siquiera el cronista de Mussolini se niega a reconocer lo meritorio de la proeza cumplida por nuestro ejército. La crónica que transmite a Italia por radio no puede ser más objetiva, aun cuando, naturalmente, vaticine que no podremos retener la victoria por mucho tiempo. Otros comentaristas militares valoran el paso del Ebro como el acto bélico más importante que se ha registrado durante toda la guerra. Políticamente, demuestra que la República no está agotada, y sí en condiciones de proseguir la campaña durante mucho tiempo, y esta circunstancia es la que ha inducido a los gobernantes franceses e ingleses a adoptar una posición nueva, temerosos de que la prolongación de la lucha en España dé motivo a incidencias internacionales de no fácil salida. Si no es así, resulta difícil averiguar el fundamento de la noticia que nos ha facilitado el embajador de España en París. Otero acude a ratificar mi pensamiento, con observaciones hechas por él en la misma capital.

—Gran impresión en Francia, como consecuencia de la ofensiva del Ebro, que se reputa golpe audaz y alarde técnico, y, a título de recompensa merecida, facilidades.

Por una conversación con Pascua, que regresa a París, me entero de que el Presidente le ha encomendado una gestión difícil y en cierta manera contradictoria con otras que hace tiempo está realizando cerca del Gobierno francés.

«Si este trabajo se transparenta, mi situación será difícil, pues aparecerá como lo que no soy, como un hombre poco recto, y, lo que es peor, las negociaciones de París habrán terminado definitivamente. Todo será que me carguen con la responsabilidad del fracaso, aun cuando yo tengo bien en orden mis papeles, papeles que tanto el Presidente como el ministro de Estado reciben puntualmente y en los que están anotadas con exactitud matemática todas las conversaciones que vengo sosteniendo con el Gobierno francés».

—No sé si me equivocaré —cosa fácil— al interpretar el pensamiento del Presidente, pero, deduciéndolo de sus reacciones más vivas y recientes, tengo por exacto que su mayor preocupación consiste en librar a España de toda hipoteca alemana e italiana. Ese punto es capital para él y si le diesen la seguridad…

—Esa seguridad ya la tiene. ¡La tiene, la tiene! Inglaterra se ha dado cuenta, a medida que se aproxima, según ella, la victoria de Franco, de que esa victoria no le conviene de ninguna manera. Desea una España tan apartada de Alemania e Italia, como alejada de Rusia. En Francia, el problema lo enjuician de idéntica manera. De aquí que yo crea que, por mal que se nos presenten los acontecimientos militares, un Gobierno que se dispusiera a lograrlo alcanzaría un final relativamente satisfactorio que evitase el machacamiento o expatriación de la mitad de los españoles. El plan para la retirada de voluntarios podría ser condicionado a una previa suspensión de hostilidades. Conseguido esto tendríamos mucho tiempo para hilar y puede que resultase exacta la afirmación de Azaña. Quizá, en efecto, no sonasen más tiros.

—Tropezaríamos con la oposición de los comunistas.

—Exacto; ese es el inconveniente, que aumenta con la nueva comisión que me ha encomendado el Presidente. Me hago cargo de sus dificultades y de la necesidad en que se encuentra de resolverlas. La contradicción es dramática porque es resultado de una realidad insoslayable. Mis trabajos de París hubieran estado mejor emplazados en Londres, pero por una razón de mayor confianza, por más vieja amistad, me han sido endosados a mí. Tengamos confianza. La ofensiva del Ebro nos concede un nuevo respiro que habrá que explotar a fondo.

La victoria del Ebro es, en efecto, un buen punto de apoyo para nuestra política diplomática, en la que se reflejan, al minuto, los duelos y las venturas de nuestras armas. Todos estamos de acuerdo en que es el momento de forzar la máquina cerca de Inglaterra y Francia. Las noticias continúan siendo favorables; pero ya el adversario ha hecho su acostumbrada acumulación de material, renunciando, con carácter definitivo, a entrar en posesión de Sagunto. Azaña mismo debe considerar adecuada la ocasión para buscar una salida al conflicto. Por un informe confidencial, Negrín sabe que el jefe del Estado ha celebrado una entrevista con el encargado de Negocios de Inglaterra, Mr. Litch. Los términos de la conversación son confusos: cansancio de la guerra, necesidad de ponerle término… De regreso del entierro de Cortázar, un colaborador ejemplar del Ministerio, Negrín comenta la confidencia.

—Yo también estoy cansado, física y moralmente. Nadie me acusará de haber parido la guerra. No digo que la haya hecho nacer Azaña, pero a él le cabe más culpa que a mí en lo que estamos sufriendo los españoles. Ha habido un momento en que por todos los medios me hubiera resistido a abandonar el Gobierno, así de claro lo dije. Ahora no estamos en la misma situación. Las cosas están mejor. Nada se opone a que me sustituyan. Sí, también yo me siento fatigado y creo que si alguien tiene títulos para reclamar un descanso, ese soy yo. ¿Qué quiere? ¿Qué se acabe la guerra? ¡Yo no deseo otra cosa! Lo que afirmo es que no se acabará haciendo gestiones que, de la misma manera que son conocidas por nosotros, lo serán de Mussolini. Por mucho menos que eso he firmado yo enterados de penas de muerte. Si Azaña supone que el ánimo público está propicio a aceptar un segundo Abrazo de Vergara, se equivoca. Quizás algún día lo esté. Ese estado de ánimo es preciso crearlo y, si se considera lo que hemos hecho cambiar el ambiente, es posible que, con más tiempo, logremos lo que el Presidente quiere. Pero aun así, gestiones como la que ha hecho, a la que no le faltan precedentes, son perjudiciales al fin propuesto. Asombra comprobar cómo Azaña no se hace cargo de ello. Para comisiones de ese tipo están los agentes oficiosos, que ni siquiera los embajadores acostumbran a ser empleados en esa clase de trabajos. En fin, quería haberme encerrado en mi despacho, pero la historia de esa entrevista me ha quitado ánimos y me voy a tomar el aire del Montseny.

Tengo en mi mesa, a guisa de coda al anterior enojo, la terca petición del ministro de la Gobernación, quien no se conforma con menos de tres oficios para autorizar el pasaporte del comandante del José Luis Diez, por otro nombre, «Pepe, el del Puerto». Así lo rebautizaron en el Norte. A Paulino Gómez no le inspira confianza Juan Antonio Castro, y si se decide a firmar su pasaporte es a instancias mías, reiteradas después de haberme él comunicado sus sospechas, con lo que la responsabilidad de su defección corre de mi cuenta. Si eso sucede, tres oficios me acusarán de candoroso. Hablo con Xátiva del asunto y hace una calurosa defensa de Castro, que se ha batido en el mar mandando el Ciscar. El jefe del Estado Mayor, Prados, confirma el juicio de Xátiva. Finalmente, tengo ocasión de conversar con el interesado. Es un hombre sereno, joven, fuerte. Tiene un sentido claro de la responsabilidad que va a afrontar. No la teme y espera salir con bien. Se abstiene de toda jactancia. Me cuenta, sobriamente, cómo han intentado sobornarle para que entregue o hunda el buque.

—Estando en casa de Ramón Aldasoro, en París, se me acercó don José Tapia, a quien usted debe conocer de Bilbao, y me entregó una carta. Traía, según dijo, algunos encargos de mi padre y, curioso de conocerlos, acudí al café donde me citó. El mezclar a mi padre en la historia no pasó de ser una añagaza. Tapia me entregó una carta de un ex comandante mío. Salvador Moreno, segundo jefe del Estado Mayor de la Marina de Franco. Con la carta venía un plan al que, en caso de acceder a lo que se me pedía, debía ajustar mi conducta[13]. Pedí garantías y quedaron en que me facilitarían cuantas apeteciese. Como me llamaron a Barcelona, pretextando que estaba vigilado, demoramos las nuevas entrevistas. Así están las cosas y a ustedes corresponde decirme la conducta que debo seguir.

—Las indicaciones al respecto —le contesté— corresponde dárselas al Estado Mayor. ¿Qué tal es el equipo de que dispone?

—Malo. Temo mucho que si suena un cañonazo siete u ocho de los tripulantes se arrojen al mar. Por lo pronto ya hay uno que ha desertado. Hubiera preferido recibir cuarenta o cincuenta hombres del Ciscar, a quienes conozco y me conocen. Si tenemos que luchar de noche, lo que es desagradable, desagradabilísimo, ignoro cómo responderá la tripulación. A poco que responda…

—¿Tiene confianza?

—Absoluta; seguridad plena. La empresa tiene dificultades, en efecto; pero tengo la certeza de que las venceremos y pasaremos el Estrecho, con un poco de ruido, pero sin desgracias. El buque después de la reparación ha ganado en velocidad.

Arreglado el pasaporte, el comandante del José Luis Diez salió para París, donde, por consejo del Estado Mayor de Marina, debía seguir en contacto con el agente de los rebeldes, haciendo la parodia de su arrepentimiento y dando cuenta al agregado naval de la Embajada, como lo venía haciendo, del resultado de las entrevistas que celebrase. Paulino Gómez siguió creyendo que habíamos hecho una tontería, de la que nos arrepentiríamos tarde. Yo confiaba en el informe de Xátiva que garantizaba plenamente la lealtad del comandante Castro.

Última encomienda del mismo día, esta del Presidente: que el general Asensio se traslade a la zona del Ejército de Extremadura para informar sobre el desastre que ha sufrido. Instrucciones: que el informe sea exclusivamente militar y determine si todavía es tiempo de corregir la derrota, dando la jefatura de aquellas fuerzas al propio general Asensio, en el caso de que se le puedan facilitar los elementos que en su informe señale como necesarios. Llamo al general a mi despacho y se muestra dispuesto a cumplir el encargo con la mejor voluntad, pero suscita el temor de que no encuentre ninguna facilidad para su trabajo y apunta la creencia de que revivan antiguos odios, acallados, de momento, por razón de táctica política. Le aconsejo que visite al Presidente, lo que me promete intentar. Cuando despido a Asensio llega un informe del comisario inspector del Ejército de Extremadura, diputado a Cortes por Granada, Nicolás Jiménez Molina, en el que se hacen acusaciones terminantes contra Burillo, presentándole como el responsable de cuanto ha sucedido. En el informe se sostiene que Burillo vivía divorciado de su Estado Mayor, con el que, por un pique de amor propio, se negaba a tener relación. No conocía el frente, del que sólo tenía noticias de segunda mano. Prefería ocuparse de cuestiones de trabajo, discriminando salarios y jornadas, a emplear su tiempo en resolver los problemas militares. Al producirse la ofensiva enemiga desdeñó cuantas indicaciones se le hicieron sobre el valor estratégico de las posiciones perdidas, principal causa de que una parte de nuestros efectivos, así militares como civiles y ganaderos, resultasen copados. Consumado el desastre, Burillo perdió la cabeza y, sin contar con el E. M., produjo una serie sucesiva de órdenes y contraórdenes que resultaron disparatadas por el desconocimiento del terreno; cambió mandos, metió en línea unidades desorganizadas y, en suma, procedió a la desesperada. El informe del comisario inspector, que había de ser ampliado con detalles más condenatorios, destruía la reputación que los periódicos comunistas habían hecho a Burillo, presentándole como el vencedor del Jarama. Esas lisonjas de la propaganda modificaron sensiblemente el carácter del interesado, que acabó encontrando estrechos todos los trajes. La derrota le enajenó los panegiristas de la víspera, convirtiéndolos en acusadores implacables. Sus camaradas le volvieron la espalda. El más piadoso con él resultó ser Asensio, que pudo haberle cobrado juicios injustos y despectivos. No lo hizo. Volvió de Extremadura con un informe lleno de atenuaciones y disculpas para su antiguo subordinado. Ese juicio bondadoso estaba en contradicción con los informes emitidos por el comisario inspector, que había vivido el desastre y conocía perfectamente la conducta que siguió Burillo. Este cayó, después de la iracundia de los primeros momentos, en que rompió con su partido, en una postración y un anonimato definitivos. Su rebeldía a las instrucciones que le dio Jesús Hernández, a quien el Presidente otorgó categoría de comisario, le llevó a ser hombre al agua. Corrió el rumor de que se había suicidado. Se desmintió, pero sin que volviéramos a oír hablar de él. El desastre que le tocó presidir no tenía compostura. Afortunadamente, el mercurio seguía en nuestras manos, gracias, por segunda vez, al coraje de Pérez Salas, un militar que no era más que republicano, y que quizá por esta circunstancia, verdaderamente extraordinaria, gozaba entre los profesionales fama de loco y original. Su locura y originalidad, de haberse generalizado, le hubiera sido a la República de considerable provecho. Consistía la enajenación en cumplir escrupulosamente con el deber, participando con los soldados en las vicisitudes de la campaña, de suerte que en los momentos de apuro los estimulaba con su presencia, les aconsejaba con su experiencia, y les encandilaba con la victoria. Por dos veces, en el mismo terreno, remedió lo que otros habían comprometido gravemente. De los papeles que pasaron por mis manos como secretario de Defensa son contados los que recuerdo. Uno, suyo. Un escrito al Presidente, en el que, a la vista de la monstruosa conducta que seguían los mandos en las unidades, despreocupándose de las necesidades militares para atender exclusivamente a las intrigas políticas, llegando en su catequesis cerca de los soldados a violencias inauditas, le anunciaba la imposibilidad de conseguir la victoria y le notificaba que a él, personalmente, sólo le ilusionaba la esperanza de hacerse matar avanzando, al frente de sus hombres, contra el enemigo.

Era un escrito patético que levantaba fiebre. Se lo mandé al Presidente. ¿Llegó a leerlo? ¿Se perdió entre carpetas, expedientes y comunicados? Es lo más seguro. Pérez Salas, original y loco, no valía menos cuando gritaba su desesperación de republicano, que cuando, en las horas apretadas y difíciles que la imprevisión de otros creaban, se interponía en el camino de Almadén, garantizando, con sus soldados y sus baterías, la seguridad de la plaza. Sólo de un loco podía esperarse un tan riguroso sentido del deber. Los cuerdos —¡cuántas veces hicimos la misma observación!— rezumaban egoísmo y prudencia. Locos los madrileños, saltando en un arranque de desesperación sobre todos los pronósticos infaustos; locos, los obreros azucareros de la Poveda, molturando la remolacha bajo el fuego de artillería de la Marañosa; locos, los trabajadores del hierro de la Siderúrgica de Sagunto, a la boca de los hornos y al pie de las laminadoras, oyendo los reventonazos de las bombas alemanas; locos, los hombres de la 43 División, con los pies descalzos en la nieve de los Pirineos; locos, los obreros de las centrales térmicas de Barcelona; locos, los aviadores de la Lape, serenos en su puesto hasta el último instante… Loco, Pérez Salas. Tenía, además de la coquetería de no ser más que republicano, el gusto de tratar a los soldados con el profundo respeto moral que se debe al semejante y con el afecto entrañable que establece el riesgo común y la común esperanza. Si algo me abochorna personalmente es no haber alcanzado a conseguir el título de loco. Hice méritos para ello, pero no resultaron suficientes. Citaré uno, por corresponder a este tiempo. Oponerme a mi designación para embajador en Moscú. La vacante de Marcelino Pascua hacía tiempo que estaba sin cubrir y Vayo vacilaba en la elección de la persona. El rumor llevó hasta mí el ruido que metía mi nombre. Con pretexto de despachar algunos papeles fui a casa del Presidente. Desayunaba en compañía del menor de sus hijos. Abordé el tema, indicando que lo seguro era que se tratase de uno de tantos rumores sin fundamento, pero que, en caso contrario, le interesaba la toma en consideración de mi negativa. Me afirmó que, en efecto, existía el propósito de hacer la designación a mi favor y de hacerla rápidamente, pues urgía enviar a Moscú un hombre que continuase los trabajos de Pascua. Le sorprendió mi resistencia, pero acabó por aceptarla. ¿Por qué decliné un honor tan solicitado y requerido? No ciertamente por miedo al fracaso, que yo sabía que en España no fracasan más embajadores que los de París, cualesquiera que sean sus servicios, y triunfan, o por lo menos disfrutan del silencio que acompaña a los que han triunfado, los que tienen su residencia oficial por encima de Berlín. Desde los tiempos, por lo menos, en que el marqués de Villa–Urrutia se iniciaba en la carrera diplomática, la Embajada de París estaba vigilada por los dientes de la envidia. El propio marqués, ya achacoso, fue expulsado de ella de «coz de mula vizcaína». La divisa de los Osunas, cuyo Don Mariano asombró al Zar con la grandeza de sus despilfarros de embajador español, puede ser esgrimida como razón de mi negativa: «Más vale volando…». Verdad clara que no necesita glosa.