La aviación «legionaria», precioso eufemismo italiano, siguió atacando Barcelona y Valencia, durante todo el mes de julio, con una reiteración y terquedad abrumadoras; de día y de noche. La Deca, falta de elementos, podía hacer muy poco, y nuestros aviadores no consiguieron apuntarse ninguna victoria a la vista de la ciudad. Era difícil. La aviación italiana, que entraba por el mar, a alturas extraordinarias, se presentaba en Barcelona inesperadamente. Atacaba en el puerto y desaparecía por el Prat, perseguida por nuestros cazas. El Gobierno dio a la publicidad una nota denunciando, una vez más, el bombardeo aéreo de las ciudades abiertas y anunciando que se encontraba resuelto a replicar «en su origen» las agresiones. Este aviso causó más impresión en París y Londres, donde se nos creía capaces de cualquier acto desesperado, que en Berlín y Roma, por más que Vayo asegurase que en varios puertos italianos se habían adoptado precauciones defensivas. Giral, dirigiéndose a Negrín, le dijo que suponía «que lo de las represalias» en su origen sería conversación de puerta de tierra, a lo que el Presidente le replicó:
—De ninguna manera. Estamos decididos a producir esas represalias, no precisamente contra Roma, pero sí contra Génova, Spezia, Turín… De momento no podemos, porque de decidirnos a hacerlas, las haremos sobre varias ciudades a la vez. Por esta causa necesitamos esperar.
Giral se calló. Su silencio era puro escepticismo. Vayo, en cambio, arropó la afirmación de Don Juan con más detalles de un informe fantástico sobre el susto de los italianos. La nota del Gobierno no modificó en nada, por supuesto, la situación. Los aviones italianos continuaron atacándonos de día y de noche. Causaban víctimas y nos hundían buques. En Levante, la guerra seguía muy activa y nuestros soldados se batían bien contra un adversario muy superior en número y elementos. Nuestros recursos seguían siendo, pese a los desvelos de Otero, escasos. En una de las agresiones aéreas, cinco «Savoias» destruyeron una parte de la factoría de Gavá. Estos daños aumentaban nuestra pobreza, sin modificar el optimismo, cierto o simulado, del Presidente. Este, que viene de visitar la fábrica siniestrada, me dice:
—Tenemos año y medio por delante para hacer algo eficaz. Un año, yendo muy de prisa, nos llevará la organización del Ejército. En menos tiempo, por mucho que corramos, nos será imposible darle cohesión y fuerza.
La novedad del programa, al sorprenderme, me deja silencioso. Don Juan sigue:
—Si queremos, y yo quiero, tendremos ese año y medio. Tres sistemas poseemos para hacer que los demás quieran lo que el Gobierno quiera: enfervorizarles, convencerles, y si estos dos recursos son insuficientes, aterrorizarles. El terror es también un medio legítimo de gobierno cuando se trata de salvar el país.
El silencio es ahora más denso. Tiene dentro como una palpitación medrosa. Completando su pensamiento, Negrín añade:
—Queriéndolo, podremos. De no haberlo querido, hace dos meses, cuatro, seis meses, se nos habría venido todo al suelo. Sí, son varias las ocasiones en que hemos estado a punto de perder una guerra que no perderemos, que ganaremos. Usted me habla de intervenciones del azar y sin que niegue que puedan producirse, le digo que no especulo con ellas, como usted no establece los proyectos económicos de su casa esperando que resulte premiado el billete que juega a la lotería. Tengo que calcular con lo que poseo; de momento es bien poco en lo material y mucho en lo moral.
Como le haga una alusión al próximo invierno, me declara:
—Esa es mi preocupación: el invierno. Todo hace pensar que será terrible, pero necesitamos trabajar para reducir, en lo posible, su dureza.
¡Año y medio! Me parece demasiado tiempo. Y, sin embargo, Negrín puede tener razón. Si no hubiese perdido la fe en las confidencias sensacionales, acabaría dándosela a la vista de la que el SIM ha recibido de un antiguo falangista, alemán de naturaleza, que viene prestando servicios desde los tiempos de Prieto. He sido yo quien lo desvió hacia el SIM, con la indicación expresa de que no es hombre que me inspire confianza. Su último informe es una novela: el viaje a Roma de varios falangistas, de los llamados «camisas viejas», para ofrecer a Don Juan el trono de España bajo determinadas condiciones. He aquí este informe:
Las condiciones de la Falange Auténtica (según la información del confidente) son las siguientes: «A. —Monarquía constitucional con Don Juan. B. —Legítima abdicación de Don Alfonso en favor de Don Juan. C. —Estado totalitario a base de un Estado nacional–sindicalista, con aplicación total de los 27 puntos de la Falange. D. —Todo el poder para la Falange. E. —Reposición de todos los jefes destituidos. F. —Amnistía general para todos los falangistas encarcelados y procesados. G. —Cese inmediato de toda intervención extranjera en España, H. —Ofrecimiento al Gobierno de la República del cese inmediato de las hostilidades y buscar la unidad nacional. I. —Amnistía general para todos los españoles sin distinción, pero con exclusión de las personas que hayan asesinado y robado por propia cuenta, cuando estos hechos sean comprobados. Para que no haya injusticia alguna se propone la formación de un Tribunal especial dependiente de un Consejo superior presidido por el mismo rey pacificador, asesorado por una persona de cada zona. Se indican dos nombres: Zona de Franco, el general Yagüe. Zona del Gobierno, don Indalecio Prieto o don José Ortega y Gasset. J. —Libertad para todos los prisioneros de guerra con causa determinada o en período de instrucción. K. —El nuevo rey tendría que hacerse cargo de la suprema jefatura del Estado, en sustitución de Franco y bajo el subtítulo de Rey Pacificador, lanzando al mismo tiempo un manifiesto a su pueblo en ofrecimiento de una paz general, supresión de todas las pasiones políticas e intentos de venganzas. Que el nuevo Estado nacional–sindicalista, en su forma de monarquía constitucional con el poder absoluto para el jefe del Gobierno, se daría un régimen sobre la base del carácter nacional, desligado por completo de toda tutela extranjera. L. —Que Franco, por tratarse de un general que no parece imparcial ante los ojos de todos los españoles, y sobre todo en amplios sectores de Falange, debería tener la delicadeza de retirarse bajo algún pretexto de los negocios públicos de la Nación, conservando el título de Generalísimo. M. —Disolución del actual Gobierno de Franco y una nueva formación por individuos adheridos a la Falange que diesen garantía absoluta para una dirección moderna de la administración pública, N. —Denuncia de todos los compromisos que se pudieran haber contraído durante la guerra, tanto material como moralmente, en perjuicio del honor nacional y de la soberanía nacional. O. —Limpieza de la retaguardia de los elementos enchufados durante la edad militar y preferencia para todos los mutilados de guerra y combatientes, sin distinción de campo, en la administración pública. P. —Declaración franca del rey pacificador en un manifiesto a la Falange vieja, de que él está con ella y que será —fiel continuador de los conceptos politices de José Antonio Primo de Rivera. Q. —Como primer acto de gobierno del rey pacificador, se daría un decreto o R. O. que refleje todo lo expuesto en estos puntos».
Don Juan se reservó la respuesta y con un plazo de ocho días dijo a los embajadores: «En España no puede haber más rey que mi augusto padre. Si este lo cree conveniente abdicará en el sucesor que a él convenga. Además, en estos momentos, lo más importante es ganar la guerra y una vez todo el territorio español en poder del ejército del Generalísimo Franco, se podrá ventilar la restauración. El Generalísimo tiene toda la confianza de mi padre y, además, es deseo de la nobleza española que mi padre ocupe, simbólicamente, una temporada al menos, el trono de España. Sé que el rey de Inglaterra y el Gobierno actual de ese país verían con sumo gusto mi subida al trono de España; pero esto no depende tan sólo de las voluntades inglesas, sino de otras potencias que en mi ascensión al trono verían, quizá, una merma de sus derechos, adquiridos por su intervención en la guerra. Yo reconozco que los asuntos propuestos tienen bastante envergadura y no les puedo negar razón, pero he sido informado que en las filas de Falange existen nutridos sectores anticlerisiásticos, llegados a ella durante el movimiento y procedentes de las zonas izquierdistas. Pueden ustedes comprender que no me es posible apoyarme en un sector político de minoría que esconde en sus propias filas a elementos rojos y que, además, ha intentado conspirar en plena guerra contra el Generalísimo».
Don Juan, que prometió volver a recibir a los embajadores, no les cumplió la promesa. Los falangistas sacaron la conclusión de que no les quedaba otro camino que el de la violencia si deseaban hacerse del Poder. Tengo por cierto que la confidencia es falsa, por lo menos en sus cuatro quintas partes. La única verdad de tan largo informe es que los falangistas no se sienten contentos de la marcha de las cosas, como lo prueba el golpe dado en el castillo de San Cristóbal para facilitar la fuga de sus camaradas encerrados en él.
El Presidente está al corriente de esos informes, pero no los comenta. Acaso se lo impiden sus preocupaciones por la retirada de voluntarios, tema que está en plena actualidad. Para tratar de él han llegado los embajadores de París y Londres. El 16 de julio, Pascua hace una visita a Azaña. Me indica que ha estado deferentísimo y que le ha pedido informes sobre la política francesa en relación con la guerra española. Después de oírselos, Azaña le ha manifestado la seguridad absoluta de que, si en virtud de las negociaciones para la retirada de voluntarios, se llega a una suspensión de hostilidades, no habrá forma humana de conseguir que, ni del lado de la República, ni del de Franco, se dispare un solo tiro. Está convencido de que la ansiedad de paz es tan profunda en todos los españoles como para determinar, por una negativa a seguir luchando, la terminación de la guerra. Completo la opinión de Azaña, comunicando a Pascua el informe que me han hecho personalmente los miembros del Comité Nacional de un partido de izquierda, según los cuales el anhelo de paz está tan metido en el tuétano de las gentes, que en los barrios obreros de Barcelona el disgusto contra la continuación de la lucha aumenta por días. Inquiero del embajador si, además de la política militar, hay alguna otra.
—No, ninguna. Todo el prestigio de Negrín en el exterior se deriva de su posición de resistencia y la consecuencia inmediata que él saca es que no hay otra política que la de resistir.
—Y el plan de retirada de voluntarios, ¿alcanzará a tener la eficacia que espera Don Manuel?
Deniega con la cabeza y con la palabra:
—No.
Dos días después, 18 de julio, el presidente de la República pronuncia el discurso de las tres «P»: Paz, Piedad, Perdón, que algunos comentaristas interpretan como una oposición a las tres «R» de Negrín: Resistir, Resistir, Resistir. Por primera vez, en un discurso oficial, sale a plaza la palabra «Paz». El detalle fija mucho la atención de las gentes. A estas alturas del conflicto, y teniendo en cuenta el curso íntimo de la vida política, yo mismo doy varias lecturas al discurso, no sólo por el gusto de su castellano, que ya las justificaría, sino también por desentrañar las alusiones que pueda tener. ¿No afirmó Negrín que la idea de replicar en «su origen» las agresiones aéreas de la aviación legionaria era algo más que una amenaza diplomática? Pues es a esa afirmación a la que parece replicar esta otra del discurso de Don Manuel: «Por mi parte, no podría resignarme a prestar una aparente aprobación, ni siquiera con mi muda presencia, a ningún acto de ningún Gobierno que pareciese inspirado, directa o indirectamente, en el propósito de convertir la guerra de España en una guerra general». Otro párrafo que me parece cargado de alusiones: «El derecho de enjuiciar públicamente subsiste a pesar de la guerra, salvo en aquellas cosas que pudieran perturbar conocidamente lo que es propio y exclusivo de las operaciones de defensa. Y de esa manera, cada cual aporta su grano de arena a formar la opinión. Pero, más que un derecho, es una obligación imperiosa, ineludible, en todos los que, de una manera o de otra, toman parte en la vida pública. Es una obligación difícil de cumplir. ¡Cómo no va a serlo! Demasiado lo sé. Para vencer esa dificultad se recomienda mucho, como higiene moral, el ejercicio cotidiano de actos de valor cívico, menos peligrosos que los actos de valor del combatiente en el campo de batalla, pero no menos necesarios para la conservación y la salud de la República». ¿Qué interpretación dar a esta invitación calurosa al ejercicio del valor cívico? Establecida al comienzo del discurso, todo él pacifista, alejado de consiguiente de los que acostumbra a pronunciar Negrín, la interpretación sólo puede ser una. Tanto más fácil de establecer cuanto que Azaña se niega terminantemente a ser «un banderizo obtuso, fanático y cerril», para reivindicar su condición de español sensible a la inmensa tragedia, ruinosa para todos, «ya que todos los españoles tenemos el mismo destino». La musa del escarmiento debe dictamos la lección «de esos muertos que han caído embravecidos en la batalla luchando magníficamente por un ideal grandioso y que ahora, abrigados en la tierra materna, ya no tienen odio, ya no tienen rencor, y nos envían, con destellos de su luz, tranquila y remota como la de una estrella, el mensaje de la patria eterna que dice a todos sus hijos: Paz, Piedad, Perdón». Pienso en la cantidad de compatriotas que no habrán podido escuchar esas palabras, después de las que les dedica la propaganda, sin un estremecimiento de emoción. Para otros, tan pronto oídas, tan pronto olvidadas… No sabrían dormir, al parecer, sin el ruido de las explosiones y el mugido de las sirenas, aun cuando se defienden con la suficiente eficacia para no embrazar el fusil que por la edad les corresponde. Que nadie les hable prematuramente de paz y mucho menos intente disminuirles el caudal de odios. ¡Son sagrados! No se sabe bien por qué, pero todos sus sentimientos tienen la misma categoría de cosa santa y sagrada. Para los afiliados a esa secta, no definible por carnet político alguno, el discurso de Don Manuel oculta, en su buena gramática, un espíritu derrotista. Mejor es que permanezca callado. Su palabra no vale lo que su silencio.
El primero en consultar mi opinión sobre el discurso es Negrín. Le contesto, buscando conocer su juicio, con parcialidad: «Un poco espinoso para el Gobierno». Niega que sea así. Le señalo la contradicción entre la amenaza de bombardear ciudades italianas y la declaración tajante de Azaña de impedir que la guerra se convierta en una conflagración general. Discute casuisticamente el caso, para acabar diciendo que la política de fintas es también una política.
—La afirmación de Azaña concuerda y conviene con los propósitos del Gobierno. Conocí el discurso dos días antes de que se pronunciase y fui yo quien pedí al Presidente que reforzase esa parte que usted estima reprensiva para el Gobierno. El propio Azaña se mostró sorprendido de que aceptase algunas partes del discurso, al punto de que se adelantaba él, al exponérmelas, a suponer que no serían de mi agrado. No las rechacé porque las encontraba bien y las reputaba adecuadas al momento. Mi trabajo me costó convencerle para que hablase. Rechazó la invitación con estas palabras: «Es que yo no puedo hablar como no sea diciendo lo que siento y lo que pienso. Ni mi tradición ni mi responsabilidad me consienten decir de cara al país una cosa por otra». Justamente, le aclaré, es eso lo que deseamos de usted; que diga al país cuál es su pensamiento. Y salvo el tono, pesimista y sombrío, yo suscribo lo que el Presidente dijo. De otra manera no hubiese podido autorizar el discurso.
—Celebro la coincidencia, porque somos muchos los que lo suscribimos.
No hubo más comentarios. Los de los periódicos, a decir verdad, no ofrecían menor interés. El periodismo estaba como arrumado y empobrecido. Si daba algo de sí era en algunos diarios de Madrid, que no llegaban hasta Barcelona.
Para comentario y glosa del discurso de Azaña se imprimieron los mismos adjetivos, un poco más desgastados y sin brillo, que se dedicaban, sin demasiado discernimiento, a las alocuciones de Negrín. Este tampoco volvió al tema. Lo había olvidado. Su preocupación, que trataba de disimular con sonrisas, estaba en otra parte. No supe dónde hasta varios días más tarde, con ocasión de una cena de despedida al agregado aéreo de la Embajada soviética, a la que asisto con el Presidente y concurren casi todos los mandos de nuestra Aviación y representaciones de los de Tierra y Marina. Yo converso todo el tiempo con el encargado de Negocios, Marchenko, sobre literatura. Es un tema que parece interesarle, al punto de ser él quien lo ha elegido. Vayo y el propio Presidente acaban por mezclarse a la conversación. A Marchenko le agrada Baroja, cuyas obras conoce. Me interesa datos del novelista. Haciéndole yo una silueta de Don Pío, la cena se pone seria. Negrín se levanta a brindar por Stalin, por Vorochilov y por el gran pueblo soviético. El agregado militar a quien despedimos, Aryenujin, lo hace por Azaña, por Negrín, por el Gobierno, por sus colegas españoles y por la victoria de la libertad. Después del café. Don Juan me toma aparte, y me anuncia que el día siguiente se irá al frente. Añade que a su regreso se propone sustituir a Bruno Alonso, a Prados y a Cordón.
—Me cuesta mucho trabajo desprenderme de los colaboradores, pero no me va a quedar más remedio que prescindir de Cordón, que es un hombre vidrioso y que, al parecer, ha perdido las simpatías de su partido. A Prados, porque lo encuentro demasiado ligero para jefe del Estado Mayor de Marina, y a Bruno Alonso, porque se ha hecho incompatible con el jefe de la Flota. ¿Qué le parece Entrialgo como sustituto de Bruno? Todos los informes que me dan de él son buenos: hombre serio, recto, laborioso. Creo que es la persona que puede convenir para el cargo. Nombraremos dos subcomisarios, uno para la Flota y otro para la Base Naval, procurando que uno sea socialista y otro republicano. ¿Qué le parece? Dígamelo.
—Yo creo que Bruno Alonso ha hecho en la Flota una obra considerable de disciplina…
—Sí, pero su situación es insostenible. Ha desorbitado su función y salimos a choque por día. Siendo una persona por la que tengo vivísima simpatía, no me va a quedar más remedio que sustituirle.
—En fin, eso lo pensará y lo resolverá usted. Yo tengo una cosa que comunicarle. Esta misma noche se ha presentado en mi despacho el subcomisario Crescenciano Bilbao, indicándome que necesitaba tener urgentemente una entrevista con usted. Comprendiendo que no podría tenerla, por razón de este acto, me ha dicho, para que se lo transmita, lo siguiente: «Rojo ha declarado que va a las operaciones como turista, operaciones que los consejeros afirman que no tienen su asentimiento, motivo por el que el jefe del ejército que va a operar dice que él no sabe nada ni quiere saber nada». Eso es lo que me ha dicho, dando muestras de evidente desasosiego.
—¿Todavía no se ha convencido usted de que Bilbao es un inocente? Todo lo que le ha contado es una puerilidad sin consistencia. Las operaciones que darán comienzo mañana se han proyectado por inspiración y consejo mío. Tiene que perdonarme que no le haya dicho nada, pero es un trabajo que llevábamos personalmente Rojo y yo, sin haber dado participación a nadie. La zona en que operaremos la he fijado yo, después de considerar las ventajas y los riesgos de un ataque en los frentes susceptibles de ser puestos en movimiento. No le oculto que la operación que nos proponemos realizar es difícil, muy difícil; pero si conseguimos alguna ventaja, por pequeña que ella sea, tendrá importancia. Si alcanzásemos el objetivo pleno, el éxito, por sus efectos, sería extraordinario. No espero que tengamos esa fortuna, justamente por la dificultad que ofrece la zona elegida para la operación. Con todo es la única en que, de salimos bien las cosas, podemos obtener una victoria militar susceptible de ulterior explotación. El general comprendió mi idea y, después de un estudio técnico, la impuso a los consejeros, que mantenían otra tesis, que han acabado rectificando. Bilbao, pues, ha oído campanas…
—Me ha asegurado que la noticia la tiene de un jefe militar, cuyo nombre ha preferido reservarse. Era obligado, no teniendo antecedentes para juzgar del caso, que yo le transmitiera el recado.
—Perfectamente, pero le repito que no hay nada en él que valga la pena. El general, como siempre, ha puesto entusiasmo y celo en el trabajo y ha ido a su puesto a cumplir con su deber. Quizá yo mismo vaya mañana, aun cuando Rojo se opone a que esté presente en las operaciones por temor a que suceda alguna avería.
Antes de que lleguen las primeras noticias de las operaciones que a nuestra iniciativa han comenzado en el Ebro, el parte secreto nos informa de la pérdida de Castuera, en Badajoz. Por allí anda Burillo, siempre en disgusto porque no se le ha hecho —según él— justicia. Veremos si tiene capacidad y suerte para vencer de la ofensiva que, con ánimo de alcanzar las minas de Almadén, ha desencadenado el adversario. Felizmente, en la orilla del Ebro las cosas van bien. El primer comunicado que se recibe, 25 de julio, es plenamente satisfactorio. Nuestras fuerzas han atravesado el río por varias partes, en el recorrido que va desde Mequinenza a Amposta. Varias divisiones han progresado sobre terreno enemigo, en algunas zonas sin encontrar resistencia. El Presidente no puede disimular su alegría. Ordena que se pase copia de la noticia a todas las autoridades de la República. La parte más arriesgada de la ofensiva —el paso del río— ha salido perfecta. El Ebro, con sus ciento cincuenta metros de foso en la parte más estrecha, ha sido vadeado sin que el adversario se diese cuenta. Han pasado los hombres y el material. Este éxito se ha conocido inmediatamente en Barcelona, donde la gente asegura que el mérito es del general Asensio, como director de la operación, falsedad que sirve, cuando menos, para notar cómo ha crecido el prestigio y la popularidad de ese general por quien el Presidente, a indicación mía, se interesó, ordenando que fuese procesado y juzgado, o en caso de no haber razón para ello, puesto en libertad. A las 24 horas no cumplidas, el general Asensio, con un sobreseimiento provisional en la mano, se presentó en mi despacho, solicitando una entrevista con el Presidente para hacer su presentación oficial, ya que estaba a sus órdenes. Era la primera vez que veía a Asensio. Me produjo una impresión excelente, que fue aumentando con un trato, que el Presidente hizo que fuese constante, y que me resultó, por mi ignorancia de las cosas militares, provechoso. Negrín no acabó de decidirse a emplear a Asensio en las cosas de fuste que correspondían a la indudable capacidad militar de su subordinado. Pensó, maquiavelicamente, creyendo que de esa manera lo reivindicaría ante sus debeladores, en enviarle de agregado militar a nuestra Embajada de Moscú, disuadiéndole yo del proyecto, que me parecía infortunado, opinión en la que coincidió Pascua, mejor conocedor de los medios oficiales soviéticos. Asensio no estuvo en el Ebro. Esta victoria, que sonó mucho, y con fundado motivo, corresponde íntegramente a Rojo como realizador y a Negrín, juzgando por sus palabras, como iniciador.
A la victoria del primer día se mezcla un pequeño disgusto político: el recrudecimiento nacionalista que se observa en las actividades de la Generalidad. Rudamente, el Presidente dice al subsecretario de Gobernación:
—Esa puede ser, muy concreta, una razón por la que yo me marche del Gobierno. No estoy haciendo la guerra contra Franco para que nos retoñe en Barcelona un separatismo estúpido y pueblerino. De ninguna manera. Estoy haciendo la guerra por España y para España. Por su grandeza y para su grandeza. Se equivocan los que otra cosa supongan. No hay más que una nación: ¡España! No se puede consentir esta sorda y persistente campaña separatista, y tiene que ser cortada de raíz si se quiere que yo continúe siendo ministro de Defensa y dirigiendo la política del Gobierno, que es una política nacional. Nadie se interesa tanto como yo por las peculiaridades de su tierra nativa; amo entrañablemente todas las que se refieren a Canarias y no desprecio, sino que exalto, las que poseen otras regiones, pero por encima de todas esas peculiaridades, España.
A una respuesta de Méndez, insiste:
—El que estorbe esa política nacional debe ser desplazado de su puesto. De otro modo, dejo el mío. Antes de consentir campañas nacionalistas que nos lleven a desmembraciones, que de ningún modo admito, cedería el paso a Franco sin otra condición que la de que se desprendiese de alemanes e italianos. En punto a la integridad de España soy irreductible y la defenderé de los de afuera y de los de adentro. Mi posición es absoluta y no consiente disminución.
El propio Azaña no se hubiera expresado con más vehemencia. En ese tema, los dos presidentes eran correligionarios. Desgraciadamente, a partir de ese pensamiento común, comenzaban las incompatibilidades, disimuladas con sonrisas de exportación y sabias alusiones discurridas por la mutua cortesía.