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Una operación «decisiva» que fracasa. — El Presidente hace vida de soldado. — El bombardeo de Granollers. — «¡Cuánto sufrimiento íntimo!» — Intensa agitación política. — La pérdida de Castellón. — Un discurso de Negrín desde Madrid. — Regreso a Barcelona. — La charca política. — Estupefacción. — Prieto se va a Francia. — Declaraciones de Besteiro al senador Elliot.

En el mes de mayo, el general Rojo preparó unas operaciones en las que el Presidente puso una confianza excesiva. Se trataba de reconquistar una parte del terreno perdido en la zona de Tremp. En ausencia de Negrín, el general jefe del Estado Mayor Central me visitó para formularme sus necesidades en materia de automóviles. «La razón de esta necesidad —me explicó— es que vamos a iniciar unas operaciones de carácter decisivo para bien o para mal. Todo está a punto y sólo necesitamos, para comenzarlas, la orden, que corresponde darla al Presidente». Rojo se fue al frente, en una última visita de inspección y yo comuniqué a París la conveniencia de que Don Juan acelerase su regreso. La misma noche tomó el tren y al día siguiente estaba en su residencia. Rodaba, en comentarios ásperos la doble historia de la dimisión de Rivas Cherif y el nombramiento para embajador en México de Prieto. Negrín tenía un resumen de las conferencias telefónicas de Azaña con su cuñado y con Prieto.

—¡Qué persona! —comentaba—. Lo que necesito es que Prieto acepte y Azaña firmará el decreto, ¡vaya si lo firmará!.

Como no aceptase mis observaciones, pedí la opinión de Vayo que estaba presente, y el ministro de Estado le confirmó mi consejo, añadiendo una lamentación.

—Es una contrariedad sensible que no podamos hacer el nombramiento. Prieto hubiera sido el embajador ideal en los actuales momentos. Cárdenas estaba complacido con el anuncio de su designación y lo va a resentir. Reconozco que Zugazagoitia tiene razón. Para el propio Prieto se ha creado una situación enojosa, tanto más cuanto que es seguro que no haya olvidado lo de las Memorias de Don Manuel.

—Tendrán ustedes razón, pero yo soy como soy y no doy mi brazo a torcer. Vayo me conoce desde hace muchos años y sabe que he pasado por muchos disgustos en la vida por defender lo que me parecía justo. No estoy dispuesto a violentar mi naturaleza moral. Después de todo, «ese» no merece ninguna consideración.

Resuelto a no dar su «brazo a torcer», herido como estaba por el tono de las conferencias telefónicas de Azaña, Vayo llevó la conversación a las reuniones de Ginebra. Explicó la impresionante entrada del Negus en la Sociedad de Naciones y las quejas de quienes le acompañaban por la defección de Inglaterra, que se había comprometido a defender Etiopía. Halifax, abochornado, marchó a Londres decidido a presentar su dimisión. En conversaciones de pasillos había reconocido lo violentamente equívoco de su papel en la Liga. Por lo que hacía a nuestro problema, Vayo siguió proyectando los mismos paisajes de ilusión internacional a los que nos tenía bien acostumbrados. Bonnet se le quejó de que hubiese incluido a Francia en los reproches que hizo a Inglaterra. El Presidente, que escuchaba indiferente, salió de su mutismo:

—Apunten ustedes para que no lo olviden lo que voy a decirles. Apunten, apunten. ¿Estamos ya? Pues bien, dentro de cuatro semanas habrá menos peligro que hoy de que los franceses cierren la frontera. Claro que me puedo equivocar y en vez de cuatro semanas mi vaticinio se cumpla en tres o en dos.

Alude inequívocamente a las operaciones proyectadas, y como se lo doy a entender, remacha.

—Son las más grandes que se han proyectado. Llevamos trabajando en ellas bastante tiempo. Y ¿sabe lo que le digo? Que vamos a ganar la guerra militarmente. ¿No me cree? Anótelo y ya me dará la razón. Vamos a ganar la guerra militarmente, como lo está usted oyendo.

Esta vez, el Presidente cree lo que dice. Si acierta en su profecía habrá sacado adelante una victoria que, en tres o cuatro ocasiones, ha estado yerta en las mesas de calcular del Estado Mayor Central. El día siguiente comenzaron los ataques y Negrín se trasladó al frente. Unos prisioneros, entre los que había algunos oficiales, confesaron que nuestra ofensiva constituyó una sorpresa absoluta, pues estaban convencidos de que el Ejército republicano estaba, después de la caída del Este, destruido para siempre. Igual ignorancia en Barcelona. Los planes se habían elaborado con un secreto insuperable. Los resultados, sin embargo, no correspondían a las esperanzas. El primer parte llegó flojo y sin brío. El segundo, igual. Según Hidalgo de Cisneros, que me dio cuenta de un combate aéreo en el que habíamos derribado diecisiete aparatos, con pérdida de tres «moscas», el avance de la infantería era perezoso y el ritmo de las operaciones se había retardado en razón, principalmente, de la resistencia de los rebeldes. La reconquista de Tremp, más que problemática, empezaba a parecer imposible. En efecto: a los tres días regresó Negrín, que había estado haciendo vida de soldado y sin mucha convicción me aseguró que las cosas marchaban bien.

—Lo que nos proponíamos conseguir ya está, en parte, conseguido. La zona de Levante ha quedado descongestionada de fuerzas enemigas. La aviación nos la han enviado aquí. Podemos, pues, reorganizar Levante y adecuar nuestras defensas. Pero estos objetivos no pueden ser divulgados para que el combatiente no se desanime.

—¿Es que no aspiramos a reconquistar Tremp, con la importancia que tiene para nosotros la energía eléctrica?

—¡Si fuera posible! No creo que lo sea, sin embargo, por lo difícil del terreno. Se asombra uno al considerar cómo pudo ser abandonado tan fácilmente. ¡Qué inmejorable zona de defensa!

No necesité saber más para comprender que la ofensiva «de carácter decisivo» estaba fracasada. Quedó reducida a un trabajo de distracción de fuerzas. Con un éxito bastante restringido, que el enemigo seguía presionando en Levante y cincuenta «Junkers» le ayudaban a avanzar. Más de quinientas bombas fueron arrojadas en un solo día sobre la fábrica de Sagunto. Después de un Consejo de ministros, el Presidente se volvió al frente. Su presencia en él no surtió los efectos apetecidos. Los comunicados continuaron siendo fríos; los resultados, dudosos. El 28 de mayo, el Presidente estaba de regreso. El rostro quemado de sol, el ánimo optimista. Las operaciones podían considerarse terminadas.

—Me hubiera gustado su compañía. Hubiese anotado cosas realmente admirables. Evidentemente somos una raza superior, un pueblo de gran temple. Los soldados se nos quejaban de que no les consintiesemos avanzar todo lo que podían. Pero eso no era conveniente y, además, estaba desaconsejado por la seguridad. No podíamos consentir que nuestras tropas se metiesen en un callejón sin salida. El propósito se reducía, después de todo, a aliviar la zona de Levante, donde hemos tenido momentos muy difíciles, que de no haberlos cortado nos exponían a perder, en pocos días, Sagunto. Estoy francamente contento. Hemos impuesto, a rajatabla, el respeto a los prisioneros. He visitado a varios heridos, auténticamente falangistas, y su pasmo ha sido grande cuando han comprobado que me interesaba por ellos sinceramente. Estaban convencidos de que lo único que podían esperar de nosotros era la muerte. Tenemos que contrarrestar, como sea, esa propaganda. Es menester que se vaya sabiendo en la otra zona cómo somos. Los oficiales eran los que mayor apuro tenían, pero se les ha rodeado de respeto y se han tranquilizado. Nuestras bajas han sido muy escasas. El balance me parece bueno. Tropas novatas han ido a hacerse matar con una resolución que helaba la sangre. He comprobado que la gente agradece que se le dirija y se la reprenda cordialmente. Los mandos aceptan las lecciones y, lo que es más estimable, las asimilan, adquiriendo una capacidad que dará frutos satisfactorios. ¡Cuánto hubiera deseado tenerle allí! Hubiera anotado muy buenas cosas, que me complacería leer y ver divulgadas. Véngase conmigo. Voy por la noche. Me propongo celebrar una reunión con los mandos de todas las unidades que han intervenido en las operaciones. Algo sacará en limpio que le pueda ser útil.

Prefiero quedarme. Tenemos una confidencia de Salamanca, según la cual la aviación rebelde va a intensificar sus visitas a Barcelona y Valencia, con ánimo de destruir la moral de la retaguardia. La confidencia tiene una comprobación rigurosa. Entramos en régimen de alarma permanente. Igual sucede en Valencia. En Granollers, los aviadores alemanes se apuntan un éxito considerable. Sus bombas han matado a un centenar de personas. Todo el pueblo ha quedado salpicado de sangre y despojos humanos. El Presidente, que ha visto el espectáculo, no me oculta su emoción cuando despachamos. Me habla de los niños que se han quedado sin padre y se lanzan a los caminos, robando para vivir. Se calla y se vuelve a mirar al jardín. Los ojos le brillan, húmedos de lágrimas.

—¡Es terrible! ¡Terrible!

Con una voz que no es nueva para mí, pero sí distinta a la normal, sigue hablando como en un soliloquio angustioso:

—¡Cuánto sufrimiento íntimo me cuesta el cumplimiento del deber! Tengo que ocultárselo a los demás, porque para ellos necesito ser motor, animador, estimulante. Y yo, ¿en quién me apoyo? Esta misma debilidad sólo me la puedo consentir delante de usted. ¡Qué terrible es todo esto! Mucho más cuando se ha llegado a la convicción de que todos, absolutamente todos, socialistas, comunistas, republicanos, falangistas, franquistas, ¡todos!, son igualmente despreciables. Si se tratase de una lucha entre ellos, me haría voluntariamente a un lado, porque ninguna de sus querellas tiene importancia ni vale el sacrificio de una sola vida. Pero se trata de España, ¡de España!, que temo mucho no acabe siendo desmembrada, a favor de nuestra propia estupidez, que nos lleva a consideramos vascos, catalanes, gallegos, valencianos, por las potencias europeas, en un último cambalache diplomático–mercantil. Este temor es el que me da fortaleza. Si no creyera que tengo que oponerme a que España desaparezca, hace tiempo que hubiera renunciado a pedir sacrificios y me hubiera quitado, ¡con mucho gusto!, de en medio. El espectáculo de esos niños de Granollers, suceso tan común en estos tiempos, me tiene destrozado moralmente.

Vuelve a su silencio. Se aclara los ojos con el pañuelo y al cabo de un minuto, recompuesto el rostro, mirando al mío, trata de fortalecerme.

—¡En fin…! Necesitamos seguir luchando.

Dice la verdad. El enemigo sigue pugnando en la zona de Levante por adueñarse de Castellón. Negrín resuelve trasladarse a la zona del Centro. Su ausencia de Barcelona da origen a los más diferentes rumores políticos. Se habla de la formación de un nuevo Gobierno en el que entrarán como figuras destacadas, Besteiro, Prieto y Martínez Barrio. Según los informes del subsecretario de Gobernación, el tole–tole político lo mueve el propio cuñado del presidente de la República. El mismo Méndez, que se muestra irritadísimo, cree saber que las conferencias políticas son frecuentísimas y que en todas ellas la versión de la crisis inminente se cotiza como segura. No conozco ninguna de todas esas historias. Tengo otras más graves de qué ocuparme. Otero me informa que uno de los buques que trae material para nuestro ejército, al entrar en un puerto francés para hacer la descarga, ha sido notificado, en virtud de una nueva orden, que no se acepta mercancía en tránsito para España. A este primer buque deben seguir, inmediatamente, otros dos. Otero ha movilizado todos sus agentes para que se pongan al trabajo y vean de conseguir que la orden se modifique. La profecía del Presidente no se ha cumplido. Francia nos niega las facilidades que nos tenía acordadas, lo que supone, prácticamente, el cierre de la frontera. Gestionando una rápida acción de nuestro embajador en París, recibo la visita del encargado de Negocios de los Estados Unidos. Aparte de los asuntos oficiales, siempre correctos, se interesa por conocer la veracidad de las noticias que circulan sobre la crisis. Le persuado de que el rumor carece de fundamento. Una segunda visita me trae el mismo tema: la crisis. Después viene Amador Fernández. No cree que las noticias sobre un cambio de gobierno sean ciertas. Por contra, me asegura que se ha extendido el convencimiento de que la guerra no la ganaremos con las armas.

—Entonces —le replico buscando sus explicaciones— nos será forzoso resignamos a perderla.

—No, eso no. Además de los caminos militares, hay otros en los que quizá pudiéramos tener éxito.

—¿Cuáles?

—Los del arreglo, la mediación… Algo, en fin, que sin una intervención directa del Gobierno, puede intentarse.

—Bien, sí; pero, aparte de que quizás sea tarde, un propósito de esa naturaleza, ¿tendría el asentimiento de todos los partidos?

—Yo creo que sí. Y en cuanto a lo primero, más vale tarde que nunca.

El interés del diálogo está, para mí, en que quizá el pensamiento de Amador Fernández sea reflejo del de Prieto. Lo sigo, pues, con gusto.

—Dudo que los comunistas accedan a una política de ese tipo. ¿Accederían los sindicalistas?

—Ya conoces a los comunistas, todo depende de las instrucciones que reciban. Es posible que quieran quedarse con la bandera de la intransigencia, pero a condición que los demás levantemos la contraria; demagogia, como siempre. Toda hipótesis es difícil. Harán lo que les ordenen desde Moscú. Con referencia a los anarquistas he conversado con Blanco y este está tan convencido como yo de que militarmente no podemos esperar nada. Su enemiga contra los comunistas es profunda y están dispuestos a unirse con nosotros para destrozarlos. Realizada esa unión es imposible que los comunistas se resolviesen a intentar ninguna violencia en la calle.

—No estoy muy persuadido de lo último. Lo que está claro es que esa nueva política no podrá hacerla el actual Gobierno, que se caracteriza por la contraria.

—Sí, sería menester otro ministerio.

—Luego volvemos al comienzo: la crisis.

—¿Es que no crees tú que el actual equipo está gastado?

—No lo sé exactamente. Pero aun cuando lo supiera no debo ser yo quien lo diga.

La ausencia del Presidente daba origen a las más variadas intrigas. Se manifestaba en ellas el disgusto de los que se reputaban preteridos. El encono era realmente corrosivo. Negrín redactaba, entretanto, el discurso que se proponía leer desde Madrid. Una llamada telefónica de Bolívar, pidiéndole noticias del Presidente de parte de Azaña, me llevó a pensar si la crisis, en efecto, estaba decidida. ¿Iba a servir de justificante y fondo la pérdida de Castellón, suceso confirmado? ¿El derrumbe de la 43 División, ya que había pasado a Francia? El sábado, 18 de junio, Negrín leyó su discurso. Sin aparato de radio en mi despacho. Amador Fernández me convenció para que fuese a oírlo en su compañía, a casa de Prieto. Este me preguntó, con intención, qué es lo que iba a decir el Presidente. Suponía que había colaborado en la alocución. Se equivocaba y me equivoqué yo, que pensé en Femando Vázquez. El discurso era de la minerva exclusiva de Negrín. No conseguimos oír (de Fraile fue la culpa, que por mejorar el tono perdió la onda) más que la primera parte. El discurso estaba, y no podía ser de otra manera, en la línea de los anteriores. El Presidente se presentaba en él como un soldado de la independencia de España y no como un sembrador de odios. El discurso cargaba los acentos de emoción en la parte dedicada a diseñar la nueva patria. Resultó una glosa más de los Trece Puntos. El comentario de Prieto fue muy breve. Creía que no valía la pena de haber hablado para no decir nada nuevo y juzgaba un error afirmar que producíamos material militar cuando la verdad era distinta. Leyéndolo, el discurso tenía una parte entrañable y limpia: la dedicada a España.

El lunes, el Presidente estaba de vuelta en Barcelona y daba a la prensa una declaración que me produjo, por su violencia, estupor. La reproduzco:

«—Creíamos, señor presidente, que su estancia en la otra zona se prolongaría algunos días más.

»—Eso pensaba yo, en efecto; pero me ha atraído el zumbido de los moscardones.

»—¿Y sus impresiones, señor presidente?

»—De allí, de la zona levantina y central, excelentes y reconfortantes. El espíritu de la población civil y de los combatientes, estupendo: la tónica de resistencia, admirable. De aquí ¡psch!… Ya lo saben ustedes. La charca política se ha agitado mucho. Francamente, da un poquitín de asco. Mejor dicho, mucho, mucho asco. Pero de ello vale más no hablar ahora. Si el pueblo y el Ejército se enteraran nos barrerían a todos y lo harían en justicia. Pero no es el momento de distraerles de otros afanes más inmediatos y habrá que esperar con calma a que llegue la hora de la limpieza. Hay quienes, en su insensatez y en su cobardía, no dudan en desbordar la traición y la fomentan dentro al par que intrigan para que nos asfixien desde fuera. Pero estén ustedes tranquilos. El Gobierno tiene bien firmes las riendas. ¡¡Ah!! Aguarden un momento: voy a dar orden a la censura para que deje pasar íntegras estas manifestaciones».

Todos los comentarios que me llegan, y son muchos, coinciden en afirmar que las declaraciones de Negrín equivalen a un golpe de Estado. La estupefacción que han producido es inmensa. Se piensa en cuál pueda ser la reacción de Azaña; pero yo me lo supongo intimidado por la agresión e incapaz de una resolución. Concretará su iracundia y su disgusto en giros literarios y en sarcasmos terribles, sin decidirse a pasar de ahí. Cuando abordo el tema de esas manifestaciones, Negrín me replica:

—No me arrepiento de haberlas hecho. Yo soy así y me voy a producir, de ahora en adelante, de esa manera. Es que, sabe usted… Me pone cara de piedra y añade: ¡Nada, nada! Lo que le digo es que aún llegaré más lejos, que para eso he encargado en el extranjero copias fotográficas de algunos documentos. He conseguido lo que me proponía. Esos cochinos traidores no harán nada en lo sucesivo por temor a que los desenmascare.

Cerrado en su pasión, exultando de ella todavía, mis reflexiones se le hicieron enojosas. Lejos de calmarle y moderarle, le encendían y acaloraban. Me callé. Al día siguiente, las declaraciones tuvieron una coda más cruel, con motivo de rectificar dos erratas:

—Señor presidente, sus declaraciones, aunque breves, parece que han ocasionado algún revuelo. Pues no veo el motivo —contesta sonriendo el doctor Negrín—. Y a propósito de esas declaraciones, conviene salvar algunas erratas. He leído en un diario, por ejemplo: «que si el pueblo y el Ejército se enteraran los barrerían a todos». Y, por fidelidad a mi pensamiento, yo no dije «los», sino «nos». Más adelante, el mismo diario dice: «al par que intrigan para que nos asfixien fuera». Siendo lo que yo dije y lo que pienso «desde» fuera. Desde fuera y no «fuera», que no es lo mismo. Y al buen entendedor…"

Prieto debió encontrar alguna relación entre estas manifestaciones de Negrín y los trabajos que hacía la Comisión Ejecutiva socialista para rehacer su unidad íntima, constituyendo una nueva Ejecutiva, a base de los nombres de Besteiro, Prieto y Largo Caballero. Precipitó su salida de Barcelona. No sé de su reacción, sino lo que dijo un amigo común, José San Pedro, que le vio antes de su marcha: «Se ha ido con una tristeza infinita, preocupado por el sesgo violento que Negrín da a su posición política». Según otros amigos, se había marchado dando un portazo. Negrín no fue sensible a estas repercusiones de su nota a los periódicos. En cambio, le llegaron muy a lo vivo unos juicios de Julián Besteiro al senador australiano Mr. Elliot, propietario de varios periódicos. Preguntado si aceptaría el encargo de formar Gobierno para intentar poner fin a la guerra por una mediación. Don Julián contestaba afirmativamente, con la sola condición de que le dejasen elegir libremente sus colaboradores. Añadía que se habían hecho varias gestiones para que él, con su criterio, se encargase de constituir un nuevo Gobierno. «Con motivo de mi viaje a Londres, para asistir a las fiestas de la coronación, se me encomendó una gestión diplomática para poner fin a la guerra, pero, a mi regreso, el Gobierno había cambiado de pensamiento y nadie se cuidó de interrogarme por el encargo que se me confió». (El Gobierno había cambiado de composición: Negrín sustituyó a Largo Caballero. No tenía, pues, noticia de la comisión diplomática que don Julián Besteiro recibió al salir para Londres. En la entrevista Negrín–Besteiro, este se limitó a un informe general, sin detallar gestión especial alguna). Como Mr. Elliot pidiese a su interlocutor un juicio sobre el último discurso del Presidente, Besteiro contestó: «No lo creo sincero. Ya es conocida la táctica comunista de elogiar lo que no se estima y se combate con mayor ardor. En cuanto a la interpretación de la historia de España es de lo más reaccionario, pudiendo suscribirla, no sólo los fascistas, sino también los carlistas». Este extracto de las declaraciones de Besteiro lo recibió Negrín por cablegrama, transmitido por un periodista americano, probablemente Mr. Alien, antiguo amigo suyo.

—Voy a escribir una carta a Besteiro, enviándole copia del cablegrama e indicándole que reputo apócrifas sus declaraciones.

—Temo mucho —le hago observar— que Don Julián le conteste que son auténticas.

Se calla. Al día siguiente, vuelve al tema, delante de Prat. El subsecretario de la Presidencia hace prodigios dialécticos para justificar a Besteiro sin herir a Negrín. La empresa es difícil. El Presidente está muy vidrioso. La herida le sigue escociendo. Prat se repliega y nos invita a que le acompañemos un concierto de música española. De camino me pide que le ayude a evitar que Negrín dé a publicidad las declaraciones de Besteiro. Las declaraciones no se difundieron. Negrín desistió de su proyecto sin que mediase nuestro consejo. Lo debió pensar mejor o le venció su pereza epistolar.