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«Si no quieren dejarme gobernar…» — La desestimación de Negrín por Azaña. — «Cállese lo que me ha oído». — Vaticinios. — Política internacional. — Los fines de la guerra de la República. — Los Trece Puntos del 30 de abril. — Excursiones al extranjero. — La crisis moral de Negrín. — Retrocesos en Hacienda. — La última gestión de Pascua en Rusia.

Negrín repetía con alguna frecuencia, coincidiendo siempre con momentos de contrariedad política, que su presencia en la jefatura del Gobierno no era necesaria después de haber evitado que la resistencia se desmoronase.

—Si no me dejan gobernar, como yo entiendo que debo gobernar, es preferible que me sustituyan. Ahora lo pueden hacer. El equilibrio militar está recompuesto y ya nadie piensa, como sucedía en los últimos días de marzo y primeros de abril, que la guerra está perdida.

Esto último era exacto. Se había recuperado la moral pública. En la esfera oficial, la confianza renaciente vencía la crisis de pesimismo. No íbamos a tardar mucho tiempo en considerar como una pesadilla enojosa los pasados sobresaltos e inquietudes. El señor Labonne en persona había de tener tiempo para convencerse, antes de poner término a su embajada en España, que las desventuras republicanas del Este tenían un valor relativo, episódico, que no justificaban sus nobles propósitos de arreglar una capitulación. Sus noticias, cuando menos sus noticias, estaban equivocadas. Ignoro a quién podrá acreditarse esta victoria como no sea a la tesonera voluntad de Negrín. Sin el calor de su fe hubiéramos ido a parar, tan bajo como estaba el espíritu colectivo, a una entrega sin condiciones. Reconocida esa verdad, se puede polemizar, con bastante éxito, sobre la ventaja de no haber retrasado en un año —¿por qué no en dos?— lo ineluctable. ¡Qué inmensa economía de dolores, de vidas, de recursos habría hecho la humanidad de disponer a tiempo de vates lo bastante infalibles para determinar cuándo un acontecimiento es o no fatal! Los españoles de esta generación, desde luego, nos hubiesemos ahorrado una guerra que ha asolado nuestra patria, expulsando de ella incluso a quienes, estando dentro, no son conformistas del imperio. Como adelantándose a esos reproches, Negrín argumentaba:

—Estoy aquí porque me han buscado. No he dado un solo paso por ocupar este puesto. La guerra no es obra mía. Son otros quienes la han hecho posible. Lucho contra la colonización de España por los alemanes, y si no quieren dejarme gobernar, ahora que nada definitivo está en riesgo, que me sustituyan.

No llegué a aclarar satisfactoriamente qué entendía por dejarle gobernar, ni quién, concretamente, le impedía hacerlo. Supongo que Azaña, contra el que se le escapaban palabras imprudentes. Su disgusto a tratar con él crecía con el tiempo.

—Ese hombre —me dijo un día— va a ser la causa de que tenga que pegarme un tiro… Anoche me llamó con urgencia. Acababa de llegar del frente y estaba fatigado. Pregunté si podía aplazarse la entrevista y me contestaron de la Presidencia que no, que fuese con cualquier atuendo…

Fruncida la cara, como en los momentos de peor cólera, siguió:

—Tengo la intuición de que ese hombre es un… Y me fío de la intuición porque nunca me ha engañado.

No podía esperar semejante afirmación. Paso por el dictado de cobarde, que tantas veces y a personas tan diversas, he oído publicar; pero el nuevo que le adjudicaba Negrín me pareció monstruoso, injusto en la raíz y, en la copa, falso.

Le repliqué con alguna viveza:

—¿No será esta la primera vez que le engaña la intuición? Lo que me dice usted es demasiado grave… Sin dejarme acabar, continuó:

—Sí, muy grave. Y no he debido decírselo. Me arrepiento de haberme franqueado. Cállese lo que me ha oído. Pero sepa que lo creo. Ahora mismo tengo miedo del destino de todos los papeles secretos que le he dado a leer y cuyo conocimiento total sólo a mí me corresponde. Es todo, absolutamente todo. Lo que tenemos y lo que vamos a tener. Lo que podemos y lo que no podemos. ¡Todo! Se ha quedado con los originales y me ha devuelto una copia. Aquí es donde comienza mi responsabilidad. ¿Quién es él para hacer eso? Estoy decidido a rescatar esa carpeta. Le tengo miedo.

—Yo creo que el Presidente puede conocer esa documentación. ¿Quién si no?

—Jamás he sentido tanto desprecio moral por una persona. La llamada de anoche obedecía a la destitución de Rivas Cherif. Me dijo que la estimaba como una agresión personal. Suplicó. Argumentó. Se lamentó. Le dije que la orden destituyendo a su cuñado la había dado yo. Dedicamos una hora a discutir ese asunto de Rivas Cherif, al que debe tener miedo. Quejas: que él no pinta nada, que le tenemos dado de lado y que siempre le colocamos entre la espada y la pared… «¿Qué va usted a hacer con Prieto?». «Hay una gestión en curso —le contesté— y de aceptar el interesado, el Gobierno ha resuelto enviarle a México como embajador». «Eso no puede ser. Prieto debe continuar en España, que es donde le necesitamos. Me quitan ustedes un hombre que puede serme necesario». Quiso darme a entender que quería quedarme solo, sin sustituto posible. Después, volviendo al caso de su cuñado, me pidió: «Arrégleme eso. Soluciónelo». Le prometí informarme mejor. Ya no podía más. ¡Hora y media a vueltas con su cuñado! ¡Qué razón tenía R… cuando me aseguraba que era un hombre de cartón–piedra!

Estas confidencias, por las que me era fácil medir el grado de incompatibilidad de fondo a que habían llegado los dos presidentes, que se toleraban a disgusto, me llevaron a pensar que quien no dejaba gobernar a Negrín era Azaña. Deliberadamente, pechando con el título de incorrecto, me abstuve, al cesar como ministro, de hacerle la visita protocolaria. Preferí eludir toda conversación particular con Don Manuel, con más motivo después, para no incurrir en la menor indiscreción. No me hubiera perdonado nunca haber contribuido, con la menor palabra imprudente, a empeorar unas relaciones que me constaba no eran buenas. La cosa podía haber ocurrido, ya que yo también tenía mis irritaciones contra Negrín, cuya manera de entender el trabajo no podía sintonizar con la mía. Yo hacía el burócrata, y me desazonaba que los papeles se amontonasen a la espera de un despacho incierto. Sin autoridad para dar soluciones necesitaba esperar y, en la espera, los asuntos envejecían sin remedio. En los desplazamientos del Presidente, sus secretarios particulares le seguían con siete maletas rebosantes de expedientes, que iban y venían, subían y bajaban sin que Don Juan sacase tiempo, ni probablemente humor, para mandar abrirlas. La irregularidad de sus horas hacía más complicada la situación. Se acostaba muy tarde y, aun cuando se levantase muy temprano, no estaba en su despacho antes de las doce del día. A decir verdad, su vida de trabajo carecía de norma. Rodeado de relojes, le ocurría no saber la hora en que vivía, salvo cuando necesitaba atender visitas importantes. Trasladó a su residencia de Pedralbes el despacho de El Putxet y situó la Secretaría General del Ministerio de Defensa en una finca próxima. Fue como la disolución definitiva del Ministerio, la consagración de todas las autonomías que habían surgido en él. En lo sucesivo, mi información de la guerra se redujo a conocer, unas horas antes que los lectores de los periódicos, el comunicado oficial de las operaciones, de cuya distribución estábamos encargados. El Presidente, con la asistencia del general Rojo, llevaba todo el negocio militar. La autoridad del segundo se vio multiplicada. El jefe del Estado Mayor Central lo fue todo, al menos para Negrín. Su crédito acabó por quedar remachado con la operación, brillantísima, del paso del Ebro. Pocos o muchos, los elementos de que disponía estaban a la entera disposición del general. Fue absorbiendo facultades del género más diverso. Se hizo exigente. Aceptadas esas exigencias como naturales y convenientes por Don Juan, nada había que oponer a su concesión. Sólo él tenía información para juzgarlas. Siete sellos y siete sigilos tapaban el secreto de nuestros planes. De su valor, al menos como esperanza, tenía ocasión de juzgar por algunas expansiones sibilíticas de Don Juan:

—Dentro de una semana dispondremos de más facilidades fronterizas, de parte de Francia, que hemos dispuesto nunca.

O bien:

—Sin gran tardanza, nuestras posibilidades de victoria se habrán multiplicado.

Vaticinios hechos con extraordinaria complacencia y que nos autorizaban a creer en operaciones inmediatas que, como todas, al proyectarse estaban rodeadas de inmensas garantías de éxito, quizá porque en ellas no se evaluaba la terca resistencia del adversario, lo suficientemente acreditada en el transcurso de la campaña, para que no la desdeñásemos. No siempre, sin embargo, el fundamento del vaticinio era militar. Solía hacerlo sobre simples bases diplomáticas.

Negrín no descuidaba la preocupación internacional. La cultivaba, por el contrario, con bastante asiduidad y con inspiración propia. Los informes de Álvarez del Vayo no dejaron en ningún momento de ser optimistas. No recuerdo haberle oído la menor noticia intranquilizadora. Sus colegas de Gobierno le escuchaban un poco reticentes, con una media sonrisa irónica. Don Juan, con mayor motivo. En una comida de final de Consejo de ministros, a la que asistí invitado, Álvarez del Vayo, con sólo un vaso de leche por todo alimento, nos hizo una exposición, en relación con América, extremadamente entusiasta y consoladora. Negrín, a la cabecera de la mesa, me dedicaba miradas de regocijo. Había acertado. El ministro de Estado le garantizaba la difusión de un optimismo de marca panglosiana. Al interesado no se le ocultaba esa circunstancia, y era el primero en ironizar. Debió ser cediendo a la ironía como montó —nada en la manga, nada en la mano— la historia de la reanudación de relaciones con el Uruguay, debiendo prepararme yo para hacerme cargo de aquella Legación. Cháchara de sobremesa. El Uruguay, por más que lo deseara Del Vayo, no había pensado, ni pensaba en reanudar unas relaciones que podían muy bien continuar interrumpidas hasta el término de la guerra. El acierto de Negrín era doble, ya que la bondad de Vayo le consentía ser él quien se ocupase de los negocios diplomáticos de Europa. Conversaba con París con frecuencia casi diaria y escribía, tan refractario como es a la literatura epistolar, apretadas cartas a un alto y lejano destinatario, que raramente accede a corresponder directamente con quienes le escriben. Los juicios de Negrín en materia diplomática siempre me parecieron demasiado absolutos y tajantes. Cuando afirmaba que no había tenido ocasión de conocer en Ginebra a ningún Talleyrand se le podía creer; pero a condición de no acompañarle más lejos. Si la agudeza del poco escrupuloso negociador francés se puede acreditar talento. Estaba claro que el Presidente había adquirido la pasión diplomática, oficio para el que está bien dotado, y en el que, en coyuntura menos desfavorable, hubiese podido hacer un buen papel. Esa pasión, a mi juicio inequívoca, le llevó a nuevos encontronazos con Azaña, con quien se tropezó, al decir de él, con el exterior. Así como Negrín se servía de la complacencia amistosa de Vayo, el presidente de la República parecía haber utilizado la de don José Giral. Su corresponsal en el extranjero era, preferentemente, su cuñado, Rivas Cherif, y más en segundo plano, Ossorio y Gallardo.

¿Lo fue también don Julián Besteiro, con ocasión de su viaje a Londres para asistir a la coronación de Jorge VI? La cuestión está sin aclarar. La designación de Besteiro la hizo el gobierno de Largo Caballero, quien no le confió otra misión que la de representar a España en la solemne ceremonia. Cuando Besteiro regresó de Londres, el ministerio había cambiado. Negrín estaba al frente de él. No hubo otra explicación del viaje que la muy sumaria de algunas conversaciones políticas. Nada fundamental, en suma. Y, sin embargo, el embajador en Londres tenía razones especiales, así como el de París, para afirmar que Besteiro realizó en Londres trabajos particularmente importantes.

Se dio por seguro que el encargo de ellos procedía directamente del presidente de la República. Esta duplicidad de gestiones contradictorias sulfuraba a Negrín, más que por una razón constitucional, por el quebranto que, a su juicio, sufría nuestra política. ¿Cómo concebía esta Negrín? Su trazo característico es el de ser el hombre de la resistencia, cierto. Pero se equivocarán radicalmente quienes crean que ese era su único registro. Si predicaba la resistencia «con pan o sin pan», no por ello dejaba de afanarse por encontrar el término de la guerra. Este trabajo, absolutamente secreto, lo hacía con la colaboración de algunos embajadores, que lo pueden acreditar documentalmente, y, a las veces, a espaldas de ellos. He oído decir, sin que pueda garantizar la referencia, que Araquistain defendió, al final de su período de embajador en París, la ventaja de un cambio de frente en nuestra política internacional, atendida la pusilanimidad de las naciones de signo liberal y democrático. Negrín, según su propia confesión, celebró varias conferencias con el conde von Welczech, con resultado negativo. El Presidente creía que sólo una resistencia poderosa y eficaz podía propiciar una solución satisfactoria para la guerra en el terreno internacional. Desde ese mismo ángulo crítico enjuicia la obra de Casado en Madrid. Sus tránsitos, de la confianza al escepticismo, eran bastante menos secretos de lo que Negrín suponía. El día que se hacen públicos los fines de la guerra de la República, su entusiasmo es casi delirante. Les concede una importancia capital. Piensa que son un instrumento valioso para manejarlo en el exterior y en la propia zona de Franco.

Los Trece Puntos

La iniciativa es de Negrín; la letra, de Vayo. Originariamente los fines, tal y cómo me los dictó el Presidente, no eran más que nueve. Levemente carpinteados por mí, fueron ampliados por el ministro de Estado y el 30 de abril se dieron a la publicidad. Se citó a la prensa nacional y extranjera en un salón del Palacio de Roviralta, y, a presencia de Álvarez del Vayo, el Presidente dio lectura al documento. Los servicios de propaganda se encargaron de organizar su difusión. Traducidos a todos los idiomas conocidos, comentados gráficamente, impresos en variedad de papeles, los Trece Puntos invadieron periódicos, paredes, oficinas, frentes, fábricas… Su texto era el siguiente:

«El Gobierno de Unión Nacional, que cuenta con la confianza de todos los partidos y organizaciones sindicales de la España leal y ostenta la representación de cuantos ciudadanos españoles están sometidos a la legalidad constitucional, declara solemnemente, para conocimiento de sus compatriotas y noticia del mundo, que sus fines de guerra son:

»1.° — Asegurar la independencia absoluta y la integridad total de España. Una España totalmente libre de toda injerencia extranjera, sea cual sea su carácter y origen, con su territorio peninsular e insular y sus posesiones intactas, y a salvo de cualquier tentativa de desmembramiento, enajenación o hipoteca, conservando las zonas de protectorado asignadas a España por los convenios internacionales, mientras estos convenios no sean modificados con su intervención y asentimiento.

»Conscientes de los deberes anejos a su tradición y a su historia, España estrechará con los demás países de sus hablas los vínculos que imponen una común raíz y el sentido de universalidad que siempre ha caracterizado a nuestro pueblo.

»2.º — Liberación de nuestro territorio de las fuerzas militares extranjeras que lo han invadido, así como de aquellos elementos que han acudido a España, después de julio de 1936, y con el pretexto de una colaboración técnica intervienen o intentan dominar en provecho propio la vida jurídica y económica española.

»3.º — República popular representada por un Estado vigoroso que se asiente sobre principios de pura democracia y ejerza su acción a través de un Gobierno dotado de la plena autoridad que confiere el voto ciudadano emitido por sufragio universal y que sea el símbolo de un Poder Ejecutivo firme, dependiendo en todo tiempo de las directrices y designios que marque el pueblo español.

»4.º — La estructuración jurídica y social de la República será obra de la voluntad nacional libremente expresada, mediante un plebiscito que tendrá efecto tan pronto termine la lucha, realizado con plenitud de garantías, sin restricciones ni limitaciones, y asegurando a cuantos en él tomen parte contra toda posible represalia.

»5.º — Respeto a las libertades regionales sin menoscabo de la unidad española. Protección y fomento al desarrollo de la personalidad y particularidades de los distintos pueblos que integran España, como lo imponen un derecho y un hecho histórico, lo que, lejos de significar una disgregación de la Nación, constituye la mejor soldadura entre los elementos que la integran.

»6.º — El Estado español garantizará la plenitud de los derechos al ciudadano en la vida civil y social, la libertad de conciencia, y asegurará el libre ejercicio de las creencias y prácticas religiosas.

»7.º — El Estado garantizará la propiedad, legal y legítimamente adquirida, dentro de los límites que impongan el supremo interés nacional y la protección a los elementos productores. Sin merma de la iniciativa individual, impedirá que la acumulación de riqueza pueda conducir a la explotación del ciudadano y sojuzgue a la colectividad, desvirtuando la acción controladora del Estado en la vida económica y social. A este fin se impulsará el desarrollo de la pequeña propiedad, se garantizará el patrimonio familiar y se estimularán todas las medidas que lleven a un mejoramiento económico, moral y social de las clases productoras.

»La propiedad y los intereses legítimos de los extranjeros, que no hayan ayudado a la rebelión, serán respetados y se examinarán con miras a las indemnizaciones que correspondan los perjuicios involuntariamente causados en el curso de la guerra. Para el estudio de estos daños el Gobierno de la República creó ya la Comisión de Reclamaciones Extranjeras.

»8.º — Profunda reforma agraria que liquide la vieja aristocrática propiedad semifeudal que, carente de sentido humano, nacional y patriótico, ha sido siempre el mayor obstáculo para el desarrollo de las grandes posibilidades del país. Asentamiento de la nueva España sobre una amplia y sólida democracia campesina dueña de la tierra que trabaja.

»9.º — El Estado garantizará los derechos del trabajador a través de una legislación social avanzada, de acuerdo con las necesidades específicas de la vida y de la economía españolas.

»10.º — Será preocupación primordial y básica del Estado el mejoramiento cultural, físico y moral de la raza.

»11.º — El Ejército español, al servicio de la Nación misma, estará libre de toda hegemonía de tendencia o partido, y el pueblo ha de ver en él el instrumento seguro para la defensa de sus libertades y de su independencia.

»12.º — El Estado español se reafirma en la doctrina constitucional de renuncia a la guerra como instrumento de política nacional. España, fiel a los pactos y tratados, apoyará la política simbolizada en la Sociedad de Naciones, que ha de seguir siendo su norma; reivindica y mantiene los derechos propios del Estado español y reclama, como potencia mediterránea, un puesto en el concierto de las naciones, dispuesta siempre a colaborar en el afianzamiento de la seguridad colectiva y en la defensa general de la paz.

»Para contribuir de una manera eficaz a esta política, España desarrollará e intensificará todas sus posibilidades de defensa.

»13.º — Amplia amnistía para todos los españoles que quieran cooperar a la inmensa labor de reconstrucción y engrandecimiento de España. Después de una lucha cruenta como la que ensangrienta nuestra tierra, en la que han surgido las viejas virtudes de heroísmo e idealidad de la raza, cometerá un delito de traición a los destinos de nuestra patria aquel que no reprima y ahogue toda idea de venganza y represalia, en aras de una acción común de sacrificios y trabajos que por el porvenir de España estamos obligados a realizar todos sus hijos».

La cosecha de siembra tan copiosa fue muy parva. No respondió, desde luego, a las esperanzas del autor, que hubo de contentarse con las glosas de los diarios, que le devolvían deformado su pensamiento. La mayoría de los comentadores no hicieron cosa mejor que inscribirse en una batalla de flores. Asordados por tanto ditirambo ruidoso, trascendiendo a sudor de esfuerzo, los fines de la guerra acabaron por hacerse antipáticos. El más encariñado con ellos era Álvarez del Vayo, que los valoraba como arco de iglesia. En el exterior no nos dieron provecho. Las negociaciones, con literatura democrática o sin ella, renqueaban del mismo pie: de nuestra debilidad militar. Acabados de dictar a la prensa los Trece Puntos, el Presidente me notificó que iba a salir de viaje por tres días, interesándole mucho que no se supiese su ausencia. Le gustaba hacer misterio con estos desplazamientos y estaba en la creencia, infundada, de que pasaban ignorados. Por más que los justificase de muy diferentes maneras, o que no los justificase, yo daba en este punto la razón a Azaña: el jefe del Gobierno no puede, sin una causa muy poderosa, pasar a territorio extranjero. Negrín lo entendía de manera diferente y aun cuando sus viajes resultasen, en la mayoría de los casos, infructuosos, persistía en ellos. Por no ocultarle mi sorpresa en uno de los últimos, justificado con una pasión científica, incurrí en su enojo. A estos viajes internacionales vinieron a unirse las visitas a los frentes. Llegó a encontrar más satisfactorio permanecer en ellos, cabalgando o haciendo grandes caminatas, que a sentarse en su despacho y meterse entre papeles. Estos cambios de conducta, unidos a las rápidas variantes de su carácter, no dejaban de producirme preocupaciones. Pasaba de una actividad calenturienta a una lasitud infinita, en que todo parecía darle lo mismo. Pedía dictáfonos, declarándose incapaz de trabajar con los taquígrafos, y cuando llegaban, los miraba con ojos de curiosidad mecánica, interesándose más por su funcionamiento que por su utilización. Quedaban en su despacho, en el que se podía estudiar el progreso del teléfono, como testimonio de unas ansias de trabajo que se habían extinguido. ¿Fatiga? ¿Agotamiento? ¿Desesperanza? Llegó a resultarle incómodo, incluso, el trato con los ministros, a quienes reunía muy de tarde en tarde. Los Consejos resultaban, por ese motivo, inacabables y de ellos salía irritado. El afán discursivo de algunos de sus colaboradores se le hizo insufrible. Su crítica era despiadada. Todas las indicaciones que se le hacían: «Tómese un descanso», «Cambie de colaboradores», «Organice de otra manera el trabajo», las escuchaba indiferente.

Sus amigos eran Álvarez del Vayo y Méndez Aspe. Hubo un momento en que la crisis moral de Negrín se puso de manifiesto físicamente. De la noche a la mañana apareció con el rostro demudado y una delgadez alarmante. Un traje negro, con el que habíamos de verle mucho tiempo, subrayaba aquella transformación que se operó, materialmente, de un día para otro. No tenía modo de explicarme el cambio. Como los amigos se interesaran por su salud les dio la explicación de que, en efecto, hacía tiempo que no se encontraba bien: tensión arterial, insomnio, cansancio físico… Como siempre sucede, la explicación resultó insuficiente y cada uno la buscó por su cuenta. Rafael Méndez era uno de los más preocupados. Creía que Don Juan necesitaba un descanso, pero no encontraba modo de convencer al interesado. Iba a verle con el propósito de aconsejarle y al llegar a la residencia se le helaban las palabras en la boca, tan frío y solemne se había hecho el ambiente que rodeaba a Negrín. Me pedían que le acompañase, pero mi situación se había hecho especialmente extraña y por esa causa sólo en función de mi cargo, y por exigencia de algún asunto importante, me decidía a visitar al Presidente. Nuevo relativamente en su amistad encontré discreto ponerme en un plano de subalterno, en espera de una oportunidad para dimitir, ya que mi presencia en la Secretaría General, y aun esta mismo, no tenía el menor sentido. Sin intimidad, yo no me consideraba con derecho a aproximarme a la crisis de Negrín. Me faltaba curiosidad y no carecía de discreción. El Presidente tardó bastante tiempo en remontar esa flaqueza de ánimo y en ponerse al trabajo con alguna normalidad. Sin su reciedumbre física, los disgustos le hubiesen abatido.

Los ruidosos Trece Puntos eran una anotación en el calendario. No nos habían traído ni una sola ventura. Se renovaban, en cambio, los sinsabores y los apremios. La retaguardia, llena de un fervor antifascista, se atenía a una sola preocupación: conseguir la condición de insustituible. Había distintos procedimientos para lograr esa preciosa declaración. Oficialmente sólo el Presidente, y por su delegación yo, tenía la facultad de conceder tal beneficio. Durante el período ministerial de Prieto, este no se dejaba ablandar fácilmente. Discutía con los ministros ásperamente antes de concederles la insustituibilidad de algún funcionario clave. Las levas, al generalizarse, creaban problemas de imposible solución, si no se adoptaba un criterio más amplio, en fábricas, ministerios, industrias… Se revisó el criterio de Prieto y se pasó, de la máxima restricción, a una facilidad excesiva. Se movilizó, poniéndolos a las órdenes del Presidente, a todos los diputados. Se accedió a las demandas de los ministerios y de las industrias, comenzando por las fábricas dependientes de la Subsecretaría de Armamento… El general Bedia se encontraba desbordado para informar sobre tanta petición. En algunos casos —no vale la pena citarlos— me negué a firmar las concesiones. En la Gaceta están, con la firma del Presidente.

Más cruel que mi negativa, el favor del garabato que consagraba, a conciencia, una petición injusta. Negrín podía saltar sobre esas consideraciones. Tenía cosas de mayor monta de que preocuparse. Veía llegar días difíciles militarmente. En las esferas de lo internacional no habíamos adelantado un paso. En cambio habíamos retrocedido en hacienda. El embajador en París, al que por las circunstancias de su nombramiento, hecho en ocasión de una breve etapa de descanso en Barcelona, no se le dio oportunidad de despedirse del Gobierno ante el que nos había representado, pudo hacer un viaje a Moscú. Pascua —a cuya crítica dedicaban sus ocios aburridos todos los aspirantes a sucederle— encontró en Moscú el mismo ambiente de sincera estimación y la comprensión que la índole especial de su despedida reclamaba. Su gestión en Rusia tuvo, en ocasión de los cumplimientos finales, el éxito de una negociación difícil.