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Yo, secretario general de Defensa. — Cordón. — Su comunismo y su proselitismo. — Núñez Maza dimite. — Las pequeñas «caciquerías». — Las tres etapas de la ofensiva contra Rojo. — Negrín no tiene en quién apoyarse. — Su voluntad de resistencia. — Entre Prieto y Negrín, Aguirre no vacila: Negrín. — La 43 División en el Pirineo. — Gente de mar: Xátiva y Buiza.

El Presidente no renunció a incorporarse al Ministerio de Defensa. Mediada la tarde del mismo día de su toma de posesión me mandó a su hijo con el encargo de que le redactase una alocución al Ejército. Redactándola, llegó otro embajador suyo: Rafael Méndez. El grado de intimidad con que nos unió la guerra le capacitaba, quizá mejor que a ningún otro amigo mío, para influir en mi ánimo y modificar mi voluntad de resistencia a un cargo, superior, con mucho, por falta de conocimientos militares, a la capacidad que los más benévolos me atribuyesen. A esta consideración se unía otra, que no dejé de comunicar a Méndez: el temor de que el Presidente se fatigase pronto de un ministerio que exigía escrupulosa vigilancia, y dejase caer sobre mí el peso entero de las innumerables preocupaciones propias de la guerra. La obligación de ordenar me intimida. Siempre he estimado seres superiores a los que, a la hora de una decisión arriscada, no dudan ni vacilan, pareciéndoles preferible el error al retraso. Era forzoso que me acordase de Prieto, replicando por el teletipo a sus corresponsales, que le consultaban desde el campo de batalla, sin tiempo casi para meditar la respuesta. La urgencia de las consultas demandaba resoluciones inmediatas. Prieto no podía clavar los codos sobre la mesa, recostar la cabeza en la palma de la mano y pararse a meditar. Tenía que dar su opinión, o su orden, al ritmo de una conferencia telegráfica. Esa envidiable capacidad de resolución no figura entre los parcos dones que al nacer me hicieron los dioses y por los cuales es bien escasa la gratitud que les debo. El problema de mi colaboración con Negrín tenía un marco político. Para Méndez se reducía a saber si, como ya se decía, tanto Prieto como yo estábamos resueltos a no ayudar a Negrín, recusando de plano su política, El disgusto de Prieto podía tener, mejor o peor, una explicación; pero no así el mío. El embajador me recordó que si el Presidente había accedido a aceptar mi dimisión de ministro, aceptación de la que ya estaba arrepentido, era pensando aprovechar mi trabajo en Defensa. Renuncié a todo forcejeo. Méndez se fue a la Presidencia a comunicar su victoria, y dos días más tarde, sin ceremonia, me puse a las órdenes del ministro de Defensa en la finca de El Putxet. Llamé en mi ayuda a Cruz Salido, que conocía aquella casa, y comenzamos un trabajo modesto, que tenía más el carácter de secretario particular del ministro que el de Secretaría General del Ministerio.

Negrín llevó a la Subsecretaría del Ejército de Tierra al teniente coronel Cordón, jefe del Estado Mayor del general Pozas, comunista apasionado. De él decía su general, tocado también de comunista, que le había sido, en todos los momentos, desleal. Desconozco el fundamento de esa acusación y tampoco puedo dar noticia de la competencia profesional de Cordón. Su impopularidad, fuera de sus correligionarios, era inmensa. Raro era el militar que me visitaba que no manifestase, en los términos más categóricos, su incompatibilidad con el subsecretario, acusado de incansable y tenaz proselitismo político. Los que se sentían heridos por él me presentaban sus quejas, y cuando las encontraba razonables, lo que no sucedía siempre, procuraba que las conociese el Presidente. Este o las desdeñaba o mandaba que se incoase un expediente, lo que significaba una forma superior de desdén, ya que los expedientes o se morían en los despachos o se diligenciaban con suma rapidez, presentando a la víctima con el victimario. La Subsecretaría del Ejército de Tierra, cuidadosamente cultivada por los comunistas, no necesitaba de la jefatura de Cordón para desarrollar una vivísima catequesis soviética. Los colaboradores de Prieto en ese puesto, y señaladamente Fernández Bolaños, que fue quien lo desempeñó más tiempo, no supieron o no pudieron oponerse a la infiltración de los comunistas.

La vigilancia del titular de la cartera, siempre en guardia, resultó tanto más insuficiente cuanto que inesperadamente descubría, como le sucedió con Hidalgo de Cisneros, Díaz Tendero, Arocena y otros, que sus amigos se habían suscrito a la hoz y al martillo. Resultaba, por cincuenta razones diferentes, lo más cómodo y ventajoso. Cordón, según lo que personalmente pude apreciar, no era de los acomodaticios. Reflejaba en su conducta personal la pasión fanática de los comunistas profundos. Dinámico, activo, constante en el trabajo, desarrollaba una fuerza absorbente considerable. Sin límites concretos la Secretaría General, despachando directamente, cuando podía, con el Presidente, Cordón vino a ser un subsecretario autónomo. Una respuesta suya a un encargo mío fue causa de que presentase yo verbalmente, en términos vehementes, la dimisión del cargo. El choque fue inevitable y el Presidente, enojado, se volvió contra los dos, con un juicio salomónico… pero equivocado. A Cordón le notificó que, después del ministro, la más alta autoridad del Ministerio era el secretario general, y a mí, que no tenía razón, ya que ni él mismo, siendo el jefe, hubiese puesto mi comunicación, limitándose, según su costumbre, a inquirir si lo que interesaba era posible obtenerlo. Ese estilo, entre militares, según yo había aprendido de Prieto, no es el más adecuado. El jefe no ruega, ordena. Y, en cuanto a la jerarquía administrativa del secretario general, había que atenerse a lo escrito en la Gaceta, que no estipulaba que el titular de ese puesto fuese viceministro. Este tema fue motivo de varias conversaciones infructuosas con Negrín. Comenzó recibiendo a despacho a los subsecretarios, aclarándome que, una vez que adquiriese conocimiento del Ministerio, los subsecretarios despacharían ante mí periódicamente, reservándome yo el consultarle aquellos temas de importancia que exigiesen una resolución de mayor responsabilidad. Este programa, que parecía razonable, no llegó a cumplirse. Negrín recibió a sus colaboradores más inmediatos y se fatigó pronto del contenido burocrático de sus carteras, olvidándose remitírmelos, con lo que se produjo, a las pocas semanas, el hecho arbitrario de que cada subsecretaría se fijase, según la discreción de quien la dirigía, una órbita autonómica. Antes de que por exigencias de la necesidad se llegase, con el consentimiento tácito del ministro, a esa solución, Núñez Maza, subsecretario de Aviación, que, sacado de la cama, donde convalecía de una dolencia grave, se había puesto al trabajo en su nuevo cargo con una pasión juvenil conmovedora, me visitó en mi despacho para hacerme partícipe de sus congojas.

—Reiteradamente he pedido al Presidente hora para despachar con él, sin conseguir que me la conceda. Me hago cargo, naturalmente, de la abundancia de sus ocupaciones, y por esa razón me he abstenido de solicitarle entrevista alguna hasta ahora, en que los problemas que tengo que someter a su consideración los reputo graves. Llevo esperando varios días. La negativa a recibirme la estimo como un acto deliberado para significarme desconfianza, y como no quiero pecar de indelicado conservando un cargo que en ningún momento he apetecido, vengo a preguntarle a usted, como amigo, si considera que debo presentar mi dimisión.

Tranquilicé a Núñez Maza y le prometí hablar al Presidente para que le recibiese sin nuevas demoras. Conseguí lo segundo y, a partir de entonces. Aviación me mandaba su cartera para que yo la llevase a la firma del Presidente, Me ocurrió no saber dar explicación de los papeles de Núñez Maza, y es que la cartera llegaba a mi oficina con un ordenanza, sin otra aclaración que la del índice de la firma. Negrín se enojaba con sus papeles, pero no volvió a su olvidado propósito de localizar el despacho de los subsecretarios en la Secretaría General, que hubiese sido, administrativamente, lo cuerdo. Admitida de hecho la autonomía de los subsecretarios, éstos procedían en los asuntos sometidos a su consideración con absoluta libertad. Cordón podía hacer política con absoluta complacencia. Contra la injusticia de sus resoluciones era difícil la apelación. Los que se consideraban postergados, sin que yo les conceda ahora la razón, acudían ante mí, atribuyéndome una jurisdicción de que carecía. Anotaba sus reclamaciones, me hacía cargo de sus argumentos y cuando tenía oportunidad le hacía la representación de las querellas al Presidente, quien solía desestimármelas con malos modos o me pedía que se incoase un expediente. Negrín creía a pies juntos en la capacidad organizadora y militar de Cordón.

Me consta que por varios conductos, y con reiteración que se le hizo enojosa, diferentes grupos políticos le pidieron la dimisión del subsecretario de Tierra, negándose sistemáticamente a prescindir de un colaborador que estimaba valioso. Los que realizaron tales gestiones es seguro que ignoraban un trazo característico de la personalidad de Negrín, incapaz de abandonar a sus colaboradores a los ataques de nadie, por fuertes que sean. Recuerdo que una de las personas a la que conserva mayor afecto tuvo, en los últimos días de Figueras, una debilidad y, cediendo a la presión que sobre su ánimo ejercía un amigo y paisano, se fue a Francia. Su ausencia resultó trastornadora por diferentes motivos. Cuando alguien pidió a Negrín que cubriese la vacante, el Presidente, incomodado, replicó:

—No hay vacante que cubrir. Ese camarada está cumpliendo en Francia una comisión importantísima que le he encomendado yo.

De igual manera, al notario impugnado, defendía a Cordón. Se hubiera sentido el peor de los miserables dejando sin defensa a uno de sus colaboradores. En el caso del subsecretario de Tierra con tanto más motivo cuanto que le atribuía cualidades extraordinarias. El argumento de su pasión comunista no hacía mella en Negrín, que tenía a los comunistas por sus mejores aliados. Computándoles defectos y virtudes encontraba que eran más abundantes en las últimas que en los primeros. Lo que más irritación me produce —le oí decir varias veces— es ese constante trabajo de pequeña caciquería que les permite a muchos perder de vista las necesidades de la guerra por un ascenso de más o un puesto de menos. Las fuerzas verdaderamente estimables son aquí comunistas y anarquistas, y del lado de allá, falangistas y carlistas.

El detalle de una injusticia raramente le encontraba propicio. Meterse en el laberinto de una historia individual para hacer luz de una queja, aun cuando le llegase con un grito de angustia, no le gustaba. Regañaba incomodado o expresaba su escepticismo con frases genéricas y alusiones a sus trabajos mayores. Esos gritos de angustia humana, bastante frecuentes, llegaron a exigir de nosotros que encerrásemos en prisión a personas que, sólo así, se consideraban en seguridad. Que su terror era exacto, lo pregonaban sus ojos; en cuanto a que estuviera justificado… De los frentes llegaban noticias de represalias y venganzas siniestras. ¿Falsas? El conjunto de datos que cada denunciante aportaba le metían a uno dentro de la conciencia la convicción de lo verídico. Buscar el remedio por los caminos administrativos del expediente o por los judiciales de la querella equivalía a la imposible empresa de cambiar el curso de los astros. De existir alguna solución había que buscarla por un acto de recia autoridad. La mía era puramente nominal. Me estaba reconocida en tanto no pretendiera ejercerla. La del Presidente se empleaba, íntegramente, en menesteres de naturaleza más complicada. Hacía la guerra, según la frase de Clemenceau, con quien un periodismo, demasiado de cámara, no dejó de encontrarle analogías. El tiempo que Negrín negaba a sus colaboradores de las subsecretarías se lo concedía gustoso al general Rojo. Tenía, como Prieto, una confianza ilimitada en la capacidad de Don Vicente. Los daños que padecía nuestro ejército golpeaban rudamente la autoridad del jefe del Estado Mayor Central. Dejó de ser indiscutido. Las sospechas de deslealtad, y aun las denuncias escritas, se concentraron, primero, contra varios de sus colaboradores. Me abstengo de citar sus nombres. Después, contra él. Los ataques se escalonaron prudentemente. Comenzaron por una discusión de méritos profesionales. Eran inferiores, ¡con mucho!, a los del general Asensio. Este, dormido, veía más que Rojo despierto. Su exaltación al generalato había sido demasiado rápida. Buen jefe de Estado Mayor, resultaba incapaz como general. Carecía de don de mando y de golpe de vista. Siguieron por una afirmación tajante: es un fracasado. En apoyo de ese dictamen venía una larga enumeración de tropiezos. En mi mesa, y sin que yo manifestase la menor complacencia, se abrieron varias veces planos con las demostraciones, subrayadas en azul, de esos fracasos. Finalmente, lo inevitable, la duda corrosiva: ¿no sería un desleal? Y ya aquí, sin afirmación preliminar alguna, una serie de supuestos feamente maliciosos: ¿Qué nos ha durado la victoria de Teruel? ¿Qué nos ha costado? ¿Se repetirá en el general Rojo —me preguntaba— la injusticia que se cometió con Asensio? Juzgado por el Presidente estaba seguro que la reiteración de un tan dañoso error no sería posible. No sólo porque hasta él no llegaban, a lo que supongo, las opiniones de los debeladores de Rojo, sino porque no es hombre que sufra con calma la maledicencia. Si digo que el Presidente hacía la guerra, es porque todas sus potencias estaban aplicadas, en aquellos días aciagos, a interesar el material que nos hacía falta para enderezar los frentes y devolver al país la fe en la victoria. El adversario había conseguido salir al mar. Trabajaba por ampliar el corte, proponiéndose llegar hasta Valencia. La promesa de Mussolini al Gran Consejo Fascista se había cumplido con sólo el retraso de algunos días: Lérida había dejado de ser nuestra. Teníamos serias razones para el pesimismo. Negrín no se me apareció desmoralizado ni un solo día. El manadero de su optimismo no me era conocido. Desde luego no estaba en los informes de Rojo. Como le preguntase al general, en el antedespacho de Negrín, por la situación de los frentes en un día de apuro, me contestó:

—Hemos perdido los pueblos de reglamento, pero no tenemos que lamentar ninguna catástrofe.

Cuando el tropiezo era gordo, el Presidente, por medio de la radio, se dirigía al país, pidiéndole nuevos sacrificios y tratando, con palabras de fe, de meterle en los huesos confianza en lo porvenir: «La guerra será larga y dura». «Con pan o sin pan, ¡resistir!». En este aspecto era, también, antípoda de Prieto. No se abandonaba a ninguna confianza y aun en el círculo de la más apretada intimidad repetía las palabras que había dicho en público. Todos sus calendarios, a fecha corta, eran esperanzadores: Recibiremos a tiempo el material que esperamos y haremos cambiar el aspecto de la guerra. Preveía nuevos contratiempos desventurados; pero afirmaba que el triunfo sería nuestro. ¿Inconsciencia? ¿Simulación? Lo primero no es creíble. Se le han hecho reproches más ofensivos —para algo es él el gobernante español que encabeza la derrota—, pero yo estoy especialmente facultado para negar algunos de ellos y, desde luego, el de la inconsciencia. En una ocasión, como la tristeza de la tarde le dispusiera el ánimo para las confidencias íntimas, me dijo estas palabras:

—Observe cómo todos buscan apoyo en mí para su esperanza. Cuando a alguno de mis colaboradores se le arruga el temple y se le desmorona la fe, me busca anhelante. Tengo que ser yo quien le sostenga. En cambio, yo no tengo en quien apoyarme.

Y, efectivamente, Negrín no tenía en quien apoyarse. Todos los que estábamos inmediatamente a sus órdenes le llevábamos malas noticias y pequeños enojos. Él necesitaba molturar aquel grano pesimista y devolvérnoslo transformado en blanca harina de optimismo. Sería difícil discernir dónde terminaba la fe en su trabajo y comenzaba el suyo la simulación. El heroísmo, por supuesto, coincidía con la segunda parte. Siempre resultará más fácil denostar ese período de la actividad ministerial de Negrín que explicarse, y comprender, el temple que necesitó para no derrumbarse. Motivos no le faltaron… Sólo hubo una auténtica voluntad de resistencia y victoria: la suya. La derrota quita valor a esa época de su gobierno; vencedor, las plumas hubieran rivalizado analizando los matices más finos del proceso de su conciencia voluntariosa. La leña se hace del árbol que cae y las ofrendas se cuelgan de aquel que resiste. Es una ley vieja que los hombres observan con manifiesta fruición. Batirse contra ella es exponerse a severa impopularidad. El vencido nunca tiene razón, y defenderle es arriesgar la propia. No se trata, pues, de intentar una defensa, sino de apuntar los datos que me son conocidos para que, cuantos desinteresadamente se aproximen a la guerra española, puedan ir coligiendo, con la mayor exactitud, la fisonomía moral de algunas de las personas que han estado en el primer plano de ella.

Negrín, insisto, constituía la única voluntad de resistencia cuando el pesimismo por la derrota del Este se enseñoreó de los mejor templados. Esta no es opinión exclusivamente mía. Tiempo después de resuelta la crisis, conocí, por el intermedio de Julio Jáuregui, secretario general del Gobierno Vasco, la opinión de Aguirre:

—José Antonio estimó —reproduzco con fidelidad las palabras de Jáuregui— que entre Negrín y Prieto no había duda posible. Al decidirse por el primero lo hacía con el natural sentimiento de su vieja devoción por Prieto; pero es que la posición pesimista de Don Indalecio llevaba aparejada una mengua de la confianza en él. Negrín afirmaba con entereza sincera la posibilidad de superar el momento y alcanzar la victoria. Era el hombre que convenía.

La misma consideración de fondo iba a jugar, meses más tarde, en agosto, en el propio Comité Nacional del Partido Socialista. Había que decidirse entre la creencia y el escepticismo, entre la afirmación calurosa de la fe y la negativa descorazonada de quien la había perdido. Siempre que a los hombres se les coloque en esa alternativa se inclinarán por la fe, entre otras razones, porque necesitan creer para seguir viviendo. El opio del pueblo llamaron los rusos a la religión, sin por eso ocurrírseles prohibirlo. Lo toleraron en tanto acreditaban un sustitutivo eficaz: el comunismo, la revolución universal… Prieto no ofrecía, en contrapartida, la menor compensación. A lo sumo, paliativos diplomáticos, nada fáciles de conseguir, por otra parte, para la derrota. Esta no se produjo en abril. Se perdió Lérida, se perdió Tremp; salieron al Mediterráneo las tropas de Franco, se acercaron a Castellón y lo tomaron… Y la guerra no se perdió. Los rebeldes no llegaron a apoderarse de Sagunto, cuyos trabajadores siderometalúrgicos dieron un ejemplo altísimo de heroísmo civil, conservando viva la actividad de su factoría, furiosamente agredida por la aviación germánica. Se consiguió estabilizar la guerra. En el Pirineo catalán una brigada, la 43, hizo, en las más duras condiciones, con escasez de material y de víveres, castigada por la nieve y las heladas, una alta proeza heroica, hasta verse compelida a pasar a territorio francés. Conducida por «El Esquinazao» —un actor de las jornadas insurreccionales de Jaca, que determinaron el fusilamiento de Galán y García Hernández— y por su comisario Gracia, entró de nuevo en España a seguir luchando. Voluntad de resistencia y victoria que coincidía con la de Negrín, quien, asistido del general Rojo, visitó a la 43 División en sus posiciones del Pirineo, poco tiempo antes de que necesitaran abandonarlas. Para estas empresas Negrín estaba siempre dispuesto. No lo estaba, casi nunca, para la preocupación burocrática. Dejaba hacer a los subsecretarios. Cada una de las firmas que le arrancábamos costaba su pequeño esfuerzo. La línea de menor resistencia aconsejó a sus colaboradores prescindir de ellas en la medida de lo posible, que era bastante amplia. Otero, de Armamento, necesitaba pocas, pero buenas. Xátiva se gobernaba por su juicio, extraordinariamente ponderado y responsable, y sólo por una deferencia amistosa solía recurrir a mi consejo, siempre favorable a sus determinaciones. Es hombre de extraordinaria valía, y de una rectitud moral inigualable. El sueldo, con aquellos precios fabulosos que alcanzaron las cosas en Barcelona, no le llegó ningún mes para poder encargarse un abrigo. Su familia, que permaneció en Cartagena hasta muy tarde, pagaba en privaciones alimenticias el concepto moral de este hombre que no tenía horas más que para el trabajo.

La Marina no preocupó gran cosa al Presidente. Fue a Cartagena, formó un propósito; pero no se decidió a desarrollarlo. Dispuesto a prescindir del jefe del Estado Mayor, nombramiento en que reconocía haberse equivocado, no llegó a poner por obra el designio, dando lugar a que, por dos veces, Xátiva le presentase la dimisión. Muy al final, vísperas de evacuar Barcelona, Negrín me envió una nueva combinación de puestos para la Marina. No se hizo sino a medias. Xátiva, que apareció afectado en ella, se apresuró a retirar su dimisión. En aquellas circunstancias graves tenía interés en continuar en su cargo, ya que otra conducta hubiera sido fácilmente interpretada como una deserción. Y en su puesto continuó hasta última hora. Se instaló en Roses. Rectificó algunas deserciones a puñetazos, siendo como era hombre suave y correcto. Sus valoraciones profesionales fueron certeras. Reiteradamente había señalado como hombre valioso a don Julián Sánchez, y como marino de extraordinario comportamiento, acreedor a un cargo más en relación con sus títulos, a don Miguel Buiza. La rehabilitación de ambos fue tardía. A don Miguel Buiza se le confirió el mando de la Escuadra. Le vi por última vez en Roses. Estaba afectado por la muerte de su mujer que, en un rapto de locura, se había quitado la vida. Aceptaba los testimonios de condolencia de sus compañeros mecánicamente, mientras pensaba en cuál debía ser, en aquel momento, su conducta en la nave capitana. Nadie se había cuidado de instruirle y no había esperanza de que recibiera orden alguna. Esperaba que abonanzase el tiempo para trasladarse en avión a Cartagena. ¿Qué se proponía hacer? Xátiva me lo dijo al oído. Iba dispuesto, antes de rendir los buques al enemigo, a reencarnar la tradición de los orgullosos marinos españoles. Quizá hizo algo mejor y más noble: fundirse silenciosamente en un campo de concentración del norte de África con los marineros de la escuadra, negándose a recibir ningún trato de favor. Nadie se acordó de él. En la legión francesa está. Xátiva le conocía, pero a Xátiva sólo le conocí yo, que era quien le trataba. Sus propuestas, para llegar a la Gaceta, necesitaban de una firma más valiosa que la del secretario general. Y no la conseguimos. Fue penoso. Mucho más que para nosotros para los hombres que, trabajando de buena fe, se encontraban preteridos por una razón de indiferencia o de pereza.