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La historia, de la embajada de México. — Prieto y Negrín no se ponen de acuerdo. — Discursos en el Comité Nacional del Partido Socialista. — Cómo quedó descansado Prieto después que pronunció el suyo. — Orden de recoger los papeles en Defensa Nacional. — La entrevista de Camprodón y el viaje de Prieto a Chile.

El Presidente entendía que Prieto podía hacer un buen servicio a la República sirviéndola en el puesto de embajador en México, en el que, por varias razones, se juzgó que debía ser sustituido el señor Gordón Ordás. Como de todos nuestros diplomáticos políticos, se dijo de Gordón Ordás que se había hecho incompatible con el Gobierno cerca del que estaba acreditado, llegando a referirse anécdotas dignas de figurar, y no por su veracidad, menos que problemática, en los paliques del marqués de Villaurrutia, a quien es fama que el diablo le afilaba la lengua todas las mañanas. Creo que a Prieto no le fue ingrata la idea de representar a España en México y pensó que su embajada podía resultar beneficiosa a los españoles. Para aceptar el cargo, desdeñando la maledicencia, cuanto pudieran decir de él —fugitivo, cobarde, egoísta…—, deseaba que el Gobierno le diese misiones concretas y claras. La del petróleo la juzgaba interesante y llegó a pensar en llevarse, como técnico, a un funcionario de la Campsa; pero consideraba que, por muy alto que fuese el optimismo del Gobierno, este necesitaba admitir la posibilidad de la derrota, y teniendo en cuenta que de Francia no nos era dado esperar nada, podía él intentar que México se comprometiese a recibir a los refugiados españoles, situando allí el dinero necesario para consentirles reconstruir su vida. Con ese mandato concreto se resolvía a aceptar el cargo y a trabajar en él con fervoroso entusiasmo. «Si lo que se busca —me añadió— es alejarme de aquí para que no sea una antena receptora de disgustados o resentidos, estoy dispuesto a alejarme por mi propia cuenta, porque entiendo, exactamente, como cuando yo formaba parte del Gobierno, que no puede nadie obstaculizarlo. Ni directa ni indirectamente le estorbaré sus planes y, en lo que pueda, se los ayudaré. Cuando el presidente de la República me llamó por teléfono a mi casa de París rogándome que no aceptase puesto alguno fuera de España, le hice observar que yo no podía ser solución para él, pues en tanto el partido en que milito no rectifique su posición en orden de la guerra, yo no puedo encamar la política que a S. E. le interesa que se haga»[12].

Al darle a conocer a Negrín el pensamiento de Prieto, el Presidente me contestó:

—¿Cómo quiere Prieto que yo pida al Gobierno una misión como esa, para que a las dos horas se conozca por todo el mundo, dada la indiscreción de algunos ministros? Al pensar en él para la embajada de México pensé en ese trabajo preferentemente. Ahora bien; si la misión se transparenta debe aceptar que la desmintamos oficialmente. ¿Es que no cree que vale la pena de sacrificar la personalidad en interés de España? ¡Si viera usted lo irritado que estoy contra todos esos egocentrismos agudos! Ahora que está todo estabilizado —esta conversación es del 13 de mayo—, ¿no me negarán que lo he estabilizado?, que venga otro a gobernar. Interiormente estoy muy desgastado por tantas pequeñeces e incomprensiones. Y, sépalo: porque no me dejan gobernar. ¿Un mandato claro? Yo no lo he recibido para muchas cosas y, sin embargo, considerando que era mi deber hacerlas, las he hecho. Ya me cuidé yo bien de no caer en una encerrona y si a pesar de las precauciones se hubiesen conocido mis entrevistas, me habría apresurado a desmentirlas. Algunas conferencias he celebrado, sin resultado, desgraciadamente, que usted está bien lejos de sospechar. Sí, asómbrese: con el mismo embajador de Alemania en París… Y luego en Ginebra… Yo no comprometía la posición del Gobierno y buscaba, por todos los caminos, lo que más podía convenir a nuestra victoria. En cambio Prieto, para una entrevista parecida —¿la conoce?—, no se conformaba con menos de una autorización expresa de mi parte. (Alude a un intento de entrevista Prieto–Fernández Cuesta en un pueblecito francés, entrevista que no se celebró, porque Fernández Cuesta avisó que estaba mediatizado en el Gobierno de Burgos, indicando que la entrevista podría realizarse de aceptar Prieto la presencia de Serrano Suñer, a título de hombre de confianza de Franco, lo que no interesaba).

En tanto yo converso con Negrín, Prieto lo hace con Azaña. A la tarde voy a Esplugas para conocer si Prieto está en condiciones de dar una respuesta decisiva. El Gobierno de México, cuya opinión ha sido consultada, ha dado el placet con el mayor gusto. Cárdenas recibirá complacidísimo a Prieto como embajador. Me encuentro con que el asunto ha cambiado de emplazamiento.

—No tengo nada que aceptar ni que rechazar —me contesta Prieto—. Después de mi entrevista con el presidente de la República he ido al Ministerio de Estado y he rogado a Ureña que telegrafiase a Vayo, que es quien me hizo el ofrecimiento, el siguiente despacho cifrado: «La persona con quien se entrevistó V. E. viernes y sábado en París encaréceme dígale que en Barcelona ha podido apreciar que determinadas circunstancias surgidas después de partir V. E. para Ginebra sitúan el problema fuera por completo de la órbita de su voluntad». En efecto, el presidente de la República me ha dicho que si el jefe del Gobierno le lleva el decreto de mi nombramiento se negará a firmarlo, suceda lo que quiera. Me ha encarecido que no vea en ello ninguna desestimación personal, pues igualmente se negaría a firmarlo si el nombramiento de embajador en México se hiciese a nombre de Largo Caballero, de Martínez Barrio, de Giral o de alguna otra persona que, por su significación o relieve, pueda ser, llegado el caso, el hombre que sustituya a Negrín. «Y no es, ha añadido, que piense en sustituirle; pero es que este Gobierno, como todos los gobiernos, puede llegar un momento en que embarranque, y, por si eso sucede, me interesa tener aquí hombres en quienes apoyarme». Después de esta declaración del señor Azaña, ya comprenderá usted que yo no puedo resolver nada. Lo que quizá convenga, para evitar una colisión de los dos poderes, es que me niegue. En estas condiciones, la Ejecutiva del Partido, a la que he dado cuenta de la entrevista, ha estimado que era innecesario que yo hablase con Negrín, proponiéndose hacerlo ella.

Después de una observación mía, siguió:

—Queda para mí una segunda cuestión; la de saber qué hago: ¿me quedo en Barcelona? ¿Me vuelvo a París? No me parece bien permanecer aquí en calidad de picador de reserva del presidente de la República, disminuyendo la autoridad del jefe del Gobierno, y en cuanto a irme, el propio Vayo me dio a entender que al Gobierno le preocupaba mi estancia en París.

Reacción de Negrín cuando le di cuenta de la entrevista con Prieto.

—¿Qué no firma el decreto? ¡Vaya si lo firma! ¡Firmará o buscará otro presidente! Yo no soy hombre dominado, como Casares Quiroga o Giral. De ninguna manera. Esté usted convencido de que me firmará el decreto o tendrá que buscar otro hombre, después de haberme oído por la radio. ¿Qué quiere? —me dice a mí por las observaciones que le he hecho—; ¿qué me deje enredar en maniobras para acabar en lacayo? Si Prieto no accede a venir a comer conmigo, le pediré que me invite y le rogaré que acepte el encargo, aun cuando luego dimita sin tomar posesión; pero el Presidente firmará el decreto. ¿Es que va a confundir mi delicadeza, tomándola por debilidad? Me firmó el decreto nombrando a Botella Asensi para determinado puesto y yo, dándole una muestra de finura, atendiendo las observaciones que hizo, lo rompí en su presencia, preocupado con que no imaginase que trataba de humillarlo. Ahora mismo, ¿no he pasado por nombrarle introductor de embajadores a su cuñado?

Sospeché que la irritación habría remitido al día siguiente y no me equivoqué. En bastantes meses ya no volví a oír hablar de la embajada de México. El mismo embajador, don Adalberto Tejada, que había notificado a Prieto la concesión del placet, había de comunicárselo a otra persona que, por razones distintas, no estaba en condiciones, como hubiera sido su gusto, de presentar sus cartas credenciales al primer magistrado mexicano.

Esta historia diplomática no sirvió para que mejorasen las relaciones de Negrín y Prieto. Empeoraron con los discursos pronunciados por ambos en la reunión del Comité Nacional del Partido Socialista celebrado el 7 de agosto de 1938 en Barcelona. El de Prieto está impreso y, sin que yo me explique la razón, traducido al francés. El de Negrín probablemente se ha perdido. Culpa de Negrín o descuido de sus secretarios, es igual. Lo sorprendente del caso es que don Juan Negrín fue, en sus días de científico, un tirano del orden y de la clasificación, según el testimonio de sus discípulos. La más leve irregularidad en la biblioteca provocaba en él las más violentas admoniciones. Con los papeles políticos ocurría a la inversa. ¿Desestimación? Posiblemente. Guardaba los más importantes, y no prestaba gran cuidado a los demás. «No tengo ningún interés —decía— en hacer archivo de mezquindades». El domingo siete de agosto, ante el Comité Nacional, Negrín explicó cómo había prescindido de Prieto, a su pesar. El extracto que un camarada del Comité Nacional me facilitó y yo copié, dice así: «Negrín ha dado cuenta de sus esfuerzos por retener a Prieto, esfuerzos que se fundaban en razones sentimentales y de conveniencia y que compensaban, a su juicio, el pesimismo descorazonador de Prieto. Después de una reunión con la Ejecutiva, en la que Prieto manifestó su convicción profunda de que todo estaba perdido y de que asistíamos al final de la guerra en el plazo de varias semanas, se reunió el Consejo Superior de Guerra, en el que nuestro camarada ratificó lo que había dicho en la Ejecutiva. Su pesimismo contagioso aplanaba a todos, dejándoles exánime la voluntad. De París me avisaron que Blum y Auriol querían hablar conmigo. Me trasladé a París y surgió la crisis francesa. Tuve necesidad de esperar a que se solucionase y una vez resuelta hablé, no con Blum y Auriol, sino con Chautemps, Daladier y Delbos. Me dijeron: “Queremos ayudaros. ¿Qué podemos hacer?”. Formulé mis aspiraciones: envío de divisiones, doscientos cañones pesados y ciento cincuenta aparatos de caza que nosotros les repondremos inmediatamente. Me contestaron: “El envío de las divisiones es imposible, y enumeraron las dificultades. Los doscientos cañones pesados podemos dárselos. No es material nuevo, pero es bueno. En cuanto a los aviones, imposible. Facilidades en la frontera, concedidas. Hoy mismo se darán órdenes terminantes”. Llamado apremiantemente de Barcelona, no pude concretar la operación. Se trataba del hundimiento del frente del Este. Reuní el Consejo de ministros; Prieto hizo una pintura de la situación, tan desesperada y sombría, que yo mismo me sentí derrumbado. El subsecretario de la Presidencia me preguntó: “¿Qué le pasa?”. “Me pasa —le respondí— que ahora mismo no sé si decirle al chófer que me lleve a casa o a la Junquera”. A tal punto era flaco mi ánimo y estaba derrotado mi espíritu. Al día siguiente me visitó el embajador francés. Me hizo una propuesta que acabó de decidirme. Me preguntó si le autorizaba para que su Gobierno, en unión del Gobierno británico, intentase una gestión diplomática para poner término a la guerra. “Señor embajador —le pregunté— ¿cree su excelencia que en este momento una gestión de ese tipo puede tener resultado satisfactorio?” Me contestó que no. Le dije que nuestra situación distaba mucho de ser desesperada y que no tardaríamos en reponernos del quebranto sufrido en el Este. “Quizás tenga usted razón, señor presidente, pero ni el ministro de Defensa ni el de Estado creen que la resistencia pueda prolongarse más de una quincena”. Acabó prometiéndome pedir a su Gobierno un buque de guerra para, en caso de necesidad, poner a salvo a los miembros del Gobierno. A la tarde daba comienzo a mis gestiones para modificar el Gobierno. Yo soy un hombre que tiene fe, primera condición para gobernar. Creo en la victoria y estoy seguro de que la obtendremos. A Prieto le ocurría entonces, y posiblemente le ocurre hoy, lo contrario». Otro dato de su discurso que tiene interés: «En materia económica tenemos resistencia para uno o dos años más de guerra y hasta el momento actual todo lo que hemos gastado en ella es un tercio más de lo que se gastó en la de Marruecos. Disponemos de una economía sana y, gracias a una política de rescates, el Estado podrá reponerse en muy poco tiempo de sus dispendios extraordinarios, de los que habrá de darse cuenta puntualmente. Yo puedo hacerlo en cualquier momento y con plena claridad».

Su informe impresionó al Comité Nacional. Prieto hizo el suyo, en el que afirmó que su destitución de la cartera de Defensa Nacional fue obra, no de la voluntad de Negrín, sino de la de los rusos. La publicidad dada a su informe lo hace fácilmente consultable. Acabado el debate, Prieto en una conversación de pasillos con camaradas hizo, sin querer, un juicio crítico del informe: «Después de pronunciar mi discurso he descansado como se descansa al terminar de…». Infinitivo de un verbo que no se conjuga en público. El juicio de otros camaradas que llegó hasta mí concuerda con el del autor: «Mezquino y áspero».

El ambiente de la reunión fue contrario a las tesis de Prieto, y este, que debió darse cuenta de ello, presentó su dimisión de ejecutivo con carácter irrevocable, rogando que se eviten las apelaciones y las súplicas, ya que su resolución era inmodificable. Lamoneda discurrió una fórmula más y, sin aceptar la dimisión de Prieto, se le autorizó para que no concurriera a las reuniones. Esta confrontación de las posiciones Prieto–Negrín tuvo, en la esfera oficial, una repercusión que no siguió adelante. El lunes, día ocho, a primera hora de la mañana, el Presidente me dio la orden siguiente: «Encárguese personalmente, sin que nadie se entere, de separar los papeles personales de ese archivo. Sólo los personales, y le ruego que el trabajo lo haga usted mismo, sin confiárselo a otra persona, por mucha seguridad que le inspire. Lo más tarde mañana debe tenerlos en su casa». Después me enteré que el Presidente estaba procediendo al mismo trabajo y que, en cambio, sus secretarios tenían orden de buscarle un piso en la ciudad. Crisis. El martes, momentos antes de que se reuniera el Gobierno, vi al Presidente de mejor humor. Antes de terminar el Consejo salió de viaje. Se fue a Balaguer, donde no se nos acababa de lograr una operación militar.

Finalmente, Prieto y Negrín tienen un contacto. Se ven en Camprodón. El ex ministro de Defensa ha aceptado representar a España como embajador extraordinario en el acto de la toma de posesión del nuevo presidente de la República de Chile. Es una excursión política que Prieto se propone utilizar para ver las posibilidades que existen de interesar a los gobiernos de los países americanos en una acción mediadora que ponga término a la guerra española. Al final de la entrevista, Negrín pide un abrazo a Prieto y este, afligido por el destino de Negrín, se lo da. De la excursión van llegando cables de recepciones entusiastas, de actos populares en que la oratoria de Prieto pone a delirar a los obreros americanos, de cuya ayuda moral y material se benefició en larga medida nuestra causa. Los mensajes del embajador extraordinario no tienen mejor lector que Vayo. Siempre que encuentra oportunidad me los subraya con las palabras más cordiales: «Estaba seguro de que el viaje de Prieto constituiría un éxito clamoroso. Tenga la seguridad de que nos reportará beneficios inmensos». Álvarez del Vayo gozaba recordando que la iniciativa de enviar a Prieto a Chile había sido suya. Su fácil capacidad para el entusiasmo le llevaba hasta construir castillos en el aire. Personalmente le oía con gusto, pero sin dejarme contagiar por sus esperanzas. El escepticismo estaba bastante justificado y ya era mucho poder hacer cara y tener a raya a la desesperación. Barcelona vivía, por aquellos días, bajo el terror de los aviones enemigos. Militarmente íbamos mal. El cable de Prieto no nos compensaba. Leído y olvidado. En plena excursión, ahora de regreso a Europa, Prieto pudo explicarse nuestra indiferencia por sus noticias. Teníamos de sobra con preocupamos de nuestras pobres vidas, en cuya persecución avanzaba el adversario… La polémica de estos dos hombres, llamada a continuar, había de tener por fondo lo irreparable: la derrota.