Los acontecimientos en el frente continuaban siéndonos adversos. El hundimiento tenía muy difícil compostura. Las unidades desmoralizadas habían regalado al adversario un material que nos había costado mucho esfuerzo reunir. En los medios oficiales la sensación de derrota es agudísima. Todas las que oigo son palabras medrosas. Los diarios subrayan la angustia del momento redoblando violentamente en el tambor del Bruc, que han sacado a la calle las Juventudes Socialistas Unificadas, dispuestas a reclutar dos divisiones de héroes. Es dudoso pensar que en la retaguardia haya tantos héroes. Como los tambores son muchos y muchos los que los hacen sonar, los periódicos acaban pidiendo cien mil voluntarios. «Cada hombre, un gigante; cada catalán, un hombre». Esta motorización literaria tiene, por encargo de Negrín, mi concurso. Me compromete a que haga un artículo diario y quiere que lo mande a toda la prensa. Cuando le convenzo de que no debe ser así, me recomienda que los haga reproducir en millares de hojas para un reparto profuso, También le disuado de la iniciativa. Es suficiente con dar los artículos a La Vanguardia y a El Diluvio. Inopinadamente entra en el torneo literario otro ministro. Jesús Hernández, con el seudónimo de «Juan Ventura». Los artículos de mi doble colega tienen, contra lo que hace a la ocasión, contrafilo político. La censura tacha íntegro el segundo y, sin embargo, Mundo Obrero —no así La Vanguardia, donde su autor los enviaba a la vez— lo publica, contestando a la censura que tiene orden del ministro de Instrucción Pública de no retirar el trabajo. Llevé el problema al Consejo de ministros, no porque en los artículos se atacase al ministro de Defensa Nacional, que ese aspecto de la cuestión correspondía plantearlo, acaso más que al mismo interesado, al jefe del Gobierno, sino en razón de que en mi Ministerio nadie estaba autorizado a dar órdenes más que yo y de preferencia en materia tan delicada como la de la censura, ya que eran varios periódicos, y en particular Solidaridad Obrera, los que aguardaban un resquicio para arremeter contra el jefe del Gobierno y los ministros comunistas. Si un diario ministerial abría el camino de la rebeldía, yo me declaraba sin autoridad para impedir que lo frecuentasen los diarios de oposición. Jesús Hernández se defendió de la invasión de funciones que yo le reprochaba sosteniendo que un funcionario no puede oponerse a que un ministro difunda su pensamiento, y afirmó que en los artículos no había la menor alusión, ni favorable ni adversa, al ministro de Defensa. En este punto insistió mucho, secundado por su camarada Uribe. Negrín negó la razón a Hernández. La censura podía tachar las opiniones de los ministros y las del propio presidente del Consejo, quedando todos obligados a acatar la decisión de la censura. Sentada esta doctrina, me recomendó que indicase a los censores que, tratándose de opiniones de los ministros, no les aplicase la tarifa de mayor rigor.
Esta recomendación no me cabía en la cabeza. ¿Cómo ordenar a los censores que en los artículos de los ministros consintiesen un treinta por ciento de indiscreciones o de agresiones? Hernández reaccionó afirmando que si se había decidido a escribir es porque no estaba conforme con mis artículos. Le repliqué que se lo indicase al jefe del Gobierno, por cuya exhortación los escribía. Intervino Prieto. Al concederle la palabra, el Presidente le pidió con una mirada que no provocase una situación violenta.
—No pase cuidado, señor presidente; me manifestaré todo lo sereno que usted puede apetecer. Nada hubiese dicho de no haber planteado el tema mi compañero el ministro de la Gobernación; pero una vez sometido a examen, mi intervención personal, que será breve, la reputo inexcusable. El proceder del ministro de Instrucción Pública no puede ser admitido. Su crítica a mi gestión sólo le es dado hacerla, en tanto participemos de la misma responsabilidad ministerial, en Consejo de ministros. En tiempo de guerra esa norma tiene que ser mucho más rígida que en épocas normales, ya que de otra manera se corre el riesgo de fomentar insubordinaciones que pueden ser fatales. Los artículos de referencia circulan, distribuidos por correligionarios de su autor, en la retaguardia y en el frente. Sólo la gravedad de las horas me retiene en el cargo, en el que sé que estoy, a partir de este Consejo, sin el decoro que me exijo a mí mismo. En otras circunstancias no aceptaría ni un minuto más la convivencia con el señor Hernández y me iría del Gobierno. No lo puedo hacer así porque en los actuales momentos, con el frente roto, mi dimisión se prestaría a ser cotizada como una deserción ante el enemigo. Me limito, pues, a anunciar que, en lo sucesivo, mis relaciones con el señor Hernández se concretarán a las de carácter oficial, afirmando que estas mismas no dejarán de resultarme penosas[9].
El incidente quedó mal resuelto. Continuó el despacho de los ministros, pero en el ambiente flotaba un desasosiego inquietante. Nadie se sentía a gusto. Prieto había hecho un esfuerzo de serenidad excesivo por su temperamento. La formación ministerial, por más que intentásemos simular cosa distinta, estaba destruida. Todavía celebramos, finalizando marzo, un Consejo de ministros en el despacho del de Defensa. Este informó de la situación militar, que no podía ser más penosa, según yo sabía bien. Familiarizado por mis visitas a Prieto con las noticias que él recibía de los servicios, su exposición al Consejo no comportaba para mí ni la novedad de su duro relato, dureza derivada de la reunión de tanto dato infortunado, del conjunto de nuestras vicisitudes en el Este. Conocía, por nuestra conversación diaria, el pensamiento íntimo de mi correligionario. Esta inmunización contra su pathos me impide juzgar de la huella que el informe de Prieto produjese en los demás ministros y en el propio Presidente. Prieto descontó seguro que los rebeldes llegarían al Mediterráneo y, partiendo de ese supuesto, pidió que se examinase la conveniencia de que el Gobierno se trasladase al Centro, donde disponía de la gran masa del Ejército. Como Negrín le interrumpiese afirmando que el Gobierno debía continuar en Barcelona, el ministro de Defensa entendió que, en tal caso, procedía tomar diferentes medidas precautorias, tales como nombrar a Miaja jefe militar de toda la zona no catalana, instituyendo en ella delegaciones ministeriales con poderes adecuados, lo suficientemente extensos para evitar consultas, tanto más difíciles de hacer cuanto que las comunicaciones serían, a partir del corriente, pobrísimas. La propuesta no tenía, a mi juicio, nada de disparatada. Encontraba dentro del orden natural de las cosas que el ministro de Defensa se anticipase con medidas de prudencia a un acontecimiento lamentable que, atendido el desbarajuste del frente, reputaba fatal. Si la desventura no se consumaba, tanto mejor; las medidas previstas no necesitaban entrar en acción. Repito que yo era, entre los ministros, por mi proximidad a Prieto, una excepción. En intimidad con su pesimismo, este había perdido para mi sensibilidad gran parte de su fuerza. Disponía de suficiente ánimo para hacerle descuentos. En mis colegas la cosa era distinta.
Las descripciones de Prieto, nada suaves, de un naturalismo violento, en las que cada detalle destacaba sus perfiles afilados, les mermaban bastante el resuello. Con tanta mayor razón cuanto que les constaba que el ministro de Defensa, por respeto a la verdad y valoración de la responsabilidad, se abstenía de operar con datos distintos a los que le facilitaban los jefes militares dependientes de su autoridad. Sin embargo, su arte de componer los elementos de la amarga verdad desconcertaba a Negrín, al punto de escuchar los informes de Prieto con visible enojo. Al final de este Consejo, como el propio Negrín lo ha manifestado en varias reuniones, su descorazonamiento fue tan agudo que, dirigiéndose a José Prat, le manifestó:
—Ahora mismo no sé si pedir al chófer que me lleve a casa o a la frontera. ¡Tan atroz ha sido el informe que nos ha hecho Prieto!
Fue este informe, a lo que parece, el que determinó en Negrín la voluntad de separar a Prieto de la cartera de Defensa. Imputaba a su camarada una cierta complacencia morbosa en difundir su pesimismo, y recordando una de sus conversaciones con el embajador francés, me dijo entonces, y después lo ha hecho público, que el señor Labonne opuso a su optimismo el juicio personal de Prieto, que descontaba la guerra como perdida. ¿Falsa afirmación del diplomático? Acaso atribuyó a Prieto lo que estaba en el ambiente y no podía escapar en modo alguno a sus servicios de información y, sobre todo, a la sagacidad de su agregado militar, el teniente coronel Morel, buen conocedor de su oficio. En sus conversaciones conmigo, Negrín se mostraba preocupadísimo por las indiscreciones de Prieto. Creía que sus dictámenes sobre la situación andaban por la calle, en boca de las personas más distintas. Me preguntó concretamente si creía yo que Prieto opondría alguna dificultad a cambiar de cartera. Mi respuesta no le convenció.
—Estoy seguro que Prieto le dará toda clase de facilidades para sustituirle en la cartera de Defensa, pero no tengo la misma certeza en cuanto a que se decida a regentar otra.
Este juicio, que la realidad vino a confirmar, pese a mis esfuerzos por impedirlo, lo fundaba en el recuerdo de la violencia que necesitamos hacer los diputados socialistas para que Prieto aceptase seguir en el Gobierno de la República, con Largo Caballero y Fernando de los Ríos, cuando Azaña resolvió confiar la cartera de Hacienda al señor Carner, trasladando a Prieto a la de Obras Públicas. Suponía que, en el nuevo trance, este se negaría, con mayor motivo, a seguir perteneciendo al Ministerio. Negrín luchaba, sinceramente, con estos dos deseos: separar a Prieto de Defensa y conservarle en el Gobierno. Se explicaba sobre el particular de manera muy curiosa.
—Personalmente preciso del concurso de Prieto. Son contadas las ocasiones en que nuestros criterios coinciden; pero yo necesito psicológicamente de esa discrepancia para afirmar, y en ocasiones para descubrir, mi propio pensamiento. (Esta misma explicación había de dársela a la Comisión Ejecutiva del Partido Socialista). No sabría prescindir de su colaboración. Su pesimismo me resultaba peligroso y dañino en cuanto se difunde y se hace tópico de café o de gobierno; profesado solamente por él carecería de importancia, ya que sabe hacerlo compatible con un trabajo apasionado e infatigable. Pierde de vista, cuando se lo comunica a otras personas, que estas, sin sus virtudes, se desmoralizan y caen en un marasmo de la voluntad que les vuelve inválidas para todo esfuerzo provechoso.
Terminó encomendándome que hablase con Prieto sobre el particular. Como yo suponía. Prieto daba al Presidente toda suerte de facilidades para que le sustituyera en la cartera de Defensa. En carta que le escribió confirmándole lo que me había dicho, poniéndose a su disposición, le pedía el favor de que si le designaba para algún otro cargo fuese, de preferencia, fuera del Gobierno. Esta restricción se fundaba en el deseo de no seguir conviviendo ministerialmente con Jesús Hernández. No había problema, porque Negrín, por propia iniciativa, había pensado en que cesara en su función de ministro Hernández, a cuyo efecto habló con los representantes comunistas, quienes, después de hacerle diferentes consideraciones en cuanto a lo escasa que resultaría su participación en el Gobierno, visto el desarrollo de su partido, se resolvieron a dar al jefe del Gobierno la facilidad que les pedía. No conozco el secreto de esa negociación, y sólo sé sobre ella lo que me dijo Negrín: que los comunistas no oponían dificultad alguna a la salida de su camarada del Ministerio. Poco después, todavía no constituido el nuevo, los colaboradores de Hernández se dedicaron a buscar un domicilio oficial, a fin de instalar las oficinas del nuevo cargo a que se destinaba al ministro de Instrucción Pública. Con la carta de Prieto y el asentimiento de los comunistas, Negrín sometió al presidente de la República, el último día de marzo, su propósito de modificar el Gobierno. La modificación afectaba a las siguientes carteras: Ministerio de Defensa, Negrín; Hacienda, Méndez Aspe; Instrucción Pública, Giral; Estado, Álvarez del Vayo; ministro sin cartera, Prieto. Cuando comenté con Prieto la reorganización del Gobierno discurrida por Negrín y le pregunté cuál creía que sería la resolución de Azaña, me contestó:
—Aceptar la propuesta y renunciar al cargo.
Este vaticinio de mi correligionario no se cumplió. Azaña recibió la noticia que le llevó Negrín con relativa naturalidad hasta que se pronunció el nombre de Álvarez del Vayo. El detalle no lo conocí antes del 29 de abril, en que habiéndome llamado Negrín para dictarme el guión de los fines de guerra de la República, después de tomar nota de ellos y darme el encargo de que los desarrollase, me hizo varias confidencias, una de las cuales reproduzco de mi libro de notas:
«La conversación se anima. Inesperadamente, el Presidente vuelve a explicarme la crisis. Toma pie de esa explicación para indicarme su radical discrepancia con Azaña:
»—Lo que no le perdono, ni a él ni a nadie, es su indiferencia por la suerte de España. Todo lo encuentro justificable, el egoísmo personal, la genialidad malhumorada, el pesimismo disolvente, a condición de que en el fondo prevalezca, sobre todo otro sentimiento, la pasión por España. Por si algún día siente la tentación de escribir sus memorias, cosa que yo no haré, escuche lo que le voy a decir. Cuando expuse al presidente de la República los motivos que me inducían a sustituir a Prieto en el Ministerio de Defensa, me oyó con calma y me preguntó por el sustituto. Le contesté que me interesaba llevar personalmente esa responsabilidad ya que nadie podía atribuírsela dada la dificultad de los momentos. ¿Con Hacienda también?, me preguntó. “No —le contesté—; Hacienda la llevará Méndez Aspe”. Donde Azaña cambió de color y se mostró compungido fue al notificarle que sustituía a Giral por Álvarez del Vayo.
»—¡Eso es el triunfo de Fabra Ribas! —exclamó—. No puede ser. ¡No puede ser! No me obligue usted a aceptar esa humillación.
»Y aquí viene lo que debe usted apuntar para sus memorias, ¡qué no se le olvide!, que a mí se me olvidará. Me propuso:
»—Lleve usted a Vayo a Defensa Nacional y vaya usted al Ministerio de Estado.
»Me quedé horrorizado. Créame que nunca me ha parecido nadie más mezquino y más pequeño que Azaña en aquel momento. La crisis no le afectaba sino en cuanto suponía contrariedad para él y para su cuñado[10]. Me habló de una carta que, de llevarla a Consejo, supondría una incompatibilidad, pero esto contradecía palabras suyas, dichas con ocasión de proponerle a Vayo como sustituto de Pascua en Moscú. Cuando le indiqué el nombre de Don Julio como posible embajador en Rusia, se apresuró a decirme:
»—Me alegraré que me traiga ese nombramiento para que vea Vayo que no tengo ninguna animosidad contra él.
»Con ocasión de la crisis, me saca la carta. ¡Si yo fuese a sacar cartas![11] Sin el tropiezo de Vayo, la crisis hubiese quedado resuelta en esa conferencia, tenga la seguridad; pero yo no podía, sin incurrir en delito, acceder a cargar a Vayo con la responsabilidad del ministerio de Defensa. En el de Estado podía ser útil; en Defensa, no».
Azaña pidió un plazo de dos días para estudiar la propuesta de Negrín. El día 2 de abril perdimos Gandesa. La noche del 3, domingo, el jefe de Gobierno me ruega que vaya a cenar con él. Antes paso por el Ministerio de Defensa y hablo con Prieto. Este acababa de tener una entrevista con Azaña. Me dice que, con excepción de los comunistas, todos los partidos consultados desaprueban la modificación ministerial. Para el lunes, Azaña ha citado en su despacho a los representantes de las organizaciones políticas a fin de formar juicio definitivo y resolver. Desea que a la reunión acuda el jefe del Gobierno. Cuando Negrín conoce esos deseos se encoleriza y anuncia que no acudirá a la reunión. Que el presidente de la República haga lo que le acomode. Él, por su parte, sabe lo que tiene que hacer. Y sin otra explicación pide una conferencia con París, cuyo sentido no se me oculta. Mi intervención moderadora fracasa. El lunes, después de comer. Prieto sale llamado por Azaña. Antes de irse me informa que le ha visitado una comisión de la CNT, compuesta por Blanco, Galo Diez y Prieto, los dos últimos de Bilbao, uno de Marzana y otro de Ollerías. La CNT se considera defraudada. Se le pidió, al igual que a la UGT, un ministro sin cartera, y al acceder, pusieron la condición de que ni se abriese la crisis por considerarla dañosa. Estiman que la modificación ministerial propuesta a Azaña es un intento de dictadura comunista y aseguraron a Prieto que, antes de consentirla, la emprenderían a tiros. Pasando de lo político a lo militar. Prieto desliza a mi oído la noticia de que estamos a punto de perder Morella. Se va a la entrevista con Azaña, llevándose a la firma el decreto ascendiendo a coronel a Cipriano Mera, militante de la CNT Poco después recibo, en mi despacho, la visita de Monzón, que acudirá, por los nacionalistas vascos, a la reunión con S. E. Ha hablado con Prieto sobre la crisis, y quiere saber cómo juzgo yo del caso. Escucha mi parecer y me dice algo que tiene interés, a saber: que en su conferencia con Companys, este le ha confesado que no queda la menor esperanza de victoria militar, rogándole que lo manifieste así en la reunión con Azaña. Monzón, con buen sentido, le ha hecho notar que él no puede expresar más opinión que la de su partido, correspondiendo al representante de la Esquerra Catalana hacer las manifestaciones que Companys repute necesarias.
Lo que está perfectamente claro es que la moral es, en todas partes, de derrota. Es suficiente asomarse al balcón para notarlo. Las calles recuerdan la fisonomía de las de Madrid, en la hora incierta de noviembre, cuando aún no se había decidido por su destino heroico. En estas condiciones, la crisis adquiere una gravedad considerable. Termina el día sin que conozca la menor noticia de la reunión presidida por Azaña. Será después cuando sepa que el presidente de la República ha sitiado de sarcasmos feroces al delegado comunista José Díaz. Necesito esperar al día siguiente, 5 de abril, martes, para conocer por un editorial de La Vanguardia que el jefe del Gobierno tiene la conformidad de Azaña para modificar el Ministerio. Trabajo hasta las doce y a esa hora Negrín me pide que vaya a verle. Me recibe en su despacho y me da a leer una carta que acaba de recibir de Prieto. La carta, breve, es una negativa terminante a aceptar puesto alguno en el Gobierno, por disconformidad con los rumbos que Negrín piensa imprimirle: «Habíamos de discrepar en cosas fundamentales, y, sobre todo, en determinado nombramiento, que ya es público». (Se refiere al nombramiento de Jesús Hernández, de quien se dijo que pasaría a ser comisario general del Ejército de Tierra). El Presidente me dice:
—Bien, con esa carta a la vista yo no hago nada. Voy donde Azaña, le digo que mi plan ha fracasado y que busque otro presidente.
Después de una pausa, añade:
—¿Quiere usted ir a ver a Prieto e intenta convencerle?
Sea. Descuento por anticipado la inutilidad de mi embajada. La carta de Prieto expresa una resolución firmísima y no puedo ser yo quien lo persuada de la conveniencia de modificarla. Sin tiempo para abordar la cuestión, anuncian a Lamoneda y a Albar. Conocedores de la última carta de Prieto a Negrín vienen, en nombre de la Ejecutiva del Partido, a intentar orillar la diferencia. Iniciada la conversación. Prieto nos anuncia categóricamente que no modificará su criterio. Cortando los razonamientos de Lamoneda, a quien escucha con desgana, se dirige a Albar:
—Diga usted su opinión. Dígala con absoluta claridad.
—¡Qué tiene usted razón!
Esa razón es la siguiente, según el argumento que nos ha expuesto Prieto. «El presidente me acusa de pesimista y de desmoralizar con mi pesimismo a quienes me rodean, asegurando que todo el mundo sabe, por mis indiscreciones, que la guerra está perdida. Yo no hablo con nadie. Repetí en el último Consejo de ministros lo que dije en la reunión de la Comisión Ejecutiva a la que asistieron el Presidente y Zugazagoitia: que la situación se iba haciendo crítica y difícil. En esa misma reunión notifiqué que se había iniciado una fuerte campaña comunista contra mi permanencia en el Ministerio de Defensa, y añadí, conforme había dicho por escrito, que yo no quería ser un obstáculo para nadie y que con tres minutos me sobraba tiempo para arreglar mis cosas y dejar el puesto a otro. Recuerdo que Negrín afirmó que yo era un pesimista de tipo casi tenebroso, pero que compensaba ese defecto con mi gran capacidad de trabajo, razón por la que interesaba mi continuación en el Gobierno. Refiriéndose a los comunistas, nos declaró que no podía prescindir de su colaboración, porque son una fuerza política, porque son los que mejor nos secundan en el exterior, y porque peligraría la ayuda que nos presta Rusia. Siguió: “De Prieto no puedo desprenderme en Defensa, porque es, ya lo he dicho, con sus defectos terribles, un trabajador incansable, y del que hasta psicológicamente necesito”. Eso dijo Negrín entonces y han sido suficientes cuatro o cinco días para que no me considerase necesario en Defensa. ¿Qué ha pasado? Es un punto oscuro que no aclara Negrín. Pero, además, nuestras diferencias son de fondo. Yo no sirvo para ministro decorativo por la sencilla razón de que no sé callarme lo que pienso. No saber, no hablar, no influir en las resoluciones con mi opinión, perteneciendo al Gobierno, no se me puede pedir a mí. Y quien me lo pida tropezará con una firme negativa».
Lamoneda obtiene esta conclusión:
—Total, que hemos venido a convencer a Prieto y tenemos que irnos a persuadir a Negrín.
—Es lo más justo —comenta Albar.
Por teléfono le hago comprender a Negrín que he fracasado y que iré a informarle después de almorzar. Prieto invita a Albar, yo soy como de la casa, y a las cuatro vuelvo donde Negrín. Está empezando a comer. Le informo de las circunstancias y el resultado de la entrevista y hace varios comentarios irritados. Al terminar el almuerzo me llama aparte y sigue en sus comentarios violentos. La negativa de Prieto le contraría profundamente y se exalta. Le hago algunas observaciones y acaba por encontrar el tono. Inopinadamente, me deja solo. Espero unos minutos y cuando la cortesía me parece cubierta, me voy a mi despacho. No tarda en sonar el teléfono. Es Prieto.
—Está aquí el Presidente, y pide que venga usted. La escena que me aguarda es de comedia. Prieto y Negrín, frente a frente, acechan mi llegada para hacerme idéntica inculpación: la de haber sido un embajador infiel, que perdía, en el breve trayecto de El Putxet a Pedralbes, las mejores palabras de los mensajes que uno y otro me confiaban. Me duraba, por lo visto, la torpeza infantil que me valió los consiguientes pescozones al no hacer a derechas, a mi madre, los encargos que me confiaba. Forzoso era, para no agriar más las cosas, que me refugiase en un balbuceo culpable. Con aire compungido, me dejé increpar cordialmente:
—No le dije yo a usted…
—No me dijo usted a mí…
—Cuando por vez primera me visitó en nombre de Negrín, ¿no me adelanté yo a decirle…?
—¿No fue esa la ocasión en que usted me comunicó…?
El lado flaco de esta escena de comedia es que no iba a servir para que los protagonistas, aclarado el equívoco, debido a la torpeza del recadista, se reconociesen amigos. Este final me hubiese autorizado a reír; pero no. Las pocas explicaciones que se dieron separaron más a los dos hombres. Las enojosas consecuencias de esa separación me quitan todo derecho a un juicio humorístico. Seriamente, pues, diré que yo medié como amigable componedor, sin ocultar, ni a Prieto ni a Negrín, el pensamiento del amigo en polémica.
Lo que frecuentemente me abstuve de hacer es reproducir el tono áspero y mortificante con que se me confiaban ciertas opiniones. Este olvido, deliberado, es el que pueden reprocharme don Juan Negrín y don Indalecio Prieto. Uno y otro lo han corregido, bien diestramente por cierto, en su epistolario. Seguro que lo reputaban fundamental; aun cuando yo, torpe mensajero, no alcancé entonces, ni alcanzo hoy, su importancia. Terminada la escena, Negrín me pidió que le acompañase, anunciando a Prieto que iría a visitar al presidente de la República. Fue un viaje provechoso. En el camino le pedí que me sustituyese en Gobernación. Me miró sorprendido.
—¿Con quién le reemplazo?
—Paulino Gómez sería un sustituto adecuado. Tiene un carácter diferente al mío, mucho más apto, por su energía, para hacer cara a cualquier situación que se presente. Conoce bien Barcelona.
—Y usted, ¿dónde iría?
—Donde usted lo disponga. Si se propone llevar la cartera de Defensa, acaso le fuese útil en algún trabajo. Eso usted lo pensará. Todo lo que me permito decirle es que no se trata de una evasión. Si la adversidad nos derrota, cuando vuelva usted la vista en tomo suyo, entre los que estén cumpliendo con su deber, me verá a mí. Tenga la seguridad.
No contesta. En su residencia están esperándole Álvarez del Vayo y Comorera. Este, que acaba de regresar de Rusia, ha debido dar motivo a que se diga de él que trae de Moscú la orden para dimitir a Prieto. Es el rumor de la calle, que lo mete en mi oído el jefe de la censura. De regreso a mi despacho no sé de modo cierto si me afectará la renovación ministerial. Rafael Méndez, que regresa de hablar con el Presidente, me aborda todo irritado. No quiere comprender por qué dimito. Sabe bien que no es por flojera de ánimo, sino porque la ocupación no me gusta. Cuando apeché con ella, rindiéndome a un hecho consumado, visité a Prieto para pedirle que me ayudase a dejar el cargo. Me contestó: «Ya se acostumbrará usted y le resultará grato». Al final de once meses, todavía no me había acostumbrado. A las doce de la noche, ya en la cena, llama el gobernador de Madrid. Me pregunta: «¿Qué ha pasado? ¿Qué hago?». Le pido que siga en su puesto, que busque a Cruz Salido en Madrid y le niegue, en mi nombre, que se ponga en viaje para Barcelona. Esta es la notificación que tengo de la aceptación de mi dimisión y de la solución de la crisis. José San Pedro, que es nuestro invitado, cuando conoce que Prieto y yo hemos dejado de ser ministros, pierde su jovialidad y cae en un aplanamiento irremediable. Nos escucha comentar en silencio y cuando más, él que no es mal hablado, apostilla nuestros comentarios con una exclamación escatológica. Pensando, no en mí, sino en Prieto, calculo que, igual a la de nuestro invitado, será la reacción popular.
Al Gobierno de la Victoria, desaparecido en las condiciones que han sido apuntadas, sucedió el llamado Gobierno de Guerra. Tanto uno como otro adjetivo reconocen la misma paternidad comunista. Pasamos a ministros cesantes Prieto, Ansó —que lució en el Gobierno como un meteoro—, Hernández y yo; Giral quedó de ministro sin cartera; Méndez Aspe se encargó de la de Hacienda; Blanco, de la de Instrucción Pública; Paulino Gómez, de la de Gobernación; Peña, de la de Justicia; Álvarez del Vayo, de la de Estado, y el Presidente pasó a Defensa Nacional. El Gobierno tenía, en lo político, la formación que Negrín no pudo dar al que había desaparecido: un solo representante de cada una de las organizaciones sindicales. La presencia de Vayo rompía esa línea, en orden a los partidos, por lo que tocaba a los socialistas, o como el rumor afirmaba, por lo que hacía a los comunistas. Afiliado al Partido Socialista, se le reputaba militante secreto de los cuadros comunistas. Esa fama le costó una escena violenta en el Comité de la Agrupación Socialista de Madrid, del que era miembro y para el que fue elegido, con Largo Caballero, cuando el ex–ministro de Trabajo propugnaba la inteligencia con los comunistas y favorecía, para su daño, la unificación de las juventudes socialistas. La elección de Álvarez del Vayo como ministro de Estado, Negrín la justificaba con razones parecidas a las que le determinaron a sustituir en Defensa Nacional a Prieto:
—Los embajadores que visitan a Giral sacan la impresión, por las desoladoras palabras de Don José, de que todo está perdido y de que no nos queda otra posibilidad que la de rendimos. Los nuestros se lamentan de las dificultades que encuentran para toda gestión, cerca de los gobiernos ante los que están acreditados, en virtud de los informes que éstos tienen de sus misiones en España, informes en los que se copian, al pie de la letra, juicios recogidos en nuestro Ministerio de Estado. Con Álvarez del Vayo no sucederá eso. Los diplomáticos que le visiten formarán un concepto lamentable de su ecuanimidad mental o darán en sospechar que es un delirante; pero no podrán apoyar en palabras del ministro los mensajes pesimistas que con tanta complacencia como rencor envían a sus jefes. No aspiro a que Vayo los confunda. Me conformo con que no los ratifique. El juicio que personalmente formen sobre él me tiene sin cuidado. Si tenemos la fortuna de reanimar al país y de vivificar el Ejército, y si como nos proponemos, ganamos la guerra, el menosprecio se cambiará en estimación, el denuesto en elogio y quien sabe si, a nuestro paradisiaco amigo, le discernirán categoría de Metternich. La victoria es un pedestal lo bastante sólido para que quien se aúpe a él sea respetado y vea su frente ceñida de laureles.
El 6 de abril tomaron posesión los nuevos ministros. Cuando me dispongo a presentar a los funcionarios de Gobernación a mi sucesor, me llaman de Defensa. Prieto y Negrín conversan antes de la pequeña ceremonia. El Presidente me indica que ha resuelto nombrarme secretario general del Ministerio de Defensa Nacional. Prieto indica que, dada la complejidad del departamento, la existencia de un secretario general le parece perfecta. Piensa que yo puedo serle útil a Don Juan en un cometido de esa naturaleza. Como creo lo contrario, ruego a Negrín que no haga el nombramiento. La estricta verdad es que tengo miedo al cargo que me ofrece. No me reputo con capacidad para ejercerlo. Tengo la absoluta seguridad de que fracasaré. Pongo tanta pasión en las razones de mi negativa, que creo haber convencido a Negrín. Hasta el despacho donde conversamos llega el rumor de los diálogos de las personas que han venido a asistir a la toma de posesión del Presidente. Prieto, que está deseando salir del paso, le indica la conveniencia de no hacer esperar más a los reunidos. Me separo de ellos, sin oír sus discursos, breves y protocolarios. Antes de volver a mi despacho cambio unas palabras con Otero, subsecretario de Armamento. Le informo de mi negativa a aceptar el cargo de secretario general, y con unas palabras apasionadas me reprocha la negativa.
—¡Es preciso que ayudemos a este hombre!
Confieso que al lado de Otero me sentí egoísta. Sírvame de disculpa el susto que todo lo del Ministerio de Defensa me producía. Yo estaba resuelto a ayudar a Negrín, pero ¿por qué había de ser en un ministerio del que nada se me alcanzaba? Puestos de trabajo no escaseaban y yo estaba decidido a aceptar uno cualquiera en la escala de los más modestos, siempre que me considerase apto para desempeñarlo. El título de ex ministro, como una vanidad vieja que no podía serme útil, lo dejé, después de dar posesión a mi sucesor, bajo el felpudo de la puerta del Ministerio. En una carpeta, con el detalle de unas liquidaciones, se guardaron todos mis papeles. Mis secretarios llevaron su escrúpulo hasta devolver al habilitado unos libros que se pagaron de fondos secretos. Mi sucesor heredó incluso el archivo de mi Secretaría particular. No tenía más mérito que el de reflejar una línea de conducta moral que, ciertamente. Paulino Gómez no necesitaba, ya que tiene la misma —la de los socialistas de Vizcaya— con matices personales, quizá un poco ásperos y tajantes, pero buenos para la ocasión en que ocupaba el cargo. Instalado que le dejé en él pensé en ir a casa de Prieto. Le suponía solo y, conociéndole, calculé que mi presencia podía serle grata. Le encontré en su casa de Esplugas, escribiendo unas cuartillas que uno de sus secretarios, Luis Plaza, se llevaría a París. Se trataba de las palabras que había pronunciado al despedirse de sus colaboradores y presentarles a Negrín. El salón estaba lleno de unos cajones inmensos, inconfundibles por sus dimensiones, cajones de fusiles colmados de papeles. Por la tarde pensaba dedicarse, con algunas personas de su Secretaría, a seleccionarlos, conservando los interesantes y dando fuego a los inútiles. Le interrogué:
—¿Se sentirá liberado de una pesada carga?
—No —me contestó—; me hubiera gustado seguir en el Gobierno con decoro. Como podía esperarse del carácter de Prieto, se sentía nostálgico del tráfago que acababa de dejar. Se encontraba rico de tiempo y no sabía cómo invertir su riqueza. El mismo contó, en una crónica humorística de El Liberal, de Bilbao, cómo, al dejar el Ministerio de Obras Públicas, derrochó sus primeras veinticuatro horas de cesante, haciendo las cosas más peregrinas y «paletas»… En Barcelona, sin la tertulia del Regina, y sin las efusiones parlamentarias, la falta de un empleo adecuado a su pasión política le resultaba más intolerable. La tarde de ese primer día recibió varias visitas, entre ellas la de don Juan Medinabeitia, quien no había de tardar en morir. Tantas veces como fui a verle, le encontré en el mismo estado de ánimo. Se había refugiado en los libros, pero las lecturas, que encontraba insípidas, no le entretenían. Prefería, con mucho, las visitas, que servían para tenerle al corriente de las cosas y a las que él informaba de las circunstancias en que había sido «expulsado» del Gobierno. En una ocasión le oí decir duramente:
—Me han expulsado con una patada en los…
A medida que pasaba el tiempo, la nostalgia se le transformaba en irritación y los juicios se le hacían más crueles al referirse a Negrín. Este hizo cuanto pudo por conservar a Prieto en el Ministerio y cuando se convenció de la imposibilidad de conseguir su propósito se aplicó a conservar con él las mejores relaciones. Prieto se cerró a la banda. No quería saber nada de su antiguo amigo. Respondía a las invitaciones que le hacía Negrín con asperezas que no había manera de trasladar al repudiado. Cuando Negrín me indicó que estaba dispuesto a ir él personalmente a casa de Prieto, yo le aconsejé que no fuese. «Tiene usted razón —me contestó—, es capaz de no recibirme y el desaire, que como Juan Negrín no me molestaría, me heriría, ante la guardia de carabineros, como jefe del Gobierno».
Una tarde, la muerte de un excepcional colaborador, Cortázar, de Marina, les reunió en la presidencia del duelo. Negrín pedía a Prieto opiniones sobre determinados militares y Prieto, un poco lacónicamente, se las facilitaba. Yo le notaba el esfuerzo. Al despedirse, Negrín le invitó a comer, a fin de ponerse de acuerdo sobre algunos problemas, pero Prieto, con una mueca y sin casi palabras, le dio a entender que no iría. En el coche, me preguntó el Presidente:
—¿Ha visto usted eso de Prieto?
Vino después la historia, ¡qué laboriosa!, de la embajada de México.