La guarnición militar de Marruecos se sublevó el 17 de julio. La noticia la conocimos en Madrid por la tarde. A partir de su conocimiento, quedamos a la espera de su repercusión en la Península y de preferencia en Madrid. Si el movimiento tenía fuerza bastante para adueñarse de la capital, y eso era justamente lo que temíamos, nuestra derrota sería casi fulminante. Poco importaba al resultado final de la lucha que se abría el que algunas provincias hiciesen victoriosamente cara a los sublevados, si caían en manos de aquéllos con los ministerios, los ministros y, en definitiva, todo el aparato del Estado. Esta inquietud, bien natural, no había entrado por las puertas del Palacio de Buenavista, donde, no diré el optimismo, pero sí la más indomeñable confianza seguía prevaleciendo. El pronunciamiento de los militares de guarnición en el Protectorado era obra de unos cuantos visionarios a los que no iba a tardar en imponérseles un correctivo sangriento. Se tomaban, en efecto, las medidas adecuadas. Es decir, se escribían papeles, con el correspondiente margen, los sellos precisos y las firmas reglamentarias. En las calles de Madrid, el nerviosismo, pusilánime en unos, corajudo en otros, desbordaba las marcas conocidas. Las fuerzas en colisión se acechaban mutuamente, sin que una de ellas, la popular y republicana, pudiera hacer cosa distinta que acechar, inerme como en aquellos momentos se encontraba. La Ejecutiva de nuestro partido se reunió e inició sus primeras actividades encaminadas a hacer frente a los acontecimientos. Los diputados que no habían ido a sus distritos recibieron órdenes diferentes para trasladarse a las provincias y ponerse en contacto con las organizaciones socialistas y sindicales a fin de organizar la resistencia, de acuerdo con las autoridades, a las que pedirían las armas necesarias, en el caso de que los militares se dispusiesen a secundar a sus compañeros de Marruecos. Maestro, diputado por Ciudad Real, recibió la comisión de ir a Valladolid para alentar preferentemente a los camaradas ferroviarios. Estos debían prepararse para impedir, por todos los medios, la posible progresión de fuerzas sublevadas contra Madrid. En el viaje le iban a acompañar, por decisión propia que les dictaba el afecto, otros dos camaradas. Antes de partir. Maestro se decidió a preguntar:
—¿No nos dais un pedacito de credencial?
Le contestaron que con su personalidad era suficiente. Lo fue. Su llegada a Valladolid debió coincidir con el levantamiento de aquella guarnición, a la que se adhirieron, con una pasión sanguinaria que no iba a tardar en hacerse famosa, los grupos falangistas que acaudillaba Onésimo Redondo. De Maestro y sus acompañantes no volvimos a saber nada. Alternativamente nos llegaban versiones de su fusilamiento y de su ocultación por pequeños pueblos castellanos, donde eran acogidos por campesinos que se apiadaban de su suerte y tenían motivos para desconfiar de la victoria de los militares. En Valladolid, el movimiento insurreccional encontró la resistencia de los ferroviarios que, faltos de armas, no pudieron hacer más de lo que hicieron, siendo duramente castigados después de su rendición. Los talleres y la estación fueron tomados militarmente. Los trenes a los que los acontecimientos habían sorprendido en marcha eran recibidos, al entrar en agujas, con clamorosos vivas al fascismo y saludados a la manera romana. El maquinista de un tren ascendente, sorprendido por aquella acogida inesperada e incapaz de reprimir su reacción, dio un viva a la República y replicó al saludo fascista con el saludo proletario; un grupo de falangistas, contra el que el maquinista se defendió a puntapiés, le arrió de la máquina, lo empujó contra el costado de la locomotora y, entrevías, a pistoletazos, le quitó la vida. Los camaradas llegados de Madrid para organizar la resistencia debieron tener ocasión de conocer el primer uso que los militares hacían de su victoria. Otro de nuestros diputados, Landrove, fue detenido y ejecutado. Su padre, ex diputado socialista, y a causa de una lesión mental retirado de toda actividad política, fue detenido a su vez, y después de un calvario de vejaciones, remitido al fuerte de San Cristóbal, bien conocido de muchos militantes obreros a quienes se mandó a él a cumplir condena por los sucesos de octubre del 34, y que más adelante, como se convirtiese en prisión de falangistas opositores de la política de Franco, había de adquirir extraordinaria popularidad a consecuencias de una evasión masiva que terminó mal para casi todos los evadidos, que fueron capturados o muertos. De los contados presos que consiguieron ganar la frontera francesa, hay tres que la alcanzaron cuando, extenuados de cansancio, de sed y de hambre, se detuvieron ante un casero vasco solicitándole un vaso de agua, que el casero les aportó, preguntándole por el puesto más próximo de la guardia civil, al que proyectaban entregarse. El casero les miró bien mirados y tardó en hablar, como quien vacila sobre las consecuencias de sus palabras. Les preguntó:
—¿Sois vosotros de esos del fuerte de San Cristóbal?
Los derrotados fugitivos contestaron afirmativamente. El casero, guardando silencio, se puso a caminar hacia su casa y haciendo un inequívoco movimiento de cabeza, dijo para que le oyesen los hombres a quienes había servido el agua:
—Al otro lado de esas jaras comienza Francia.
La casa de Carranza 20, domicilio oficial del Partido y, a la vez. Redacción del periódico, no tardó en convertirse en un inmenso cuartel general, al que los militantes y los simpatizantes llevaban noticias y pedían órdenes. La demanda más apremiante, común a cuantos nos visitaban y nos llamaban por teléfono, afectaba a las armas. Los sindicatos, los centros socialistas de barriada, las juventudes, los comunistas, los anarquistas, pedían armas. Los poseedores de pistolas, que no dejaban de inspiramos algún cuidado, dado los manejos a que se entregaban, las miraban con manifiesto desdén y menosprecio. Por armas se entendía, entonces, buenos fusiles máuser. Sobre las ametralladoras no se formulaba todavía la menor aspiración, en cuanto no se estimaba como arma de manejo individual. Parecía como si cada voluntario deseara establecerse por su cuenta, cosa que sólo podía lograr con la posesión de un fusil. Aquella apariencia no dejó de confirmarse en cierta manera. Los vecinos de nuestra casa, entre los que el número de simpatizantes era muy escaso, debieron pasar horas muy amargas, oyendo gritar constantemente: «¡Armas! ¡Armas! Antes de que sea tarde, ¡armas!». Vecindad de tan escasa confianza se decidió que fuese desalojada, pudiendo disponer de los pisos, una vez libres, para las necesidades que fuesen surgiendo. La notificación a los inquilinos se encargó de hacerla uno de nuestros redactores, Federico Ángulo, que ya manifestaba unas dotes admirables para el mando militar y al que no íbamos a tardar en discernir el título de Capitán Kalaka. Los vecinos, complacidos en el fondo, se decidieron a abandonar aquella casa que se había hecho peligrosa y sobre la que los militares podían descargar, de un momento a otro, su furia. Pero la fuerza de la revolución que comenzaba era todavía demasiado incipiente y feble, y fue bastante que la señora María, la portera, se opusiera a su cumplimiento, para que los vecinos continuasen perturbándonos con su presencia. Nos resignamos a la lección con bastante humildad y filosofía, reconociendo que el episodio no pronosticaba nada bueno. Pensando en que no se nos incomodase la portera con tantas voces, aconsejamos sordina a nuestros amigos. Después de todo, más procedía ir a darlas al Ministerio de la Guerra, donde el presidente y ministro intentaban inútilmente comprobar la efectividad de la obediencia y la disciplina militares. A sus llamadas apremiantes, transidas de una angustia imaginable, correspondían las autoridades interpeladas con manifestaciones equívocas, cuando no con el silencio o la negativa descarada, teñida de humorismo. En el Ministerio de la Gobernación eran más afortunados. Los gobernadores civiles, a quienes el general Pozas pedía la novedad, se la proporcionaban, por lo común, perfectamente eufórica y tranquilizadora. La intranquilidad de los obreros, a quienes el presentimiento de ser víctimas les daba aguda videncia, coincidentes con los de Madrid en la reclamación de armas, no tenía, en dictamen de los gobernadores, justificación ninguna. Ellos habían podido comprobar, en una reunión de autoridades, la excelente disposición de los jefes de las fuerzas de orden público y la voluntad de conservarse fieles al poder constituido del comandante militar de la plaza. El general Pozas, no por agudeza, de la que los dioses no creyeron prudente dotarle con exceso, sino por conocimiento de sus compañeros de milicia, recibía esos informes gubernativos con patentes muestras de incredulidad.
—¡Pataratas! ¡Se dejan engañar como unos pipiolos!
Y dictaba por teléfono, para que se perdieran en los tristes despachos de provincias, instrucciones de desconfianza y previsión. El general Pozas, que conocía el paño del que los militares se proponían vestir a España, era partidario de que se accediese inmediatamente al armamento del pueblo. Casares Quiroga seguía entendiendo que eso no era posible sin arriesgar, por la derecha y por la izquierda, la existencia de la República. Si subsisten a tanta mudanza los teletipos, caso de que los cursase, del gobernador de Oviedo, sería curioso contrastarlo con lo sucedido. Yo los busqué sin tener la fortuna de descubrirlos, en los archivos de Gobernación, a título de curiosidad histórica. El comandante militar de la plaza de Oviedo, en cuya resistencia verdaderamente heroica había de hacerse famoso y ganar, merecidamente, el ascenso a general, era el coronel Aranda. Este militar había participado, de cierta manera, en la represión brutal de los sucesos de Octubre. Es materia discutible que contrajese responsabilidades por acción, pero es evidente que las adquirió por omisión. De los militares que Gil Robles envió a reducir a los mineros asturianos, uno de ellos, el general López Ochoa, había de tener trágica muerte en Madrid, y el otro, Yagüe, que se emocionaba al hablar del heroísmo de los mineros, iba a conocer alternativas de privanza y desgracia en el cuartel general de Franco, a causa de su desestimación por los italianos y su independencia de juicio para honrar el heroísmo de los republicanos. Aranda dejó hacer. A su conocimiento no llegó ninguna de las sevicias que se pusieron en práctica por los pueblos de la cuenca minera, ni escuchó los gemidos de las víctimas, quizá por imitar en eso la conducta del emperador ruso de quien se dijo que se acostaba del lado derecho, ya que no oía bien del izquierdo, a fin de que no le desvelasen los gritos de los prisioneros que apaleaban en la fortaleza de San Pedro y San Pablo, separada por el río, del Palacio de Invierno. El coronel Aranda no supo nada, no escuchó nada, no vio nada. Era inmaculado como la Concepción. Esta pureza iba a servirle a maravilla para su política. Esta consistía en aproximarse a los trabajadores. Referencias, que supongo parciales, aseguran que hizo acto de presencia en algunos mítines socialistas y que, a semejanza de los obreros, saludaba a los oradores con el puño cerrado. Dudo mucho que esto sea verdad. Para entonces, como El Socialista tuvo ocasión de demostrar después, publicando una carta suya dirigida a otro militar comprometido, Aranda participaba en la preparación del movimiento y se organizaba para alcanzar con éxito los objetivos que se le hubiesen de señalar. Su aproximación a los obreros era un puro cálculo estratégico. En zona tan densa y potente de obrerismo como la de Asturias, la fuerza de que Aranda disponía podía no ser suficiente, y en previsión de ello acudió a la astucia. Se puso una piel de cordero y se decidió a engañar a Caperucita Roja. La fábula iba a tener esta vez un desenlace trágico para la confiada e inocente niña. Los avisos y recomendaciones de la prudencia que, como en la parábola, los daba una mujer —Matilde de la Torre, que en su calidad de diputada es la persona que vivió más intensamente el drama de la represión asturiana, de la que luego, por mi estímulo, escribió páginas inolvidables, que yo tengo, con otras que más tarde dedicó a la guerra, por las más delicadas y emocionantes que se han publicado en la prensa española—, no fueron escuchados. En el coronel Aranda identificaban muchos hombres de Asturias «el general de la República». Tenía, para que nada le faltase a juicio de sus ofuscados panegiristas, antecedentes populares que, siendo como era hombre de grandes dotes intelectuales y de capacidad y con bravura militar, testificada en África, le habían dificultado los ascensos, en tanto que otros compañeros suyos. Franco entre ellos, pudieron hacer una carrera de relumbrón merced preferentemente a su palatinismo.
—Aranda, el tiempo lo dirá, es la auténtica espada de la República —he oído decir a más de un amigo asturiano.
El interesado fomentó bien esa creencia. Nadie, como no fuese Matilde de la Torre, que no dejaba de tener sus cosas —¡cuentos de miedo!, ¡cosas de Matilde de la Torre!, estúpidas equivalencias de aquel tiempo—, ponía a discusión el republicanismo del coronel Aranda. ¡El general de la República! Con esta aureola es natural que el gobernador civil le hiciese confianza. Con la noticia del movimiento a la vista le convocó a su despacho. Llamó también a los diputados que se encontraban en la ciudad. Aranda concurrió puntualmente. Su talante dejaba ver la más perfecta calma. Lejos de su ánimo la menor inquietud. El gobernador y los diputados podían desechar todo temor. Él estaba seguro de la obediencia unánime de toda la guarnición. Se podía dar a Madrid cuantas seguridades necesitase. La guarnición entera y las propias fuerzas de orden público le obedecerían sin una sola excepción.
—Sin embargo, coronel, creemos —argumentaron los parlamentarios— que se debe armar al pueblo. Eso nos consentiría, en caso de necesidad, ir con nuestros hombres en apoyo de la plaza que nos necesite.
—Por mi parte, si el gobernador aprueba, no veo inconveniente en acceder a lo que solicitan.
El coronel Aranda daba toda suerte de facilidades. El cambio de pareceres se prolongaba. Para la distribución del armamento se recomendó que los obreros se encontrasen en un edificio capaz. Consultadas las existencias, el coronel manifestó no poder prescindir de un solo fusil, pero afirmó que había armamento sobrado en León, donde era seguro que les sería entregado con una orden suya. Se organizó una expedición de camiones que, con hombres de la cuenca minera, partió hacia León, en busca especialmente de municiones, de las que los hombres de las minas no tenían un solo cartucho. Los asturianos acariciaban la idea, confiando en el republicanismo de Aranda, de avanzar como una tromba, arrollando las resistencias del camino, hasta tomar contacto con la capital. En Madrid, de donde se hizo a los mineros requerimientos apremiantes, los esperábamos, anhelando el momento de verlos irrumpir victoriosos por las calles de la villa. Como no llegasen en el plazo previsto, arrugamos con mano nerviosa la esperanza y la dimos de lado para atenernos pura y simplemente a lo que dieran de sí nuestra capacidad defensiva y el azar. La defección de los mineros asturianos estaba sobradamente explicada. La columna que se puso en marcha hacia León, en cuyos cuarteles debía recibir municiones, fue remitida por aquellos militares a Ponferrada, en cuya plaza se le proveería de lo necesario. El comandante militar de León no carecía de las instrucciones de su colega de Oviedo.
Le había recomendado hacer perder la mayor cantidad de horas a los mineros, antes de sacarles del error en que vivían, para disponer de tiempo suficiente a fin de organizarles la derrota. En tanto, la columna rodaba por las carreteras leonesas, persuadida de que en Ponferrada se arreglaría su necesidad y podría comenzar a ser útil. En Oviedo los acontecimientos se habían precipitado. La reunión del Gobierno civil, más confiada que alegre, terminó precipitadamente, con el ruido de las tropas que invadían las calles. El coronel Aranda había ido al cuartel de Pelayo para decidir personalmente lo que hacía a la ocasión y ver si existía la posibilidad de entregar a los obreros algún armamento. Ratificó, al despedirse de los reunidos, su absoluta lealtad. Nada tenían que temer. Minutos más tarde, los soldados invadían las calles y comenzaban a hacer las primeras detenciones. Los obreros que se habían congregado en el patio del cuartel de los guardias de Asalto, en espera de la distribución de las armas, vieron abrirse las ventanas del edificio y asomar los fusiles de parte de la tropa, que comenzaron a hacer fuego sobre la confiada masa humana que se precipitó hacia la salida, venciendo la resistencia de la puerta y gritando la noticia de la traición. Los diputados se pusieron rápidamente a salvo, encaminándose hacia las salidas de la ciudad, para ganar los caminos de la cuenca minera, donde se hacía urgente organizar la resistencia. Uno de los diputados, Graciano Antuña, que perdió unos minutos en avisar a su familia, fue hecho prisionero por los soldados de Aranda. Sobre su último destino, las noticias fueron, durante bastante tiempo, contradictorias. Cada evadido de Oviedo nos refería una historia distinta. Para unos, estaba preso y respetado; para otros, preso y torturado, y no faltaba la versión de los que habían visto su fusilamiento. Las atribuciones de crueldad que se le hicieron a Aranda no parece que llegaran a comprobarse. Más bien fue humano y respetuoso su comportamiento. Es posible que esa conducta suya derivase de una circunstancia para él inquietante: la estancia de sus padres en Madrid, sobre los que nadie ejerció ninguna clase de represalias. Hay quien supone que el proceder de Aranda fue debido a un movimiento espontáneo de su ánimo, independiente del temor que, lógicamente, podía sentir por la suerte de sus padres en un período de tan estremecedoras violencias.
La noticia de lo sucedido en Oviedo sacudió violentamente a toda la cuenca minera, pero su reacción viril no podía tener, con carácter inmediato, la fortaleza necesaria. Los hombres más resueltos de las minas se habían incorporado a la columna que se mandó en auxilio de Madrid, columna de la que no se tenía ninguna noticia. ¿Qué era de ella? ¿En qué sangrientos combates estaban metidos los mineros? En formación las nuevas levas que se disponían a discutirle a Aranda su victoria sobre Oviedo, se vieron llegar a Mieres los camiones de la primera expedición. No volvían todos los combatientes. Los que faltaban habían quedado, tumbados y sin vida, en la plaza de Ponferrada, donde la guardia civil, preparada al efecto, había repetido el episodio sangriento de los guardias de Asalto en su cuartel de Oviedo. Los mineros se habían trasladado, de acuerdo con las indicaciones que se les hicieron en León, a la plaza del pueblo, donde iban a ser municionados. En los viajes y las conversaciones gastaron la noche. En la plaza de Ponferrada, amanecía. El bulto oscuro de los edificios iba adquiriendo contorno y fisonomía. El ruido de los motores y las voces de los mineros, que se defendían del sueño con ellas, suscitaron en las personas curiosidad sobresaltada. Algunas ventanucas, cegadas de ropas lavadas la víspera, se abrieron y cerraron, sin descubrir el secreto de aquella animación extemporánea y desacostumbrada. Ya los mineros en la plaza, desmontados de los camiones, los fusiles que los acechaban comenzaron a hacerles un fuego implacable. En las mismas condiciones de angustia se volvió a gritar la misma palabra): ¡Traición! Los hombres se apresuraron a saltar sobre los vehículos y éstos se pusieron en marcha cargados con más iracundia que susto, camino de las minas. En la plaza de Ponferrada quedaban, entre charcos de sangre, las bajas de la columna que iba en ayuda de Madrid. Entre los muertos quedó prisionero, para ser fusilado poco después, uno de los jefes, hombre por razones diferentes excepcional, el teniente de Asalto Menéndez. El general de la República, Aranda, había sabido hacer las cosas. En su ascensión al generalato cabe presumir que le han sido computados estos servicios.
Para encontrar un episodio similar, en el que sólo juega la astucia, sin dejar intervenir la traición sangrienta, es preciso recurrir a Santander. En la Montaña, las cosas sucedieron de manera distinta. El gobernador civil, a quien instaron los socialistas, sentía, como todos, los mismos escrúpulos constitucionales para adoptar resoluciones extremas. Sus conversaciones con la autoridad militar habían resultado sobremanera confortables. Como en todas partes, los militares se atendrían a la lealtad jurada y defenderían con sus armas, en caso llegado, la legalidad constituida. Estas manifestaciones no pasaban de ser conversaciones de puerta de tierra para los dirigentes del Frente Popular, que tenían motivos sobrados para desconfiar. Sabían, mejor que el gobernador civil, el crédito que se podía conceder al comandante militar de la plaza. Hombre débil y pusilánime, le juzgaban fácilmente influenciable por la opinión de sus subordinados, y a varios de éstos los sabían en relaciones de íntima amistad con los falangistas santanderinos que, en varias ocasiones, habían actuado con sus pistolas, la última para atentar contra la vida de un periodista socialista, Malumbres, cuando se distraía con varios amigos en un café del que era habitual concurrente; Malumbres, que había sido objeto de varios atentados menos graves, fue muerto de varios tiros por el tremendo delito de haber ironizado a expensas del aviador montañés Pombo, que hizo un raid de indigente por algunos países de América. Nuestros compañeros, que habían necesitado batirse a tiros contra los fascistas santanderinos, entre los que había un hombre de gran temperamento, Manuel Hedilla, a quien en Salamanca, con oposición de Sancho Dávila, iban a entregar la jefatura del movimiento, lo que dio lugar a unos incidentes graves, tenían de qué estar recelosos. Para sentirse seguros de que la guarnición no secundaría el movimiento iniciado en Marruecos, consideraban indispensable que la autoridad militar de la plaza pasase a otras manos, a las de un comandante que ya en Santoña, siendo capitán, se había significado por sus ideas republicanas. Lo que no se les alcanzaba era el procedimiento que debían de seguir para lograr su propósito. Simularon una orden telefónica, pero el comandante militar contestó que no resignaría el mando sin un mandato escrito. Lo que nuestros amigos habían hecho era transferirle verbalmente una orden que decían haber recibido del ministro de la Guerra. A la reserva del comandante militar, que estimaron lógica, contestaron satisfactoriamente: «Pediremos la orden telegráfica a Madrid». Abandonaron la cabina telefónica y se fueron a la Central de Telégrafos. Hablaron con un oficial de ese cuerpo, afiliado al Partido, y le expusieron la situación embarazosa en que se encontraban, para acabar pidiéndole que les proveyese de un telegrama ordenando al comandante militar, por decisión del ministro de la Guerra, que resignase el mando en la persona del comandante Vayas. El telegrafista midió la responsabilidad que iba a contraer, pero se decidió, participando de las inquietudes generales, a confeccionar el telegrama apócrifo. A la vista de la orden escrita, el comandante militar, que no se tomó la molestia de intentar la menor comprobación por su parte, declinó su autoridad en el subordinado que le indicaron. La situación, por lo que hacía a la capital, quedó despejada en gran parte. Faltaba la incógnita de Santoña, el arruinado Gibraltar del Norte, que conservaba, de su abundante pasado militar, una pequeña guarnición a la que estaba atribuida la guardia del penal del Dueso. Santoña, que hacía poco había despertado para las ideas sindicales, tenía de antiguo un movimiento republicano de consideración y hombres que servían esas ideas con un calor innegable y con un desinterés por nadie puesto en duda. Interpretando la situación como los hombres de la capital, se movieron con rapidez y consiguieron sofocar el designio de los militares que, sin su intervención, hubiera sido seguro y sangriento. Villarías, que mandó la columna que, remontando el puerto de los Tornos, pretendió avanzar hacia Burgos, fue voluntad decisiva en la feliz solución de la incógnita de Santoña. En Santander reveló sus dotes de inteligencia, serenidad y mando, el que había de ser gobernador civil de la plaza hasta la entrada de los italianos: Ruiz Olazarán. Suyo fue el telegrama que conservó Santander para la República.