La gravedad de la situación se ha hecho inocultable. El enemigo está resuelto a llegar al Mediterráneo y a subir al Pirineo. El dictamen del general Rojo no puede ser más pesimista. No tenemos fuerzas ni material para oponemos a los designios de Franco. Prieto lleva a Rojo a casa del Presidente, y sin que recuerde la razón, coincidimos dos personas más, Urribarre, jefe del SIM, y yo. Por la presencia del funcionario, la conversación adquiere unos aspectos insospechados, hasta que, con un pretexto, consigo hacerle salir del salón donde se celebra la conferencia. Esta es la causa de que ignore los términos en que se manifiesta el general Rojo, quien teme que se produzca, de un momento a otro, la catástrofe irremediable. El pensamiento íntimo del jefe del Estado Mayor Central me es conocido por Prieto, quien me ha confiado la noticia de que Rojo y el coronel Hidalgo de Cisneros se han presentado ante él proponiéndole, como solución posible para el drama, entregarse personalmente a los rebeldes. Respuesta de Prieto: «Si consideran que esa resolución de ustedes puede ahorrar dolor a los soldados, cosa que personalmente no creo, y se disponen a ponerla por obra, cuenten ustedes conmigo. Les acompañaré». Este dato da una idea exacta del juicio que a los propios militares merecía la situación. Prieto no se creía en el caso de ocultarla y en el Consejo de ministros del 29 de marzo, último del Gobierno a que pertenecimos, la expuso. Igual conducta siguió el ministro de Defensa en otro Consejo de ministros, anterior, en que el propio presidente nos notificó que había recibido la visita del embajador francés, habiéndole indicado, en nombre de su Gobierno, la disposición del mismo para intentar una mediación cerca de los rebeldes. Negrín negó al embajador que hubiese llegado el momento de utilizar la oferta que por encargo del Gobierno francés le hacía y le manifestó la voluntad de España de continuar la lucha hasta el último momento, esperando convencer al Gobierno francés de que los sucesos del Este no pasaban de ser un episodio lamentable, pero no definitivo, de la guerra. Consultó la opinión de los ministros. Prevaleció su criterio. Sólo Irujo, ministro sin cartera, por haberlo sustituido en el de Justicia Mariano Ansó, apuntó la conveniencia de examinar la situación militar para, en el supuesto de persuadimos de la fatalidad de la derrota, economizar el dolor que supondría el prolongar una guerra sin esperanza. En cuanto a Giral, ministro de Estado, aprobando las palabras del Presidente, insinuó la ventaja de no rechazar de modo absoluto un ofrecimiento al que, llegado el caso, podríamos acogernos. Según supe después por Prieto, que me trasladó a mi casa, la reserva de Giral estaba fundamentada en otra visita del embajador francés, quien, convencido de nuestra derrota, le había hecho el ofrecimiento de un buque de guerra para recoger al presidente de la República y al Gobierno, insinuando, en cambio, la conveniencia de que, por nuestra parte, mandásemos nuestra aviación a campos franceses y las unidades de la Escuadra a Bizerta. Y comentaba Prieto: «¡Para que nos hagamos la ilusión, como ha intentado demostramos Negrín, de que podemos esperar la llegada de material francés! El Gobierno francés nos da por muertos, como indican bien las proposiciones de su embajador». Al día siguiente, si mi recuerdo no falla, nos reunimos en el Palacio de Pedralbes con el jefe del Estado. Por la mañana, al trasladarme al Ministerio, pude ver en las fachadas de las casas pasquines comunistas que aludían claramente a la formación de un Gobierno de guerra.
El Consejo con Azaña fue por la tarde. Un momento antes de que se celebrase un cambio de impresiones entre los ministros, Negrín nos llamó aparte a Prieto y a mí, en concepto de correligionarios, «y nos pidió —copio de Prieto— que si alguien, en la reunión, próxima a comenzar, proponía que se entablaran negociaciones de paz, nos sumáramos a su criterio negativo. Ambos se lo ofrecimos, como cumplía con nuestro deber, porque no íbamos a quebrantar en pleno Consejo, con actitud distinta, la del jefe del Gobierno, responsable por su cargo de la dirección política». Y, añado, porque ya habíamos aprobado, en el Consejo precedente, la negativa a esas negociaciones que personalmente había dado Negrín al señor Labonne. Prieto recuerda una sola de las dos indicaciones que hizo a Negrín al final de ese diálogo político: la relativa a bloquear en el extranjero recursos suficientes para ayudar a quienes necesitasen expatriarse. En mismo orden de cosas, y con apoyo por mi parte, por estimarla razonable, hizo una segunda indicación. Negrín torció el rostro, limitándose a escuchar, sin afirmar ni negar. En el consejillo, el Gobierno se mostró unánime. Los matices apuntados en la reunión precedente por nuestros colegas Irujo y Giral y mantenidos por ellos no alteraban el sentido del acuerdo. Como réplica a la propuesta del embajador señor Labonne se acordó enviar una nota al Gobierno francés indicándole que las causas de la derrota del Este eran una consecuencia natural de la superioridad de medios de nuestro adversario, libremente abastecido por Italia y Alemania, para terminar preguntando si Francia se encontraba dispuesta a abrirnos sus mercados de armamento. Giral consiguió hacer que el Consejo me transfiriese el encargo de redactar la nota de referencia. Minutos después pasábamos a reunimos con el jefe del Estado. El Consejo anterior bajo su presidencia tiene para mi recuerdo, y probablemente para el de Prieto, una palabra como punto de referencia: «archipencos». Prieto me pidió su significado, por haberle sorprendido a las personas que se le aplicaba. Se lo di aproximado y se complacía en repetirla con fruición, haciéndola sonar: ¡Archipencos! El Consejo dio comienzo con la acostumbrada exposición del jefe del Gobierno. Este, en fuerza de hábito, había llegado a dominar su palabra, consiguiendo exponer, con bastante buen método y claridad, su pensamiento. Pero en la ocasión a que me refiero recayó en los balbuceos de sus días de aprendizaje. Explicó la situación militar —perfectamente conocida de Azaña por la información oficial que le proporcionaba Prieto: ausente este de Defensa afirmaba que su informador era Mussolini—, para la que aseguró había remedio, de modo indudable, tan pronto dispusiesemos del material que teníamos anunciado. Se refirió a las indicaciones que en nombre del Gobierno francés le habían sido hechas por el señor Labonne y al acuerdo del Ministerio que, no considerándolas aceptables, las había rechazado de plano.
El presidente de la República, al comentar las palabras del jefe del Gobierno, le apretó con una dialéctica implacable y, a decir verdad, pesimista. «La victoria o la derrota no se caracterizan por la pérdida o la conquista del terreno en que la contienda se libra. Cuando dos ejércitos se enfrentan, lo que se proponen no es tomar esta cota ni aquella ciudad, sino algo mucho más correcto: destruir al ejército adversario. El que las tropas de Franco lleguen a Tortosa no me importa absolutamente nada si nuestros soldados están en condiciones de aniquilar en Amposta al ejército de Franco. Desgraciadamente, no es ese nuestro caso. Si hemos perdido Caspe es porque mucho antes nos hemos quedado sin ejército. Y esto es lo que, a mi juicio, no tiene remedio, ni aun cuando se reciba el material que nos anuncia, con su proverbial optimismo, el jefe del Gobierno. Y aquí está el ministro de Defensa que nos puede sacar de dudas». Prieto asintió a lo que Azaña le preguntaba: las posiciones se perdían sin combatir; el ejército, desmoralizado, huía en todas direcciones, abandonando las armas y las municiones; la recuperación de los fugitivos no surte el menor efecto. Nos hemos quedado sin ejército y lo natural es que el adversario, que aplica a la guerra las leyes de la guerra, al perseguir a nuestras unidades en fuga, llegue a conseguir objetivos que no están en sus planes.
El secretario general de la Presidencia, Bolívar, llegó a avisarme que me reclamaban al teléfono. Rafael Méndez me informó que se había organizado una manifestación que se encaminaba hacia el Palacio de Pedralbes y me pedía instrucciones. Volví al despacho donde se celebraba la reunión, y hablé a Negrín primero y a Hernández después. Mi propósito era impedir que la manifestación llegase a la residencia presidencial. Por muy correctamente que ocurriesen las cosas, su sentido coactivo quedaría patente. Azaña preguntó: «¿Qué pasa?». Informado de la manifestación y de su sentido, nos tranquilizó con un sarcasmo.
—¿Una manifestación de entusiastas? Déjelo, eso siempre es bueno. A menos que sean entusiastas reclutados. Y continuó implacable en sus juicios: «Yo sé muy bien lo que no haré jamás». Para que no quedase duda de ningún género repitió varias veces, aumentando la entonación, esas mismas palabras, que dejaban entender, esa fue mi interpretación, que no presidiría la destrucción del país. Opinó sobre el acuerdo del Gobierno en relación con la propuesta francesa, condenándolo. ¿Es que no considerábamos más prudente no cerrar la puerta a unas negociaciones de las que, al cabo de unas horas, o de unos días, si los optimismos del jefe del Gobierno no se cumplían, podían sernos necesarias? Siguió: Yo sabía que el señor Labonne, respondiendo a un sentimiento original, o inspirándose en recomendaciones de su Gobierno, que preside un amigo nuestro, ha llegado en su gentileza hasta a ofrecerme, para en caso desgraciado, un refugio en su casa. Sin dejar de mostrarme sensible a esa fina cortesía no he tenido más remedio que preguntarme sobre su utilidad, sin que haya tenido ocasión de dar con una respuesta que me tranquilice. El señor Labonne es un embajador acreditado ante mí y no ante el general Franco, como consecuencia de las relaciones diplomáticas que la República Francesa mantiene, teóricamente al menos, con la Española. Sus prerrogativas tienen fundamento en ese hecho, y de modo particular la que confiere a la casa que habita el carácter de territorio francés. Franco no violará ley ninguna desconociendo esa circunstancia, y tratando al señor Labonne, no como a un embajador, sino como a un súbdito extranjero, en cuya casa, sospechosa de albergar adversarios, registra la policía. Eso es lo que yo sabía, y lo que nos interesa saber, de modo que no quede lugar a dudas, es si el actual Gobierno francés, compuesto de personas más o menos amigas nuestras, se encuentra dispuesto a prestamos una ayuda eficaz, dejando aparte las cortesías y ofrecimientos personales que no sabemos si estaremos en condiciones de utilizar. ¿Ha llegado el momento de que Francia se decida? ¿No ha llegado? Eso es lo que necesitamos averiguar con la urgencia que señalan nuestras desventuras en el frente y para las que nosotros solos carecemos de remedio. Repito una vez más que yo sé muy bien lo que he hecho y lo que, en ningún caso, estoy dispuesto a hacer."
El discurso de Azaña, lleno de incisos, que eran como los nervios de la oración, dicha en tono menor, pero no sin viveza, me había llevado a olvidar la enojosa historia de la intempestiva manifestación, que debía estar al llegar a las puertas del Palacio Presidencial. Escuchaba al orador con un profundo respeto, esforzándome por encontrar el blanco preciso a que apuntaba cada alusión, buscando identificarlo, cuando no podía conseguirlo por mí mismo, en los rostros del jefe del Gobierno y del ministro de Defensa. Negrín lo tenía cerrado, casi fruncido, como el de quien mantiene una lucha interior. Cuando indicaba alguna aclaración, a la que Azaña daba tiempo, convencido de recibir combustible para su fuego, la justificaba con una sonrisa de las que Prieto llamaba de exportación. La escena, al prolongarse, se me hizo penosa. Me constaba positivamente que los dos presidentes no se estimaban. Conocía el juicio de Negrín sobre Azaña y presumía el de Azaña sobre Negrín, que más tarde, por modo indirecto, pero absolutamente seguro, había de confirmar. Resumiendo esos juicios podría decirse que el pesimismo de Azaña era, en concepto del jefe del Gobierno, un reflejo de su miedo físico; en cambio, el optimismo de Negrín era, para Don Manuel, la secreción natural de un «visionario fantástico». Juzgando por el rostro. Prieto asistía al duelo subterráneo de los dos presidentes con una atención concentrada. Sabiéndole tan pesimista como él, Azaña le solicitaba precisiones y opiniones que, irremediablemente, robustecían su argumentación. Como esta costumbre de Don Manuel me era conocida por el anterior Consejo, al abordar este a que me refiero, muy tímidamente indiqué a mi colega que, en caso de ser interrogado por el presidente de la República, cuidase de que sus respuestas no embarazasen más la situación de Negrín. Me lo prometió, pero aclarando que si Azaña le interrogaba le sería obligado contestarle y, al hacerlo, le daría su opinión con absoluta sinceridad. Esto, naturalmente, era obligado, y supongo que Prieto entendió lo que me atreví a rogarle: que redujese sus respuestas a medidas prudentes, sin el complemento, siempre terrible, al menos para el jefe del Gobierno, de una inmoderada expansión oratoria, a las que Negrín había llegado a tomar miedo. El ministro de Defensa hizo cuanto pudo por cumplir su promesa, pero no llegó al laconismo mío. Azaña me interrogó sobre la confianza que tenía en el Cuerpo de Guardias de Asalto. Mi respuesta no coincidía, por afirmativa, con su tesis, y dando por supuesto que mentía, me replicó: «Tanto mejor. Al menos esa es una buena noticia».
Declaro que, de haber pensado de otro modo, mi respuesta hubiera sido la misma. Y ello sin ponerme a valorar, que el detalle importa, la sombra que arrojaría, afirmando lo contrario, sobre un Cuerpo que, si en Santander se revolvió contra los republicanos, en otras partes —y justamente en aquellos mismísimos momentos en Tarragona— dio muestras de una abnegada lealtad, merecedora, cuando menos, del respeto y de la confianza del ministro, cuyas órdenes obedecía. Hubiese mentido, consciente de la importancia de la mentira, por una última esperanza que, en aquel Consejo, contra la razón técnica y la razón lógica, estuvo representada por el jefe del Gobierno, como los sucesos mismos iban a demostrar. Yo veía a Negrín, pese a su sonrisa de exportación, abrumado por las conclusiones del presidente de la República. Esas conclusiones podían resumirse en una: la guerra perdida. Si el jefe del Estado interrogaba al ministro de Defensa, este le contestaba afirmativamente; si el ministro de Defensa inquiría la respuesta de los jefes militares, el informe, con toda clase de detalles, era incontrovertible: ¡perdida! ¿Cómo hacer caso de un visionario fantástico? La guerra estaba perdida y era inútil volverse contra esa verdad inapelable. Después de todo, nadie, ni siquiera el ministro de Defensa, en mejores condiciones que yo, que firmaba todas las noches montañas de pasaportes, para saberlo. Todavía recuerdo muchos de los que firmé y, desde luego, todos los que se me pidieron que firmase. Rafael Méndez, subsecretario de Gobernación, y yo, hicimos muchas risas, ¡muchas!, registrando ciertas precipitaciones inesperadas y sorprendentes. Fue frecuente que nos sacaran de la cama, a horas intempestivas, pretextando angustiosas llamadas familiares, para firmar pasaportes, cuyos propietarios no podían esperar al día siguiente. Nadie me pida la crueldad de citar un solo nombre. De no haber confiado en el optimismo del visionario loco hubiese acabado firmando el mío propio y dejando a otra persona el cuidado de autorizar los de cuantos pugnaban por tener el suyo en regla. Confieso aquí no haber mentido al responder a la pregunta que me hizo Azaña; pero añado que, para no hacer más difícil la situación del jefe de Gobierno, estaba dispuesto a mentir. No solamente no mentí, sino que mi convicción no fue negada por los hechos: los guardias de Asalto permanecieron en Barcelona hasta que su jefe nato, el ministro de la Gobernación que me sucedió en el cargo, les dio orden terminante de evacuar la plaza. El día que yo la abandoné, bastantes horas después de que se me diera, imperativo y tajante, el mandato de hacerlo, guardias de Asalto formaron y guardias de Asalto me despidieron. Su subordinación y su compostura no pudieron ser más perfectas. Ni mentí ni me equivoqué: los guardias de Asalto, sobre cuyas virtudes y defectos sé bien a qué atenerme, al punto de no necesitar apuntador, no dimitieron de sus obligaciones al empeorar la situación.
Este reconocimiento es tanto más desinteresado, cuanto que el día del Consejo con el presidente de la República —segunda quincena de marzo— me proporcionaron la contrariedad de sumarse a la manifestación que habían organizado los comunistas. Fueron a ella, en sus carros, con el encargo concreto de vigilarla y oponerse a todo exceso y acabaron engrosándola, participando en los coros que cantaban La Internacional y no sé si también subrayando con sus voces los gritos de enemiga a los ministros «traidores». Esta manifestación llegó a Pedralbes cuando había terminado el Consejo con su Excelencia y a instancias de Prieto volvió a reunirse el Consejo. Según los colegas comunistas se trataba de una manifestación espontánea, expresión del sentimiento popular, contrario a todo intento de capitulación y partidario de la constitución de un Gobierno de guerra. El esfuerzo desarrollado por los comunistas para lograr la espontaneidad no fue pequeño, según no tardamos en saber. Se sacó a los espectadores de los cinematógrafos y teatros, a los consumidores de alcoholes de droguería de los bares y cafés y, a trancas y barrancas, «el pueblo laborioso» se puso en movimiento… Y llegó a Pedralbes, un poco cansado de la caminata, donde se expresó por la boca elocuente de Dolores Ibárruri y puso en manos del presidente del Consejo unas conclusiones, de las que Negrín nos hizo, un poco elusivamente, un resumen sumario. Prieto, refiriéndose a esa manifestación, afirma haber oído gritos de ¡abajo el ministro de Defensa! Tengo por cierto que lo oyó. Indalecio Prieto es capaz, llevado a la polémica, de argumentar hasta que la razón se le quiebre; pero no sé de una sola vez que haya mentido. Tiene demasiada confianza en sí mismo para buscar apoyos en la mentira. Terminado el consejillo, mi coche siguió el mismo rumbo de la manifestación, a la que puede decirse que pasé revista, sin oír el grito a que se refiere mi compañero. Tampoco oí el de «¡Abajo los ministros traidores!». ¿Cansancio de los manifestantes? ¿Temor a incurrir en error? Sólo sé que formé una impresión bastante poco satisfactoria en cuanto al éxito de los organizadores y el propósito de plantear al día siguiente, a mis compañeros de Gobierno, el problema político de la manifestación. En el consejillo celebrado a instancias de Prieto se convino en que nos reuniríamos a las doce del día siguiente, en casa del jefe de Gobierno, para aprobar la nota que debía ser enviada al Gobierno francés, y para examinar con mayor detalle el discurso del señor Azaña. Prieto creía, y de ahí que solicitase la reunión del Gobierno, que el presidente de la República nos había anunciado su propósito de renunciar al cargo. Tenía el suceso como inminente y entendía que la gravedad de la amenaza exigía nuestra preocupación.
Personalmente, yo juzgaba la situación de modo diferente, al punto de que anoté en unos papeles que no he perdido, como resumen de la reunión con Don Manuel, esta frase: «Las espadas han quedado en alto». Opinaron unos y otros ministros y sin acuerdo alguno, que no hacía al caso, dejamos el tema para mejor examen. Vueltos a reunir, de acuerdo con la cita, leí el proyecto de nota, se retocó en algunos puntos y se aprobó. Don José Giral le dio el curso protocolario y, por lo que sé, aún esperamos respuesta… Y entré en el problema de la manifestación con estas palabras, que dirigí a los comunistas: «Yo sé perfectamente que es estéril ponerse a discutir con la fe. Los colegas comunistas atribuyen a toda clase de actos públicos valor de cosa decisiva. Quien les contradiga no los sacará de su convencimiento. El debate, pues, tiene que tener otro enfoque. La manifestación de ayer no estaba autorizada y por más que se la repute espontánea, nadie se engañará al identificar a sus organizadores. Representados como están en el Gobierno, deseo que el Gobierno me diga si procede que en casos como ese el acto se tolere, como sucedió ayer, o se disuelva». Don José Giral planteó, en nombre de los ministros republicanos, un problema de decoro, a saber: si habiéndose proferido en la manifestación determinados gritos y señaladamente el de ¡abajo los ministros traidores!, que parecía ir enderezado contra él y sus correligionarios, procedía la convivencia ministerial con los organizadores del acto del que protestaba con toda la vehemencia de su auténtica fe de republicano y de español. Irujo, más apasionado, amplió la protesta de Giral, para llegar a la misma consulta… Prieto refirió lo que había oído… Una alarma, de las muy frecuentes en aquellos días, cortó el examen del tema. Negrín nos aconsejó utilizar el refugio. Varios ministros preferimos el jardín, de donde podíamos ver los aparatos enemigos. Prieto aprovechó la ocasión para decirme al oído:
—Estoy persuadido de que la manifestación de anoche les fue aconsejada a los comunistas por el propio Negrín, para coaccionar al presidente de la República.
—¿Usted cree?
—¡Seguro! Ahora no me cabe la menor duda.
En su segunda carta a Negrín, Prieto, refiriéndose a la manifestación de Pedralbes, le dice: «Aquel acto fue, a mi juicio, inspirado por usted. No digo que usted ordenara organizarlo ni que su inspiración fuese directa o indirecta, pero, desde luego, tengo el convencimiento de que sus infundadas sospechas, al exteriorizarse, originaron un movimiento irrespetuoso, indisciplinado, coactivo, intolerable».
Por su parte, el comunista Jesús Hernández realizó sus acostumbrados esfuerzos dialécticos, esta vez para convencemos de que la manifestación había respondido a una explosión de la sensibilidad popular y que los gritos incriminados, que él no tenía inconveniente en condenar, estaba claro que eran obra de los agente provocadores… Versión comunista de la resistencia de Madrid: Victoria de los mítines relámpago y de las manifestaciones. Y, como remate, una intervención contemporizadora del jefe del Gobierno. Si hubo decisión, yo no recuerdo sus contornos. Me inclinaba por la opinión de Prieto. El jefe del Gobierno quiso imponerse por adelantado a toda posible debilidad de Azaña.