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Mis visitas al Ministerio de Defensa. — Una razón política y una inclinación afectiva. — Días negros y días de sol. — La memoria musical de Prieto. — Una victoria sobre Ossorio y Gallardo. — El mes de marzo es fatal. — La situación en el frente sigue malísima. — La esperanza en el segundo gobierno de Blum. —Negrín y Prieto, en desacuerdo. — Todo está perdido. — Carta de Prieto a sus hijas. — Temor a la frontera implacable.

La onda sentimental de Prieto no es fija, aun cuando su amistad pueda ser inalterable. Por los primeros meses del año 1938 —últimos de nuestra vida ministerial— yo resulté ser, sin otro mérito que el que mi camarada me atribuyese, un buen receptor de sus emisiones cordiales. Esa elección no dejaba de serme grata, por la prueba de confianza que representaba. En la mesa del Ministerio de Defensa había, a diario, un cubierto para mí. Si en alguna ocasión, por necesidades de cortesía inexcusable para amigos míos, disculpé mi ausencia, los secretarios de Prieto me llenaban de reproches y me forzaban a comprometerme para el día siguiente. Solía ser frecuente que volviese al anochecer, de modo señalado durante el período del Este, en que la aflicción de Prieto tenía tantos motivos para ser profunda. Ignoro si le fui de alguna utilidad, pero en caso negativo deberá atribuirse a desmaña, en modo alguno a falta de buena voluntad. Sólo móviles desinteresados y amistosos determinaron mi frecuentación de El Putxet. Después que por mi iniciativa estableciese esas visitas, me llamó el presidente del Consejo para indicarme la necesidad de que, en lo posible, dedicase más tiempo a acompañar a Prieto que a mi departamento.

—Usted le conoce bien y sabe lo conveniente que es no dejar que se ensombrezca demasiado con sus propios jugos pesimistas. Suele ser permeable a las observaciones ajenas, aun cuando aparezca rechazándolas en el primer instante.

Cuando supo por mí que yo mantenía ya esa relación, se alegró sinceramente. Por los días de diciembre, Marcelino Pascua, que estaba, por razones políticas, de descanso, en Barcelona, compartió conmigo el encargo del Presidente, dato que no se le escapó a Prieto y con el que hizo un comentario humorístico, de fondo amable. La utilidad de nuestra compañía, repito, es dudoso que le resultase valiosa y seguro que no le resultó desagradable. Medir lo primero es siempre difícil; conocer lo segundo, fácil. Dadas las circunstancias en que se desarrollaba la vida de nuestro amigo, con sus hijos ausentes, detalle importantísimo en la vida de un hombre profundamente afectivo, expuesto con frecuencia a las defecciones de un corazón poco razonable, era justo pensar que le agradase la compañía de dos correligionarios a los que le unía, de bastante tiempo, una amistad que no está, ni aún hoy mismo, en situación de sufrir reproche. La razón política que dictaba el consejo de Negrín, evaluada por mí como importante, pesaba menos en mi ánimo que mi propia razón de amistad. Ausente Víctor Salazar de la Secretaría de Prieto, sus continuadores, Cruz Salido y Luis Plaza, no podían reemplazarle, por un cierto respeto, al que se mezclaba un poco del frío burocrático, consecuencia de la menor intimidad, en su acción efusiva y entusiasta cerca del ministro. Ese cometido es el que personalmente me propuse llenar yo por el tiempo que permanecía, cada día, al lado de Prieto. Este acudía frecuentemente a su despacho por un acto poco menos que desesperado de su fuerza de voluntad, y se mantenía en él, inmóvil en una butaca, arropado de mantas, combatiendo el frío con una estufa eléctrica y sofocando el padecimiento con inyecciones que le aplicaba el doctor Fraile. Hubo ocasiones en que, impotente para soportar tanta molestia física, anhelante, dificultado de movimientos, pedía el coche para trasladarse a casa… A una casa que de suya no tenía nada, ni siquiera lo que le hubiera permitido congraciarse con ella, sus hijas, que en esas ocasiones notaba tan en falta y a las que no quería avisar para no sobresaltarlas, persuadido de que, una vez más, el quebranto pasaría. No apunto con esas palabras al blanco de la conmiseración, que no la necesita quien tan reciamente sabe batirse con el dolor. Busco corresponsales para la admiración que me producía el hombre que, a despecho de unas agresiones violentas de la enfermedad, propenso por la zona afectada a un acabamiento fulminante, abandonaba la cama por la butaca de su despacho y, entre ahogos y punzadas de la carne, atendía a los cuidados de su ministerio, sin desdeñar la correcta puntuación de su abundante correspondencia. Recuerdo bien haberle reprochado, en más de un caso, su terca violación de las ordenanzas del doctor Fraile y de haber mediado, con ruegos, para que se recluyera en su casa… El otro doctor, Antonio, el cocinero, le inducía, con su sabiduría culinaria, a desafiar toda suerte de riesgos diabéticos, y el teletipo, con sus llamadas menos misteriosas que infaustas, le aprisionaba a su sillón. El humor de Prieto era cambiante. Tenía días negros, en que se encerraba en un mutismo que nos ensombrecía a todos sus invitados. Las conversaciones, tan pronto iniciadas como muertas. La esfinge no tenía secreto. El silencio era consecuencia de las malas noticias, o de tropiezos de un género particularmente enojoso. Algunos de estos ataques de hipocondría coincidieron con la visita del jefe técnico de los «colaboradores». Eran conferencias que se prolongaban por encima de la medida normal, dando motivo a que Balsalobre nos advirtiese, por encargo del cocinero, que el esfuerzo culinario de aquella mañana se iba a malograr. Como todo buen artista, Antonio no se resignaba a estropear un plato. Y nos enviaba a Balsalobre, su admirador más sumiso, dispuesto —azul marino y metal amarillo— para servir la mesa. En los días de sol interior, el ministro era anfitrión ameno. Exhumaba anécdotas divertidas de su variada vida, empezando por su primera crítica teatral en un periódico bilbaíno, hace tiempo desaparecido: «¿A quién no convence…?». Su buen arte de relator encantaba a todos, incluso a mí, para quien Prieto no tenía entonces, en su abundante repertorio, programa inédito. Tan puntualmente me era conocido que, en razón de sentarse a la mesa las dos funcionarías de su Secretaría particular, me inquietaba pensando en que, de anécdota en anécdota, saliese a relucir la de la cabeza parlante. Me parece recordar que acabó contándola. Otra rama de su especialidad mnemotécnica, de la que con gusto suele hacer alarde, se proyecta sobre la zarzuela española. En este punto es imbatible. No es una afirmación caprichosa. Irá bien, por si a la historia le importa recogerla el día de mañana, que la justifique, consignando, de pasada, uno de mis mejores pasmos ministeriales.

A poco de constituirse el primer gabinete Negrín, este entendió prudente, supongo que de acuerdo con don José Giral, ministro de Estado, llamar a Valencia a todos los embajadores y ministros plenipotenciarios de Europa y América, a los que Prieto llamaba «los ilustres fugitivos». A la cita dejaron de acudir muy pocos. Supongo que aquellos a quienes una negociación urgente retuvo en sus embajadas o legaciones. Entre los que saludé, recuerdo a Azcárate, Ossorio Gallardo, Femando de los Ríos, Asúa, Pascua, Ruiz Funes, Pedroso y otros cuyo nombre, oído con poco interés, no alcancé a retener. Gordón Ordás estaba entre los que no pudieron atender la convocatoria. Antes o después de la reunión para la que habían sido llamados, Negrín les invitó a una cena en su domicilio de Naquera, a la que acudimos los ministros. Presumí que la hora del café tendría, atendida la dificultad de hacer coincidir en un mismo senado a tanta persona importante, algún interés político o internacional. Era yo un ministro jovencísimo, de pocas semanas, y todavía conservaba bastante ingenuidad. Durante la cena, la conversación anduvo partida. Los diplomáticos pedían noticias y las daban. Femando de los Ríos, que había hecho el propósito, que cumplió, de subir a Madrid y ponerse en contacto con sus defensores, en un aparte me dio su versión histórica de la resistencia de la capital, haciendo derivar el esfuerzo de los madrileños, no de 1808, como los periodistas habíamos escrito, sino de una fecha más remota y para mí arcana. ¿Me convenció de que el impulso heroico les llegaba de Viriato? Siento no poder recordar bien sus palabras. La interpretación de Don Fernando no dejaba de tener una curiosa novedad y de ser, como todas sus interpretaciones, valiosa. Esperando otra cosa mejor de la reunión, perdí las palabras del embajador español en Washington. No hubo cambio de opiniones. La reunión era gastronómica y de pura cortesía. Después de servido el café, sin que pueda apuntar cómo se inició la cosa, se estableció una competición musical, a base de zarzuelas olvidadas, entre el embajador en París, Ossorio Gallardo, y el ministro de Defensa Nacional. El archivo de ambos contendientes resultó ser copiosísimo. Prieto, además de la música, recordaba la letra y precisaba quiénes habían sido los artistas que estrenaron la obra, cuándo y con qué éxito. Ossorio Gallardo, en cambio, desmenuzaba las partituras y, en cada caso, reproducía el juego de los instrumentos, haciendo observaciones sobre su significado en la orquesta: la flauta, un sátiro; el violín, un vanidoso; el contrabajo, un sacerdote de la angustia… Se quitaban, no la palabra, la música de la boca, saltando de Chapí a Caballero, de Bretón a Arrieta, reivindicando, como dignas de mejor estima, obras olvidadas. La confrontación musical del embajador y del ministro fue dura y se prolongó en la noche de Naquera, palpitante de olores campesinos, hasta el término de la sobremesa, pasadas las doce. En obediencia a la pulcritud histórica, y sin que con ello pueda reprochárseme parcialidad de correligionario, consignaré que el embajador no pudo vencer al ministro. Sólo queda por dilucidar —dejo el tema a futuros investigadores— si Ossorio Gallardo, cediendo a una de las exigencias más elementales de su improvisado oficio, supo gastarle al ministro la atención de conceder la victoria. Cortesía ajena o mérito propio, queda justificada mi afirmación de que Prieto es imbatible en el género chico… Incluso a sus más íntimos amigos, aquellos que más constantemente hayan vivido cerca de él, puede, en esa materia, depararles programas nuevos. Las obras más olvidadas y desdeñadas tienen en el registro de su memoria musical una anotación precisa. Cuando la ocasión se le antoja adecuada, lo que depende más de sí mismo que de sus invitados, busca en sus recuerdos un chotis, un pasodoble, una romanza y lo «trabaja» escrupulosamente, poniendo atención en que no se pierdan los matices. Esa fruición por la música pequeña no excluye en Prieto el gusto de los grandes maestros, cuyas obras conoce. De éstos no habla, quizá porque no están tan dentro de su juventud, dura y difícil.

En los buenos días. Prieto encantaba a sus invitados con una conversación amena y agradable. Pero, desgraciadamente, estos días buenos estaban terminados. El mes de marzo nos fue fatal. El adversario inició una vigorosísima ofensiva en el Este, con un éxito inesperado. A su presión, todas las líneas nuestras se hundían. No se resiste. Las columnas motorizadas del enemigo avanzan sin dificultad. De hora en hora se pierden posiciones, cotas fortificadas, pueblos. En la dirección de Belchite los soldados de Franco recorren dieciocho kilómetros sin conseguir avistarse con nuestros combatientes, parándose a seis kilómetros de aquel pueblo. Por el Sur, el avance enemigo es de doce kilómetros. En la tercera dirección de ataque, su movimiento es más lento. Es donde se le hace resistencia. Rojo se traslada al frente. Desde Lérida, el general telegrafía una mala impresión: franca desmoralización de las tropas, como consecuencia de los ataques aéreos. Hemos perdido, 11 de marzo, Codo y Belchite, y, partiendo de estos pueblos, los vencedores atacan Quinto, Azaila y Pullugán; en el Sur, Oliete. Cuatro horas más tarde, sólo se conserva en nuestro poder Azaila. No tenemos enlaces, por haberlos roto el enemigo. La desmoralización es grande. Es el frente, todo el frente, el que se ha hundido. El adversario es dueño de la situación. Como toda esperanza, Rojo dice al ministro: «Espero llegada reservas para reorganizar línea a retaguardia». El comisario general del Ejército del Este, con aprobación del general Pozas, envía a Prieto, con el teniente coronel Anglada, un parte en que se pinta la situación como desesperada. «La moral de la tropa ha caído verticalmente debido a las dificultades de avituallamiento y municionamiento, por la amenaza de la aviación, que impide con sus ametrallamientos todo servicio».

Defección de unas tropas, heroísmo de otras; repliegues autorizados, retiradas voluntarias. «En resumen —dice el pliego que ha recibido el ministro—, la situación de este sector es gravísima, esperando que mañana el enemigo, con sus potentes medios, aproveche la falta de reservas y la situación moral de nuestras fuerzas para lanzar sus columnas, que pueden poner en difícil trance nuestro frente si en el más breve plazo posible no se consiguen refuerzos frescos y en condiciones de aguantar. Nos encontramos, en el puesto de mando, sin luz eléctrica, a consecuencia de los bombardeos de la aviación, que ha destruido las fábricas de fluido, careciendo de luz la mayoría de los pueblos». Por todos los conductos es informado el ministro de que la aviación enemiga trabaja en el frente de modo incansable y abrumador. El día 12, en un parte de nuestra aviación, se afirm«a haber visto un nuevo tipo de aparato extranjero, sin que pueda precisarse su nacionalidad. Los prisioneros alemanes han declarado que, aparte de las unidades que aquí tenían, ha llegado un nuevo grupo de cuatro escuadrillas de bombardeo, rápidas, con todo su personal aéreo y de tierra».

Las oleadas de pánico suceden a las oleadas de miedo. Prieto me pide urgentemente que le facilite un grupo de Asalto, con el propósito de cerrar el paso en Alcañiz a los soldados fugitivos del sector de Híjar. Muchos hombres que se han desembarazado de las armas andan huidos por los pueblos. El general Rojo se opone a que se cumpla una orden del subsecretario de Tierra por la que se manda el envío a Reus del personal recuperado: «Sería demasiado cómodo para ellos (los fugitivos) y peligroso para la retaguardia, pues se les haría el juego alejándolos del frente y consintiéndoles una buena vida». Rojo entiende preferible «que el gobernador general de Aragón dé una orden para procurar la recuperación del personal huido a través del campo, y que se ampara en los pueblos, imponiendo a las autoridades locales el deber de entregarlos a la autoridad militar más próxima, y esta autoridad militar, con sus medios, aseguraría su recuperación». Hemos perdido Híjar y Escatrón. El ministro consigue establecer comunicación con Alcañiz, donde se encuentra el jefe del Estado Mayor Central. Su estado de ánimo es el que cabe imaginar. A través de las noticias telegráficas deduce que el avance del adversario se apoya, más que en sus medios de combate, en la falta de moral de nuestras unidades, anonadadas por la desorganización de todos los servicios.

El comisario general, Crescenciano Bilbao, informa: «Acabo de llegar de Lérida, y al visitar el Cuartel General llama el Estado Mayor del XI Cuerpo de Ejército para decirme que hace muchas horas no tiene comunicación con el Estado Mayor del Ejército del Este y no recibe orden ninguna, teniendo la sospecha de que hubiera alguna infiltración del enemigo al norte del río. No tienen órdenes de nadie ni relación con el que estoy hablando en estos momentos, y el cual, desde ayer a las ocho, no sabe nada del Estado Mayor del Ejército. He dicho al Estado Mayor del XI Cuerpo que con todos los medios que tenga a su disposición cubra bien las cabezas de puente de Gelsa y Sástago, e incluso que mande fuerzas a la cabeza de puente de Caspe, pues no sé lo que ocurre». Nadie lo sabe. El coronel Hidalgo de Cisneros desmiente, como infundada, la alarma del comisario general. Día 13. Pérdida de Ariño, Alloza y Andorra por abandono de nuestras fuerzas. Destrucción de Caspe por la aviación rebelde. «Las posiciones se pierden con muy poca lucha o con ninguna. Sólo el Cuerpo XXI se está comportando desde el primer día de modo magnífico… El resto de las tropas no sirve prácticamente para nada». La crisis de moral es definitiva. El buen deseo de los mandos y comisarios se estrella ante la manifiesta decisión de la gente, que ha llegado en algunos casos a la violencia para que se les respete la huida. Las líneas se vacían de combatientes. «Quedan pocos hombres en el frente y espero ansiosamente la llegada de reservas». El general Rojo vuelve con angustia a ese tema: «Como la gente de que se dispone no sirve para nada, es preciso ordenar urgentemente que venga la División 11 a la región Valdealgorfa–Alcañiz y que se active por todos los medios el movimiento de las unidades que ya está ordenado que vengan, así como que se preparen nuevas reservas». En este medio deseo razonador capaz de arruinar la voluntad más granítica, el general conserva su sangre fría, y con ella el discurso. He aquí lo que después de un largo informe de desventuras dice al ministro: «Por si las circunstancias nos lo consienten, estoy trabajando en un plan de acción para poner en actividad todos los frentes, único modo que veo de contrarrestar esta abrumadora concentración de medios enemigos, aunque no sé si dará tiempo de llevarlo a la práctica. Esta noche lo precisaré y se lo enviaré mañana por un motorista, anticipándole que las directrices son debilitar al máximo la línea en todos los frentes para formar reservas, realizar con estas un mínimo de dos ataques en el frente de cada ejercito, explotar con las reservas de ejército el ataque que tenga éxito y completar la explotación con las del ejército de maniobra, si después de este episodio que vivimos nos queda alguna».

El pensamiento del ministro, dato esencial para juzgar de las derivaciones políticas que va a tener el desastre, debe ser recogido con la mayor objetividad. Palabras suyas a Rojo: «El panorama que usted me describe rebasa mis propios cálculos, caracterizados por un hondo pesimismo respecto a las condiciones de inferioridad material y moral en que ahí se combatía. Ante las proporciones y caracteres que adquieren los sucesos, someto a su consideración la conveniencia de examinar si procede que usted continúe ahí con las comunicaciones rotas, o volver a Barcelona, para poder contemplar más en conjunto todo el panorama de nuestra lucha, que acaso llegue a tener inmediatas repercusiones en otros frentes distanciados de esos». Robustecimiento de la autoridad de Rojo e imparcialidad del ministro. «Queda usted plenisimamente autorizado por mí, suscribiéndolas yo previamente para cuantas resoluciones estime procedente adoptar sobre el terreno para destituir jefes, conferir mandos y disolver unidades; en fin, para todo, absolutamente para todo, y cual las circunstancias reclamen, sin que tenga necesidad de decirme la filiación de los jefes que sea preciso destituir y la significación de las unidades que hayan de ser disueltas, pues la una y la otra me tendrían siempre sin cuidado, pero sobre todo en estos críticos momentos». Viene después un capítulo informativo para el general. La declaración de Mussolini, hecha ante el Gran Consejo Fascista, reunido el día 11, prometiendo que antes de finalizar el mes de marzo las tropas italianas y franquistas ocuparían Lérida, siguiendo hacia el Pirineo, para cerrar la frontera de Francia, donde el día 13, fecha de esta conversación de Prieto con Rojo, se ha constituido el nuevo Gobierno francés, bajo la presidencia de Blum. «Este tuvo que desistir de formar gobierno de carácter nacional por serle imposible reducir los antagonismos que separan a derechas e izquierdas. Ha formado un Gobierno de Frente Popular, sin comunistas, en el que Blum desempeña, además de la presidencia, la cartera del Tesoro. El nuevo Gobierno, en el que conserva el Ministerio de Defensa Nacional Daladier, nos es favorable, por cuanto que los puestos más importantes del mismo, y sobre todo los que se relacionan con las cosas que afectan a España, quedan en manos de amigos nuestros. El Ministerio de Negocios Extranjeros lo desempeña Paúl Boncour; el de Comercio, Pierre Cot, y el del Interior, Dormoy. Además, quien mejor nos ha servido de todos los políticos gubernamentales franceses, el socialista Vincent Auriol, figura también en el Gobierno como ministro sin cartera. Las cuestiones de España les serán planteadas mañana o pasado por persona autorizada».

Esta esperanza, no demasiado sólida por la violencia de la polémica interior de Francia, es todo lo que nos queda a la vista del hundimiento del frente del Este. Es el propio Negrín quien iba a llevar las gestiones con Blum. Este no tiene relación personal con nuestro embajador en París, Ossorio y Gallardo, cerca del cual he tenido que realizar personalmente una comisión enojosa: la de decirle, y la cosa no era fácil, que se abstuviese de intervenir en unas negociaciones en curso para precisar la ayuda francesa. Ossorio y Gallardo recibió la noticia con la natural estupefacción, y me planteó, con evidente lógica, el problema de su confianza. No pasó mucho tiempo sin que le afectase una combinación diplomática, por lo que se le envió de París a Buenos Aires. Me parece recordar que el propósito del viaje de Negrín dio lugar a una discusión violenta entre él y Prieto. El punto de vista del ministro de Defensa se contraía a recomendar que la gestión con los franceses se plantease en términos escuetos: la ayuda franca o nuestra derrota irremediable. Negrín entendía que así no podía abordarse la negociación, ya que los franceses se negarían a comprometerse con una ayuda fuerte en las postrimerías de nuestra resistencia. Entendía preferible argumentar con la seguridad en el triunfo, no concediendo a los acontecimientos del Este otro alcance que el de un episodio aislado. No se pusieron de acuerdo. A partir de esa discusión no habían de estarlo nunca. Me inclino a afirmar que Negrín renunció de momento al viaje. Por este tiempo, el agregado aéreo de la Embajada francesa hizo una visita a Prieto para pedirle, en nombre de sus jefes, una nota de las necesidades de material. Tan pronto como la poseyera debía salir por la vía más corta para entregarla en París. Prieto le hizo observar que la nota que le pedía era conocida por el Gobierno francés, al que había sido remitida por conducto seguro. El agregado militar le arguyó en su deber de obediencia, por cuanto se trataba de una orden recibida por él desde París. Prieto le facilitó un pliego con nuestras necesidades urgentes, y el agregado aéreo, haciendo el viaje en avión, lo entregó a sus jefes. Dos o tres días después visitó de nuevo a Prieto para notificarle que había cumplido el encargo, sin añadir una palabra más. Prieto intentó conocer la acogida reservada a nuestras necesidades; pero el oficial francés le indicó que nada podía aclararle, ya que su cometido se había limitado al papel de correo. Mi correligionario dedujo una conclusión pesimista, que desgraciadamente tuvo confirmación. Como las noticias del frente continuaban siendo malas, al punto de que la ola de pánico golpeaba en Tarragona, adonde se mandaron fuerzas de Asalto para intentar la recuperación de los fugitivos del frente, la situación de ánimo en El Putxet no podía ser peor. En concepto de Prieto, nos estábamos acercando al desenlace de la guerra. El desastre no tenía compostura. La desmoralización del frente, corriéndose a la retaguardia, provocaría por modo inevitable la catástrofe.

En la Secretaría del ministro, más que las palabras, los rostros anticipaban la opinión de Prieto. Este se irritaba varias veces, con los motivos más diversos, en el transcurso del día, y en una de esas irritaciones, por la que luego dio cordiales explicaciones, se enajenó la colaboración de Cruz Salido, que le dimitió su puesto de secretario particular. Mi mediación, requerido por Prieto, no consiguió reducir al enojado amigo, que inmediatamente de recobrar su libertad de periodista vino a participármelo a mi despacho. En aquel terrible estado de cosas, bajo la impresión yo de los juicios de Prieto, propuse a Cruz Salido que trabajase en mi proximidad, no fuese a suceder que inesperadamente necesitásemos hacer una evacuación precipitada. El pesimismo no impedía a Prieto trabajar. Su voluntad de servicio no se quebrantaba. Después de comer, tomando café, va dándonos sus impresiones personales. Son terribles: esta es la palabra. Estamos en el epílogo de la lucha.

—He escrito una carta a mis hijas diciéndoles que hemos entrado en el último episodio. Preveo el desenlace para el mes de abril. Y es que en el mes de abril se han producido en mi casa todos los acontecimientos destacados. (Aquí una enumeración de ellos).

La derrota, descontada como segura, le lleva a pensar en cuál será la conducta de Francia. Prieto tiene ideas particulares sobre ella, expuestas en más de una ocasión con excesiva vehemencia. Se funda en el conocimiento que de los franceses le han dado sus días de expatriado.

—La frontera nos será cerrada con bayonetas, y se podrán contar con los dedos de la mano los españoles que consigan cruzarla. Los que tienen la esperanza de una acogida generosa se engañan. Los franceses no solamente no nos estiman, sino que nos desprecian. Las dificultades que oponen ahora para el visado de los pasaportes anuncian bastante bien lo que va a suceder cuando, empujada por el miedo a las represalias de los vencedores, la masa humana se abalance sobre los límites, pretendiendo penetrar en Francia. Una barrera de senegaleses, bayoneta calada, le prohibirá el paso.

El ministro se complacía en detallarnos las circunstancias de esa pugna terrible, y su palabra, que sabe dar bulto a las descripciones, nos hacía ver la frontera como una raya siniestra, en la que las tropas vencedoras marcarían con una cruz a los destinados al patíbulo y con una raya a los consignados al cautiverio. El pensamiento discrepante no descubría forma de manifestarse, incapaz de competir con una elocuencia tanto más intimidante cuanto más alta era su perfección. Esas convicciones de Prieto, que tenían un reflejo inmediato en mi ánimo, solían tener confirmación en la cinta telegráfica del teletipo. Malas noticias; siempre malas noticias. ¿En qué hombro de la verdad apoyarse para contradecir tanto pesimismo? Cuando me acogía a mis recuerdos de Madrid, el pasado me reconfortaba. ¿Por qué desconfiar de Cataluña? ¿Por qué dudar de Francia?