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El Gobierno de Montserrat. — Vandervelde. — Los rebeldes se disponen a reconquistar Teruel. — La reacción de Prieto. — Se pierde la plaza y el periodista derrota al ministro. — Rojo pide que se le releve. — Las causas de la derrota de Teruel, según un informe del comisario del Ejército de Tierra. — Material y mandos. — Un monterilla ilustre. — Hundimiento del Baleares. — «¡Vayamos por ellos, que son nuestros!» — Bruno Alonso.

El Gobierno se presentó a las Cortes el 1° de febrero, con la victoria de Teruel todavía palpitante. A la reunión del Parlamento se le dio un escenario grandioso: Montserrat. Los preparativos de la sesión se llevaron con un sigilo y una cautela extremados. La adecuación del local fue obra de una noche. Una colección de buenos tapices permitió a los carabineros, bajo la dirección de Prat, transformar el refectorio de los frailes en un grave salón de sesiones. Concurrieron al acto parlamentario liberales, socialistas y comunistas de Francia, Inglaterra, Bélgica, Holanda, Suecia… La figura más destacada fue la de Emile Vandervelde, que meses después, diciembre del mismo año, iba a rendir su vida, conmoviendo profundamente a la nación belga y a sus innumerables amigos de todo el mundo. Vandervelde se puso incondicionalmente al servicio de la República Española desde el primer instante. Su autoridad moral, indiscutida hasta por sus más ásperos adversarios, la empleó sin regateos en trabajos de ayuda a España. Se batió rudamente contra sus propios camaradas y puso en movimiento todas las potencias de su amia para conseguir que los trabajadoras belgas se asociasen con fervoroso entusiasmo a la causa de los obreros españoles. Zamarreó con su dialéctica inclemente a cuantos, por un motivo conveniencero, renegaban de un deber que él tenía por sagrado. Su viaje a España, que le era conocida de otros anteriores, lo utilizó para ver las trincheras, húmedas de sangre, en que se defendía la democracia. Diputados y soldados españoles le asistieron de un respeto cordial, de un afecto entrañable que él, acostumbrado al conocimiento de los hombres, percibió finamente. Como al final de una comida que en su honor organizó el presidente del Consejo, le ofreciesen un cigarrillo, nos refirió, para rechazarlo, la ocasión en que por primera vez fumó uno. Era a la sazón ministro de Relaciones Exteriores y se examinaba en Consejo el problema de España. Vandervelde dio serenamente su parecer, contrario al aislamiento internacional de la República Española. Sus colegas de gobierno fueron discutiendo su punto de vista. Insistió en convencerles, y cuando hubo agotado todas sus razones, nervioso, pensando en la acogida que los ministros dispensaran a su nueva argumentación, encendió un cigarrillo. Cuando se persuadió de que nada podía esperar de ellos, de que su posición era minoritaria, renunció a seguir fumando y con la punta del cigarrillo dejó, en el cenicero de la mesa del Consejo, su cartera de ministro, yéndose a buscar a la calle la aprobación que no encontraba en el Gobierno. Después de su muerte, en una crisis calculada, los socialistas se vieron compelidos a negar su colaboración al nuevo ministerio. Los opositores de Vandervelde dentro del partido se lamentaban de no haber tenido el valor necesario para hacerse derrotar ministerialmente con la bandera de España, lo que acaso les hubiese permitido evitar el retroceso electoral que lamentaron. El viejo intemacionalista, que tenía un gusto estético muy seguro, curioseó complacido en los rincones de Montserrat.

La formalidad parlamentaria fue breve. Negrín leyó su discurso. Las minorías dijeron su opinión, favorable al Gobierno, sin que destacase más voz que la del grupo socialista, en cuyo nombre Lamoneda hizo un discurso breve que, a disgusto de los comunistas, se comentó con elogio. Renovada la confianza al Gobierno, este iba a continuar su trabajo. Desconocíamos toda la rudeza con que nos amenazaba. A creer a los diputados que me abordaban, en solicitud de pasaportes y facilidades de viaje por supuesto, habíamos tenido la fortuna de cubrir la etapa más difícil y, en lo sucesivo, todo sería cosa de coser y cantar. Dios no les oyó, quizá porque no decían lo que pensaban.

Antes de finalizarse el mes de febrero, los rebeldes se dispusieron a reconquistar Teruel. No se resignaron a concedemos la plaza… Fueron a la nueva batalla con todo su potencial bélico que les había sido reforzado por Alemania e Italia. El general Rojo se desplazó nuevamente al teatro de operaciones. Recomienza, por extenso, el diálogo telegráfico entre el ministro y el jefe del Estado Mayor Central. Prieto sigue, a través de los informes de Rojo, las dramáticas peripecias de la lucha, cuidando de reforzar con sus palabras la autoridad del subordinado. El enemigo lleva la lucha con artillería y aviación. Mantiene permanentemente en el aire, bombardeando y ametrallando, de treinta a cuarenta aparatos. Su acción es muy profunda y se hace sentir en las posiciones y en los nudos de comunicación, inmovilizando las unidades, destruyendo sus vehículos y desmoralizando a los hombres. Las fuerzas que se retiran desorganizadas son muchas, y Rojo reclama que se le mande con urgencia una brigada de la división 68, que se quedó en Madrid. La reacción de Prieto ante esas noticias es típica de su temperamento, y si la reproduzco, pese a su extensión, es para que el lector tenga datos objetivos y pueda intentar un juicio propio sobre una de las personas que mayor papel han tenido en la vida política de España a partir de 1918, en que fue elegido diputado a Cortes. Dice así su respuesta a Rojo:

«Ministro de Defensa Nacional. El relato que usted hace de los hechos acaecidos durante la jornada, y la descripción del ambiente, constituyen elementos bastantes para juzgar la situación. No dudo que exista la posibilidad de que nuestras tropas reaccionen, pero la posibilidad suele, a veces, hallarse muy distante de la probabilidad y esta es la que yo no vislumbro por ahora. Claro es que estoy seguro de que usted realizará el máximo esfuerzo para enderezar lo que tan torcido anda y ello me tranquiliza relativamente, porque, cuando menos, sabré que se ha hecho lo que humanamente se pueda hacer.

»El sistema de ataque seguido ahí por el enemigo es exactamente el mismo que empleó en el Norte y de modo muy singular en Vizcaya, donde realizó con la aviación ataques bastante profundos en la retaguardia, entre los cuales descollaron los de Durango y Guernica, anulando, además, todas las comunicaciones, pues mantenía un ametrallamiento casi constante sobre las carreteras, destruyendo o deteriorando toda clase de vehículos, incluso las motocicletas. Ha llegado, por desgracia, el instante previsto y temido por mí, de una superioridad neta, desbordante, de la aviación enemiga, que nos coloca en dificilísimas condiciones. Por lo tanto, yo no puedo pedir milagros a nadie y, consiguientemente, no se los pido a usted. Afrontemos este trance y los que le sucedan, con la serenidad de ánimo precisa.

»Es difícil, lo comprendo perfectamente, devolver la tranquilidad a los soldados que tienen constantemente sobre sus cabezas la aviación enemiga. En el Norte se dieron casos de tropas que habiendo resistido en una jornada treinta y cuarenta ataques de aviación, al amanecer del día siguiente se retiraban empavorecidas al ver el cielo diáfano, ante la perspectiva de otra jornada infernal. Allí también pedían angustiosamente aviación que los protegiera. Me explico cuanto sucede y le diré que, aunque me duela, no me sorprende.

»Ruégole que me diga cuáles serían, a su juicio, las consecuencias inmediatas de la posible toma del Mansueto.

»El parte oficial que me da para la publicidad la Sección de Información en cuanto al Ejército de Levante, dice así: “Ha continuado la fuerte presión del enemigo que, apoyado por gran masa de aviación, consiguió infiltrarse ligeramente entre el Mansueto y Valdecebro, a pesar de la resistencia de nuestras fuerzas, que siguen combatiendo heroicamente”. El parte, a pesar de ciertos adornos literarios, me parece excesivamente lacónico y quizá disfrace en demasía la verdad de la situación. Me inclino a ampliarlo, y someto este propósito a consulta de usted».

Los partes del Ministerio de Defensa, durante el período ministerial de Prieto, gozaron de un crédito enorme. Su veracidad era indiscutible y Prieto ponía un cuidado escrupuloso en conservar ese crédito público. Este cuidado llegó a ser en él obsesivo. Finalizando la resistencia de Teruel, Rojo le pide que borre del parte una línea, y el ministro le ruega: «dígame cómo sustituyo en el parte el concepto que vamos a suprimir, porque convendría consignar la gran proximidad del enemigo a la plaza». No renuncia a publicar la verdad. Esta política del parte de guerra no era del gusto de Negrín, quien frecuentemente se me quejaba de ella, acaso con la esperanza de que se lo hiciese saber a Prieto. Esa manifestación de disgusto ha tenido tardía expresión en el Epistolario Negrín–Prieto. Este trabajaba en el parte como periodista; Negrín, como médico. Para el primero, la noticia era inocultable; para el segundo, el eufemismo resultaba necesario. El periodista dice al lector descarnadamente la verdad de un suceso; un doctor atenúa a su cliente la crueldad del dictamen exacto. Deformaciones profesionales. El Estado Mayor francés parece decidido a gobernarse, en materia de partes, por un criterio bastante riguroso y escueto, a juzgar por los que hasta ahora lleva publicados. Si le tomamos como arbitro de la querella, se nos dará fallada. Fue suficiente que Prieto dejase de regentear el Ministerio de Defensa para que los partes cayeran en descrédito. Cierto que, a partir de ese momento, los tropiezos de nuestras armas se cubrían con bastantes veladuras y se rodeaban de eficaces vaguedades. La situación angustiosa del trance exigía atenuar, por todos los medios, la verdad de nuestros frentes pulverizados. No sé si Prieto se hubiera decidido a buscar los paliativos obligados. Su deformación profesional era casi enfermiza, como se puede notar en la conversación telegráfica mantenida con Rojo el día 22 de febrero, a las diez de la mañana. El ejército de la República ha evacuado Teruel. Rojo le ha pasado de madrugada la noticia en los siguientes términos: «Las fuerzas que quedaban en Teruel se han replegado. Según parte de la División 46, el enemigo logró en la tarde de hoy cercar la plaza por el Sur. A causa de la escasez de municiones y víveres, que impedían una larga resistencia, y siguiendo las directivas del Mando para tal situación, en las primeras horas de la noche de hoy y antes de que el enemigo irrumpiese en la plaza, ha organizado todas las fuerzas y formando una columna de ataque ha arrollado a las fuerzas enemigas, abriéndose paso en dirección a Villaespada, a cuyo punto ha llegado la tropa y la impedimenta. En Teruel no ha quedado un solo hombre, ni documentación, ni armas, ni abastecimientos».

A las diez horas del mismo día 22, Prieto dice al general: «Como no quería que la ocupación de Teruel por los rebeldes se conociese exclusivamente a través de las radios facciosas, hice esta madrugada un esfuerzo para que los periódicos alcanzaran una noticia escueta, dada por nosotros, y que aparece concebida en términos análogos a los de su telegrama. La prensa barcelonesa, desde luego, la publica y supongo que también habrá aparecido en la de Madrid, adonde se comunicó sin demora». Sólo algún excepcional periodista habría hecho el trabajo con tanta diligencia. Por esta vez, el periodista ha derrotado al ministro. En la conversación telegráfica con Rojo, Prieto le dice: «He registrado la circunstancia, verdaderamente curiosa, de que el parte oficial del enemigo, radiado por sus emisoras y publicado por su prensa de esta mañana, no acusa la ocupación de Teruel, limitándose a decir que han ocupado determinados edificios de las afueras, siendo el cerco de la plaza completo. De otra parte, el “Tebib Arrumi”, cronista oficioso del Cuartel General rebelde, en un artículo escrito muy a última hora se atiene a las referencias del parte oficial y añade al mismo que las tropas tenían orden de no entrar en el casco de la ciudad, pero que parte de ellas, poseídas de entusiasmo, desobedecieron la orden y ocuparon algunos edificios. El cronista pone mucho cuidado en hacer recalcar que Teruel no está ocupado y que ellos no procederán como nosotros a mediados de diciembre, proclamando anticipadamente una ocupación que no estaba conclusa. Es de advertir que, a juzgar por ciertos términos de la crónica, su autor va incorporado al Cuartel General de Franco, que, por lo visto, se hallaba muy cerca del teatro de operaciones. Todo esto indica, a mi entender, que el enemigo no se enteró anoche de que habíamos abandonado la plaza…». Le enteró nuestro parte, que si es verdad que perdimos Teruel, queda claro que les «pisamos» —como se dice en el argot periodístico— la «última hora».

Hasta después de publicada la noticia en nuestros, periódicos no se conocieron los detalles de la evacuación de la plaza, consecuencia de una atrevida maniobra envolvente del adversario. A juicio del general Rojo, el abandono de Teruel estaba plenamente justificado y nada había que reprochar a sus defensores, entre los que estaba representado el cuerpo de guardias de Asalto. La nueva línea la reputa fuerte. Teme, sin embargo, que la moral, ya baja, siga decreciendo. El golpe sufrido por el jefe del Estado Mayor Central es demasiado rudo. La victoria de ayer es la derrota de hoy. Nadie mejor que él para expresar su estado de ánimo. «Personalmente, no necesito decirle la dolorosa impresión sufrida por mí anoche, aun cuando ya era cosa esperada. Verdaderamente, me siento abrumado por los acontecimientos, aunque no por ello deje de estar en el puesto, afrontando la situación con la entereza que sea necesaria. De todas maneras, hoy, con el parte que le envié a usted a última hora, si consigo hacerlo, le justificaré a usted mi ruego encarecido de que piense en mi situación, porque verdaderamente, como ya en otras ocasiones le he dicho, me siento agotado y, naturalmente, ahora más que nunca. Le repito a usted que esté tranquilo en cuanto a que en ningún momento, mientras esté aquí, faltará la acción de mando necesaria para sostener esta situación». El ministro no cree que el cerco existiese. Ratifica la confianza al general, y como están en su despacho el presidente del Consejo y los ministros de Estado y Agricultura, que forman con el de Defensa Nacional el Consejo Superior de Guerra, informados de las palabras de Rojo, le notifican que disfruta en plenitud la estimación del Gobierno. Después de agradecer esa declaración, el general agrega: «Únicamente quiero añadirle que estoy completamente tranquilo y sereno para afrontar los acontecimientos, sin que el efecto moral que en mí haya causado la desdicha de ayer, repercuta en forma de abandono, por insignificante que sea, de mis deberes. Tampoco quiero que sospeche usted que la última indicación de la primera parte de mi conversación era puramente formularia, sino, por el contrario, francamente sentida, pues creo que los hombres pueden gastarse en su trabajo y deben dejar paso a quienes con más claro juicio puedan afrontar las nuevas situaciones».

Las causas de la derrota, según las conclusiones de un informe redactado por el comisario del Ejército de Tierra, fueron las siguientes: «1. La intensidad abrumadora de la aviación enemiga, sin posibilidad de contrarrestar con arma alguna. 2. La actuación perseverante y combinada de la artillería con la aviación, que destruía las débiles fortificaciones construidas durante la noche, operando en grandes masas, con una densidad de fuego inigualada en toda la campaña. 3. Reducción considerable en número de los efectivos divisionarios por los combates anteriores, que no permitieron una reorganización seria y eficaz, que hubiera aumentado, a más de sus efectivos, la capacidad combativa de los soldados. 4. Inferioridad de armas, singularmente artillería, que no solamente pudiera batir las concentraciones enemigas, sino hacer fuego de contrabatería para neutralizar los fuegos de la enemiga. 5. Decaimiento de la moral de los combatientes por la acción persistente, tenaz y concentrada de la aviación y artillería enemiga. 6. Fracaso del contraataque iniciado por el XXII Cuerpo de Ejército, cuya realización hubiera descongestionado la presión enemiga. 7. Deficiencias de los cuadros de mando de compañía para abajo, que impiden un control eficaz de los soldados».

Verdades primarias que, en su mayor parte, no eran ignoradas del hombre de la calle, en quien la pérdida de Teruel hizo una mella profunda, más que por lo que los periódicos encomiaron su conquista, por lo que la pérdida suponía como incapacidad de retener y conservar lo conquistado. Esta nueva derrota desmentía la afirmación más importante, a saber: que hubiese nacido el Ejército de la República.

Los esfuerzos de Prieto, como los trabajos de Rojo, no eran suficientes. Uno y otro necesitaban de los servicios de una red inmensa de colaboradores abnegados y, por añadidura, del concurso generoso de los suministradores de material. Se necesitaban aviones y artillería de varias clases. Según los datos de nuestro Servicio de Información, que al decir de los técnicos trabajaba mejor que el del adversario. Franco disponía de setecientos a ochocientos aeroplanos. Y la cuenta de Prieto, que nos la hacía con frecuencia en Consejo de ministros, resultaba inatacable por exacta: «Aun admitiendo que continuemos teniendo la misma fortuna en los combates aéreos que hasta el presente y nuestras pérdidas de aparatos sean menores que las del adversario, llegará un momento en que nos quedaremos a cero, en tanto que los rebeldes seguirán poseyendo cien o doscientos aviones, con los que atacarán a nuestros soldados, bombardearán nuestras ciudades y hundirán los barcos que entren en nuestros puertos». El Presidente se esforzaba por paliar esa conclusión, negando que los rebeldes dispusieran de tantos aviones y dejando entrever la esperanza de que no tardasen en aumentar nuestras exiguas existencias. No creo equivocarme al decir que la mayoría de los ministros quedábamos afectados por las palabras de Prieto, sin que las de Negrín nos tranquilizasen. Le agradecíamos la buena voluntad, pero no llegábamos a dar crédito a su optimismo. En materia de armamento estábamos persuadidos de que no conseguiríamos nunca salir de la penuria en que nos debatíamos desde el comienzo de la guerra, a menos que Francia, Inglaterra o los Estados Unidos se decidiesen a vendémoslo. Y de esta esperanza hacía tiempo que nos habíamos despedido. Ni podíamos comprar libremente el material que necesitábamos, ni teníamos posibilidades de crear la red de colaboradores eficaces que necesitaba el mando. No teníamos cabos, sargentos ni tenientes y, en cambio, nos sobraban jefes, de los llamados humorísticamente por Miaja «de la semana del duro», que no se avenían con mandos inferiores al de brigada o división. Es posible que entre los preteridos, que resultaron ser muchos, se nos malograse algún soldado a quien Marte hubiera sonreído; de los que se ensayaron con esa esperanza fueron pocos los que se hicieron aprobar y de estos pocos hay que separar los que dieron más disgustos al Ministerio de la Gobernación que al adversario. Les resultaba más hacedero perniquebrar a un alcalde, sólo por el gusto de gastarle una broma a la supremacía del Poder civil, que mantenerse en una posición atacada. Ignoro qué se ha hecho de un amigo mío de Zalamea de la Serena que, aludiendo a una extralimitación militar que no había sido consentida, me escribía en estos términos: «Los militares se olvidaron que esta es la patria chica del insigne monterilla Pedro Crespo». Sobre muchos olvidos de igual naturaleza, necesitábamos establecer querella contra el Ministerio de Defensa Nacional, razonablemente escéptico en cuanto al buen éxito de la misma. No, no teníamos un ejército. Teníamos lo que podíamos tener. Lo que hubiera tenido cualquier país en nuestras mismas condiciones: concentraciones humanas con menos armas que heroísmo, con más ansias de triunfo que victorias, sobradas de instructores y faltas de capitanes. El enemigo se cebaba en ellas, derrotándolas, a favor de la superabundancia de su material. Este le permitió recuperar Teruel y le afianzó la esperanza de llegar al Mediterráneo. Franco se decidió por el consejo militar francés. Renunció a Madrid y orientó sus nuevas ofensivas hacia el mar.

Nuestra escuadra, reducida, por imperio de la necesidad, a proteger las embarcaciones mercantes que nos aprovisionaban de elementos vitales, consiguió apuntarse una victoria que fue muy sonada: el hundimiento del Baleares, una de las buenas unidades de la marina rebelde. El encuentro, a fiarme del relato que me hicieron, se produjo de una manera inesperada, cuando los navíos republicanos regresaban a su base de Cartagena. Se entabló combate y resultó herido de muerte el Baleares, lo que determinó la retirada, a toda máquina, de los buques franquistas. Advertida nuestra aviación, salió a completar la obra de destrucción de los marinos, ya que el Baleares, por sus buenas condiciones marineras, continuaba flotando, empenachado de humo del incendio que lo consumía. El suceso fue vivamente celebrado y en premio a la proeza se concedieron diversos premios. Bruno Alonso, comisario general de la Flota, conversando conmigo sobre sus diferencias con el jefe de la Escuadra, se lamentó de la ninguna estimación que se le manifestaba, y citó en apoyo de su queja la distribución de recompensas con motivo de la victoria sobre el Baleares.

—De mí nadie se acordó. ¿Qué pintaba el comisario general? Seguramente, nada; pero yo estaba en el puente de mando, al lado del jefe de la Flota. Cuando se tocó zafarrancho de combate, yo dije a los marinos que había llegado la hora de jugarse la vida por la República. No tengo que esforzarme para hacerme creer de ti, que de tantos años me conoces. Pues bien, cuando el Baleares fue tocado y los navíos rebeldes nos cedieron el mar, yo sentí que era la gran ocasión de hacer algo grande y definitivo, y sin poderme contener, gritando de emoción, le dije al jefe de la Escuadra. «¡Vamos por ellos, que son nuestros!». La tripulación no quería cosa distinta. El jefe me dedicó una mirada fría y, con acento de irritación y reproche, me contestó seco: «¿Está usted loco? ¿Quiere que estropeemos la victoria con alguna desgracia?». Me callé. Navegábamos hacia Cartagena, con prisa y con júbilo. Todavía sigo creyendo que no hicimos todo lo que pudimos haber hecho. ¿Qué sabía yo? Nada, en efecto. El olvido en que se me tuvo, lo probaba. Yo no necesito de estímulos honoríficos para cumplir con mi deber, pero tampoco me son útiles olvidos que rebajan mi autoridad ante los jefes de los buques, que no habrá desdén que pueda disminuírmela ante las tripulaciones, ya que saben que he sufrido sus mismos bombardeos y me he hecho a la mar tantas veces como la Escuadra levó anclas.

Prieto, quizá recordando sus días de ministro de Marina y Aire, organizó perfectamente la difusión de la noticia del hundimiento del Baleares. Distribuyó fotografías del buque siniestrado, tomadas por la aviación, y dio al relato de la batalla un tono sobrio, que marcaba bastante bien la satisfacción y el orgullo. Fue su última comunicación satisfactoria al país. La fecha no es despreciable en este caso: 6 de marzo de 1938. Vísperas de la ofensiva franquista del Este.