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Prieto mejora su título de ministro. — Un Consejo de ministros eufórico. — Las alternativas de la batalla de Teruel. — El aviador que respondía de la vida de Federico Ángulo. — Concesión de la Placa Laureada de Madrid a Rojo y ascenso a general de Hernández Saravia.

—Ministro de Defensa… ¡y Ataque!

La aclaración se la hizo Prieto a los periodistas que le abordaron al penetrar en el edificio del Paseo de Gracia, donde celebrábamos los consejos de ministros. Después les proporcionó algunos datos de la operación militar que nos había permitido entrar en posesión de Teruel, en cuyo interior se seguía peleando para reducir algunos focos de resistencia. Las últimas noticias eran buenas. Mi colega exultaba de satisfacción. Era la primera empresa seria que nos salía bien. Entre los datos que facilitó a los informadores había uno que me afectaba: el fusilamiento de un guardia de Asalto por haber matado, contraviniendo órdenes del mando, a un prisionero. Advertí a los periodistas que daría aviso a la censura para que no dejase pasar la noticia si señalaba el cuerpo a que pertenecía el combatiente ejecutado. Me parecía injusta la precisión, tanto más cuanto que en Belchite fueron guardias de Asalto quienes defendieron (sin que la noticia se hiciese pública, por encargo expreso de Prieto), a los prisioneros, consiguiendo, con algún esfuerzo, que se respetasen las instrucciones que prohibían terminantemente toda clase de represalias. En el Ministerio de Defensa utilizaban dos raseros: el riguroso, que se aplicaba a los carabineros y a los guardias de Asalto, y el benévolo, para los soldados. Ese régimen desigual se manifestó de muy diferentes maneras y llegó a parecerse a una ofensiva, por la tenacidad con que se llevaba y la persistencia de las agresiones. Los periodistas me prometieron callar lo que interesaba y, como pidiesen nuevos datos. Prieto les prometió que el parte oficial los recogería todos. La satisfacción, por lo que tenía de novedad el éxito, nos iluminaba el rostro. Nos faltaba costumbre de recibir buenas noticias, y estábamos como trastornados. Si Prieto se reputaba ministro de Defensa y Ataque, el resto de los ministros, que le escuchábamos leer los teletipos cruzados con el general Rojo, empezamos a tomar en serio que formábamos parte del Gobierno de la Victoria.

No quiero, aun cuando podría hacerlo con razón, ponerme aparte del común entusiasmo. Los ministros comunistas fluctuaban entre la satisfacción y el cálculo. Aprovecharon el momento para reclamar de Prieto recompensas para «los soldados del pueblo». Atribuían la victoria a los suyos y aureolaban a sus camaradas con toda suerte de nimbos y resplandores. Sabían explotar el triunfo y lo hacían conforme a una técnica que no dejaba de darles buenos resultados. Negrín apostillaba la lectura de Prieto con vaticinios optimistas. Nos auguraba un porvenir victorioso, condicionado por una guerra «larga y dura». El ministro de Defensa se limitaba a su papel de relator y a cada llamada telefónica acudía presuroso, confiando en recibir la noticia definitiva en lo que afectaba a la rendición de los que resistían. Fue un Consejo de ministros eufórico, con Prieto como principal protagonista. Su gusto por las narraciones, en las que es maestro, pudo quedar satisfecho.

La victoria sobre Teruel no se nos había concedido gratis. El adversario nos hizo cara denodadamente y llegamos a conocer momentos verdaderamente apurados. Prieto necesitó interrumpir su cena del 31 de diciembre para acudir a su despacho del Ministerio a conversar por teletipo con el general Rojo. Las noticias habían cambiado, eran malas. Dentro de la plaza, la resistencia de los sitiados era entusiasta y las columnas de socorro se nos venían encima, amagándonos con una derrota cierta. A su empuje, nuestras tropas se replegaban, llegando, en uno de esos pánicos colectivos de difícil remedio, a evacuar la capital. Por varias horas, Teruel no fue de nadie. Este lapso de tiempo no supieron aprovecharlo los sitiados, perdiendo la ocasión de transformar su derrota en victoria resonante.

Prieto sufrió con ese temor y previno a Rojo de ese riesgo. El general dio órdenes tajantes para que los soldados que habían evacuado Teruel ocupasen de nuevo sus puestos. Ibarrola fue comisionado para formar juicio sumarísimo al jefe de aquéllos si no cumplía la orden. La cumplió. Sus tropas se instalaron en las posiciones abandonadas y continuaron hostilizando los focos de resistencia. La columna de socorro tomó Concud. Se hizo fuerte en la Cabeza de la Muela. Consiguió, secundada por la aviación, éxitos parciales que, atendida la exigüidad del teatro de operaciones, fácilmente podían transformarse en definitivos. La nieve embarazaba los movimientos de las unidades y el frío, de una intensidad extrema, les causaba abundantes bajas. Los mensajes de fin de año procedentes del Cuartel General tienen un acento inquietante. Negrín escribe una carta a Prieto, y este se la traslada al general Rojo, en la que dice: «Conviene que el general Rojo se sienta asistido de la plena confianza nuestra. Por ello le ruego le haga saber que en estos momentos difíciles el Gobierno tiene fe ciega en su energía, serenidad y capacidad de mando, y sabe que sacará todo el rendimiento que permita el contraste de las fuerzas de choque y la resistencia de nuestra gente, y que cuenta con plenos poderes para cuantas determinaciones estime necesarias o simplemente convenientes, en la seguridad de que el Gobierno avalará cualquier medida que tome».

El adversario concedía extraordinaria importancia a la batalla de Teruel, llegando incluso a considerarla, según una información francesa, de carácter oficioso, semidecisiva. Rojo esperaba para el día 2 de enero una jornada dura. Lo fue. Todo el frente se puso en movimiento de mañana, señaladamente en las direcciones de Concud y la Muela. Vuela la aviación adversaria y no puede hacerlo la nuestra. El ejército de la República combate bien y las tropas adversarias necesitan volver a su base de partida. Nuestra artillería se comporta excelentemente. Un fusilero derriba un aparato enemigo, cuyo piloto, a quien se hace preso, resulta ser Careaga, hijo de una familia monárquica de Bilbao. Su padre era gentilhombre de Don Alfonso. Uno de sus hermanos se afilió, al nacer la República, al partido que acaudillaba don Miguel Maura. El prisionero, al que designaban en Bilbao con un apodo, «Morrosco», era muchacho arriscado y de temple. Prieto pensó inmediatamente en su utilidad. Ordenó el ascenso del tirador y pidió su nombre al mando para concederle una recompensa especial.

Suponiendo el interés que la familia del piloto pondría en obtener su canje, y las facilidades que, por sus relaciones, encontraría cerca del Cuartel General de Franco, notificó al prisionero que podía escribir a sus padres indicándoles que su canje se haría exclusivamente por la persona de Federico Ángulo, para estas fechas condenado a muerte y, si se puede decir, con «toda clase de pronunciamientos favorables», que el fiscal al pedir para él la última pena, rindiéndose a su sobria entereza, le discernió el título de «Caballero español». En la carta a sus familiares, Careaga añadió la que era resolución de Prieto: que con su vida respondía de la de Federico Ángulo. Esta dramática comunicación no surtió el efecto esperado. Las gestiones que sin duda realizaron los padres del piloto se estrellaron no se sabe bien contra qué especial malevolencia que perseguía a nuestro compañero. Interés por rescatar a Careaga, preso en Barcelona, y de quien no conozco cuál haya sido su paradero, existía en Salamanca.

Se le borró varias veces de las propuestas, recordando que sólo sería canjeado por la persona indicada por Prieto, de cuya vida respondía la suya. El hecho de que Ángulo no fuese ejecutado, pese al tiempo transcurrido a partir del día de su condena, nos consentía tener una esperanza. Enajenar el rehén era exponernos a dejar desamparado a nuestro amigo. Nuestra credulidad en la solidaridad humana era así de tonta. Al cabo de muchos meses de espera, conocedor de nuestras gestiones y oponiéndose a que nos preocupemos de él solo[7], supimos por un diario de Burgos que Federico Ángulo, con cuyo nombre seguíamos ensayando propuestas, había sido fusilado.

El periódico burgalés añadió esta precisión: Redactor político de El Socialista. Desconozco si Prieto se hubiera decidido a hacer efectiva su amenaza, ejecutando a Careaga. Presumo que no. El compromiso vine a heredarlo yo, que lo conocía, como secretario del Ministerio de Defensa. La primera inclinación de mi ánimo fue cumplirlo. La estúpida crueldad del adversario, ejecutando una sentencia de muerte a los varios meses de dictada, cuando prácticamente parecía otorgada la conmutación de la pena y se estudiaban varias posibilidades de canje, me irritó profundamente, añadiendo a la herida un cáustico que la infectaba.

Cruz Salido contribuyó a apaciguarme. ¿Qué ganábamos con hacer condenar y ejecutar a Careaga? Añadir una más a la nómina innumerable de las víctimas. Lo que nos interesaba, aquello en que apasionadamente habíamos trabajado, no lo podíamos alcanzar. La represalia no nos iba a quitar «el dolorido sentir»… Y dejamos que Careaga corriese su suerte de aviador prisionero. No nos volvimos a ocupar de él. Ignoro si vive o si murió. Su destino me es perfectamente indiferente. Pude haber intervenido en él, con daño suyo, y no lo hice. Lo que sigue a esta inhibición, bueno o malo, no me corresponde. Más me duele ignorar la suerte que corrió, en la común desgracia de nuestra derrota, el fusilero que derribó el aparato que tripulaba el piloto bilbaíno.

En el exterior de la ciudad, la pelea, siendo dura, era menos dramática que en el interior de Teruel. Los núcleos de resistencia, bien atrincherados en edificaciones sólidas, se negaban tercamente a rendirse, confiando en las columnas de socorro, para las que despacharon a un emisario, al que hicimos prisionero. Se emplearon varias minas, principalmente contra el Convento de Santa Clara y el Gobierno Civil. Este se asaltó y se ocupó con rapidez. Una parte de sus defensores se pasó al edificio paredaño, Hotel de Aragón, donde se les persiguió, entablándose, como en Santa Clara, una lucha cruelísima. En el Gobierno Civil se hicieron algunos prisioneros y se retiraron muchos cadáveres. La mayoría, y, desde luego, los niños, habían muerto de hambre. En los sótanos se habían refugiado las mujeres. Se hizo su evacuación y el mando dio orden de terminar a toda costa, sin cejar un minuto, con todos los focos de resistencia. Estas eran las noticias que poseíamos cuando se reunió el Gobierno, y Prieto añadía ante los periodistas, a su título de ministro de Defensa, el de Ataque.

La conducta y el esfuerzo de Rojo tenían emocionado a mi compañero. Para premiar ese comportamiento nos propuso conceder al general la Placa Laureada de Madrid, recompensa que se aprobó, así como el ascenso a general del coronel Hernández Saravia. Interpelado por los comunistas sobre la conveniencia de recompensar a los jefes de las unidades que habían participado en la victoria de Teruel, Prieto contestó que estaba en su ánimo hacerlo, proponiéndose estudiar los casos de acuerdo con el general Rojo. El ascenso de Saravia, amigo incondicional de Azaña, supuso para Prieto, por esquinas protocolarias, un rozamiento con el presidente de la República. El ministro lo explica así: «La publicación del decreto ascendiendo a Hernández Saravia me costó otro incidente enojosísimo con el presidente de la República, porque en mi afán de explotar, a efectos psicológicos, la victoria, di el texto a la prensa antes de firmarlo el jefe del Estado, quien se negó, no habiendo yo conocido a tiempo la negativa, a autorizar telegráficamente la inserción del ascenso, conforme hube de pedir». Con la recompensa a Rojo hubo también su pequeño tropiezo. Una pregunta, originada en una afirmación del preámbulo del decreto. ¿Cambiaba de fase la guerra con la conquista de Teruel? Prieto contestó negativamente. La pregunta era como un lazo pampero: apresaba al ministro o al decreto. Quedó claro que la concesión de la Placa Laureada no se hacía con absoluta limpieza reglamentaria. El Gobierno conoció esa circunstancia y, por sobre el reglamento, entendió, y entendió justo, que Rojo se la merecía. Con la colección de los teletipos se puede reconstruir, con bastante exactitud, sus esfuerzos personales y advertir cómo ellos hacen cambiar el curso de los sucesos.

Sonando las doce campanadas que separaban 1937 de 1938, el ministro, en su despacho de El Putxet decía por conferencia telegráfica al general, que estaba en su cuartel de Barracas: «Me doy cuenta de las enormes dificultades que la situación presenta, pero quedo tranquilo sabiendo que cuanto humanamente puede hacerse para remediarlo se hará estando usted ahí. Si fuese posible reemplazar no sólo el mando, sino a todas las fuerzas que hay en Teruel, con otras a las cuales no hubiera invadido el pánico, acaso sería conveniente. Calculo que las primeras horas de este día primero de año van a ser muy críticas. Confiemos en que el nuevo año comience mejor que el viejo que acaba». El día 8 de enero, sin que Rojo se separase del puesto de mando, Teruel entraba en poder de la República. Dos horas antes, el coronel gobernador militar de la plaza. Domingo Rey D’Harcourt, firmaba con el cuerpo de jefes y oficiales un acta consignando las razones de su rendición[8]. Se dijo, sin que yo certifique la veracidad del dato, que en trance de reunir a los jefes y oficiales para examinar con ellos la situación. Rey D’Harcourt abrió el receptor de la radio, con la esperanza de captar alguna noticia que le consintiese prolongar la desesperada resistencia Se detuvo en Sevilla, estación que aludía a Teruel. Escuchó ansioso. La voz era inconfundible, hablaba Queipo de Llano. Lo hacía a su modo, atolondradamente. Decía: «Yo conozco bien a D’Harcourt. No es hombre para ahogarse en un vaso de agua. ¡Ya le pueden echar “rojillos” a D’Harcourt! No hay cuidado, no se rendirá. Os lo digo yo, que le conozco bien. ¡No se rendirá!» Rey D’Harcourt metió un adjetivo violento entre admiraciones y dio una patada al aparato de la radio. Todavía irritado por las inepcias de Queipo de Llano, se reunió con los jefes y oficiales para aconsejarse de ellos. Con un noventa por ciento de bajas en la oficialidad, perdida la moral de la tropa, que deserta, y con mil quinientos heridos sin asistencia, el acuerdo fue unánime. Depusieron las armas.

Quedaba el foco de Santa Clara, mandado par el coronel Barba. Invitado a rendirse contestó que debía consultarlo con sus jefes. No tuvo ocasión. Durante la mañana se le evadieron ciento cuarenta y cuatro soldados, y horas más tarde, comenzaron a entregarse los oficiales. El coronel Barba, desasistido de sus colaboradores, quiso puntualizar de cierta manera las condiciones de la rendición, sin conseguirlo, porque aquella estaba prácticamente hecha. Se dio prisionero. «El general Hernández Saravia y yo —telegrafiaba Rojo a Prieto— hacemos presente a usted y al Gobierno nuestra más efusiva felicitación, deseando poder seguir bajo la dirección de ustedes hasta el triunfo total». Prieto, tocado en su fibra más sonora, contestó: «Al aceptar en nombre del Gobierno la felicitación que usted y el general Hernández Saravia nos dirigen, cúmpleme, en representación del mismo, transmitirles los más efusivos parabienes por la victoria que culmina en el episodio de hoy, haciendo extensiva la felicitación a todos los jefes, oficiales y clases y soldados que han participado en las operaciones bajo la inteligentísima dirección de ustedes dos, cuyos nombres sabrá guardar con gratitud en su memoria la República».

Los diarios se dedicaron durante bastantes días a cotizar como decisiva la victoria de nuestras armas en Teruel. La consideraban como el comienzo de una carrera de triunfos que el enemigo no sabría evitar. Teruel era, para la mayoría de los comentaristas, el acontecimiento largamente esperado que señalaba la natividad del ejército de la República. Como partero de tan robusta criatura, el índice popular señaló a Prieto, con mayor razón después de que Negrín, en su discurso parlamentario de Montserrat, pidiese para el ministro de Defensa Nacional, en unos párrafos calientes, el homenaje de las Cortes. Prieto, que desconocía el texto del discurso, se sintió emocionado con aquellas palabras que los diputados subrayaron con una ovación calurosa. Cuando se repuso de su sorpresa, me reprochó —suponiéndome en el secreto— no haberle advertido de la alusión de que iba a ser objeto. Conocía, en efecto, el discurso del Presidente y muy especialmente la parte de él referida a la persona de mi correligionario, que Negrín deseó que resultase, además de expresiva, cordial. A pesar de los errores de lectura en que incurrió el jefe del Gobierno, errores debidos al exceso de prisa lectora, el tono de sincera cordialidad con que moduló las justas alabanzas resultó manifiestamente claro para todos. Ello es que Prieto, con disgusto de los comunistas, quedó en la estimación de la mayoría del país, como el constructor del nuevo ejército. Nadie mejor que él sabía todo el coeficiente de inexactitud de semejante afirmación. Para disponer de un ejército nos hacían falta demasiados elementos, morales y materiales, que no conseguíamos tener, pese a tantos esfuerzos como se hicieron para adquirirlos.

En Barcelona se celebró la conquista de Teruel con una manifestación popular. El Gobierno la presenció desde el edificio de la Presidencia, en el Paseo de Gracia, aun cuando los organizadores del acto habían previsto que la presidencia se instalaría en las tribunas montadas en la Plaza de Cataluña. En ellas se instaló Companys, con el Gobierno de la Generalidad. Y Negrín, por una razón de protocolo, entendió que él y los ministros debíamos marcar una diferencia para no establecer un precedente enojoso, tras del que, al decir de Negrín, andaba constantemente Companys… ¿De verdad hubo en aquella manifestación el entusiasmo y el fervor que anotaron los periódicos? Declaro bien sinceramente que no alcancé a verlo. Mi impresión fue distinta. Detrás de los carteles, con rotundas inscripciones en castellano unas, en catalán otras, el público desfilaba con una cierta desgana y cansancio, como si nos preguntase: ¿Cuándo acaba la guerra? No fui yo solo, entre los ministros, el que me quedé con esa anotación. Es posible que la manifestación, vista desde los estrados de la Plaza de Cataluña, cobrase otro aspecto. Prieto ha contado cómo consiguió que Negrín se decidiese a presenciarla. El protocolo metió en el desfile una espina pequeña pero aguda, que ya antes había rasguñado la compañía lírica del Liceo, que dio bastantes quebraderos de cabeza, sin los beneficios de que suelen acompañarlos, como compensación, los empresarios, al subsecretario de la Presidencia, José Prat, que era, según él mismo decía, «un empresario honesto», honestidad que ignoro si le agradecieron o le reprocharon los interesados, vanidosos de sus méritos y prendas que, con guerra o sin ella, desean ver alabados. En el Liceo, además de por el título, se peleó por el derecho al palco presidencial, reservado al jefe de Estado, que lo frecuentó en los días de concierto. Si el Gobierno no fue a la Plaza de Cataluña a presidir el desfile popular, Companys, en cambio, renunció a gustar los programas del Liceo, que patrocinaba con largueza y generosidad la Subsecretaría de la Presidencia del Consejo. Esas querellas protocolarias, de apariencia trivial y fondo áspero, se proyectaban sobre todos los problemas. La vecindad nos separaba a catalanes y castellanos más que la lejanía. Ni de la victoria ni de la derrota sabíamos hacer aglutinante.

La victoria de Teruel nos dio preocupaciones inéditas, a las que fuimos atendiendo con la mejor voluntad. La población evacuada se repartió en pueblos de Valencia y Castellón. Por lo que tocaba a los hombres, fueron cuidadosamente observados y a algunos de ellos, tenidos en concepto de sospechosos por los cargos que habían ejercido en la organización falangista, se les encarceló. Nuestra «limpieza» se redujo a encerrar a los dudosos, más por su interés que por el nuestro, ya que dejarlos en libertad era exponerlos a caer víctimas de venganzas y represalias.

Además de los jefes militares, se hizo prisionero al obispo, que se negó a pronunciar palabra alguna condenatoria de la insurrección. Debía entender, como el bienaventurado Dominico, «que la guerra contra los herejes es tanto más caritativa y misericordiosa cuanto más áspera y vehemente». No se olvidó de polemizar con sus aprehensores, reclamándoles determinados privilegios que suponía inherentes a su condición de eclesiástico mayor. Se le acordó un trato correcto, que no dejaba de incomodar a los demagogos, quienes proponían como necesaria y ejemplar su ejecución. Ya el prisionero en Barcelona, Irujo se interesó por él. A su indicación se le autorizó a recibir el sacramento de la comunión y a oír o decir misa. Se esperaba una oportunidad de canjearlo, que no llegó a presentarse. Evacuado de Barcelona, en vísperas de perder la plaza, fue muerto en circunstancias que no conozco en los caminos violentos y militarizados de Cataluña. Dijeron los vencedores que su cuerpo fue descubierto e identificado entre unas tierras estériles. Su martirio no reportó honor ni a nuestra causa, que pudo muy bien pasarse sin él, ni —a la Iglesia, que tiene demasiados mártires para ponerse a repicar por uno más. Si los frutos de España retienen sabor de sangre, no será por la suya que se vertió en tierra sin maternidad, sino por la de tanta y tanta criatura que le precedió y le siguió en la muerte. El celo de su alma belicosa le expuso, como a tantos otros sacerdotes, a la cólera popular. El pastor, cuando se hace capitán, suele suceder que muera en la batalla o de resultas de ella. La misericordia del Señor, que es infinita, no quiso modificar esa ley, vieja como la guerra.