En el mes de noviembre, el Gobierno se traslada a Barcelona. Es una decisión de su presidente, que va para mucho tiempo que sostiene el criterio del traslado. Las explicaciones que da al Consejo de ministros son vagas y, a mi juicio, insuficientes. Se nota a las claras que Negrín no descubre su pensamiento. El traslado tiene un designio más hondo: impedir que la Generalidad se entremeta en aquellos temas que, constitucionalmente, no son de su incumbencia; intentar la reconquista de la producción y, en suma, incorporar Cataluña a la guerra, cosa que se estima generalmente que no ha ocurrido. En uno de sus movimientos de irritación. Prieto, que se sentía defraudado por la conducta de los catalanes, con quienes había tratado infructuosamente en varias ocasiones, declaró en una reunión ministerial que «a disponer de libertad personal, no vacilaría en trasladarme a Barcelona y ponerme a gritar en la plaza de Cataluña que si la guerra se pierde, se perdería principalmente por la conducta insensata y egoísta de Cataluña». En Hacienda, las fricciones con el Poder autónomo eran igualmente violentas. Quien mejor marchaba era el ministro de Instrucción Pública, que a título de comunista no encontraba inconveniente en acceder a cuantas peticiones le formulaba la Generalidad. De fondo, la violencia de Negrín era mayor que la de Prieto, aun cuando la del primero no se manifestase en ninguna reunión. Cuidó de ocultarla, con mayor motivo, en las que celebramos en el Ministerio de Hacienda, a las que asistieron varios consejeros de la Generalidad y el propio Companys. Como conclusión de ellas, Pi Sunyer redactó una nota contemporizadora que, sin ser del gusto de los catalanes, no alcanzó a suscitar entusiasmo ninguno en los ministros. Con palabras cordiales y de buena voluntad, los problemas continuaron en el pantano. Negrín seguía pensando que el modo de resolverlos consistía en trasladar el Gobierno a Barcelona, y ya presente en Cataluña ir recuperando cuantas facultades se había atribuido indebidamente la región autónoma. Creía en la fuerza del hecho y no en la eficacia de las reuniones, trazo característico de toda su política. Así, el traslado del Gobierno se hizo en las peores condiciones posibles, provocando legítima irritación en Companys, que no supo del acuerdo hasta que la competencia incautadora de los diferentes ministerios dio origen a innumerables incidentes. El propio delegado general de Orden Público, Paulino Gómez, participó, con motivo del disgusto de Companys, ya que el espectáculo de los oficiosos incautadores recordaba un pasado de vergüenzas contra el que personalmente él había luchado con éxito. Llegó, en su disgusto, a anunciarme que estaba dispuesto a meterlos en la cárcel, y si se le negaba esa autoridad, a presentar su dimisión.
El episodio fue muy poco edificante y suscitó en los catalanes una legítima desconfianza. Companys, con quien hablé del caso al hacerle la visita que entendí obligada, me manifestó que la Generalidad hubiera podido facilitar desde el primer momento los edificios que se necesitaban para los ministerios, en condiciones de instalación más ventajosas que los arbitrariamente elegidos por quienes no conocían la ciudad. Me excusé como pude, mal, pero no sin declararle sinceramente que era suya toda la razón. A Negrín ese detalle no llegó a preocuparle. Tenía la seguridad de quien sabe que dispone de un extenso repertorio de cortesías, capaces de hacer olvidar el enojo. Lo importante para él es que estaba dado el primer paso. Dio crédito a quienes le aseguraron que el Gobierno de la Generalidad había pasado a segundo plano. En mi conversación con Companys, que me guardó deferencias que todavía le agradezco, el presidente de la región autónoma desarrolló el tema de la fuerza asimiladora de Cataluña, que hace que quienes se aclimatan en ella provean de hijos a las banderas catalanistas. Negrín, por su parte, contaba con la fuerza expansiva del castellano para influir en los catalanes. No hubo ocasión de probar qué teoría era más firme. Quedamos en los primeros encontronazos, en que los catalanes y castellanos sufrían de idéntica irritación. Tropiezos de personas que se negaban a comprenderse y se acusaban mutuamente de las molestias e incomodidades de la guerra. En lo oficial, idéntica reserva tocada de enemistad. Los problemas iban, en última instancia, al presidente del Gobierno, que usaba de un sistema personalísimo para resolverlos. Invitaba a comer a la autoridad con quien necesitaba departir, teniendo cuidado de llevar a la mesa a un amigo; —siendo uno solo, solía ser Mariano Ansó— o a varios, que justificase una conversación general. Los recursos de amenidad de Negrín son, cuando se lo propone, múltiples. Todo le suministra materia de agradable disertación. Al final de la comida, afectando la necesidad de recibir inexcusablemente a una persona citada, el embajador de… X, o de despachar con el presidente de la República, despedía a su invitado con un juego de sonrisas y cumplimientos inéditos, que excluían la posibilidad de aludir al origen de la invitación. Era frecuente que los así tratados, al desenredarse de las sonrisas, manifestasen su disgusto, pretendiendo una nueva entrevista, sin comida, para tratar del problema que aspiraban a resolver. Esto ya les resultaba más difícil. La Secretaría, con la impunidad del teléfono, fabricaba las dilaciones. Companys y Aguirre se beneficiaron en larga medida de este régimen diplomático. Solía suceder que, de una a otras invitaciones, los problemas se resolviesen por sí mismos, bien o mal. Los producidos por las dos regiones autónomas eran los que más enojaban al Presidente, quien, como ministro de Hacienda, se sentía defraudado por ellas. Violentaba su carácter, eludiendo entrar en esas cuestiones, que hubiesen determinado un conflicto político. Su conducta era, en esos casos, calculada y no frívola. Personalmente me asaltaba la inquietud de que, dejándose llevar de su pasión, provocase una escena de violencia. Mi amistad con Negrín era demasiado joven para que pudiese presumir de conocerle. Si algo sabía de su personalidad profunda, auténtica, se lo debía a amigos comunes que me habían suministrado, en forma de anécdotas, algunos datos. Según esa información, la capacidad de violencia del presidente del Gobierno era equivalente a la de su corrección. Esta la conocía, y es altísima. Es casi imposible ganarle en amabilidad y finura. Distingue de matices y, como la buena liturgia, diferencia el color de cada día. No hay, pues, temor de que se equivoque en el trato con las personas. Sabe sobre ellas a qué atenerse y no sé de una sola que haya sido herida por él en su vanidad, zona del individuo particularmente delicada y cancerosa en que las lesiones no curan.
En el segundo aspecto, no se me reveló hasta bastante después, con ocasión de unos rumores políticos que anatematizó haciendo publicar unas declaraciones en La Vanguardia. Sus palabras suscitaron una repercusión extraordinaria, que se explanó en los comentarios más contradictorios. Las palabras, ni por su sequedad, estaban justificadas, a mi juicio, en labios del jefe de Gobierno. Cuando las leí me desasosegaron profundamente y a la noche, después de haber pasado por la Redacción de El Socialista, donde la estupefacción de Albar era equivalente a la mía, con el pretexto de ponerle a la firma algunos papeles, fui a visitar a Negrín, decidido a influir en su ánimo. La serenidad con que me recibió era aparente. La conversación se inició en falso. Como no buscaba mi opinión, se la insinué.
—He leído sus declaraciones de esta mañana y no consigo explicarme ni el tono ni la violencia. ¿Es un exceso de Vázquez?
—No, señor; no es un exceso de Vázquez. Las declaraciones las he redactado yo mismo y responden a un pensamiento y a una intención que no se apartan de mi propósito. ¿Es que no le han gustado?
—Si le interesa una opinión sincera, le diré que no. Según mi criterio, a un jefe de Gobierno le está prohibido pronunciarse de esa manera. Esa áspera amenaza coactiva…
Se puso de pie para interrumpirme.
—¡La cumpliré! No sé que me esté prohibido decirle al país la verdad; pero si me estuviera prohibido, no por eso dejaré de decírsela. Exaltándose a medida que hablaba, siguió: —¿Cree usted que los hombres que se baten en las trincheras, lo hacen para que unos cuantos viejos políticos desocupados reanuden antiguas costumbres que nos han traído a la guerra? ¡Se equivoca! Ellos y quienes les hagan el juego. El país sabrá lo que necesita saber. Si llega el caso, mi último acto será ese: gritarle lo que nadie le ha dicho y pedirle que acabe con todos nosotros.
—Discúlpeme si sigo pensando que usted no hará, cualesquiera que sean las circunstancias, lo que me anuncia. Meditará sobre su responsabilidad y se producirá conforme a los dictados de la razón y no a impulsos de la pasión.
—Sí, yo lo haré. ¡Vaya si lo haré! Usted no me conoce. Ignora de lo que soy capaz cuando me adhiero a una causa justa.
—Posiblemente tiene usted razón al decirme que no le conozco. Nuestra relación es todavía de ayer. Pero eso no impide que me niegue a creer que usted llevará adelante un designio que me parece, por sus seguras consecuencias, funesto. Prefiero limitar mi conocimiento de usted a la parte noble, y fundándome en esa esperanza confío en que la reflexión le gane y se traduzca de suerte que no tenga íntimamente de qué arrepentirse.
—Le repito que no me conoce todavía. Me cuesta mucho resolverme por las soluciones catastróficas; pero si me empujaran a adoptarlas son irrevocables. Estoy cumpliendo un penoso deber. Ni lo busqué ni lo quise. He cubierto, como usted sabe bien, muchas defecciones, y no me resigno a sufrir, además, las agresiones de quienes creen que es el momento de resucitar el pasado.
—¿No atribuirá demasiada importancia a cosas y hechos que carecen de ella?
—No. Sé muy bien lo que me digo. Antes de volver a Barcelona, durante el transcurso de mi viaje, sabía yo puntualmente todo el tejemaneje de los rencorosos y de los ambiciosos. Se equivocan si confían en salirse con la suya. Tampoco ellos saben quién soy.
—Tendré que esperar otro momento para que reanudemos esta conversación. Sigue usted tan apasionado como cuando dictó sus palabras a La Vanguardia. —Y añadí—: Espero que no seré la única persona de su amistad que le llame la atención sobre ellas y le pida que las revise. No me supondrá usted en connivencia con la que llama «sapera», definición cuyos contornos limitativos no conozco. Piense en mis objeciones y consiéntame esperar que su violencia rectifique.
—No se haga ilusiones. Sé bien lo que me hago y lo que me digo. Y son bastantes las personas que saben, porque me conocen, que no soy hombre que viva de explotar la energía verbal. Jamás he golpeado sobre una mesa. Yo sé emplear mejor mis puños.
En esa conversación, bastante más tensa de lo que permite deducir el diálogo transcrito, confirmé los datos que me habían facilitado algunos amigos. La parte violenta del carácter de Negrín se me manifestó entonces plenamente. Me separé de él convencido de que era hombre para poner por obra sus anuncios. Siguiendo en la referencia del episodio que recuerdo, añadiré que días después, con ocasión de una comida, Álvarez del Vayo suscitó el tema, notificando al Presidente algunos de los efectos producidos por las palabras ya famosas de La Vanguardia. Según el ministro de Estado, los resultados habían sido saludables y los comentarios muy beneficiosos para Don Juan. La conversación tenía el aire grato de las cosas complacientes y a la sonrisa pueril del ministro correspondía la carcajada sofrenada del Presidente, que inquiría de su informador más detalles. El momento no era oportuno para una disonancia, y aun cuando lo discreto hubiera sido callar, entendí que la discreción podía ser peor, que una cobardía, una deslealtad. Esta consideración me impuso el deber de recordar que había, además de las opiniones que reportaba Álvarez del Vayo, las contrarias, contra las que el propio gabinete de censura hubo de actuar muy seriamente. Mi intervención, como era previsible, no fue estimada. Sin embargo, completaba la verdad que, recogida a medias, es peor que la mentira. Con disgusto o sin él, importaba mucho, en tema de tanta trascendencia, que el jefe del Gobierno supiese que no todo eran aquiescencias. Reconozco que yo discrepaba bastante antipaticamente; pero este es un defecto ingénito, del que será difícil corregirme. Prat, que secundaba mis esfuerzos cerca del Presidente, sabía reconvenirle entre burlas y veras, sin incurrir en su enojo. No sé que hubiese alguna otra persona en las proximidades del Presidente que se cuidase de proporcionarle una versión exacta de las simpatías y deferencias que determinaban sus actos. No es que careciese de colaboradores leales. Sus secretarios —Cabrera y Valdecasas— le secundaban con absoluta devoción, pero su reacción ante él seguía siendo la de puros discípulos. Igual le sucedía a Rafael Méndez que, por su cargo, tenía mayores motivos de información. Ante Don Juan se sentía cortado y como sin habla. Ocurría que me pidiese con frecuencia que fuese yo quien le comunicase alguna noticia, siendo así que él tenía más larga y más profunda amistad con Negrín, de quien seguía siendo, por encima de la relación política, el discípulo. Ello es que, cuando pude medir el potencial violento del Presidente, celebré sinceramente el sistema elusivo de que se valía para no entrar en el fondo de los temas que tanto Aguirre como Companys se proponían plantearle.
Ese sistema, que si era admisible, como mal menor, en el caso de los problemas de las regiones autónomas, no dejando de ser cómodo, lo fue extendiendo hasta el abuso. Invitaba a su mesa a las personas más dispares y era frecuente que los invitados, al oír sonar las tres de la tarde sin que conociesen por ningún signo que la hora del almuerzo estaba próxima, dudasen de si la invitación correspondía al mediodía o a la noche. En orden al tiempo, el Presidente tenía un concepto extraordinariamente personal. Ninguna consideración, existiendo muchas, le indujo a corregirlo. Trabajaba, comía y descansaba a las horas más inverosímiles. Este trastrueque del horario representaba, en la mecánica burocrática dependiente de su autoridad, perturbaciones desorganizadoras. El despacho no se hacía con la normalidad deseada y los subsecretarios más expeditivos, caso de Cordón, se atribuían facultades que no estaban en su poder. Era forzoso. El Presidente se justificaba aduciendo que tenía pleitos más graves en qué invertir sus disponibilidades de tiempo. Con una de las contadas personas que guardó puntualidad, a partir del momento en que tomó para sí la responsabilidad del Ministerio de Defensa Nacional, fue con el general Rojo, a cuya capacidad, de inteligencia y trabajo, rendía frecuente tributo de admiración. Sólo la conversación con algún embajador difería al general la entrada a su despacho. Los subsecretarios tenían menos suerte. Núñez Maza acabó remitiéndome su cartera para que se la despachase en su nombre, después de hacerme una visita para consultarme si debía presentar la dimisión de su cargo de subsecretario de Aviación, en vista de que el Presidente no le contestaba a sus peticiones de visita. Xátiva, de Marina, tenía un problema parecido, y no queriendo que los asuntos se le muriesen en las manos, firmaba él. Los subsecretarios eran la preocupación burocrática; Rojo, la preocupación viva: la guerra. Todo el tiempo que le consagraba le parecía poco. Frecuentemente, el resultado de esas entrevistas se traducía en órdenes tajantes, de cumplimiento inmediato. Ordenes con acuse de recibo. Otras veces eran ascensos, de aquellos a los que Prieto había opuesto una tenaz resistencia, contrariando el deseo de los comunistas, que veían en las recompensas el mejor estímulo para «los soldados del pueblo».
Imposible dar con dos hombres de naturaleza más opuesta. Prieto era, como ministro, la regularidad perfecta. No abandonaba su sillón hasta una hora bien avanzada de la noche. Despachaba con los subsecretarios, atendiendo minuciosamente sus explicaciones, buscando en ellas lo que, por contrariar a su criterio, debía ser rectificado. Estaba a favor de su memoria, en cada detalle y en cada biografía. Dictaba su correspondencia, que, al mediodía y a la noche, firmaba, cuidando de la puntuación.
Redactaba el parte de guerra. Su día estaba perfectamente regulado: por la mañana, los periódicos, la correspondencia, las visitas; por la tarde, conocimiento de expedientes, de los que un armario entero la rezumaba; más visitas, más correspondencia, el parte, la firma. Los días de combate, conversaciones al teletipo, y en los de ofensiva se trasladaba al frente… «para ver y creer». Lo dominaba el afán de abarcarlo todo, idéntico al de sus épocas de director de El Liberal, de Bilbao. Y como en tiempo de periodismo, en su mesa, como instrumento de trabajo, tenía plaza preferente el diccionario de la Academia Española, subordinación gramatical anterior a que Azaña, en sus Memorias, le reprochase el hacerse el fino empleando mal el modo adverbial «al pairo»…
Dos naturalezas distintas, pero sin incompatibilidad. Prieto tenía una suerte de indulgencia cordial para la que llamaba «bohemia» de Negrín, y este envidia declarada por la facilidad oratoria de Prieto, del que decía que le «necesitaba como contradictor». Sus relaciones personales en este tiempo eran buenas, siendo frecuente que Prieto le preguntase, atendidos los optimismos de Negrín, si expresaba una opinión sincera o representaba una farsa para infundir moral a los ministros. La fortaleza de esa amistad era tanta, que una tarde, todavía el Gobierno en Valencia, Prieto fue requerido por Azaña para que desenojase a Negrín. Prieto me pidió ayuda y juntos nos pusimos camino de Madrid, de donde regresaba el jefe del Gobierno, después de haber renunciado a pronunciar un discurso, motivo de su viaje a la capital. Parece que había tenido un vivo diálogo telefónico con el presidente de la República, a cuenta del discurso, y considerándose desautorizado, le pidió hora para la noche. Azaña, según me dijo Prieto, estaba dispuesto a darle toda suerte de explicaciones. Nuestro coche se cruzó con el del Presidente a la salida de Motilla del Palancar. Dimos vuelta, y el chófer de Prieto consiguió hacerse entender del conductor del Presidente. Prieto abordó la embajada humorísticamente. Negrín nos refirió los términos del incidente telefónico, y al saber que Azaña estaba dispuesto a darle explicaciones, se redujo.
—Con eso me basta. No se las voy a pedir, ni son necesarias. Pero que sepa que mis discursos no preciso sometérselos a aprobación. Soy yo quien necesito autorizar los suyos.
Zanjado satisfactoriamente el caso, Prieto, a quien la inesperada excursión le había servido de descanso, abusó un poco de su repertorio zarzuelero, con gran regocijo de Negrín. El presidente de la República debió quedar satisfecho del resultado de la gestión. La casualidad quiso que, por un descuido injustificable de los custodios de sus Memorias, algunos cuadernos de ellas fuesen a parar a manos de los facciosos, quienes se apresuraron, seleccionando trozos, a darlos a la publicidad. Prieto, citado en ellas, se encontró a título de premio, con el pensamiento íntimo de Azaña en cuanto a su persona. El ministro de Defensa Nacional había leído todos los capítulos publicados en un diario faccioso, a excepción de aquel en que se le aludía. Discretamente, Víctor Salazar, su secretario, lo había secuestrado. En un Consejo de ministros que, en ausencia del Presidente y del ministro de Estado, convocó Prieto en su despacho, mientras esperábamos a los colegas rezagados, se puso a comentar los capítulos de las Memorias, calculando la irritación de los aludidos en ellas: Marcelino Domingo, Fernando de los Ríos, Giral… Sin el testimonio de los autógrafos, cuidadosamente reproducidos. Prieto daba fe del estilo de Don Manuel. Los juicios del memorialista tenían punta de alfiler y crueldad femenina. Prieto se divertía imaginando el disgusto de Fernando de los Ríos, al que se hería en la vanidad, y el de Marcelino Domingo, más reciamente maltratado. Este, que había tenido oportunidad de leer su semblanza en América, puso un cable a Azaña pidiéndole inmediata rectificación. Azaña no se decidió a desmentir públicamente, dando ocasión a más barullo lo que había escrito, según podían probar los editores de las Memorias, que las han recogido en un libro, al que no faltarán lectores. La pequeña malignidad que Prieto ponía en el comentario no me gustó, y le informé de que le correspondía una parte de vejamen en los cuadernos de Azaña. Supuso que inventaba la noticia y declaró que no le sorprendería verse motejado de bárbaro y de mal conocedor del castellano. «Algo debe haber —nos confesó— cuando estos días son varias las personas que me dan cuenta de la extremada devoción que Don Manuel dice sentir por mí. Eso me hace recelar que está en vísperas de aparecer algún capítulo que me afecta». El capítulo había sido publicado, y por decisión de Salazar, Prieto lo ignoraba. Lo pidió y le negaron que lo conociesen. El final de esta conversación se desarrolló, al término de otro Consejo de ministros, en Barcelona. Prieto, que ya había leído el juicio de Azaña, dirigiéndose a Negrín, pero hablando para Giral, hizo un comentario violento. Había sido tocado en lo vivo. Azaña volvía sobre la estúpida y calumniosa versión de «los contactos sabrosos con Echevarrieta».
—Sin las circunstancias que concurren en nuestro país, toda la política republicana, después de la publicación de esas Memorias, terminaría en un escándalo de carterazos. Ya es mucho lo que Azaña piensa de nosotros, pero es mucho más haberlo escrito con el propósito modesto de legarlo a la posteridad.
A la salida de un Consejo en Pedralbes, Azaña, dirigiéndose a Prieto, le reconvino.
—No lo veo nunca. ¿Por qué no viene un día a comer con nosotros? Le ofrezco un cocido; anímese.
Prieto se excusó con el exceso de trabajo. Pero en la disculpa había un matiz inconfundible que a mí, testigo de la escena, no se me perdió. Supongo que tampoco a Don Manuel. Que no me había equivocado, me lo demostró el comentario de Prieto.
—Hay rectificaciones imposibles.
La pérdida de los papeles fue causa de profundos disgustos para Azaña, que vivía en el temor de que los facciosos publicasen determinados juicios que afectaban a Herriot. Negrín me aseguró que en el deseo de rescatar la obra Don Manuel había llegado a insinuarle la conveniencia de ofrecer por ella un prisionero político, un buen escritor, falangista, Rafael Sánchez Mazas, a quien la policía descubrió oculto en Barcelona, de donde confiaba pasar a Francia. No creo que se intentó gestión alguna. Los ministros, particularmente los afectados —yo no podía contarme entre ellos, por lo modesto de la alusión— no se hubiesen mostrado propicios a un canje tan anormal cuando tantas vidas inapreciables estaban amenazadas de muerte y dependían de los esfuerzos que hiciesemos por salvarlas Mi caso era único. Rafael Sánchez Mazas era amigo mío, y Azaña, al calificarme como editorialista, había utilizado una palabra que sirvió a Sánchez Mazas para hacer un bello trabajo literario, lleno de elegancia y erudición: galimatías. La suerte del autor no me era indiferente. Una carta suya que conservo, hizo diana, y con motivo de la insinuación de Azaña yo hice otra, más viable y más humana, que no fue tomada en consideración. Se trataba de canjear al escritor por un periodista: Federico Ángulo. Este es, para sus amigos, un recuerdo; aquel —después de una peripecia que le expuso al no ser ministro. En cuanto a las Memorias, complementadas con escolios feroces, hace tiempo que están en las librerías de España. Méritos de un pensamiento claro y un castellano puro.