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Extravío de la razón. — Cuando Irujo quiso dimitir… — Los desertores de la draga Somo. — Un expediente reservado. — «Los presos, bien a Dios gracias». — La carga y el hundimiento del Reina. — El Ciscar y el submarino C–6. — ¡Imposible resistir más! — Hacen falta diez mil hombres. — De la escasa resistencia, al heroísmo. — Un momento solemne. — Pérdida de Gijón. — «El frente Norte ha desaparecido». — Dimisión de Prieto y ascenso de Rojo a general.

Como la piel de zapa, el terreno leal de Asturias se iba empequeñeciendo. El avance del enemigo estaba calculado en un promedio de seis kilómetros diarios, aun cuando no falta quien asegura que llegó a andar los diez. A menos terreno, mayor nerviosismo. A más pérdida, menor serenidad. El Consejo Soberano extrema, hasta donde puede, las medidas de rigor. No se sabe por qué suerte de extravío de la razón, cuando se proyectan medidas severas se las relaciona con los presos. Las autoridades asturianas encuentran que la justicia es demasiado lenta; de modo especial cuando se trata de penas de muerte en la que corresponde entender al Tribunal Supremo y al Gobierno antes de la ejecución de la sentencia. Para corregir esa pérdida de tiempo, en lo sucesivo será el Consejo Soberano el que dé el enterado. Como España es país en que el precedente sustituye las más de las veces a la razón, alguien ha podido recordar que ya el Gobierno de la Generalidad se atribuyó una tan grave e importante facultad. Las inquietudes de Irujo, que dispone de información propia, van en aumento. Sabe que en represalia contra las agresiones aéreas, cuatrocientos presos han sido trasladados a una prisión flotante, que se ha fondeado en la zona del puerto más castigada. El Gobierno sigue sin medios para oponerse a esas medidas.

Sólo cabría ensayar que uno de sus miembros se trasladase en avión al Norte, pero ese recurso de carácter heroico, que ya intentó ensayar el presidente del Gobierno en las postrimerías de Bilbao, fue desaconsejado por los ministros, a propuesta de Prieto, quien estimó que, en todo caso, era a él a quien le correspondía hacer el viaje. En esa ocasión, Irujo, por orden de su partido, presentó la dimisión de su cargo, en obediencia a un mandato que le era forzoso acatar, pero con el que no estaba conforme personalmente, por entender que era una censura al Gobierno, «que había hecho cuanto de su voluntad podía para ayudar a Vizcaya». Negrín se obstinó en no aceptar aquella dimisión, que coincidió con un Consejo de ministros en Naquera, y sin más que el retraso de unas horas de la reunión consiguió que a ella concurriese el ministro nacionalista vasco, que se explicó correcta y lealmente. El viaje en avión a Asturias resultaba, a aquellas alturas, perfectamente imposible. Las órdenes telegráficas, inoperantes. No quedaba más remedio que aceptar la situación de hecho y confiar que la pérdida fatal de Gijón no constituyese, además, una página bochornosa y horrorosa.

Las deserciones en los frentes de Asturias fueron menores que en Santander. La explicación de este fenómeno es sencilla y la conseguirán, sin mi ayuda, cuantos se paren a considerar el diferente modo con que los asturianos, como consecuencia de los sufrimientos de la represión de Octubre, entendieron la guerra. El propio valor individual del asturiano es factor que cuenta en el caso. Pero hubo deserciones. La noche del 12 de octubre, en la draga Somo, de la Junta de Obras del Puerto de Aviles, se hicieron a la mar, con rumbo a la costa francesa, todos, o casi todos, los funcionarios del Ministerio de Justicia.

El dictado de traidores, aplicado oficialmente por el Consejo Soberano, les persiguió durante el viaje. La evasión, como síntoma, no podía ser más grave. Hubiera convenido que los afectados por el infamante dictado no pudiesen, por falta de razones, defenderse. Se defendieron. Su primer cuidado al tocar tierra francesa fue ponerse en camino de España, donde entraron con un testimonio colectivo, protocolizado en el archivo del Consulado de Perpiñán, pieza inicial de un expediente reservado que mandó instruir el ministro de Justicia, y que una vez completo, distribuyó confidencialmente a los componentes del Gobierno, antes de darle paso al fiscal de la República. Prefiero no tocar ni uno solo de esos papeles. Es pronto para llevar la serenidad de juicio a límites de tanta perfección. Pero, además, no cabe olvidar que las declaraciones de ese expediente están dictadas por unos hombres a quienes un acto colectivo —posiblemente necesario, como ellos afirman— puso en la necesidad de defenderse. Y se defienden acusando. Señalando episodios crueles; haciendo una trágica pintura del ambiente. Esta es, seguramente, exacta. Corresponde a las particularidades de un pueblo que se siente emparedado por la muerte y se abandona a una fría desesperación. En la tragedia de Santander quedaban, débiles, algunas esperanzas. En la de Gijón, ninguna. La pequeña evacuación que se hizo dejó el amargor de lo injusto. El escepticismo fue una enfermedad colectiva. Se abandonaron las creencias en los hombres y en los conceptos. Se impuso al magistrado la obligación de desescombrar; al guardia de Asalto, la de hacer trincheras; al policía se le metió en la cárcel. Unas veces el impulso fue demagógico; otras, rencoroso. Siempre, impotencia de la razón, escapatoria de la serenidad.

La violencia del adversario que bombardeaba las casas y ametrallaba las calles se había hecho contagiosa y, al revolverse en los diez metros cuadrados de terreno leales, hería innecesariamente al amigo y al afín. Varios militantes socialistas, en ejercicio de autoridad municipal, perdieron la vida. No hubo tiempo para averiguar el porqué, ni para buscar a los delincuentes.

Un sargento condenado a muerte e indultado por el Gobierno, en razón de tener parientes peleando en nuestras líneas, criterio que consagró la costumbre, fue fusilado con un pretexto falso, después de habérsele comunicado la conmutación de la pena. Como respuesta a un telegrama emocionante del ministro de Justicia, interesándose por la seguridad y el respeto a los presos, no falta quien proponga la respuesta siguiente: «Los presos bien, a Dios gracias». Esta iracundia verbal no dejaba de estimular la crueldad ejecutiva de los llamados «incontrolados». La chispa que puso fuego en esas pasiones la llevó la aviación extranjera que, en jornadas intensivas, se dedicó a imitar las cóleras terribles del Antiguo Testamento. Copio de uno de los despachos de aquellos días: «Acción sistemática aviación enemiga llega extremos crueldad no sólo poblaciones importantes Cangas, Arriendas, Villamayor, Infiesto, Ribadesella, Colunga, Villaviciosa casi destruidas, sino también aldeas que bombardea y ametralla con saña criminal. Madrugada catorce bombardeó intensamente Gijón, calle Corrida y Paseo Begoña, causando veintinueve muertos y cincuenta y dos heridos». Este es el mensaje diario.

Nuestros pobres aparatos, que van pereciendo en una lucha desigual, pueden hacer muy poco por evitar o atenuar estas incursiones. El vapor Reina, que después de varias peripecias y una espera en puerto francés consigue burlar el bloqueo, es hundido por la aviación rebelde. Prieto se inquieta por la carga. Es todo material de guerra: cañones antitanques, antiaéreos, morteros, ametralladoras Colt, Maxim’s, Lewis, minas submarinas, granadas, siete millones de cartuchos… El Reina, felizmente, estaba descargado cuando lo siniestraron; pero la pérdida de tan precioso cargamento no nos hubiese correspondido lamentarla a nosotros, sino al adversario, que tres días después entró en posesión de él. El «Reina» pereció el día 18 de octubre y Gijón fue abandonado el 21 de ese mes, cinco fechas más tarde de que se cumpliese el primer aniversario de la entrada en Oviedo de la columna gallega. La misma aviación rebelde consiguió hundir el submarino C–6 y el destructor Ciscar que, al parecer, esperaban órdenes del Estado Mayor, interesado en conservar el destructor para su evacuación.

El jefe de las fuerzas navales vio venir esa catástrofe, y el día 19 de octubre, a las siete, se dirigió al ministro: «Intento bombardeo sobre puerto Musel. Imposible resistir más. De no salir, pereceremos irremisiblemente». Prieto dio la orden que correspondía, pero desgraciadamente no se cumplió[6].

El enemigo se adelantó y hundió las dos unidades. ¡Fácil trabajo el de los aviadores nacionalistas! De la misma cómoda manera que hundían las embarcaciones aplastaban los frentes. Contra sus ataques no había defensa. La poca artillería antiaérea que se pudo mandar a Asturias llegó, con el Reina, tarde, cuando la defensa había entrado en proceso de descomposición. La persona a quien se designó comisario político de la Agrupación de Puertos declinaba el nombramiento afirmando que sólo le interesaba ser comisario… del puerto de Gijón, donde estaba al acecho de un navío para evacuar. Numancia estaba terminando. Las palabras tenían un tono inconfundible de desesperación y de amargura. «Recibidos sus telegramas respecto a vestuario, armamento, municiones. Si no acuden a tiempo es posible que no los necesitemos. Enemigo presiona mucho toda clase de fuerzas y muchísimas. Dentro de poco no tendremos municiones y tendremos que entregarnos por falta medios defensa, cosa criminal. Hacen falta diez mil hombres y comida, que no tenemos». Respuesta del ministro: «No puede soñar en el envío de diez mil hombres. Me atrevo a aconsejarles serenidad, manteniendo templado el ánimo hasta la llegada de socorros».

Estos telegramas son de mediados de septiembre. El tono de los siguientes se hace más áspero y denota cómo la seguridad, en una prolongación de la lucha, se va extinguiendo. Por la declaración de un evadido que se presenta en nuestras líneas se sabe que los facciosos pretenden estar en posesión de Gijón el día 15 de octubre. A ese designio responde el trabajo de su aviación.

En los frentes, las alternativas son varias. Se pasa de la laxitud al heroísmo. Prieto no da crédito a lo que está ocurriendo y se dirige al jefe del Ejército del Norte, pidiéndole que actúe sobre la moral decaída de las tropas: «Ante escasa resistencia de esas fuerzas, cual lo demuestra el fácil avance del enemigo por Oriente, no obstante la enorme disminución de sus elementos ofensivos, gran parte de los cuales han sido trasladados al frente de Aragón, convendría que, para alentar la resistencia, hiciera comprender a las tropas de su mando, que en el mantenimiento de ella no sólo está su propia salvación, sino, posiblemente por entero, la suerte de nuestra causa, ya que el sometimiento de Asturias por los facciosos sería un factor de enorme importancia en el conjunto de la guerra».

No sé qué pudo hacer el jefe militar con esas palabras. No sé qué hacen los generales cuando las tropas, desmoralizadas, reculan y abandonan las posiciones, negándose a luchar. Imagino que si se trata de tropas regulares, apremian a los oficiales para que se hagan obedecer. Pero no era este el caso: ni las tropas eran regulares ni el mando disponía de la oficialidad necesaria. En otro telegrama del jefe del Ejército encontramos la respuesta: «Se ha dado orden de fusilar sobre el terreno a cuantos jefes, oficiales y comisarios quieran rendirse al enemigo». La caída del temple se produjo verticalmente. La Cuarta Brigada del Ejército de Asturias abandonó sus posiciones sin resistir. Hubo necesidad de obligarla a volver a ellas. La XI Brigada se retiró de Potes, y una compañía del batallón 106 se pasó al enemigo. Es la segunda que deserta, y el batallón fue disuelto. El jefe del batallón 139, desertó. El ejército entero carece de moral. Se sabe vencido y quiere economizar los capítulos del drama, ahorrarse dolor. Esa es la situación contra la que Prieto, afectado por el hecho como ministro y como asturiano, redacta su telegrama. ¿Conocía mi camarada los aforismos de Tácito sobre las guerras civiles?; «Una de las miserias de las guerras civiles es que ande todo tan estragado, que no pueda usar el general con los soldados de la autoridad militar que tiene, sino proceder con ruegos, como con iguales, para que se moderen y procedan templadamente. En la guerra civil no se puede mandar a la gente de guerra con el rigor y severidad ordinaria». Tremendas verdades que Prieto no necesitó leer en Tácito para aprenderlas y sufrirlas. La orden de fusilar sobre el terreno a los desertores no pasa de ser un propósito que nadie está en condiciones de cumplir por el momento. Esas órdenes, para que puedan tener efectividad, necesitan del concurso universal del ejército, resuelto a defenderse. Y no es esta la situación, hasta unos días más tarde, en que, inesperadamente, vuelve la fe y el entusiasmo a los soldados y se hacen fuertes en sus posiciones. El enemigo no disfrutará de las facilidades anteriores. Tienen que batirse para conseguir pequeños progresos. En la línea de Llanes, los fusiles republicanos le cierran el camino y le hacen gran número de bajas. Un parte consigna mil muertos: «El batallón Larrañaga, primero de la Brigada 174, ha contraatacado, ocupando en lucha cuerpo a cuerpo una posición, causando destrozos al enemigo. Igual comportamiento tuvo el batallón Isaac Puente». Las tropas rebeldes, favorecidas por la aviación y los tanques, y fuertes de un material abundantísimo, hacen obligados nuestros repliegues. Estos se producen después de un dramático forcejeo. De Llanes, nuestra línea ha necesitado trasladarse a un kilómetro de Celorio. Durante toda la tarde, la aviación la castiga violentamente. A tiros de fusil, los soldados consiguen herir a un trimotor alemán, que toma tierra, incendiado, en Peñablanca. Sus servidores, alemanes, han perecido carbonizados.

Peor que los ataques son las infiltraciones de la vanguardia rebelde. Busca la línea de menor resistencia e inserta en ella la cuña de sus mejores soldados. Se necesitarían diez mil hombres más para tener medianamente guarnecidos los frentes. Diez mil hombres equipados de máquinas automáticas, de las que ya se nota la escasez. Se precisaría recibir artillería. Y municiones. El combatiente, en tanto puede disparar su fusil, no hace gran aprecio de esas necesidades. Conoce el secreto de su mañana y tal circunstancia, en vez de quebrantarle el ánimo, se lo afirma. Contraataca para recuperar la posición perdida, concediendo a la conquista una importancia de carácter personal, ya que nadie podría hacerle creer que, con ese esfuerzo, modificará el curso definitivo de los acontecimientos. Hay demasiados aviones adversarios sobre su cabeza y excesivas fuerzas apuntando contra su pecho, para que fructifique esperanza alguna. Esta moral se sostendrá hasta los últimos momentos de la guerra en Asturias. Los telegramas del día 6 de octubre son un precioso testimonio de esa verdad: «XIV Cuerpo de Ejército. Sector oriental. Costa. 50 División. Se ha combatido intensamente durante toda la jornada. El enemigo, protegido por aviación especialmente, y por artillería, se lanzó a violentos y continuos ataques en toda la línea, constituyendo sus objetivos preferentes las cotas 430 y 408, al norte de Riera. Todos sus intentos fueron repelidos, causándole muchísimas bajas. Al replegarse fue perseguido por nuestras tropas. La cota 408 fue ocupada por el enemigo en su último intento, pero en un contraataque inmediato la volvimos a ocupar. Los rebeldes quedaron quebrantadísimos por el número de bajas que se les ha hecho».

«Sector oriental. Onís. División B. El enemigo atacó preferentemente las cotas 398 y 408, al oeste de Labra, esta última fue escenario de intensa lucha. Cuatro ataques de los facciosos, apoyados por artillería y aviación, que arrojaba en gran número las bombas incendiarias, fueron rechazados enérgicamente con muchas bajas vistas. En el último ataque, el enemigo tomó una de las cotas, pero nuestro batallón 263 contraatacó, reconquistándola. Tuvimos que lamentar en este contraataque la muerte del comandante Manuel Fanjul Camino».

«Agrupación de los puertos. Por este frente, el enemigo atacó en Riofrío, siendo rechazado. También atacó nuevamente las posiciones de Peña Buján, siendo rechazado con gran número de bajas. Viéndose imposibilitado para atacar de frente, corrió sus fuerzas por la izquierda, donde se le rechazó otras dos veces. A las 13, la aviación rebelde se presentó con el propósito de bombardear nuestras posiciones de este sector, pero se equivocó y las bombas fueron a caer en los emplazamientos de los morteros enemigos que hostilizaban nuestras posiciones, los cuales no volvieron a disparar. En el sector oriental fue derribado por unos fusileros de Intendencia un trimotor enemigo, tres de cuyos ocupantes resultaron muertos, uno quedó prisionero y al otro se le busca».

A medida que el adversario gana terreno, la fiebre de los combatientes asturianos aumenta. El mando puede prescindir de las arengas estimulantes. El grito de la tierra invadida se las da hechas. Todo es heroísmo. Los comandantes, a la cabeza de sus hombres, se lanzan al rescate de la posición perdida.

Ha sonado para ellos la hora de morir. No vacilan. Indiferentes al sufrimiento, ajenos a toda angustia, cumplen con su deber. Los frentes de Asturias resumen y acaparan, hasta agotarlas, las virtudes que les están atribuidas a los hombres de esa provincia. La desventura engrandece a los combatientes asturianos. Se extinguen sus posibilidades de resistencia, pero no su coraje. Les faltan municiones para disparar, ropa con qué abrigarse, bastimentos para subsistir, tierra en qué apoyar el cuerpo, y su pasión lo inventa todo, por el solo deseo de impedir que el enemigo se le imponga. No se afligen por las consecuencias materiales de la derrota, cuyo alcance doloroso están, después de la represión de Octubre, en condiciones de medir; por muy lejos que el adversario lleve su crueldad, una sola es la muerte… Están curados de ese espanto. De lo que nada ni nadie le curaría es del bochorno de no haber hecho el máximo esfuerzo por evitar la derrota. Que esta se produzca si es inevitable, malo; pero mil veces peor que ocurra por una debilidad de su carne, por un temblor cobarde en el pecho, sino algo más grande: el orgullo. El momento es solemne. Todo está irremediablemente perdido. La descomposición de la retaguardia es trágica. Se hacen a la mar las embarcaciones que inician la evacuación. Se lucha por obtener una plaza en ellas. Y en las líneas sigue la contienda más ruda y enconada que nunca. Es la retaguardia la que lleva la descomposición al frente. Y este, agotado, desangrado, acaba por hundirse. Las unidades abandonan las posiciones y se ponen en camino hacia los puertos de Gijón y Avilés. ¿Queda alguna posibilidad de salvarse? El Consejo Soberano trata de evacuar el mayor número de combatientes. Trabaja apasionadamente en este rudo problema. Las dificultades con que tropieza son inmensas. La aviación facciosa ha destruido varias embarcaciones y continúa atacando a las que quedan disponibles. El jefe de las fuerzas aéreas republicanas, Luna, participa que las disposiciones tomadas por el delegado del Gobierno en Asturias y León permitían disponer de barcos suficientes para evacuar cincuenta mil personas. Por la hora de entrada de los facciosos en Gijón, 3'25 de la tarde del día 21, supone que ha habido tiempo suficiente para que la evacuación se hiciera con perfecta normalidad. El número de evacuados fue sensiblemente menor. Los planes del delegado del Gobierno los malogró la aviación rebelde. El muelle del Musel fue, como el de Santander, escenario de muy crueles epílogos. El Consejo Soberano embarcó el día 20. De Francia fueron llegando noticias telegráficas del arribo, a diferentes puertos, de vapores procedentes de Asturias. El final del Norte. El mismo día 21 de octubre, la radio rebelde, después de cantar la victoria del ejército nacionalista, añadía: «El frente Norte ha desaparecido».

En Valencia, Prieto redactaba, en el estado de espíritu que cabe imaginar, además del parte de guerra, confesando la verdad de nuestra derrota en Asturias, una carta particular en la que, en términos apremiantes, pedía a Negrín que le aceptase la dimisión. No queriendo dejar a quien le sucediese el cuidado de premiar, con el ascenso a general, los trabajos y desvelos del coronel Rojo, hizo aprobar en un Consejo de ministros el decreto correspondiente, cuidando que el interesado no lo conociese. Rojo se enteró del acuerdo del Gobierno por los periódicos y el 23 de octubre, desde Daimiel, telégrafo al ministro agradeciéndole la recompensa que —añadía— «por estimarla inmerecida, si algo me hubiera dicho usted, creo la hubiese evitado». En su respuesta. Prieto le comunicó la razón de su discreción: «Me pareció obligado no enterar a usted de mi intención de proponer al Consejo de ministros su ascenso, pues, aun seguro de la aquiescencia de todos mis compañeros, debía evitar la resistencia que usted opusiera, resistencia fácilmente adivinable después de conocer cómo había cerrado el paso a la propuesta de una recompensa que para usted pidieron desde Madrid. Los motivos de su ascenso están expuestos en el preámbulo del decreto y a ello me atengo para justificar nuestra resolución». Negrín, por su parte, no consideró que debía aceptar la dimisión de Prieto. Discrepaba de su correligionario en cuanto a las consecuencias de la pérdida del Norte y no admitía la interpretación del ministro de Defensa Nacional, para quien estaba claro que cada revés militar le disminuía la autoridad. El quebranto se extendía, por igual, al Gobierno entero. No es, pues, sorprendente que en los corrillos políticos, supervivientes de la guerra, enquistados en los cafés de Valencia, se hablase de crisis inminente. Era un deseo, no una noticia.