Seguimos siendo, sin que alcance a explicármelo, el Gobierno de la Victoria. Cierto que no faltan opiniones discrepantes, que ven en la formación ministerial de que soy miembro al gobierno de la derrota. Estos dos juicios absolutos, irreconciliables, eran más que el resultado de un examen crítico sereno, el producto natural de pasiones partidistas en contienda. En un folleto anarquista, editado y difundido en América, se explicaba, con pormenores precisos, la caída de Bilbao, atribuyéndola a una traición de Prieto, que se puso personalmente en contacto con el adversario para concertar su tenebrosa deslealtad. Seguro que el folleto encontró lectores que admitieron con inocente credulidad su calumnioso contenido.
El autor de la publicación, anarquista español, debió estar —representado, desde luego— entre los militantes de la CNT que ofrecieron a Prieto, cuando este dejó de ser ministro de Defensa Nacional, su apoyo incondicional para que continuase en el cargo. Tan extraordinaria diferencia de trato queda explicada por la hostilidad de los ácratas a los comunistas. Cuando se editó el folleto a que me he referido. Prieto era para la CNT el cómplice de la maniobra comunista que puso término al gobierno de Caballero, y en tomo a ese supuesto se le hacía una campaña de descrédito que culminó en la acusación de haber cedido la plaza bilbaína; al manifestarle su estimación y su confianza, Prieto era un debelador de los comunistas, que pagaba con la dimisión sus trabajos encaminados a reducir a límites de cordura los propósitos absorcionistas de aquéllos. Por los días de la caída de Santander tomó auge la campaña de descrédito. Los diarios confederales se esforzaban por decimos, entre líneas, escapando con ingenio a la censura, lo que pensaban de nuestro Gobierno; reservaban para sus periódicos de América la expresión cruda de su pensamiento. Su enemistad al ministerio era un puro reflejo de su odio a los comunistas, odio que no dejaba de tener una muy larga retribución de parte de los afectados por él.
El duelo de esta enemistad profunda llevó a algunas personas a expatriarse, temerosas de consecuencias graves por haber puesto su toga al servicio de quienes reclamaban justicia. Una de ellas, al notificar su determinación al jefe del Gobierno, en términos que no carecían de fuerza, hacía expresa mención de Manuel Irujo y de mí, como ministros que se habían esforzado por facilitarle su difícil cometido. Semejantes distingos no eran, sin embargo, corrientes. Lo normal era que se aplicase al Gobierno un rasero único, por el que todos sus componentes resultábamos ser servidores incondicionales de la posición comunista. Estos no lo creían así. Cuando menos, informaban a Moscú de modo diferente. Nuestro representante diplomático en la capital soviética fue interrogado, incidentalmente, en el transcurso de una larga conferencia con un personaje muy conspicuo, sobre la causa a que podían atribuirse determinadas enemistades que parecían apuntar en uno de nuestros departamentos ministeriales, cuyo titular, como pudo recordar nuestro embajador, fue uno de los seis contados españoles que con mayor desinterés trabajaron porque España, al proclamarse la República, reconociese a la URSS y reanudase sus relaciones con ella. La pregunta, formulada por hombre tan preeminente, tenía como fundamento un informe grave. Sin riesgo de error me atrevería a poner a ese informe un nombre infortunado de tantas letras como las Parcas, ya que sería sarcasmo aludir a las Gracias. Estas distancias, más de carácter moral que de sentido político, no contaban, quizá, por no estar en condiciones de apreciarlas, en la estimativa de los opositores del Gobierno, obstinados en ver en él un gabinete de dirección comunista. Esa oposición se apoyaba en la caída de Bilbao y en la derrota de Santander para recusar al ministerio como culpable del doble desastre, pronosticando que la desgracia tendría una continuación en Asturias. La atribución era falsa. El Gobierno de los Sabios de Grecia hubiese necesitado asistir al hundimiento del Norte que, al perderse Irún, se había convertido en una fatalidad geográfica. Sólo el dominio absoluto del mar pudo haber modificado la situación; pero, desgraciadamente, el Cantábrico no nos pertenecía. Nuestros navíos dieron en él muy escaso juego, aun cuando una parte de sus tripulaciones, bien empapizadas de lecturas revolucionarias, tanto por lo menos como de cosmético, se jactaban de ser los salvadores de la República. Tan falsa era la diatriba como el elogio. ¿De dónde salía la conclusión de que éramos el Gobierno de la Victoria? Aun cuando, en general, la pérdida de Santander produjo menor impresión que la caída de Bilbao, en mi sensibilidad se reflejó la nueva desgracia con intensidad parecida. La capital de la Montaña no había merecido, en ningún momento, atenciones idénticas a las que se dedicaron a Vizcaya y Asturias. ¿Era tierra expósita? Sólo sé que en ella el acatamiento a las órdenes del Gobierno fue perfecto; que sus autoridades cuidaron por todos los medios de incorporar la provincia a una normalidad legal intachable y que, con un sentido justo de las obligaciones del momento, se aplicaron a mediar en las diferencias de asturianos y vascos. Ese ajustarse al deber les quitó personalidad. El drama de su derrota parecía no contar.
Camino del Perelló, en una excursión de atardecer, hecha para dar salida a mis preocupaciones, recibía mis confidencias el director general de Carabineros, Rafael Méndez. Este tenía el pensamiento puesto en la suerte de Federico Ángulo, a quien había mandado, a requerimiento propio, al Norte, y del que sabíamos que se había quedado cerrado en Santander. Me pedía que se intentase rápidamente la gestión para su canje. Este egoísmo era legítimo en Méndez, que conocía bien a su subordinado; pero resultaba obligado pensar que Santander era para la República muchos nombres y apellidos, aun cuando ni Méndez ni yo los conociesemos todos. Otro de los militares que perdimos en Santander fue el comandante José Gallego. Debeló el cuartel de Simancas, en Gijón. Era, juzgado por su carnet de notas, que no se puede leer sin emoción, un militar que se complacía en el trato con las ideas. Apasionado por su oficio, le atribuía un sentido profundo que no era frecuente descubrir en los cuarteles españoles. Su concepción de la guerra chocaba con la de sus superiores y la de sus subalternos. Con orgullo español, se afirmaba en una lealtad profunda, que se sentía interpretada en los discursos de Azaña. Su personalidad estaba como desterrada por las carreras improvisadas, sin querella de su parte, que no gustaba de ser confundido con los que, de una a otra exigencia, hicieron mercancía del oficio y papel de renta de la lealtad. Quienes trabajaron a su lado, compartiendo los riesgos de los combates y las pausas de los intermedios, no olvidan su recuerdo ni sus lecciones de moral. De estas reprodujo algunas en su carnet durante el tiempo que estuvo esperando en la celda la llegada de la muerte y las reflexiones se mezclan a la macabra estadística de los que fueron fusilados antes que él.
¿Cuántos como él perdimos en tierras santanderinas? Los hombres que consiguieron replegarse en Asturias fueron pocos. Gallego quiso hacerlo con sus soldados y no lo consiguió. Fue hecho prisionero en el intento. A la versión conocida se añade un detalle —sobre cuya veracidad se han formulado algunas reservas— particularmente dramático: la voladura anticipada de un puente que terminó de hacer más aflictiva la situación de las tropas en retirada. Todo es posible en la asustada desorganización de aquellos momentos. El paso que nuestras tropas no podían salvar lo superó fácilmente el enemigo, que disponía de toda suerte de recursos de ingeniería. Dejando para más tarde los regocijos por la conquista de Santander, sin más que una reorganización sumaria de sus tropas, superabundantes en moral, metió la vanguardia en tierra asturiana, decidido a terminar con la resistencia de Gijón. El camino, más áspero por demasiado montuoso, se le presentó difícil, pero no imposible. Asturias, llena de resonancias heroicas, se había comprometido, por las voces de sus representantes en Cortes, a llevar la defensa a extremos de máximo sacrificio. Por si la preferencia que le fue acordada no fuese suficiente, o quizá para estimular el celo de los combatientes, el Consejo Provincial de Asturias decidió el 29 de agosto asumir los poderes civiles y militares concediéndose el título de Consejo Soberano. Su primera determinación consistió en sustituir al general Gamir por el coronel Prada, jefe del XIV Cuerpo de Ejército. En el Ministerio de Defensa Nacional, el conocimiento de la noticia sacó de sus casillas a Prieto, que no se decidió a intervenir por temor a que un desacato a sus órdenes diese mayor relieve a una rebelión que sólo cabía disculpar pensando en que las autoridades asturianas habían perdido la razón. La «soberanía» que se atribuyeron fue fuente de señalados disgustos. Por una orden tajante del Consejo quedó terminantemente prohibida la salida de persona alguna del territorio asturiano. «De aquí no sale ni Dios» es frase que se puso en labios de un soberano. No se aprecian edades, ni sexos, ni nacionalidades… El poder soberano, acabado de nacer, ignoraba la piedad y el derecho internacional. La Embajada norteamericana, que había enviado al Musel un buque para evacuar a sus connacionales, se encontró sorprendida con la noticia de que eso no era posible, porque de Asturias no salía nadie. El encargado de Negocios apeló ante Estado y Gobernación, y tras de pedirle disculpas, en razón de las circunstancias anormales que se daban en Asturias, apremiamos al Consejo Soberano para que no dificultase el embarque de los súbditos norteamericanos.
Con alguna tardanza salimos de ese atranco, para caer en otro que no tenía remedio: el telegrama a la Sociedad de Naciones, que lo reexpidió al Ministerio de Estado, anunciándola que, de continuar los ataques aéreos a Gijón, el Consejo daría orden de ejecutar a todos los presos políticos. El conocimiento de esa notificación hecha a Ginebra dejó al Consejo de ministros sin habla. Prieto se descompuso y reaccionó con su habitual viveza. Los comunistas, que se sentían desestimados en Asturias y contra la composición de cuyo Consejo no cesaban de protestar, expresaron su irritación con palabras violentísimas, poniendo en duda la lealtad de quienes así procedían. Fui yo quien comuniqué a Belarmino Tomás, con modos pulidos para no obtener un efecto contrario, la sorpresa del Gobierno, y su disgusto por el telegrama a la Sociedad de Naciones, prohibiendo, de paso, que tal amenaza tuviese confirmación. Ensayé varios textos y se aceptó uno, al que el gobernador civil contestó asegurando que reconocía la autoridad del Gobierno[5]. Diez días más tarde, respondiendo a un despacho alentador del ministro de Defensa, de que Prieto me dio traslado, Belarmino Tomás telegrafió: «Tenga V. E. la seguridad de que a mí y al resto de mis compañeros no nos decae ni por un momento el ánimo y aquí estamos dispuestos a resistir hasta el último momento. Trabajaremos lo indecible porque nadie decaiga, imponiéndonos como sea. Asturias sabrá cumplir con su deber hasta que tengamos el último palmo de terreno, y su defensa será heroica. El Gobierno puede tener la seguridad de que seremos los más Fieles servidores para cuanto ordene. Soy su delegado, y si alguna determinación tomáramos antes de que ustedes la conocieran, tenga la seguridad de que se habría hecho en bien de la guerra y por estar tan distantes del Gobierno, pero siempre comunicándosela para que decidan en definitiva». El subrayado era de Prieto; yo tenía motivos bastantes para detenerme en otra frase: «imponiéndonos como sea». Me constaba positivamente que las autoridades asturianas habían caído, como consecuencia de la pérdida de Santander, en un nerviosismo sobremanera peligroso. Una alocución por la radio, hecha en tonos destemplados y amenazantes, daba a entender en qué grado se había perdido la serenidad; el orador afirmó que, por cada víctima que hiciese la aviación extranjera, serían fusilados diez presos; que se negaría la comida a las familias de los detenidos, y que se utilizarían todos los resortes coactivos para evitar la desmoralización. La inquietud del ministro de Justicia superaba a la mía. Irujo tenía el temor de que aquellas amenazas se cumpliesen y, con arreglo a la expresión popular, vivía con el alma en un hilo. Nuestra relación telefónica fue muy frecuente en aquellos días y no dejaba de exhortarme a que interviniese con mi autoridad para aplacar el nerviosismo de los asturianos.
Dado el sistema de comunicaciones, la mayoría de nuestras intervenciones se perdían. O no eran escuchadas. Había que confiarse al buen sentido de quienes conservaban la razón. Personalmente, pensaba en Amador Fernández, a quien le reputaba más capaz de serenidad y de quien había recibido una prueba de abnegación, pues habiéndole ofrecido un puesto de confianza en mi departamento, declinó la propuesta por entender que su obligación era volverse a Asturias, donde se proponía ir embarcado en un buque que cargaba víveres para Gijón. Más tarde, en un informe confidencial, leí que había sido él quien propuso la transformación en Soberano del Consejo de Asturias y León. De las personas conocidas. Amador Fernández era quien por su mayor ponderación podía influir sobre sus compañeros de Consejo. Belarmino Tomás, con su temperamento, se extraviaba fácilmente en los caminos demagógicos.
Me lo imaginaba, abrumado por los cien apremios desventurados de la situación, en una tensión violenta, inminente a la ruptura del ánimo. Destituyendo al general Gamir y confiriendo el mando militar al coronel Prada supuso que las cosas cambiarían radicalmente. Se equivocó y con él cuantos juzgaron preciosa una solución tan simple. El coronel Prada fue retrocediendo, arrollado por la superioridad numérica y moral del adversario. Sus soldados valían más individualmente que en corporación. Juntos eran una masa derrotada; aislados, individualidades de un valor insuperable. El Consejo Soberano acordó premiar con cuatro mil pesetas la conquista de cada bandera y con dos mil, la de una ametralladora. Difundida la noticia en las unidades, abundaron los hombres que, menos por codicia que por vanidad, se lanzaban a las líneas enemigas, resueltos a apoderarse de las máquinas. ¿Fabuloso? Rigurosamente exacto. «Por increíble que la cosa parezca —me declaraba el amigo a quien debo el dato— fue muy elevado el número de combatientes que perecieron al intentar capturar ametralladoras y banderas». Aisladamente, el hombre más valeroso del Norte es el asturiano; de la misma manera que el más eficaz, como soldado regular, resultó ser el vasco. Este no se hubiese sentido con ánimos para ir a arrebatar al adversario nada por un estímulo codicioso o vanidoso; en cambio, lo habría hecho a una orden de su jefe.
La ofensiva leal en Aragón fue un respiro breve para Asturias. Prieto la siguió, según un criterio que se había impuesto, de cerca. Fue una batalla ruda, que tampoco se nos logró en sus objetivos mayores. El general Rojo no tenía fortuna. Sus planes, minuciosamente estudiados, rigurosamente calculados, quedaban, al intentar realizarlos, a mitad de camino. Siempre había piezas que fallaban. Los tanques que se empantanaban o la infantería que no los seguía. Insuficiencia de aviación o escasez de masa artillera, a la que el coronel Fuentes consiguió dar una grande movilidad, por la que aparentábamos disponer de mayor número de baterías del que, en efecto, disponíamos. Con ser muy lamentable la falta de material era infinitamente más dañosa la pobreza de mandos idóneos. Esta pobreza se nos manifestaba claramente en la diferente defensa que hacían los rebeldes de sus posiciones a la que realizaban los combatientes de la República de las suyas. La toma de Belchite, en que se acreditaron como capaces las tropas de Asalto de Gobernación, fue prácticamente nuestro único suceso. Pequeño y todo/ tuvo una amplia explotación periodística. El adversario reforzó sus líneas, moviendo tropas del Norte, de donde se siguió una paralización en el frente de Asturias. Agotado ese margen de inactividad al extinguirse nuestro esfuerzo en tierras aragonesas, las unidades italianas continuaron su camino hacia Gijón. La andadura no fue fácil ni cómoda. Lo abrupto del terreno y la valentía de las unidades que lo defendían explican bien la tardanza de los invasores en arribar a la meta. Destacó el comportamiento de la Brigada Carrocero —militante anarquista—, a la que se le discernió la medalla del Valor, aprovechándose esa circunstancia para darle un reposo que le consintiera reorganizarse, cubriendo las bajas que le costó detener al enemigo en Llanes.
Con esa brigada se organizó un desfile militar en Aviles y un incidente infortunado vino a deslucirlo dramáticamente. Asistían a la parada, desde el balcón del Ayuntamiento, Belarmino Tomás, Segundo Blanco y los militares Prada, Galán, Ibarrola y Ciutat. Los espectadores eran muchos. Desfilando, a uno de los soldados se le desprendió del cinturón una bomba, que hizo explosión y produjo varias desgracias. Belarmino Tomás atribuyó el hecho a una mano criminal; sin poder contenerse, desenfundo su pistola, y con la boca espumosa, a grandes voces, se hizo oír en medio del tumulto: «Conocemos la maldad de nuestros enemigos, a los que estamos dispuestos a no perdonar. Este atentado tampoco quedará impune». La Brigada, creyéndose atacada, recurrió a las armas y el desfile, que pudo haber continuado, se transformó en una batalla en la que sonaron muchos tiros, y se recogieron bastantes víctimas. El arco estaba demasiado tenso y se disparaba con la máxima facilidad. La caída inesperada de una hoja producía, en aquel ambiente nervioso, estragos incalculables. Más que en parte alguna, en Asturias las últimas existencias de serenidad estaban en el frente y no en la retaguardia. Esta, como en Santander, se dedicaba a estudiar la manera de ponerse a salvo, que la invocación de Numancia no pasa de ser, tantas veces como se hace, un recurso literario empobrecido de efectos por el abuso. Los heroísmos suelen carecer de heraldos que los anuncien. Se dan por generación espontánea y, en casos bien raros, por cultivo. Uno de estos últimos, que interesa sacar del anónimo, es el de Javier Bueno que, en el último instante, cuando la evacuación de Gijón se está haciendo con sigilo, acostado en la habitación del hotel tiene la radio abierta, para medir, por el júbilo de los rebeldes, el tiempo que le queda para acabar. Sin la devoción de un amigo, que le anuncia su resolución de quedarse con él para morir juntos, no se habría puesto en camino hacia el buque. Si Javier hubiera necesitado tomar alguna lección de estoicismo se la hubiese pedido a aquella viejecita asturiana que, habiéndole matado dos hijos en el frente y movilizado el tercero, sólo pedía que se lo pusiesen en un sitio donde no se lo mataran tan pronto. Lo que es dudoso que le concedieran a la anciana, lo obtuvo el director de Avance: le pusieron en un sitio donde tardaron algo más en matarle. De Gijón pasó a Madrid, a ser periodista, ya que por su herida no podía ser soldado, rechazando todas las sirenas ministeriales que intentaron convertirle en su colaborador. Como siempre hay maestro para el profesor, ya embarcado, Javier Bueno vio acercarse al muelle, negro de noche, la silueta de un hombre. Alguien le reconoció. A voces, le invitaron a saltar a bordo. El hombre preguntó: «¿Hay sitio para mi gente?». Le contestaron: «No. Sólo tenemos sitio para ti». Sin cambiar el tono. Carrocero gritó a los del barco: «Entonces… ¡salud, camaradas!». Y volviendo sobre sus pasos, se fue metiendo dentro de la sombra de la noche, en busca de las balas de los piquetes. La proa del vapor, imantada hacia Francia, iba a la vida, con la carga de unos centenares de corazones sobresaltados.