32

Rivalidades enojosas. — La capitulación en Santoña de un batallón vasco. — El hundimiento del España. — Suceso aislado. — Santander sin esperanza. — La batalla de Brunete. — Línea de defensa en el papel. — Un Consejo en el que se acuerda resistir. — Hundimiento del frente santanderino y pérdida de la comunicación con Asturias. — Una noche trágica. — La traición de la guardia de Asalto. — Telegramas oficiales y comentarios diplomáticos.

La caída de Bilbao influyó de un modo considerable en los acontecimientos del Norte. Dio al adversario una moral fortísima y descorazonó a nuestras unidades. Todavía peor que ese descorazonamiento fueron las rivalidades que surgieron entre vizcaínos y santanderinos. El Gobierno Vasco produjo repetidas quejas contra las autoridades de Santander por la destemplanza con que eran acogidos los refugiados bilbaínos, destemplanza que —decía— había dado lugar a numerosos incidentes. Estos eran más graves en los batallones. Los vascos estaban acusados de no poner la menor pasión y de desinteresarse de la guerra, por haber dejado de combatir por su país. Quienes eso afirman citaban varios casos concretos y ninguno de tanta fuerza como el ocurrido en Santoña, donde una unidad vasca, de filiación nacionalista, después de haberse apoderado de la villa santanderina a mano armada, se rindió a las fuerzas italianas, consiguiendo, en una breve estipulación, salvar la vida de sus componentes, a cambio de no hacer la menor resistencia. El propósito de la unidad era, al parecer, ese y no otro: hacerse a la mar en la flota pesquera y ganar la costa francesa. El pacto que su jefe firmó con un general italiano daba plena satisfacción a sus deseos. En la voluntad del mando italiano estuvo hacer honor a la firma del documento, y en varios de los vapores anclados en la dársena de Santoña, dispuestos para hacerse a la mar con la población civil, comenzó el embarque de la unidad desertora. Inopinadamente hubo una contraorden, que, por su fuerza, debía ser tajante e inapelable, y tanto los combatientes que ya habían embarcado, como los que esperaban turno para hacerlo, pasaron a ser considerados por los vencedores como prisioneros de guerra y encerrados en un campo de concentración. La delimitación de sus responsabilidades fue cosa posterior. Los defraudados se consideraron con ánimo para hacer varias protestas, y al ampliarse estas por el portavoz del Gobierno Vasco, o por el de alguno de los miembros de él, se fue precisando el cariz de la historia, que tal y cómo llegó a conocimiento del ministro de Defensa, por sus medios de información, constituía un gravísimo delito militar de los que se castigan sobre el campo, diezmando a la unidad que lo comete.

Prieto aludió veladamente a ese episodio en uno o dos Consejos de ministros, sin que Irujo, que debía conocerlo de modo más perfecto, aportase aclaración ni intentase defensa del batallón incriminado. Pasó algún tiempo antes de que se conociese el texto de la estipulación del mando vasco y del general italiano. El tema no se abordó en Consejo de ministros y lo llevaba personalmente Prieto, como un expediente más de su ministerio, pensando, quizá, que algún día pudiera ser objeto de examen fiscal y de conocimiento público. Recuerdo que como la minoría socialista parlamentaria se reuniese en el Salón de Sesiones del Parlamento catalán, para examinar la procedencia de acceder o negar la concesión del suplicatorio solicitado para procesar a Bolívar, diputado comunista, comisario general de Málaga, como presunto responsable de la caída de aquella plaza, y el que por causa distinta se pedía contra el señor Lucía, jefe de la Derecha Valenciana y militante destacado de la Ceda, que al producirse la sublevación envió un telegrama al Gobierno condenando el movimiento y poniéndose a sus órdenes —diputado este al que yo defendí apasionadamente sin que consiguiese convencer a mis compañeros ni arrancar a cuantos impugnaron mi defensa una sola razón estimable, pese a su mayor capacidad oratoria—; recuerdo que Prieto, interviniendo en el caso de Bolívar, sostuvo la tesis de que correspondía acceder a la petición del suplicatorio —tesis que se aprobó— porque interesaba sobremanera que el juez pudiese aclarar, con plenitud de elementos, lo sucedido en Málaga, que a su juicio pasaba a tener muy pequeña importancia en comparación con las responsabilidades que correspondía exigir por la caída del Norte, donde algunas unidades habían llegado, en su afán de deserción, a entablar relaciones directas con el enemigo. Estas fueron las últimas palabras oficiales que escuché con relación al episodio de Santoña, a cuyo esclarecimiento presumo que se dedicará papel y tinta en abundancia.

El quebrantamiento de la estipulación, que el general italiano estaba dispuesto a cumplir, debió ser obra personal de Franco, quien es posible que negase su aprobación por tratarse de una unidad compuesta, en su mayoría, por «separatistas» vascos, a los que distingue con una particular hostilidad. En los batallones que se conservaban en línea, la noticia de esa defección, publicada de modos distintos, era comentada con apasionamiento y encono. Santanderinos y asturianos extendían a los vascos una cédula vejatoria. Los vascos se revolvían airados contra una descalificación que reputaban insufrible. Todo conspiraba para arruinar la voluntad de defensa. Desde mi despacho de Valencia no podía discernir la verdad oculta entre afirmaciones tan antagónicas. «Nuestros heridos —me decía el Gobierno Vasco— se mueren por la preterición desdeñosa de que les hacen víctimas en Santander». «Los heridos vascos —aclaraba Ruiz Olazarán— reciben los mismos cuidados afectuosos que los heridos de otras provincias». ¿Qué versión era la exacta? Contradiciendo a Irujo, yo aceptaba como más verosímil la de Santander. Conozco el «nacionalismo» montañés y no podía creer que, deliberadamente, diese a los heridos vascos un trato diferente al que recibían los heridos santanderinos. La diferencia de servicios, el caso aislado, la exigencia individual, actuando sobre un disgusto exacerbado por motivos diversos, daban origen a quejas de naturaleza injusta, que agriaban unas relaciones que hubiera interesado que se conservasen enteramente cordiales.

No tuvimos esa fortuna. La derrota nos hería por todas partes y quizá con mayor violencia en la retaguardia. En los frentes, la muerte hace de aglutinante. En la retaguardia, la política, de disolvente. No había que hacerse la menor ilusión en cuanto a la resistencia de Santander. Esta plaza nos había proporcionado un gran comunicado de victoria: el hundimiento del España, obra, según la versión oficial, del acierto de tiro de un avión republicano. El mérito de la puntería no era español. Estará registrado en el Almirantazgo de una nación de larga tradición náutica. Como el España pretendiese hacer presa en un mercante, recibió una conminación imperiosa. La desobedeció y la unidad de guerra que ordenaba giró en redondo y con un solo disparo hirió de muerte al viejo acorazado, que se hundió lentamente, en tanto su compañero de piratería recogía, con algún esfuerzo, la tripulación del buque siniestrado. Los rebeldes no se querellaron públicamente por este acontecimiento, de naturaleza excepcional, que pudo cambiar, de haber tenido continuación, el curso de la guerra. ¿Significaba que la escuadra a que pertenecía el navío que había disparado estaba decidida a restablecer la libertad de navegación y comercio con España? La duda esperanzada del ministro de Marina y Aire se resolvió —al poco tiempo— en una negativa. El hundimiento del España quedó como suceso aislado que no modificó para nada el bloqueo de los rebeldes a la costa leal.

Las esperanzas sobre la tiesura con que Santander hiciese cara a la ofensiva no podían ser muchas. El mando hace un primer esfuerzo para reorganizar los efectivos a su disposición. Teóricamente, en el papel, la reorganización se consigue. De fondo, sólo se ha logrado cubrir las apariencias, que se mantendrán todo el tiempo que el adversario tarde en iniciar sus ataques. Los chispazos de heroísmo que brillan en cada instante apurado no modifican esa apreciación general. La moral, después de la caída de Bilbao y de los episodios infaustos que la completaban, es muy baja. Nadie cree en la victoria y la conciencia de que no hay salida para la derrota crea en los hombres un lamentable complejo de inferioridad. No queda más camino que el del mar y este, por carencia de embarcaciones, sólo será accesible a muy pocas personas. El repliegue hacia Asturias, si a última hora resulta posible, no hará sino retardar el doloroso final previsto. Bilbao tenía puesta su confianza en el concurso de la aviación. Santander carece hasta de ese asidero para la esperanza.

Entre la población civil que abandonó Vizcaya, y a cuya evacuación se atiende con algunos buques mercantes, se deslizan hombres de edad militar, que pretenden pasar inadvertidos entre las mujeres, los ancianos y los niños. No es sorprendente, como ya sucedió en Vizcaya, que esos hombres hayan ejercido cargos de autoridad civil o militar. Viven las veinticuatro horas de cada día proyectando la evasión. Se saben condenados a muerte y tratan, por todos los medios, de escapar a su sentencia. En las trincheras, las defecciones de oficiales y soldados son también muy numerosas. Cada día que pasa es más agudo y penetrante el sentimiento de la derrota. Los cálculos del Estado Mayor son varios. Hace un trabajo de escuela que no tiene repercusión en el campo. En los frentes, las cosas suceden de modo distinto a cómo están calculadas, con diferencias radicales, según que el mando, además de competente, suscite seguridad en los soldados. La resistencia o el retroceso son, pues, aleatorios. No responden a las directivas de la oficina que lleva la responsabilidad de coordinar las operaciones. Se proyectan, siguiendo órdenes del ministro de Defensa, ofensivas encaminadas a no permitir al adversario que organice con plena libertad sus ataques. Se trasladan esas ofensivas hasta Oviedo, y por si fuese poco, en el centro de la Península, se comienza, con un brío satisfactorio, la de Brunete, primer movimiento serio de fuerzas que acomete la República, con la doble finalidad de liberar a Madrid del tributo de sangre que a diario le cobran los cañones de Garabitas y de contribuir a descongestionar el Norte de la presión de los ataques de los rebeldes.

El golpe de Brunete, que como más tarde reconoció la prensa alemana pudo haber sido operación decisiva, no se logró, preferentemente, por la irregularidad con que respondían las diversas unidades metidas en juego. La preparación fue un alarde de sigilo. Todo el movimiento de hombres y material se hizo sin que el adversario alcanzase a conocerlo. Los primeros ataques fueron afortunados. El adversario, sorprendido, cedió el terreno. Nuestra aviación le castigó duramente. Desde un pico de la Sierra, en un palacio señero, el mismo donde murió don Antonio Maura, convertido en cuartel general, pudimos seguir el trabajo de la aviación, que dejaba caer sus bombas sobre pueblos de adobe en que resistían los rebeldes. Miaja se sentía celoso, según me dijo Prieto en el balcón del palacio, que daba al campo de operaciones, de Rojo, que era quien llevaba todo el peso efectivo de la ofensiva de Brunete. Al atardecer de ese día, en que coincidimos en el Cuartel General, con el ministro de Defensa, Negrín, y yo, visitamos, acompañados de Miaja y Rojo, un pueblecito que acababa de ser tomado al adversario y en el que los escombros humeaban. La impresión no podía ser más penosa. Los vítores de los soldados, desnudos de medio cuerpo en las baterías de la Deca, que el calor de aquellos días de julio era agobiante, no compensaban la tristeza del espectáculo. A la derecha de la carretera, a tiro de fusil, en una casa de campo que refractaba el sol con sus paredes blancas se mantenía insumiso un pelotón de rebeldes. El primer refuerzo que recibieron fue de aviación. La que actuaba en el Norte se trasladó al Centro. La crítica alemana, perfectamente objetiva, atribuyó el fracaso de la ofensiva de Brunete a la obstinación puesta en rendir Boadilla del Monte, en vez de atacar resueltamente Navalcarnero. Para los críticos italianos —A. Bollati y G. del Bono— «el solo resultado de la ofensiva de Miaja fue producir una paralización temporal de las operaciones nacionalistas en el frente de Santander». Uno de los dos objetivos fue conseguido. Las tropas del Norte necesitaban descanso y reorganización. Podían ganar en moral como consecuencia de ese respiro. La noticia de que en Madrid el ejército republicano tomaba la iniciativa, desmesuradamente abultada al difundirse por la prensa, dio lugar al nacimiento de efímeras esperanzas. La batalla de Brunete, durísima y encarnizada, no pudo prolongarse más allá: nuestras tropas habían suministrado al mando un esfuerzo agotador. Pasada la sorpresa, la respuesta del adversario fue congruente a nuestro ataque y el intento hubo de ser abandonado, no sin llegar a la conclusión de que en el Centro se disponía de un ejército relativamente bien organizado y con una moral militar.

Prieto confiaba en que el tiempo le consintiese ir dando a todas las fuerzas a sus órdenes una organización similar a la que tenían las unidades de Madrid, donde había trabajado el general Rojo. El ministro pasaba por crisis de desesperación, bien justificadas, porque a su voluntad se enredaban, paralizándola, pequeños problemas políticos que no le consentían trabajar con el desembarazo que le habría permitido crear el ejército que nos faltaba. Cuando en los ratos de intimidad desgranaba los pequeños motivos de sus grandes crisis, el anecdotario era copioso y, efectivamente, irritante. Los comisarios políticos, y la organización que los representaba administrativamente, eran la principal causa de sus disgustos. Prieto no aceptaba el predominio comunista en los cuadros del Comisariado. Y de aquí surgió una de las causas de su impopularidad cerca de ellos, que había de irse complicando con otros motivos de disgusto. No era sólo Prieto quien buscaba la alianza del tiempo para creer en la victoria. La seguridad de que él era nuestro aliado más fiel estaba muy extendida, y a su ayuda fiábamos, en cierto modo, la salvación de lo que nos quedaba del Norte. No teníamos otro elemento que meter en acción. Una a una habíamos ido quemando todas las posibilidades de ayuda. Santander no tenía nada que esperar del Gobierno. En verdad, no tenía nada que esperar de nadie. Su destino era conocido. En la cartografía del Estado Mayor, que el general Gamir reproduce en sus Memorias, las líneas sucesivas de defensa tienen un claro y buen sentido militar. Desgraciadamente no pasan de ser trazos firmes en el papel. En la realidad no son nada. Los ataques del adversario lo descomponen todo y antes de que la nueva línea defensiva esté trazada no existe como recurso de resistencia. Es trágico ese trabajo de cálculo que se impone el Estado Mayor. Sus directivas llegan tarde. Los motoristas que llevan las órdenes se cruzan en el camino con los que traen notificaciones de nuevos desastres. En Reinosa, la mayoría de los obreros de la Constructora Naval se oponen a la destrucción de la fábrica, riñendo un combate en el que perecen varias personas. Es un síntoma expresivo. Los trabajadores protegen con sus cuerpos la factoría, pensando en que si subsiste salvarán sus vidas. En una película soviética está desarrollado ese tema, con un sentido revolucionario. En Reinosa, la defensa de la fábrica aprovechará a los militares. El soldado republicano duda, después de eso, dónde puede hacer pie. Teme al campesino y desconfía del obrero. Su moral, que ya era baja, se hunde más. Le falta espíritu hasta para discurrir represalias. Todas sus potencias están fijas en un solo polo: conservar practicable la carretera de Asturias. No es cobardía. Es un sentimiento distinto: se sabe derrotado. Conoce la tremenda desorganización en que se mueve. Y aun así, cuando le vuelve la fiebre, combate tercamente defendiendo un altozano verde que hace tiempo está rebasado por los flancos. En nada mejoran este cuadro las explicaciones técnicas del desarrollo de la lucha en la Montaña. Las Memorias del general Gamir son sinceras. Es lo que él hizo y quiso, ayudado de sus colaboradores inmediatos, que se hiciera. El testimonio de los que vivieron con las tropas y tenían la responsabilidad de conducirlas consiente esa otra síntesis, más cercana a la verdad dramática de aquellos días desesperados. Dentro de la propia capital, la desmoralización, patente en los muelles de la bahía, iba montando el andamiaje de una nueva deslealtad. Hacía tiempo que cada cual se acostaba vestido y dormía con un ojo abierto. El frente, con sus repliegues, era menos temible que la propia retaguardia, con sus afanes de evasión. Los periodistas, por ejemplo, pedían a Prieto que les gestionase un buque de guerra inglés para hacer la evacuación en condiciones de seguridad. Los más modestos se conformaban con una plaza en el Douglas. La angustia se la aumentaban mutuamente los afligidos con noticias pesimistas. Todo estaba perdido. No existía espíritu defensivo. La moral había evacuado.

El 22 de agosto se celebra una reunión a la que acuden las autoridades civiles y las militares. Es un Consejo en que se va a decidir la suerte de Santander. Informan los jefes de los cuerpos de ejército, coronel Prada y tenientes coroneles Linares y Bayas. Este pide que se prolongue la resistencia durante setenta y dos horas, en las cuales puede modificarse la situación. Los informes son pesimistas y aconsejan, en definitiva, preparar la retirada a Asturias. El comisario del XV Cuerpo de Ejército, Somarriba, dice «que la gravedad es grande. Nos han cortado el agua y dentro de poco nos cortarán la luz. Las fuerzas de Santander se encuentran desmoralizadas y no resisten. No se ha logrado restablecer la línea. Si pretendemos hacer el repliegue general perderemos en la empresa el 50 por ciento de los efectivos. Si como dicen los jefes militares necesitamos seis días como plazo mínimo para hacer ese repliegue, no disponemos de este plazo». Cree que debe mantenerse el frente de Santander aun corriendo el riesgo de quedar aislados de Asturias. Otro comisario político, Lejarcegui, nacionalista vasco, comparte ese mismo criterio: conservar el terreno que se posee. El general afirma que no se tienen efectivos para mantener el frente y es forzoso reducirlo. Guillermo Torrijos, que representa al País Vasco en la Junta Delegada del Norte, pide al general que dé las soluciones que corresponden a esa situación. Las soluciones, dice Gamir, son dos: el repliegue parcial a Santander, manteniendo la comunicación con Asturias, o el general a esa provincia, para lo que considera que se ha hecho tarde. El comandante Lamas, jefe de Estado Mayor, quiere que se tenga en cuenta la afirmación del Gobierno, al asegurar que en el plazo de 72 horas, las fuerzas leales van a desencadenar una gran ofensiva. José Antonio Aguirre, que asiste a la reunión, concreta su pensamiento en la petición de disciplina: «Los militares deben señalar la norma, a los demás sólo nos incumbe obedecer». Ruiz Olazarán abunda en ese pensamiento. Torrijos afirma la conveniencia de resistir: «Al final manifestó el general que dirigiría un telegrama a Valencia, como así lo hizo, explicando la reunión, en la que quedó flotando —la palabra cobra un significado casi matemático en virtud de los sucesos posteriores— que la solución que se iba a adoptar sería sostener la población y provincia de Santander y comunicación con Asturias, por lo menos las 72 horas en que se marcaba la ofensiva por el Este y reducir el frente». Antes de que transcurriesen las primeras veinticuatro horas, a las 17'30 del día 23, al tener noticia de la ruptura del frente, el general Gamir dio la orden de evacuar Santander. «Al producirse —escribe el general— el aconchamiento de los batallones nacionalistas vascos, que no cumplen órdenes, sobre Santoña y Laredo, se ha desmoronado el plan de las 72 horas de resistencia, para agotar, hasta lo humanamente posible, la posesión de Santander».

Se ordena la retirada a Asturias. Este movimiento tiene que estar garantizado por la triple línea escalonada delante de Torrelavega. Es la única carretera practicable. El enemigo, poniendo a contribución todas sus fuerzas, ha ocupado la sierra de Ibio, rebasando Torrelavega y estableciendo una cabeza de puente en Barreda, con lo que queda cerrada, por tierra, la comunicación con Asturias. Esto sucede el día 24, «diez días después de haberse iniciado la ofensiva». No hay otro camino de evacuación que el del mar. La flotilla pesquera es insuficiente para transportar las personas que se consideran comprometidas. Una muy severa guardia militar impide que los vaporcitos sean tomados por asalto. El egoísmo de los bien informados les conduce a guardar el secreto de lo sucedido en el frente. Al amparo de la noche, con cierta clandestinidad, las autoridades toman plaza en los pesqueros. En el muelle, las personas que las ven partir las amenazan y las injurian. Suenan como disparos secos los apostrofes y, como invectivas, los disparos que se hacen al bulto de las embarcaciones que navegan hacia la boca de la bahía. Hay quien se ha tirado a la mar y nada en dirección a los pesqueros, buscando alcanzarlos. Otros, no menos desesperados, disparan sus armas apuntándose a la cabeza. Un viento de desesperación sopla sobre todas las voluntades rotas y vencidas. En la noche trágica, los cuerpos tropiezan con los cuerpos y, sin intentar identificarse, se hacen fuego. La vida del hombre ha dejado de tener valor. Se mata y se muere con absoluta indiferencia, ahora que en la dársena de Puerto Chico no queda ni una sola embarcación. Una embriaguez iracunda lleva a los hombres a despreciarse mutuamente. Los que se conservan más lúcidos se esconden buscando refugios inverosímiles en espera de acontecimientos. La canción de la vida sigue resonando en su sangre y discurren planes complicados sobre los que el azar dirá su última palabra.

Algunos jefes han quedado al frente de sus hombres, prefiriendo correr la suerte común a abandonarlos vergonzosamente. Es el caso del teniente coronel Federico Ángulo. Cuando le proponen salir se niega a todos los requerimientos apremiantes de la amistad. Se queda, su hijo al flanco, con los carabineros a quienes ha dado una moral severa y puntillosa. No le hace reproche al destino. Lo acepta, como tantas otras veces, con un sobrio espíritu senequista. Tampoco se jacta de su comportamiento. Es más pobre de vanidad que de orgullo. Cuando le pidan las manos para atárselas pondrá su soberbia en levantar la cabeza. Estas conductas aisladas subrayan con un trazo fuerte la cautela egoísta de los medrosos y de esos hombres despavoridos que rondan por las calles buscando un seguro para sus vidas, que viendo en la ansiedad del vecino una competencia, se le imponen, cuando no con la astucia, con un disparo certero. El muelle es un paseo de dementes, al que llegan, en oleadas, los hombres armados. La ansiedad hace nacer el espejismo. Los ojos, desorbitados de tanto explorar la noche, acaban viendo el barco salvador y con la esperanza de llegar a él, los hombres se arrojan al mar, donde se ahogan. Suicidas que mueren braceando por alcanzar lo inexistente, por abordar un vapor que ha construido su imaginación delirante. Son unas horas de angustia indecible, de una angustia colectiva que se va resolviendo en tragedias individuales. No se sabe qué es peor, si la noche o el día. En la oscuridad se guarecen algunas esperanzas que al amanecer se disipan. El hombre ve a su semejante y se reconoce en él cobarde, asustado y roto; siente rabia de sí mismo, tanto más grande cuanto que se sabe abandonado por las fuerzas morales y no puede reaccionar. Quisiera descubrir la persona que le infundiese, con su autoridad, temple para esperar tranquilo el desenlace de la derrota; pero el hombre que busca no está en Santander y, si está, no lo conoce. Hay algunos de esos varones. No militan como Federico Ángulo en la escuela socrática, sino más bien en una filosofía intermedia entre el epicúreo y el cínico. Son un médico y un escritor bilbaínos. Nada recomendables, en concepto de las personas serias, como maestros de conducta. Sus biografías abundan en perezas y en alegres dispendios vitales. Su anecdotario irregular es copiosísimo. Se han complacido siempre en confundir el vivir con el deber. Los dos han hecho la guerra con una pasión sincera y, a la vez, alegre, sin separarse de su conocido humorismo báquico. En ese trance en que no tienen a quién confiar su suerte se levantan sobre el común de los mortales y se dedican a hacer muecas desvergonzadas a la muerte. Su doctrina les prohíbe toda gesticulación clásica o romántica. Parece que la muerte, contra lo que se dijo, les ha respetado, sobrecogida quizá por su menosprecio. Estos, y otros hombres de igual sereno perder, no eran levadura suficiente para la masa de los afligidos.

El día iluminó una ciudad iracunda que se contenía difícilmente a la vista de los hombres armados. Los rencores ocultos salían a la superficie y se abatían sobre los derrotados. Los guardias de Asalto iniciaron la acometida. Buscando salvarse, se pusieron a servir al vencedor. No era el suyo un servicio leal, de convencidos, sino una operación comercial, calculada por un numen más abyecto que cobarde. Mercaderes que buscaban un provecho —el de su vida— pusieron en su innoble persecución un celo insuperable. Buscaban corazones enteros que ofrecer a los piquetes ejecutores, y cuando no les era dado conseguirlos, disparaban sus armas, anotando el número y la clase de sus víctimas. Se hacían acompañar de testigos notariales, no fuese a suceder que se ignorasen sus servicios y el trabajo careciera de remuneración. Nunca ha sido la muerte tan siniestra. Las descargas de esta nueva guerra resonaban en las calles de la ciudad más trágicas que en los frentes. La masa de los derrotados se volvió a estremecer. Fue su última sacudida colectiva. La historia tocaba a su desenlace.

El adversario estaba a las puertas de la ciudad y traía, con sus jueces y sus verdugos, sus carceleros y sus amortajadores, una normalidad de dolores diarios, seguros, a los que la costumbre acabaría por embotar las aristas. Para los condenados a ejecución inmediata, el tránsito era breve. El día 25 de agosto, Santander pasó a poder de Franco. Conmovido con la victoria, telegrafió a Mussolini su gratitud por la participación que en ella correspondía a los soldados italianos. Mussolini contestó al despacho y la prensa italiana, rompiendo la ficción de un misterio público, pregonó la conquista de Santander como obra exclusiva de las armas de Italia. El acento de la afirmación no podía ser más enfático. Reproducciones fotográficas de los diarios italianos circularon por la Sociedad de Naciones, suscitando comentarios… diplomáticos. El combate seguía hacia Asturias, condenada a pérdida segura. Prieto preveía un altísimo ejemplo de abnegación de parte de los asturianos y su sensibilidad, placa ultrarrápida para las emociones, se acongojaba por adelantado. Buscaba aliviar la suerte de Asturias con la ofensiva que no pudieron esperar los santanderinos. Mis previsiones eran más modestas. Y más certeras: pronosticaba la repetición del drama de Santander. Y es que en mi estimativa, el Norte se perdió en Bilbao. Con diez días de ofensiva cayó Santander, con unas semanas más capitularía Gijón. No podía ser de otro modo, aun cuando sí debió ser de otra manera.