El avión en que viajaba Mola, acompañado de su ayudante, se estrelló contra el monte La Brújula, en tierras burgalesas. La noticia la conocimos inmediatamente, como rumor, y no tardamos en tenerla confirmada. Desaparecido Mola, la personalidad de Franco quedaba como la del caudillo indiscutido. Los carlistas navarros, que tenían puestas todas sus esperanzas en la espada del Segundo Zumalacárregui, se acongojaron con una pena sincera. ¿Tendría suite el pronóstico del periodista bilbaíno que había proclamado que Mola moriría antes de entrar en Bilbao, y que la villa vencería, una vez más, el asedio? Confieso aquí que vivía, a pesar de mi dolorosa impresión directa, muy encariñado con esa ilusión. Las dificultades las conocía bien, pero no ignoraba ni las que tuvo que vencer Madrid, ni aquellas a que hizo pecho Aranda en Oviedo. ¿Cuántos meses careció Madrid de aviación? ¿Cuántos hubieron de pasar antes de que Oviedo recibiese el auxilio de la columna gallega, que fue dejando por el camino, hasta franquear el Naranco, gran número de víctimas? El accidente que costó la vida a Mola no tendría repercusión en la ofensiva del Norte, porque los planes de la operación no eran españoles. Se habían cocido en cabezas extranjeras, y en su ejecución intervenían soldados «voluntarios» de Italia y Alemania. Por ese lado, no había nada que esperar. La contienda se continuaría con la violencia que testimoniaban las ruinas de Guernica y de Durango; pero, a la vez, con la voluntad de resistencia que preconizaba el Gobierno Vasco y ejecutaban, no cuidando de sus vidas, los gudaris vizcaitarras —acomodemos al uso una palabra perdida en el tiempo, que evita confusión— y los obreros socialistas que, llorando camaradas, sangrando juntos, aprendieron a estimarse mutuamente. Será bueno que esa estimación, consecuencia de un mejor conocimiento, no se extravíe ni en los momentos de mayor discrepancia, ya que es con ella con la que podremos hacer que nuestros futuros debates tengan un marco civil… La resistencia de Bilbao, que deseábamos victoriosa, era un sincero motivo de esperanza íntima.
¿Conseguiría Prieto facilitar a la villa los elementos indispensables para sostenerse? Era dudoso. Las dificultades aumentaban cada día. Los franceses, vacilantes en ayudamos, se desdecían a cada ocasión, temiendo los riesgos de un escándalo parlamentario y periodístico. Para las derechas francesas, la victoria de Franco era la garantía de una España conservadora. Divulgaban con horror los primeros excesos republicanos y ocultaban cuidadosamente los cometidos por los militares. Se habían situado ante nuestro problema, sin siquiera examinarlo, a la vista de la reacción de los partidos republicanos franceses. Fue suficiente que los comunistas enarbolasen nuestro pabellón, para que ellos, unánimes, se inscribiesen como voluntarios en los batallones de Franco. De nuestro lado veían, con absoluta nitidez, la muralla del Kremlin, con sus colas de golondrina, y del opuesto, el trono de los Borbones. El resto era anécdota. La aviación y la técnica alemanas, arrasando villas o midiendo cotas pirenaicas, no contaban en sus cálculos. El «furor teutónico» no es abominable sino cuando se emplea contra la buena tierra de la dulce Francia. La lucha de clases había simplificado el problema, para nuestra desventura, probablemente para desventura del pueblo francés. Esto último quizá lo sepamos con exactitud algún día. Blum, llorando sobre el hombro de Fernando de los Ríos, realiza la estampa de la impotencia, determinada, más que por la flaqueza de su ánimo, por la ayuda condicionada y a la vez desleal, que concedieron a su Gobierno los comunistas. Es más sencillo ironizar que penetrar en todas las causas de sus vacilaciones. Su voluntad estaba lejos de ser omnipotente como le sucedía a Mr. Edén, copartícipe, con Blum, de todas las agresiones de un periodismo mostrenco, que no se cuidaba de discernir. Prieto, expedito y audaz, clamaba iracundo contra la conducta de nuestros amigos franceses. Las ayudas que proyectaba para el Norte no se lograban sino muy insuficientemente. Y quiere ayudarlo. Su pasión busca cómo… ¿Ha pensado en aprovechar la muerte del general Mola para causar un daño irreparable en los altos mandos militares? Poco después de comunicada la noticia de la muerte del general que conducía la ofensiva enemiga del Norte, Prieto me llama al teléfono y me pide que le precise la hora y el lugar del entierro.
—Vea de obtener esos datos inmediatamente.
Mis servicios consiguen averiguar que el cadáver de Mola será trasladado a Pamplona y que se prevé la asistencia del Caudillo al acto solemne de su sepelio. Indican una hora, que parece aproximada. Del Ministerio de Defensa hacen trabajos para asegurarse la exactitud de los informes. Tengo la intuición de lo que Prieto se propone: enviar a la aviación a bombardear el entierro, buscando causar el mayor número de víctimas entre las autoridades rebeldes que asistan. No recuerdo con exactitud si es un último escrúpulo de conciencia, o la falta de un detalle, lo que le hace desistir de su plan. En una reunión de ministros, donde se comentó la muerte de Mola, Prieto descubrió su pensamiento y nos declaró que, al conocer la noticia, concibió la idea de bombardear y ametrallar el acto del entierro, con la esperanza de destruir los cuadros de mando de la insurrección. Nuestros aviones, sobrevolando territorio francés, se hubiesen presentado en Pamplona antes de que la señal de alarma avisara peligro. Esta operación se hizo en otro momento, como respuesta a una agresión rebelde contra Barcelona, y nuestros aparatos bombardearon Pamplona, sin dar tiempo, en efecto, a los servicios de la defensa pasiva para tocar las sirenas. Francia protestó del vuelo de nuestros aparatos sobre su territorio y la infracción no se repitió. Prieto dio la orden sabiendo, de antemano, que no podía repetirla. Descubierto el procedimiento, era natural que Francia protestase, apremiada por los valedores de los rebeldes, ya que, penetrando por los Pirineos, nuestros aviadores podían destruir Pamplona sin correr el menor riesgo. Quedaba únicamente la represalia rebelde, que, a favor de su abundancia de material, solía ser terrible. Cada uno de nuestros ataques aéreos fue contestado con una violencia destructora verdaderamente furiosa. Era un problema de material. Refiriéndose a ese aspecto de la guerra. Prieto, que estaba a la espera de aparatos de bombardeo, hizo ante el Consejo de ministros la siguiente declaración, probablemente afectado por la visión directa de uno de los últimos ataques aéreos:
—No oculto a ustedes mi decidido propósito, una vez que disponga de medios, de corresponder a cada agresión de los aviadores alemanes con otra agresión nuestra de mayor dureza, preferentemente sobre las capitales rebeldes. La orden, que por mi voluntad será de destrucción sistemática, la consultaré con ustedes, no para compartir la responsabilidad, alivio que no necesito, sino para que no se me pueda reprochar que tomo por mi sola iniciativa una resolución tan grave. Cada uno asumirá ante su conciencia la responsabilidad de autorizarme a dar un mandato que, ante el mundo, será sólo mío. En su momento les haré la consulta, adelantándoles que, por lo que hace a mi conciencia, la tranquilidad será perfecta. Las protestas del mundo, que deja a los aviadores alemanes que destruyan a España, no influirán para nada en mi ánimo.
No tuvo ocasión de hacer la consulta. En ningún momento dispusimos de material suficiente para desafiar al adversario con ataques a su retaguardia que, por ignorarlos, le causaban una desmoralización colectiva, al punto de que, con sólo un bombardeo, fueron muchas las personas que en Pamplona se pusieron a suspirar por la paz, temerosas de que la aviación republicana continuase aleccionándolas en un dolor al que la retaguardia leal había necesitado acostumbrarse. Teníamos poco material y, por lo común, desequilibrado; esto es, que cuando disponíamos de cazas, carecíamos de aparatos de bombardeo y, si éstos existían, no poseíamos cazas que los protegieran. El caso de Franco era distinto: Alemania e Italia le proveían en abundancia. Le reponían con una generosidad rayana en la prodigalidad. El material alemán era magnífico y sus pilotos, francamente buenos. Sobrios de jactancias y ricos de obediencia. Tenían, como orden rigurosa, la de proceder a la destrucción del aparato, si caían en territorio enemigo. Ese era el primer cuidado a que necesitaban atender. Su moral era alta. Conocían la seguridad de su rescate. Y, en efecto, salvo los que se mataban al caer o morían de las heridas recibidas en el combate, su canje era cosa de pocos meses, y, en ocasiones, de pocas semanas. Recordando su obra destructora sobre el espinazo de España, quizá quepa formular reproches a esa conducta marcada por un acuerdo del Gobierno y gestionada, pacientemente, con indecibles sufrimientos morales, dada la informalidad de los rebeldes, por don José Giral. Pero no teníamos otro sistema para librar de la muerte a nuestros prisioneros. La seguridad del rescate daba a los pilotos alemanes un aplomo perfecto, pero, independientemente de él, su admiración por el Estado al que servían era insuperable. En parecido caso se encontraban los italianos, idólatras de Mussolini, como sus colegas de «voluntariado», de Hitler. Unos y otros tenían un largo aprendizaje de su oficio, cosa que no sucedía a los nuestros, rápidamente preparados para volar y obligados a suplir su inexperiencia con una sobrecarga de coraje. Algunos de los prisioneros alemanes no ocultaron, en sus declaraciones, el mérito combativo de los aviadores de la República, muchachos jovencísimos, a quienes la expectación de vida se les medía por semanas. Prieto no pudo enviarlos a castigar la retaguardia facciosa. Le faltó el material necesario. Sin esta circunstancia, la guerra hubiera tenido fisonomía muy distinta.
Bilbao se hundía —a pesar de la muerte de Mola, al que sustituyeron por el general Dávila— por falta de aviones. Carecía de otra clase de material; pero el único capaz de provocar una reacción heroica, del tipo de la de Madrid, en su vecindario, era el de aviación. Sufría, moralmente, de ese complejo de inferioridad. Estaba convencido de que sin aviación todos los esfuerzos serían inútiles. No creía ni en el cinturón de hierro. Era estéril luchar contra un desánimo que había arraigado profundamente en todas las clases sociales y que se veía justificado por el retroceso de nuestras tropas. Si la guerra se acercaba a Bilbao, ello se debía, por modo exclusivo, a la carencia de aviones. No se hacía cuenta alguna por lo que afectaba a la artillería, ni a los carros de asalto, ni a las masas de combatientes. Estos déficits se reputaban fácilmente superables; pero no así el del aire. Se explica semejante desesperanza colectiva. La aviación había demostrado en qué medida era exacta su capacidad de destrucción, y las instrucciones para preservarse de ella habían sido hechas, desde el primer momento, con ánimo de hacerlas cumplir. Cada alarma determinaba un colapso vital y, al hacerse constantes, el índice de la producción bajó mucho y el de la moral pública, mucho más. Las apelaciones más apasionadas se perdían inevitablemente en el general escepticismo. Subrayando la llegada de tres docenas de aeroplanos, esas mismas palabras hubiesen alcanzado una acogida entusiasta y la reacción pública se hubiera producido con fuerza inimaginable. El propio tesón de los combatientes, que cedían el terreno, cobrándoselo caro a los invasores y pagándolo ellos mismos a precio exorbitante, habría recibido un refuerzo optimista. Nuestra aviación no pudo llegar. En el intento, perdimos hombres y material. A nuestra pobreza, la desgracia le impuso descontentos lamentables.
Íbamos a perder Bilbao. Goicoechea, el ingeniero constructor del cinturón de hierro, fortificación en que confiaba la villa, se pasó al adversario. Su técnica hacía tiempo que se había evadido. La famosa fortificación era una obra recia, en la que se había empleado mucha mano de obra y abundante material; pero tácticamente, desconsolaba. «No se había supeditado el trazado —informa el general Gamir Ulibarri: Guerra de España, 1936–1939, como es elemental, a la obtención de buenos observatorios y planes de fuego que hiciesen posible las barreras de los combinados de infantería y artillería en los tiros de detención, ni efectuado organizaciones en los puntos precisos para evitar espacios desenfilados y ángulos muertos donde la infantería asaltante pudiese reorganizarse…». Cuando se quiere corregir los defectos, contribuyendo al esfuerzo de las propias mujeres, falta tiempo… El enemigo golpea contra el cinturón con todos sus elementos materiales. Nada de parecido. Aviación, artillería de calibres varios, armas automáticas, ingenios: una ola constante de fuego y de hierro, a la que no hay posibilidad de oponerle más que las descargas de fusilería de unos soldados que vienen luchando, sin relevo, desde hace varios meses, y que no pierden esperanza de detener, a las puertas de Bilbao, al ejército de los invasores. Es una noble esperanza que tiene contados días de existencia. La progresión del enemigo es implacable. Próximos al objetivo ambicionado, los ataques se hacen más feroces; las concentraciones de artillería, más implacables; los vuelos de los aviones, más constantes. El combate tiene, en su desigualdad, una grandeza única. Es un combate y no una retirada, como sucederá, más tarde, en Cataluña. No se pierde el contacto con el adversario ni un solo momento. Aguirre pide a los soldados que se muestren dignos de la tierra que defienden y su locura heroica llega hasta discutir en contraataques posiciones perdidas la víspera y en las que el vencedor se ha instalado con riqueza de máquinas automáticas. ¡Peña Lemona! Frente a Bilbao. ¡Archanda! El fuego de la artillería italiana barre las calles de la villa, humedeciéndolas de sangre.
La tragedia toca a su fin. ¿Qué se puede hacer? ¿Qué pueden hacer los batallones que discuten a los italianos la posesión de Archanda? Una sola cosa: morir. Tienen conciencia de esa verdad. Saben que van a perecer y no vacilan en ofrecerse voluntarios al mando para las comisiones difíciles, de las que no se vuelve. En la cima de Archanda, a la luz intermitente de los disparos, hay una escena que cuando me la refirieron me dejó una cicatriz en la sensibilidad. El comandante de un batallón nacionalista vasco, resuelto a inmolarse con sus hombres, pide al jefe de otro grupo de combatientes, socialista, que se retire. Este le replica, iracundo:
—Ni yo ni mis hombres cedemos a nadie el privilegio de morir.
—Porque lo sé, te pido como hermano que te retires. Todo lo que hay que hacer aquí, lo puedo hacer yo con mi batallón. Vete tú. No nos discutáis este orgullo.
El iracundo se cuadra, primero, se arroja a los brazos de su camarada, después, y le cede lo que le ha pedido. En retirada con sus hombres, se va secando las lágrimas. Los puentes están a punto de ser volados. Se quiere intentar la defensa de la mitad de Bilbao, guardando las alturas de Ganecogorta y Pagasarri. Prieto, desde su despacho, ha dado esa orden. Quiere que la villa se defienda hasta el último límite. En su orden, se detallan las posibilidades y se señalan las destrucciones necesarias. Su orden llega tarde. Los batallones que tienen a su cuidado la defensa de las cotas de Pagasarri y Ganecogorta, desconocedores de su valor estratégico, y afectados por el general movimiento de repliegue, las abandonan sin combate y casi al mismo tiempo la villa se encuentra batida a izquierda y derecha de la ría. No queda otra cosa que hacer que evacuarla. La voladura de los puentes no ha surtido el menor efecto. Son destrucciones que hubieran podido excusarse, de haberse previsto la deserción de los batallones que guarnecían los montes que iniciaron en la afición al alpinismo a los discípulos de Bandrés. El repliegue se hace en condiciones precarias. El propio general Gamir sale hostilizado por los fuegos de los invasores. Las destrucciones ordenadas por Prieto, al que interesaba privar a los rebeldes de las instalaciones industriales de Baracaldo y Sestao, no se cumplen. Hay un batallón que se niega a autorizarlas y monta una guardia de fusiles en las fábricas. Decidido a entregarse a los vencedores, esperando encontrar gracia en ellos entregándoles intactas las importantes factorías siderometalúrgicas, las defiende. Le falla el cálculo. El vencedor lo diezma en una justicia rápida.
El Gobierno Vasco discute con Prieto —reputando su orden equivocada e inhumana— la destrucción del pantano de Ordunte, que abastece de agua a Bilbao. La destrucción no se hace. El vencedor entra en posesión de la riqueza vizcaína. Sus posibilidades industriales, en lo sucesivo, serán mucho más considerables. Aumentará la jornada obrera y en idéntica proporción disminuirán los salarios. La resistencia que el pueblo le haga no pasará de ser teórica. Resistencia de las conciencias; pero no de los brazos, contra cuya pereza deliberada tiene en la violencia remedios eficaces. ¿Por qué no se evacuaron, cuando fue tiempo, las instalaciones industriales? Esta pregunta, hecha con tono acusador, perdió pronto toda su fuerza. La caída de Bilbao, ocurrida el 18 de junio de 1937, pronosticaba la derrota del Norte. Por más que en Asturias afirmasen que no sucedería lo que en Bilbao, la confianza en esa afirmación era muy escasa y los más optimistas no se atrevían a suponer cosa mejor que un sacrificio colectivo de tipo numantino. Toda la ventaja de una evacuación de las fábricas hubiera residido en la desorganización inicial, a la que no se hubiese tardado en poner rápido remedio con los equipos de técnicos alemanes que, inmediatamente, pasaron a gobernar las actividades industriales y mercantiles vizcaínas. Militarmente era preferible la destrucción, pero esta no se pudo cumplir.
Con la pérdida de Bilbao, el Gobierno de la Victoria se apuntaba su primer doloroso hecho de armas. El comienzo no podía ser más descorazonador. Cinco ministros teníamos razón especial para sentimos afligidos, los dos comunistas, Uribe y Hernández —un hermano de este fue hecho prisionero—, los dos socialistas, que coincidíamos en ser diputados a Cortes por Bilbao, e Irujo, a quien la pérdida le afectaba, más que en su conciencia sentimental y afectiva, en su pasión política. De todos, el más inconsolable era Prieto. Su angustia inspiraba respeto. No se la oí traducir en palabras hasta después, un día en que le fui a visitar acompañando a Leizaola, que había hecho el viaje del Norte para entrevistarse con el ministro de Defensa y vino a mi despacho para que le arreglase la entrevista. Se consideraba responsable de lo sucedido a título de ministro y por sus silencios, tanto como más tarde en sus palabras, medía yo su congoja. Por aquellos días le hice visitas más frecuentes que las acostumbradas, buscando discretamente serle de alguna utilidad, pero no conseguí provocar la conversación que pudiera permitirme confortarle con mi palabra. Sabía que había remitido una carta a Negrín dimitiendo su puesto de ministro. En la visita de Leizaola a que aludo, y de la que por consenso de los dos, fui testigo. Prieto, refiriéndose a los esfuerzos que había hecho para ir en ayuda de Bilbao y a la desesperación en que había caído al conocer la pérdida de la plaza, le dijo al consejero del Gobierno Vasco:
—He tenido unas horas tan amargas y he medido tan severamente la que juzgo mi responsabilidad que, aparte de haber enviado al jefe del Gobierno una carta con mi dimisión, pensé en el suicidio. Esa idea llegó a obsesionarme y tuve la pistola a punto. La reputaba como mi única solución.
No creo que Leizaola haya olvidado el pathos con que esas palabras fueron pronunciadas. Sonaban a verdad dolorosa, y al corresponder a ellas notaba yo que las mías carecían, a pesar de mi voluntad, de potencia cordial. En las de Leizaola se notaba como sobresalto católico; pero eran sinceras, a despecho de la ninguna simpatía con que ambos hombres se habían enfrentado en la política.