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Gobernación por dentro. — La seguridad del ministro. — El Gobierno de la Victoria. — La disolución del Consejo de Aragón. — Las autonomías. — El «misterio» de la Hacienda. — El oro del Banco de España. — Lo que quería Azaña y no quería Negrín. — La hostilidad de los dos presidentes. — Una contraorden a París y un congreso de fisiología en Zurich.

Había entrado en un género de vida y de trabajo para los que no me sentía preparado ni psicológicamente ni intelectualmente. La empresa la consideraba superior a mis fuerzas y notaba, por añadidura, que me faltaba vocación. En cambio, tenía una gran curiosidad por conocer el mecanismo interior del Gobierno. Confieso que no me suscitó admiración. La casa que me había correspondido regir reunía, al parecer, todas las condiciones requeridas para el desarrollo y juego de una novela policiaca. Baroja hubiera sido feliz pudiendo describirla. Las que se llamaban habitaciones reservadas del ministro, de una incomodidad manifiesta, terminaban en un armario de dos cuerpos que, al separarlos, dejaba paso a una escalera breve, donde haciendo otro esfuerzo se abría otro armario, también de dos cuerpos, que permitía el acceso a un piso de tres habitaciones, en cuyas puertas, que se cerraban por dentro, se habían practicado dos groseros agujeros, que servían de escucha y mirilla. Este piso tenía una puerta, independiente de la del Ministerio, que daba a una callejuela estrecha y poco frecuentada. Para bajar a sus habitaciones, el ministro disponía, en su propio despacho, de una escalera pina, de escalones muy altos y embaldosados que, cuidadosamente encerados por la servidumbre, propiciaba las caídas más aparatosas e ingratas. Yo, naturalmente, le pagué mi tributo. Los confidentes podían ponerse en comunicación con el ministro sin necesidad de ser vistos por los funcionarios. Le dejaban su secreto en la oreja, recibían el estipendio y se iban, con paso quedo, cuidando de borrar las huellas tras de sí, a captar nuevas maquinaciones tenebrosas. El pisito de referencia tenía una coquetería de mal gusto, conseguida con unos muebles asexuados, última manera de la ebanistería valenciana, incómodos para sentarse y más incómodos para descansar. Estaban nuevecitos, lo que parecía indicar que no habían recibido el peso de demasiadas confidencias, ni del uno ni del otro sexo. Cabía pensar en una previsión celosa de algún viejo funcionario, conocedor de las aficiones y debilidades ministeriales, que aplicaba a los ministros, en materia de artes suntuarias, la medida de su gusto voluptuoso, y en la seguridad, la de su propio miedo y sobresalto.

Esa era la casa, que me prohibí tocar y a la que llevé, para el regocijo de mis ojos, un cuadro de Aurelio Arteta, que el pintor había dejado en depósito. Clausuramos los armarios y sólo a título de curiosidad se abrieron alguna vez, que yo no admitía tratos confidentes que, en caso de existir, necesitaban llevar sus secretos al director general de Seguridad. De las previsiones me interesaban únicamente las que afectaban a mi seguridad, que un ministro, y más en tiempo de guerra, debe estar bien guardado. La custodia de las dos puertas del edificio la hacían los guardias de Asalto. Resultaba difícil que la Gestapo me sorprendiese. Fusil al brazo, los guardias garantizaban, de día y de noche, mi tranquilidad. El tema no era despreciable. Personas de experiencia me habían aconsejado que las custodias de los ministros, así como las personas a su servicio, fuesen cuidadosamente seleccionadas. ¿Es que tenía yo alguna confianza en el cocinero? ¿Sabía quién era? ¿Cómo pensaba? Acosado para que contestase, confesé que, en efecto, no tenía ninguna razón para confiar en mi cocinero. Pero tampoco me inspiraba grandes recelos, porque no lo tenía. Era una cocinera que, con su volumen, testimoniaba bien a las claras que sabía su oficio. Mis invitados no me desmentirán. Los riesgos que corrían, los corrieron con el mejor gusto y con el mayor apetito. Esta comprobación diaria justificaba el escepticismo que chocaba a mis consejeros. Cuando lo corregí no fue a causa de la cocinera… Dos horas después de que todos los gobernadores me hubiesen dado la novedad, tres y media de la mañana, en el primer sueño, golpearon a mi puerta.

—Un pliego urgente.

Pasó el correo a mi habitación, rasgué el sobre y vi que el pliego no era para mí. Era para un funcionario del Ministerio. Irritado por la torpeza, pregunté al correo cómo había podido llegar hasta mi habitación.

—Abriendo la puerta con la llave —me dijo—, como me ha indicado uno de los guardias.

¡Perfecta seguridad! Abriendo la puerta con la llave, que, para evitar molestias, se dejaba en la cerradura, se entraba en el dormitorio del ministro. La guardia estaba en su puesto, fusil al brazo, para indicar al recién llegado, sin interesarse por quién era, con sólo que exhibiese un sobre, cómo y por dónde, a una hora del amanecer, podía llegar hasta la habitación del ministro. Aquella obra de arte policiaco, montada con tanto celo para acreditarse a los ojos del jefe, fallaba durante las horas de la noche. Esta que puede pasar por anécdota banal la presento, al cabo de mi gestión, como un símbolo del dispositivo de seguridad del Estado entero. La esperanza de mejorarlo era en mí muy escasa. Como que no podía ser obra de una voluntad, sino de muchas sinceramente apasionadas en el mismo esfuerzo, y en España es típico que los cargos públicos se entiendan como un premio y raramente como una obligación de mayor trabajo, producto de una mala educación política que dudo mucho esté corregida.

El Gobierno de Negrín, del que formaba parte, era, según los diarios ministeriales, «el Gobierno de la Victoria». En concepto de los sindicalistas, justamente, lo contrario, el de la capitulación. Para cuantos lo miraban con antipatía, un gobierno efímero. Un gabinete de circunstancias para pasar a otro de mayor solidez y arraigo. No necesité de muchas conversaciones con Negrín para persuadirme de que este se tenía en el Poder con seguridad y era, con bondades y defectos, un hombre de Estado con planes y ambiciones de tal. No estaba viviendo en precario. Creo que los sindicalistas fueron los primeros en darse cuenta de esa verdad y no tardaron en dirigirse al jefe del Gobierno pidiendo una representación en el Ministerio. No accedió a complacerles. En corto diálogo con ellos, les propuso puestos de delegados que la CNT no aceptó. Cuando los escritos de esa sindical se hicieron ásperos, los arrojaba al cesto de los papeles, sin tomarse el trabajo de leerlos. Si no me engaño, Negrín, que aspiraba a desarticular todos los organismos de exportación creados por los sindicatos de la CNT, prefería no tener en el Gobierno ministros anarquistas. Su deseo era acabar de una vez con la evasión de divisas, para lo que no era suficiente con guardar la frontera, ya que las divisas seguían escapando en forma de cargamentos de almendra, de azafrán, de naranjas…

A mí me correspondió estudiar la disolución del Consejo de Aragón, que presidía Ascaso, primo del caudillo anarquista que murió en Barcelona. La denuncia de sus actos irregulares tenían unanimidad insospechada. Los detalles de cada queja escalofriaban. Delegué en un amigo de mi absoluta confianza una discreta comprobación sobre el terreno. Tenía que huir de los informes oficiales y de las exageraciones partidistas. Dictamen: las denuncias tenían un ochenta por ciento de exactitud. El Consejo de Aragón era impopular, en razón de su conducta. Negrín me pidió que le preparase el decreto de disolución, lo hizo aprobar en una reunión del Gobierno, y nos pidió a Prieto y a mí que nos pusiéramos de acuerdo para determinar la fecha de su publicación en la Gaceta. Se quería evitar que las unidades confederales del frente de Aragón produjesen actos de indisciplina al conocer el acuerdo. Cuando se supuso que ese riesgo no existía, se publicó el decreto, y se mandó como gobernador general de la región a Mantecón. Encargo difícil, que cumplió satisfactoriamente. Su gestión se la impugnaron los sindicalistas, que pasaron a ser los denunciantes de la nueva situación. Tuvimos al principio rifirrafes bastante serios y /algunas víctimas de emboscadas, pero el decreto se hizo efectivo con mucho menos ruido de armas del que se temía. Prieto que hubo de ir por Aragón con motivo de unas operaciones militares, que no llegaron a tener éxito, informando al Consejo de su viaje, manifestó que la disolución del gobiernillo aragonés había sido recibida en los pueblos con un entusiasmo indescriptible, estimándose como una obra meritoria del Gobierno.

Refirió algunos de los abusos que le contaron, a los que se mezclaba la codicia y la sangre, y de los que yo estaba en antecedentes por el estudio de las denuncias. En el preámbulo del decreto, obra mía, se citaba concretamente la necesidad impuesta por la guerra de centralizar el mando. Este concepto alarmó a los autonomistas catalanes, que veían en él una amenaza para su Estatuto, al punto de notificarme su inquietud. No les oculté que tal era mi pensamiento, que en nada afectaba al Estatuto catalán, ya que este era una pieza del conjunto constitucional del Estado Republicano. Más tarde fueron ellos quienes me insinuaron la conveniencia de dejar en suspenso la vigencia del Estatuto, por el tiempo que durase la guerra, a cambio de concedérsele a Cataluña una mayor representación en el Gobierno. La propuesta, hecha oficiosamente, después de una comida en Santa Cristina, torre llena de sabores náuticos y de previsiones policiacas, infinitamente mejores que la del ministerio valenciano, me pareció aceptable, y me obligué a comunicársela al Presidente. Este, que ya la conocía, me contestó rápidamente:

—Conozco la canción. He contestado que, mientras yo dirija la política, el Estatuto de Cataluña no será suspendido y mucho menos mediante un precio estipulado. No, nada de eso. El Estatuto de Cataluña tiene un marco y dentro de él deberá moverse el Gobierno de la Generalidad. Toda extralimitación le está terminantemente prohibida. Nada, pues, de contratos mercantiles. Cada poder en su esfera, de acuerdo con la Constitución.

El tono era terminante. Con menos rotundidez, pero no sin firmeza, publicó ese mismo pensamiento en la muy famosa sesión de Cortes celebrada el 30 de septiembre de 1938, en el Monasterio de Sant Cugat. Un diputado catalán, en nombre de su autonomismo, pronunció unas palabras de condenación para los autores de propuesta tan contraria al sentido profundo de Cataluña. Esta protesta, con acentos místicos, a favor del lugar, se perdió en la indiferencia de unos y en la irritación de los catalanes. La emoción del acto discurría por otros cauces. Negrín no profesaba la menor debilidad autonomista. Ni para los catalanes ni para los vascos. Este es, según supongo, el único punto de coincidencia que tenía con Azaña, desengañado, más que de la autonomía, del empleo que hacían de ella los gobiernos autónomos.

Nuestros esfuerzos tenían por aspiración un objetivo difícil: recuperar plenamente para el Gobierno toda la autoridad del Estado. En esta materia, Negrín estimulaba a todos los ministros, predicando con el ejemplo. Como titular de la cartera de Hacienda, lo que más le importaba era estar en condiciones de hacer cara a las exigencias económicas, siempre exorbitantes, de la guerra. Estaba persuadido de que la victoria dependía, en gran parte, de las posibilidades que su Ministerio pudiese ofrecer, en todo momento, al de Defensa Nacional. La política económica era un puro misterio para todos los ministros. El Presidente se había impuesto, en esa materia, una discreción que, en concepto de algún ministro, era casi ofensiva. Cuando en alguna ocasión se aludió a este tema, Negrín no ocultó su pensamiento, manifestando con la mayor claridad que sólo un secreto inquebrantable, superior a los siete sigilos, podía consentirnos conducir la Hacienda en condiciones de seguridad. Asumía toda la responsabilidad del sistema, obligado por la guerra, y prometía, para cuando fuese el momento, una minuciosa rendición de cuentas. Ni un momento se apartó de ese criterio. Juzgando por peticiones de divisas, para adquisiciones de material, que le eran diferidas o regateadas, Prieto calculaba que nuestra penuria bordeaba la ruina. Estos vaticinios suyos no alcanzaron a tener confirmación y sus peticiones, retrasadas o disminuidas, acababan por ser satisfechas. El volumen de esas peticiones solía ser considerable y no era menor el de las que formulaban otros servicios para la adquisición de víveres y materias primas. Razón tenía Prieto para presumir nuestro hundimiento financiero; pero, no solamente no se produjo en el año de nuestra presencia en el Gobierno, sino que la Hacienda pudo sostener los gastos de la guerra durante otro año más, sin que su pérdida deba atribuirse a falta de recursos. Desconozco los cubileteos a que se entregó Negrín. Ignoro cómo él, y sus colaboradores, pudieron hacer cara a tan copiosísimos deberes. Ese es, para mí, un punto de la más alta curiosidad. El oro del Banco de España, transportado a Rusia, como país de seguridad, a título de depósito, no me da plenamente la explicación que he buscado en esta materia delicada. Esa operación, de la que tanto se habló, la inició, con una gestión de consulta, Negrín, y la aprobó, como conveniente, el Gobierno de Largo Caballero. Cuando se pudo concertar, por haber dado Moscú su aprobación, el envío se hizo, según mis informes, con las más escrupulosas formalidades administrativas, reseñándose el peso y las características de cada caja, detalles que menospreciaba, como estorbosos, el presidente del Consejo, y que hubieron de ser impuestos por el ministro de Hacienda, al que no se le escapaba la responsabilidad que asumía al consentir que semejante cargamento saliera del territorio nacional.

El oro se extrajo de los depósitos del Banco de España, donde se guardaba, la noche del 7 de noviembre, cuando la caída de Madrid se reputaba inminente. La orden de evacuación no pudo ser dada por el ministro de Hacienda, que se encontraba en París, de regreso de un viaje a Londres. La dio otro ministro que supuso que la pérdida de la capital y con ella la reserva de oro del Banco de España era, por manera inevitable, la derrota. Se cumplió la orden, interviniendo, al parecer, algunas personas de la máxima confianza, y entre ellas, uno que no lo era tanto, la misma que, al tropezar con cierta resistencia, usó de su pistola, matando al funcionario que reclamaba, para otorgar su consentimiento, un mandato que le cubriese de toda responsabilidad y unos requisitos que garantizasen la honradez del traslado. Pero la noche del 7 de noviembre, en Madrid, no se prestaba a grandes formalidades. En los ministerios, preferentemente, la sensación de la derrota era angustiosa. Conocían, mejor que en parte alguna, la indefensión de Madrid y no fiaban en nada ni en nadie. Este estado de ánimo, complicado con el alma folletinesca de quien se había atribuido una autoridad que no tenía, suceso bastante corriente en aquel tiempo, dio al traslado del oro el aire de una operación trágica que en ningún caso debió haber tenido. Los camiones, cargados de tan ambicionada mercancía, rodaron esa noche por las carreteras de Levante con una custodia de carabineros. El tesoro encontró refugio provisional en Cartagena. El definitivo estaba en Rusia, que, en concepto equivocado de los más, se quedó con el cargamento por nada. Esa sospecha tiene que parecer demasiado pueril a cuantos saben lo que, mensualmente, costaba la guerra. Ese costo, verdaderamente monstruoso, no se explica, ciertamente, ni aun con el oro del Banco de España. Misterio. Es decir, magnífica coyuntura para que los mal pensados alimenten todas las suposiciones y construyan, a favor de la colectiva credulidad, las hipótesis más implacables. Una, sin embargo, se nos aparece como verdad incuestionable: que la guerra no se perdió, como más de una vez llegó a temerse, por carencia de divisas. No había ciertamente todas las que reclamaba cada servicio que, a favor de una supuesta facilidad económica, producto del desbarajuste inicial, reducía su esfuerzo a señalar, cada vez con cifras más altas, sus necesidades en materia de compras en el extranjero.

El misterio en ese punto deja de serlo. Y según la afirmación de quienes lo conocen, por haber trabajado a las órdenes del ministro de Hacienda, el misterio tiene una contabilidad clara y perfecta, susceptible de ser expuesta en las plazas públicas de los pueblos de España. Que así sea. La victoria hubiera acallado todos los escrúpulos y todas las voces iracundas que la derrota ha exacerbado. La cartera de Hacienda, dura y difícil en todo tiempo, lo era mucho más durante la guerra. Esta convocó urgentemente a todas las voluntades codiciosas de dinero. Sobre nuestros ahorros públicos se abatió una nube de logreros, con matices diferentes, decididos a corromperlo y a falsificarlo todo a condición de hacer negocio. ¿En cuántas emboscadas cayó nuestra hacienda? ¿Con cuánto genovés de nueva especie trató? La relación de las primeras y de los segundos es demasiado larga. Nacionales y extranjeros han hecho su pacotilla a expensas del peculio y el sufrimiento españoles. Cada sangría de oro es una novela picaresca, donde el pícaro encuentra su mejor colaborador en el tonto. Negrín abominaba de éstos y le he oído lamentarse de haber tenido necesidad de tratar con demasiado granuja. Su tarea como ministro de Hacienda no podía ser más ingrata. La guerra consintió a los españoles realizar su sueño dorado: tener un sueldo fijo, vivir de la nómina del Estado. Los presupuestos de cada ministerio crecieron de un modo increíble. Los créditos extraordinarios sobrepasaban, en diez veces o más, las consignaciones normales. Nos íbamos quedando sin territorio y, como si el fenómeno fuese natural, crecía la burocracia «indispensable». El reflejo de todas estas alegrías había que verlo en la Hacienda, obligada a mover con mayor celeridad el rodillo de las emisiones de papel moneda, trabajo en el que por todas partes le habían salido competidores aventajados. Los gobiernos autónomos, los municipios y, abaratado el privilegio, los establecimientos particulares hacían, con un trozo de papel y un sello de goma, emisiones propias. Vencer de estas libertades no fue trabajo sencillo. Pero lo fue mucho menos poner un límite a las exportaciones fraudulentas de metales y productos agrarios, así como reducir, a proporciones razonables, el consumo de gasolina. La retaguardia republicana no era, en ningún aspecto, un modelo de colectividad ordenada. El esfuerzo por traerla a mandamiento fue durísimo. Los partidos y las organizaciones sindicales se limitaban a llenar de buenos consejos las fachadas de las casas, pero nadie admitía que el consejo le afectase personalmente en lo más mínimo; lo suponía referido al vecino. Los trabajos se llevaban con cadencia de habanera. Los refugios de Valencia, esperados con ansiedad vital por el vecindario y construidos con una pereza insuperable, dieron ocasión a varios conflictos, en uno de los cuales se puso en claro que los obreros no se decidían a terminarlos por no estar seguros de que después hubieran de tener nueva ocupación. En detalles de esta naturaleza se le morían al más bravo las ansias de la victoria. En Hacienda, el sentimiento era más concreto: se traducía en un dispendio innecesario de divisas o en un aumento de la inflación. La pereza de casa había que compensarla en los mercados exteriores. De cara a sus necesidades, a veces apremiantes, pienso que siempre justificadas, dudo que algún ministro se preocupase gran cosa de las angustias por qué pasaba su colega el de Hacienda, facultado para producir, con arreglo a las conveniencias, pesetas papel, pero no libras esterlinas ni dólares. Negrín pretende que, sin ayuda del ministerio, todas las fórmulas de su gabinete económico hubiesen perdido el efecto a los pocos meses de consolidada la campaña militar.

Lo exacto es que en esa materia, profundamente delicada, Negrín no daba participación en la responsabilidad a los demás ministros y no por desconfianza hacia todos, sino porque participaba de la creencia de que no hay secreto entre tres. Su convencimiento era, por varias razones, positivo, y esta circunstancia determinaba que no juzgase ventajoso que todos los problemas graves se examinasen en Consejo de ministros. La irregularidad en convocarlos y, en la segunda época, la contumacia en preterirlos, daban a su política un manifiesto sentido personal, propicio a toda suerte de críticas y disgustos. Don Manuel Azaña deseaba que las prácticas constitucionales no siguiesen cubiertas con una ficción más o menos sincera. Estimaba que las Cortes debían reunirse, con la mayor normalidad posible, para ejercer sus labores y, por añadidura, confiaba en que los Consejos bajo su presencia fuesen tan frecuentes como en período normal. Negrín estaba bien lejos de pensar en complacer a Azaña. Creo que no pasaron de tres las veces que el Gobierno se reunió con Azaña y, en cuanto a las reuniones de Cortes, nuestro Gobierno, después de comparecer en Valencia ante ellas, volvió a convocarlas, siempre en cumplimiento del precepto constitucional, y por pocas horas, en Montserrat. Para el jefe del Estado, esas comparecencias del Gobierno ante el Parlamento eran insuficientes, y mucho más insuficientes sus coloquios con el Gobierno en pleno. Contrariamente, para Negrín eran más que suficientes, sobrados. Representaban en su estimativa una pérdida de tiempo, una fatigante formalidad protocolaria que en algunos casos enervaba la voluntad. Negrín fue, por grados, perdiendo su consideración por Azaña. Antes de que me lo manifestase de una manera expresa, lo pude ir observando por esa acumulación de pequeños detalles —omisiones y silencios— que nos avisan la existencia de un disgusto. Negrín buscó en mí un confidente para sus irritaciones contra Don Manuel. Lo más benévolo que decía de él es que era un hombre de cartón–piedra.

—Me cuesta mucho esfuerzo reponerme de las conversaciones con Azaña. No cree en nada, carece de fe, todo lo ve perdido. Se interesa, en cambio, por las cosas más mezquinas y menudas. Según el propio Giral, ha venido a caer en todos los defectos que él reprochaba a Alcalá Zamora. Está en los menores detalles de su comodidad o de su pasión y lo demás no cuenta para él. Créame, me vienen ganas de no volver más por su despacho.

Iba, pero, ciertamente, a desgana y con retrasos inverosímiles y abusivos sobre las horas anunciadas. Frecuentemente enviaba a Prat, subsecretario de la Presidencia, con los decretos para la firma. Este tenía que sufrir, lo que hacía bastante filosóficamente, las agudas irritaciones de Don Manuel, que se avenía de muy mal grado a la suplantación. Prat reconvenía tímidamente a Negrín, ayudándole frecuentemente yo en esas reconvenciones amistosas, por el abandono en que tenía al presidente de la República, obteniendo, como toda respuesta, afirmaciones que nos dejaban sin voz. No me parece discreto copiar palabras que tengo apuntadas textualmente en mis cuadernos personales. Son opiniones emitidas en momentos de irritación o apasionamiento que, aun cuando por ahora no parece que hayan sufrido modificación, quizá el tiempo las haga cambiar. En cualquier caso, nadie mejor que el interesado, si las juzga importantes, para darlas a la publicidad. En algún momento en que la diferencia entre los dos presidentes era más alta, esas opiniones, durísimas, se me dieron con el encargo expreso de que las anotase, por si, en el andar de Cronos y atendido mi oficio, podían serme útiles. Las apunté, en efecto. Pero no sin intentar apaciguar el ánimo de quien las profería y, sobre todo, recordándole que no es correcto forzar la voluntad de nadie condicionando aquello que libremente, y en razón de justicia, se había concedido… Recuerdo muy bien la escena general de aquella conversación. Faltaban bien pocas horas para que la fisonomía del Gobierno cambiase por última vez. Negrín se debatía irritado ante el temor de que una pérdida de tiempo le contrariase la realización de un propósito personal que, a mi juicio, debió haber sacrificado y así se lo dije a primera hora de la noche, ganándome un desplante. Cuando por segunda vez le di una opinión que chocaba con la suya, y que era, por más serena, más justa, me llevó aparte y refiriéndose a Azaña, me dijo:

—Es que usted no le conoce. De otro modo comprendería mi razón al proceder como lo hago… ¡Si le dijese lo que opina de usted! Y lo que opina de otros, de todos…

—Es igual —le respondí—. Nunca me he hecho la ilusión de que Don Manuel pueda tener una opinión benévola de mí. Será, con variantes, idéntica a la que tiene de casi todos cuantos fueron sus colaboradores. Pero eso es igual. Mi juicio es que usted no debe decir a París lo que se propone. Insisto en que no me parece correcto, después de haberse comprometido, y en las actuales circunstancias, retrasar esa orden.

En ese momento sonaba el teléfono. Conferencia con París.

Negrín acudió al aparato. Conversó, y cuando volvió a reunirse conmigo, como remate a nuestro diálogo, me declaró:

—Ya está hecho.

Me fui a casa. En el comedor, el subsecretario de Gobernación, Menéndez, me esperaba impaciente. Tenía que cenar de prisa. La sirvienta le preparaba la maleta. Era una orden de la Presidencia. A media noche debía salir, acompañando a Negrín, para Zurich, donde estaba en víspera de abrir sus deliberaciones un Congreso Internacional de Fisiología.