Suspendidas las sesiones de Cortes por un decreto que no se estimaba por todos constitucional, el Gobierno se vio en la necesidad de reunir la Diputación Permanente de las Cortes para hacer aprobar la prórroga del estado de alarma. La reunión, convocada y celebrada el día 16 de julio, despertó un interés extraordinario. Se esperaba que los diputados monárquicos, con la colaboración de todos los grupos conservadores de la Cámara, planteasen en términos de excepcional crudeza un debate sobre el atentado que había costado la vida a su jefe parlamentario y nacional. El discurso de Goicoechea, delante del cadáver de su correligionario, dejaba presentir el fondo de la acusación monárquica: el atentado era un crimen de Estado, del que la responsabilidad gravitaba íntegramente sobre el Gobierno y de un modo más lato sobre el régimen. Esta era, ya se comprende, una posición polémica que adoptaban los monárquicos para mejor propiciar el movimiento que, tras laboriosa gestación, estaba recibiendo los últimos toques. El Gobierno seguía mal de información y confiaba en poder destruir la acusación de los monárquicos presentando las pruebas de su extraordinario interés para descubrir y castigar a los autores del atentado. La reunión tenía mucho de solemne y la expectación estaba bien justificada. Las noticias que se tenían de muchas partes no podían ser más alarmantes. De Pamplona, preferentemente el noticiario, extraordinariamente fidedigno, como que procedía de un militar que había conseguido tomar el tren para Madrid, uno de los últimos trenes que llegaron a Madrid, era dramático. Un jefe de la Guardia Civil, a quien habían invitado a sumarse al movimiento insurreccional, se negó, argumentando con la tradición del cuerpo y lo sagrado del juramento prestado. La réplica de los que le hacían la invitación fue inmediata: desenfundaron sus pistolas y lo mataron a tiros. La fidelidad al juramento militar tenía ese riesgo. ¿Llegaban oficialmente al Gobierno esos datos? ¿Podía confiar en que le llegasen oficialmente? Los socialistas, desde luego, disponíamos de ellos, sin marchamo oficial ninguno, pero con una impronta terrible: la de la verdad. Sin los necesarios requisitos administrativos, que no los podíamos inventar ni suplantar, como más tarde hicieron nuestros correligionarios de Santander, con manifiesta fortuna, nuestros informes pasaban a conocimiento del presidente del Consejo de ministros, señor Casares Quiroga, a quien acabó por molestarle considerablemente la reiterada asiduidad de la Comisión Ejecutiva de nuestro partido, de la que Prieto era el miembro más destacado políticamente. A tal punto llegó el incomodo del jefe del Gobierno que no se recató en manifestarlo con las siguientes palabras:
—Si Prieto continúa viniendo aquí, será él quien gobierne y no yo.
Casares Quiroga tenía motivos para hacerse perdonar la irritabilidad. En otro momento cualquiera se hubiese abstenido, con justificación mayor, de pronunciar una frase que había de llegar muy derecha a la sensibilidad de Prieto, por quien siente sincera estimación y al que profesa amistad no sospechosa. Las circunstancias políticas eran superiores con mucho a las posibilidades temperamentales de Casares Quiroga. Este se había apartado del pensamiento de Prieto cuando señaló a Azaña como presidente de la República, por entender que la principal función de Azaña estaba a la cabeza del banco azul y no en el Palacio Nacional; pero habiéndose impuesto el criterio de Prieto, defendió apasionadamente la candidatura del ex ministro socialista para suceder a Azaña en la jefatura del ministerio. A quienes le insinuaban que debía ser él mismo quien presidiese el nuevo Gobierno, trató de disuadirles alegando, entre otras razones, lo precario de su salud, que le imponía muchos cuidados, y sus no muy abundantes dotes parlamentarias. Esas disminuciones que el propio señor Casares Quiroga publicaba, las teníamos nosotros por justas, tanto más cuanto que el panorama social de España se presentaba muy inquietante e inspirándonos en ellas El Socialista publicó un artículo aconsejando una solución ministerial distinta a la que pudiera formarse tomando como jefe de la misma a don Santiago Casares. Este me hizo conocer el disgusto que el artículo le había producido, por conducto de un amigo común: don Carlos Espía, director de Política.
—Casares me ha preguntado sobre quién es el autor del artículo de esta mañana en El Socialista y le he contestado, creo que sin equivocarme, que era usted. Eso le ha tranquilizado con respecto a la buena fe, pero me ha encargado que le diga que «está bien que la novia diga que no es guapa, pero que ya no está tan bien que los amigos la llamen públicamente fea la víspera de la boda».
El recado me dio a entender que Casares Quiroga se disponía a aceptar el encargo de constituir Gobierno, pero su aviso no modificó mi criterio en cuanto a lo desproporcionado del peso que aceptaba en relación con sus fuerzas. El cariz de la política reclamaba un hombre de mayor energía. Obturada por los propios socialistas la solución Prieto, y no deseada ni aconsejada la solución Largo Caballero, que se hubiese estimado como un desafío a las derechas, el presidente de la República no tenía muchos hombres para elegir. Eligió a Casares Quiroga. Personas de buen juicio, que habían colaborado con él a su paso por el Ministerio de la Gobernación, me aconsejaban desconfiar de su aparencial enérgico. Sostenían que su energía, como la del propio don Manuel Azaña, no pasaba de ser una energía verbal y sin consecuencias una vez terminada la polémica parlamentaria. Este raro conjunto de circunstancias, que a ninguno de cuantos teníamos la obligación de comentar la vida política podía escapársenos, por demasiado notorio, indujeron a Casares Quiroga a querer subrayar una personalidad propia, autónoma, libre de toda influencia en su nuevo y difícil cargo. Falló la mayor al asumir, con la presidencia, la responsabilidad de la cartera de Guerra. Se anotó el detalle como un indicio claro de la subordinación de su criterio al pensamiento del jefe del Estado.
El pensamiento de Azaña no podía parecemos desdeñable a quienes le habíamos elegido presidente, pero aun con todo y valorarlo en mucho, la personalidad de Casares Quiroga se nos amenguaba, empequeñecimiento que las oposiciones hacían llegar a su último término, pretendiendo desconocer la existencia del jefe del Gobierno.
—Con estos arreglos —me decía un diputado tradicionalista— nos han hecho ustedes, de la noche a la mañana, una república presidencialista. Azaña gobierna con persona interpuesta.
Estas desestimaciones necesariamente habían de producir lesión en el orgullo legítimo de un gobernante y la causaban, en grado que no me atrevo a medir, en el de Casares Quiroga. La frecuencia con que la Ejecutiva Socialista, asistida de la autoridad de Prieto, le visitaba en reclamación de medidas que sirviesen para retrasar y amenguar el estallido que se reputaba inminente, le dio injusta y tardía ocasión para afirmar su condición de jefe del Gobierno. El retraimiento en que se encerró Prieto no había de poder prolongarse.
—Lo lamentable del incidente —me confesaba Prieto en el salón de su casa— no es el incidente en sí mismo, sino la absoluta ignorancia de las cosas en que está viviendo Casares. Su confianza en la obediencia de los militares es lo único que me preocupa.
Con esa cándida ignorancia, el Gobierno se presentó ante la Diputación Permanente de las Cortes, persuadido de que haría prorrogar el estado de alarma y de que confundiría a sus acusadores, demostrándoles que nada podía reprochársele, ni siquiera negligencia en la persecución de los autores, en orden al atentado contra Calvo Sotelo. A la reunión asistió Vallellano en representación de los monárquicos. Su discurso es el que se esperaba con mayor expectación. No llegó a pronunciarlo. Prieto dijo el suyo. Un discurso político de acentos muy sinceros, con el que intentaba conjurar la contienda sangrienta que veía venir y sobre cuyo final se mostraba particularmente pesimista. Todas sus antenas, variadísimas, le venían señalando la extensión e importancia de la conjura. En el transcurso de su oración se equivocó tres veces al referirse al atentado, trastocando el nombre de la víctima y pronunciando, en vez del de Calvo Sotelo, el de Gil Robles.
El jefe de la CEDA, presente en aquella reunión, se sintió afectado por la equivocación de Prieto y su rostro denunció un sentimiento de malestar, como el de quien nota que ha escapado, por azar, a un gravísimo riesgo. Pórtela Valladares incurrió en la misma confusión nominativa que Prieto. Freud nos proporcionaría una explicación, probablemente nada tranquilizadora para Gil Robles, de esas equivocaciones que el jefe de la CEDA no necesitó hacerse explicar para interpretarlas prudentemente, partiendo de Madrid, así que hubo pronunciado su discurso, con dirección a Portugal. Las invocaciones de Prieto a la convivencia no fueron escuchadas por Vallellano, representante de los monárquicos. Su discurso, escrito, lo puso en manos de la presidencia. Cumplido ese deber que le habían confiado sus correligionarios, abandonó el salón. Antes de que la puerta se cerrase tras él, se le requirió para que ayudase con su presencia a encontrar una avenencia que ahorrase a España las horas amargas que le estaban prometidas por un destino adverso. El conde de Vallellano se volvió hacia los reunidos y cortésmente, pero con firmeza, contestó:
—Ya es tarde; no se puede intentar avenencia ninguna.
La puerta se cerró tras él y la reunión continuó sin objeto ninguno. Las palabras definitivas habían sido pronunciadas. Gil Robles no podía hacer otra cosa que comentarlas. Su discurso fue una glosa, matizada con invectivas propias, del documento de los monárquicos, en el que éstos, siguiendo la línea de la arenga pronunciada por Goicoechea en el cementerio, declaraban abierto el período de la guerra civil, haciendo responsable a la República de la resolución que se veían obligados a adoptar. Ventosa, en nombre de los regionalistas catalanes, y Cid, en el de los agrarios de Martínez de Velasco, que no debía tener noticias claras de la importancia y alcance de la conspiración militar, se mostraron más conciliadores. Supeditaban la posibilidad de una colectiva renuncia de rencores a la sustitución inmediata del gobierno del señor Casares Quiroga, por otro que, con colaboraciones diversas, constituyese una garantía de respeto legal y tranquilidad social. La conciliación a que los señores Cid y Ventosa se sentían inclinados, por muy bondadosamente que se valorase, carecía de todo precio y era imposible especular con ella. La única voz que interesaba escuchar se había pronunciado y había cerrado todos los caminos a la esperanza. Las soluciones políticas, inválidas por inaceptables para izquierdas y derechas —que dudo mucho que la opinión contenida en el discurso de Prieto hubiese sido compartida por la mayoría de sus compañeros y, desde luego, hubiera sido recusada como una capitulación por los comunistas—, resignaban su poder ante las soluciones de fuerza. Al medir la suya está bien demostrado que se equivocaron las izquierdas, estimándola en más de lo prudente; pero ¿cuál es la conclusión a que han llegado los correligionarios del conde de Vallellano con respecto a la de ellos? No parece que les haya llegado la hora de su pública epifanía y los signos externos de una nueva actividad clandestina arguyen un tácito arrepentimiento que no tiene, a lo que parece, perspectivas halagüeñas. El conde de Vallellano, cerrando tras de sí la puerta del salón donde se reunía la Diputación Permanente de las Cortes, abría conscientemente un ciclo inusitadamente dramático de la historia de España, en el que, entre unos y otros banderizos, íbamos a dilapidar la sangre, la energía y el dinero que no hubiesemos necesitado para hacerla nueva de un confín al otro. En estas consideraciones puede ahondar el lector por su cuenta, en la seguridad —pienso— de que si es español lo hará con la profunda congoja de quien ha perdido algo más importante y fundamental que bienes personales y comodidades egoístas: la confianza en conceptos que antes de la guerra imaginaba imperecederos.
Gil Robles inició el éxodo de las personas de derechas de Madrid. Fueron muchas las familias que hicieron precipitadamente sus maletas y se pusieron en camino hacia climas seguros. Navarra atraía la preferencia de los más. Aquellos a quienes sus recursos económicos se lo consentían, no conformándose con la garantía de Navarra, la buscaron en las playas portuguesas, que agregaban a la seguridad los suaves encantos veraniegos. La aristocracia madrileña adornó con su presencia los casinos lusitanos desde donde, con toda suerte de rumores, falsas noticias y victorias anticipadas, creían de la mejor buena fe que ayudaban a la victoria de los militares sublevados. Muchos aristócratas, bastante bien informados, se ocuparon, además de su seguridad personal, de la de sus pinturas y joyas. Fueron bastantes los Goyas que, en regulares condiciones de embalaje, pasaron la frontera. Otros testimonios extraordinarios de nuestro pasado artístico se ocultaron cuidadosamente, tapizando puertas, en los desvanes más elevados de los edificios, como si lienzos y esculturas, incunables y autógrafos valiosos se brindasen a la furia luterana de los aviadores alemanes. El tiempo nos consentiría conocer las más inverosímiles previsiones, junto a los descuidos más lamentables que, de no ser imputados al desconocimiento, habían de serlo a la confianza. La época del año, plena canícula madrileña, consentía los desplazamientos públicos sin sospecha. Algunos diputados gubernamentales pagaron el veraneo con la cuota de su vida y a muchos de los que no les sucedió tamaña desgracia no fue, en el primer momento, sin contrariedad por su parte. La familia de un ex presidente del Consejo de ministros de la época monárquica, el mismo que se viera desplazado del poder por la primera dictadura militar, cuya esposa e hijas se vestían en casa de una modista casada con un camarada mío, apresuró su salida veraniega al punto de no tener tiempo de pagar a su modista los vestidos que la obligaron a hacer con una prisa extremada, prisa que la modista pudo explicarse unos pocos días más tarde al de la entrega de la labor, que a estas fechas, las clientas considerarán suficientemente pagada, en atención de la significación política del marido de su proveedora, con la ejecución ilegal del mismo, realizada por las gloriosas tropas libertadoras del general Franco a las contadas horas de su entrada en la capital de España. Es natural que las damas del imperio azul no quieran tener vínculo de relación alguno con familias sospechosas en las que los verdugos imperiales fueron a elegir sus víctimas. La cuenta de los vestidos puede considerarse saldada que, quien no reclama por lo grande, no irá a querellarse por lo pequeño. El tole–tole de los acontecimientos que se avecinaban apresuró la salida de las familias que, por una u otra razón, podían considerarse en apuros y compromisos, supuesto que el movimiento militar no triunfase, a pesar de la sorpresa, en las 24 o 48 horas primeras, como esperaban los comprometidos. La carretera de La Coruña tenía un tráfico más abundante que el normal en ese mismo período del año y los vehículos iban excesivamente lastrados, sin una plaza libre y sin lugar en sus portamaletas ni en sus estribos para recibir un kilo de peso más. A los coches les pedían sus propietarios el máximo rendimiento. La carretera, que no había de tardar en quedar cerrada al tráfico por los cañones y las descargas de fusilería, estaba todavía limpia de obstáculos. El Gobierno no se creyó en el caso de tomar ninguna iniciativa, un poco por temor a precipitar los acontecimientos. Esperaba la agresión, quizás creyendo íntimamente que no llegaría a producirse y confiando que las irritaciones monárquicas quedasen en un aumento del repertorio de las invectivas, más agrias que las habituales, contra la República y sus hombres. El Palacio de Buenavista permanecía, en apariencia, inmune al nerviosismo general. La burocracia castrense, suscrita en sus tres cuartas partes a los periódicos monárquicos o conservadores, seguía acudiendo con el tradicional retraso a la oficina, discutiendo, entre oficio y copia, las probabilidades de éxito del movimiento y, en caso de fracaso, la dificultad en que se encontraría el régimen para ser riguroso con los jefes del pronunciamiento. En cuanto a ellos mismos descontaban que nada tenían que temer. Le eran indispensables, con sus periódicos monárquicos y su odio republicano, a la República. Sólo ellos poseían el hilo de Ariadna para aventurarse, sin riesgo de pérdida, en la manigua de nuestra legislación militar. Tenían la confianza natural de los que, en los frontones, juegan a ganar. Todo el sacrificio que se les pedía es que afectasen, más que nunca, ocultando su menosprecio, un sentido de la disciplina, para fomentar la confianza del ministro. Evacuaban las más espinosas consultas con el aplomo más insospechable:
—El Ejército es obediencia y lealtad y no arruinarán esas virtudes fundamentales los manejos de quienes le quieren hacer perder y deshonrar.
Respuestas tan caballerescas eran susceptibles de muy variadas interpretaciones. ¿A quién obedecía el Ejército? ¿Quiénes lo manejaban con fines deshonrosos? Si se personalizaban las preguntas: ¿Qué hará el general X? ¿El coronel Z? ¿El jefe de tal aeródromo? Igual respuesta difícilmente tranquilizadora:
—Obedecer. Mantenerse en su puesto. Cumplir hasta la renuncia de la vida su juramento.
El que jura en colectividad es un conjurado. Y para entonces, una inmensa mayoría de los militares españoles lo eran. Algunos de estos conjurados habían de faltar a su compromiso como consecuencia del fracaso que se apuntaron los insurrectos en algunas plazas, quedando al servicio de la República, con mejor o peor gana, según que confiasen o no en su victoria, y a éstos, entre los cuales se afirmaba que se encontraban altos jefes llamados a tener la más extraordinaria popularidad, popularidad casual en su comienzo y merecida por sus servicios después, se les vino a llamar, por acuerdo popular, «leales geográficos». Estos, juramentados en los cuartos de banderas para llegar en obediencia al juramento hasta el sacrificio de la vida, acaparaban con preferencia el odio de sus compañeros insurrectos. La captura de uno de estos «leales geográficos» iba seguida del fusilamiento inmediato. Esta circunstancia, bien conocida de ellos, no impidió algunos arrepentimientos tardíos. Recuerdo, al respecto, el caso de un jefe de Caballería a quien, en vísperas de una operación militar de la que se esperaban considerables ventajas estratégicas para debelar una plaza aragonesa, se le encomendaron varios servicios. El éxito de la maniobra estaba confiado a la sorpresa. La acumulación de los elementos y los hombres necesarios se había logrado con el mayor sigilo. El enemigo no manifestaba el menor conocimiento de nuestra actitud. El jefe de referencia, pretextando un paseo de reconocimiento, consiguió evadirse a las líneas enemigas, siendo portador de los planos de la operación, con los detalles de las concentraciones y los puntos de ataque. De su documentación personal debió preocuparse de hacer desaparecer su carnet político, testimonio de cargo ante los militares rebeldes. El jefe evadido de las filas republicanas rindió el servicio: entregó los planos de la operación en proyecto, los aclaró con sus explicaciones y unas horas después, las indispensables para las formalidades de rigor, rendía su vida ante un piquete de ejecución. Su arrepentimiento tardío no le sirvió de nada. La vida que él no había tenido la gallardía de ofrendar al compromiso jurado, se la quitaron sus compañeros de armas sin computarle el servicio que les prestó. Los ataques nocturnos de aviación a los puntos donde habíamos hecho las concentraciones de fuerza nos obligaron a desistir de, la operación preparada, cuyo fracaso podía computarse seguro una vez perdida la ventaja de la sorpresa. Entre la burocracia castrense del Ministerio de la Guerra hubo varias personas a quienes los rebeldes aplicaron el mismo arancel que al jefe de referencia. El compromiso a que se habían ligado era particularmente severo y exigente, y el incumplimiento, cualquiera que fuesen las razones que se alegasen, no encontraba clemencia. El ministro de la Guerra, a quien los servicios le proveían de noticias tranquilizadoras y de seguridades republicanas, no podía adivinar el grado de dureza dogmática en que estaba fraguada la conjura. Su tranquilidad, y mucho más que esta, su escepticismo para las versiones catastróficas, descorazonaban a términos de desesperación a quienes se le acercaban con el propósito de inducirlo a tomar medidas de previsión que supusiesen alguna ventaja. Casares Quiroga no entendía de esa manera su deber. Creía preferible esperar los acontecimientos, persuadido de que los dioses propicios conservarían la República y le preservarían a él, que tenía la responsabilidad de gobernarla, de un tan terrible disgusto como el que augurábamos los socialistas. Sostenía, entre sonrisas de buen humor, ideas que había recibido, probablemente en contagio, y decía «que no había que agrandar los ecos ni multiplicar los rumores». Como Azaña, de quien no tenía la intuición, creía saber lo que se podía y no podía temer de los militares. Presumía de saber lo que no sabía. Sólo nos quedaba por esperar que si le tiraban la silla, él arrojase la mesa, dando efectividad a una vieja promesa que los diputados gubernamentales habíamos oído enunciar, pero no cumplir. Casares Quiroga, de naturaleza enfermiza, cansado por las emociones y las decepciones de los días violentos, no iba a tener fuerza física para volcar la mesa. Ese cometido había de corresponder a otro hombre.