Nuestro viaje, con una corta parada en Toulouse, fue perfecto. Aterrizamos en Manises con sol. Un automóvil de la policía nos llevó a la ciudad. Me faltó tiempo para ir al Ministerio de Hacienda a ponerme a la disposición del jefe del Gobierno que, en el concepto de la mayoría de los españoles, era «nominalmente» don Juan Negrín, y, efectivamente, don Indalecio Prieto. Nada, sin embargo, más lejos de la verdad, tanto porque Negrín tenía, ya entonces, acusada personalidad, cuanto por el cuidado exquisito con que Prieto procuró demostrar que no existía superchería alguna. Yo estaba entre los sorprendidos con la solución dada a la crisis. Supuse, y me equivoqué, que el sucesor de Largo Caballero sería Prieto. ¿Cómo fue preferido Negrín? No sabría decirlo. La explicación que posteriormente fue arbitrada, y que circula por todas partes, de que fue una imposición de los comunistas, no me sirve por inverosímil. No admito que Azaña se doblase a una tal coacción y menos que Negrín aceptase, de ver en ella una confianza que sólo es admisible cuando es libremente concedida. Ahora se dicen demasiadas cosas… No sé, repito, cómo fue preferido Negrín a Prieto. Sé que el disgusto contra la gestión de Largo Caballero, fomentado por los comunistas, fue creciendo considerablemente. Seguía dando juego, y había de ser motivo de un nuevo proceso de «responsabilidades», la caída de Málaga. Largo Caballero tenía motivos personales para sentirse irritado. Su habitual aspereza había subido de tono y más que por sus actos, por sus réplicas, hería a los comunistas. Una de aquéllas determinó, en un Consejo, un diálogo violento entre Largo Caballero y los ministros comunistas, quienes declararon que en aquellas condiciones no estimaban decoroso continuar en sus puestos. La respuesta, agria y destemplada, la interpretaron los afectados como una expulsión del Gobierno y, recogiendo sus carteras, se ausentaron de la reunión. Fue un momento embarazoso. A pesar de que el rompimiento no podía tener soldadura, y si la tenía no podía ser duradera, algunos ministros intervinieron de mediadores. Los comunistas, firmes en su decisión, no rectificaron su acuerdo, y se marcharon. Reputando esa marcha incidente sin importancia, el presidente del Consejo, pretendiendo que la reunión continuase, concedió la palabra al ministro que estaba despachando. La pidió Prieto para decir que en el momento mismo en que los ministros comunistas habían dimitido, el Consejo había terminado y con él el Gobierno.
«La crisis —dijo— ha quedado abierta y el presidente de la República debe ser informado». La tesis expuesta por Prieto sorprendió a Largo Caballero, quien creía que el Consejo podía seguir sus deliberaciones. El que supuso incidente cobraba unas proporciones inusitadas. El juicio de Prieto, perfectamente constitucional, fue anatematizado como una parte de la maniobra iniciada por los comunistas para derrotar a Largo Caballero. Este se encontró en el trance que por todos los medios había venido difiriendo: en crisis. La única esperanza residía en que el jefe del Estado le ratificase la confianza, autorizándole a constituir un ministerio sin comunistas, ya que éstos le seguirían negando su colaboración. Esperanza precaria. Tenía perdida la batalla. La había perdido después de tanto esfuerzo por ganarla, en un diálogo irritado y, en el fondo, innecesario. Para no reconocer esta verdad, reconocimiento que obligaba a deponer las armas, se atribuyó la intervención de Prieto a una complicidad, ensayada previamente, con los ministros dimisionarios. ¿No era, a la postre, la persona a cuyas manos había de ir a parar el Poder? No fue así. El Poder fue a las manos de Negrín que al abrirse la crisis se había concedido una vacación fuera de Valencia, y en razón de lo inesperado de la solución, que derrotaba el supuesto malicioso de la complicidad egoísta de Prieto, se dijo que este se disponía a gobernar mediante persona interpuesta. El rencor, el resentimiento, la hostilidad, son, en materia política, ricos en inventiva.
La carrera política de Negrín iba a llegar, de su amanecer de hombre de paja, a un mediodía dictatorial. Es un proceso de dos años crueles, que justificarán todas las curiosidades y merecerán largos esclarecimientos, al margen de la pasión innoble, si lo que se busca es un juicio exacto. Para saber que Negrín no era el testaferro gubernamental de Prieto, no necesitaba yo el concurso del tiempo, que había de separarlos con acrimonias y violencias epistolares de tono excesivo; me era suficiente el conocimiento de entrambos. Ninguno de los dos hubiese aceptado una situación depresiva de esa naturaleza. Sus ideas en cuanto al modo de conducir la guerra no dejaban de diferenciarse. Su propia manera de reaccionar ante los acontecimientos era distinta. Prieto suele ser una víctima de su temperamento. La observación la han podido hacer cuantos le hayan oído en alguno de esos discursos en que, al apasionarse, se golpea el pecho violentamente, grita hasta el ahogo y es frecuente que se hiera, haciéndose sangre. Este último detalle no responde a una invención. Al final de esos esfuerzos, bañado de sudor, jadea con el cansancio de una jornada muscular intensiva, fatiga que en ningún caso es congruente con un esfuerzo intelectual. Es su temperamento que, por clasificarlo sin pedantería científica y sin daño de la exactitud, llamaremos romántico. Para que no haya duda en cuanto a la ecuanimidad de ese juicio es suficiente recordar cómo se produce Prieto, ministro de Defensa Nacional, ante la represalia de Alemania por los daños que afirma haberle ocasionado la aviación republicana a su acorazado Deutschland, fondeado en el puerto de Mallorca. Prieto no sufre que la represalia discurrida por los alemanes quede impune, y en previsión de que el Gobierno, que se reúne a su instancia, esté de acuerdo con su pensamiento, ganando tiempo, ha hecho concentrar la aviación en los campos más próximos a la costa, con la orden tajante de atacar a los buques de guerra alemanes. Al defender su criterio lo hace con un calor patriótico que recuerda, por modo inevitable, la gallardía de Méndez Núñez.
—Si hemos de perecer —dice— yo soy partidario de ir a la muerte cuidando de que quede a salvo nuestro decoro. De mi parte, todo está dispuesto. La Aviación y la Marina tienen órdenes concretas y severas. Nadie podrá reprochamos el habernos defendido de la agresión cobarde de una potencia que nos está haciendo la guerra sin declarárnosla.
El Consejo de ministros no participa de su criterio. Juzga el problema desde otro ángulo. Cree que no se pueden poner a una sola carta las posibilidades de victoria, y deja que la represalia alemana, realizada por un acorazado y dos torpederos contra el puerto de Almería, quede sin respuesta. El movimiento de ánimo de Prieto, típico suyo, lo justifica después con un cálculo más pragmático: el de provocar un conflicto de carácter internacional que forzase a las democracias a salir de su pasividad cobarde. Esta diferencia de opinión entre Negrín y Prieto se produjo escasamente al mes de constituirse el nuevo Gobierno. Diferencia de temperamento que no permitía pensar que la crisis se hubiese resuelto, confiriendo el título de presidente a Negrín y la autoridad a cargo de Prieto.
El presidente del Gobierno lo era en toda integridad. Según me informó, en el viaje que hicimos juntos a La Pobleta para ser presentado, antes de tomar posesión del cargo, al presidente de la República, su primer propósito fue constituir un gobierno en el que los partidos políticos y las centrales sindicales estuviesen representadas, sin tener en cuenta la discutida proporcionalidad, por un solo ministro. Azaña, a quien le hizo conocer su pensamiento, se lo aprobó, manifestándole su temor de que no consiguiese realizarlo. «Si surgen inconvenientes —le contestó— se los traeré resueltos, por si encontrara aceptable mi propuesta». Cumplió su palabra. Como la UGT y la CNT no le concediesen su apoyo, por entender que el Gobierno debía seguir presidiéndolo Largo Caballero después de obtener de los sindicalistas que revisasen su acuerdo, en el que no introdujeron modificación, decidió suplir esas dos representaciones, concediendo una cartera más a los comunistas y otra a los socialistas, por donde Jesús Hernández siguió en el Ministerio de Instrucción Pública y yo sustituí en el de Gobernación a Galarza. Azaña le aceptó el Gobierno y sólo faltaba el acto protocolario de mi presentación, retrasada en varios días, para que el Ministerio estuviese completo.
Azaña me hizo una acogida amable y me animó con unas palabras de confianza. Pensé que muy parecidas palabras habían escuchado los anteriores ministros, a quienes los acontecimientos habían, de una o de otra manera, arrollado. Lo seguro es que a mí me fuese a ocurrir lo mismo. No acababa de resignarme con la encomienda y, al regreso, insinué capciosamente a Negrín la ventaja de enriquecer el Gobierno con las representaciones sindicales. Me contestó que no. Que el Gobierno no sufría modificación alguna y menos para dar entrada en él a las sindicales. Un poco a la pata la llana, me hizo entrega del Ministerio y no queriendo saber nada, por aquella noche, de mi nuevo oficio, me fui a dormir a mi casa, donde él celo de mis amigos había metido un policía, a quien me costó gran esfuerzo disuadir, al sonar la alarma, de que no consentía en bajar al refugio. Como los estampidos de las bombas se oyesen próximos —cayeron en el palacio del Ayuntamiento, a quinientos metros de mi cama— se persuadió por sí mismo y se fue de custodio de mi familia. Tenía yo más sueño que miedo; pero si me emancipé del policía, no conseguí ninguna victoria sobre el teléfono, al que me acercaba, en mi inexperiencia, temblando, por temor a sucesos infaustos. Felizmente eran previsiones que debía agradecer. Una voz que no me era conocida todavía me advertía, después de las explosiones, que se había tocado la alarma. Esta primera toma de contacto telefónico sirvió para que, sucesivamente, me fuesen comunicando el cese de la alarma, los aparatos que habían atacado la ciudad, el lugar próximo donde habían caído los proyectiles, los daños causados y el número de víctimas. Sobre las siete de la mañana sólo me faltaba conocer el detalle de si alguno de los aparatos agresores había sido tocado por nuestros disparos, «viéndosele alejarse arrojando humo y perdiendo altura». Mi informador puso cuidadosa atención en que no me faltase un detalle y cuando me los dio todos, se acostó tranquilo y yo me levanté sabiendo una parte, acaso la menos molesta, de lo que era ser ministro. Tres horas después hice nuevos adelantos en mi aprendizaje. Recibí a los jefes de la casa, y las primeras visitas. A una historia, bien pormenorizada y ambientada, seguía otra historia, y otra, y otra. Cada pequeño historiador de su problema se confiaba a mi sentido de la justicia para obtener la reparación anhelada. En una pausa de las visitas curioseé en los cajones de mi mesa y en los archivos de un despacho particular y reservado. ¡Nada! Ni un papel, ni una nota, nada. En mí comenzaba la parte de Estado que se concretaba en el Ministerio de la Gobernación. Aprendí entonces, con bastante sorpresa, que no hay continuidad entre la obra de un ministro y el que le sigue. Son, al parecer, trabajos personales, con cuyos testimonios, al terminar la gestión, se arrambla, para hacerlos desaparecer en el fuego o para, atándolos con un poco de balduque, conservarlos en espera de una oportunidad polémica para darlos a luz. De mis tiempos de periodista yo conocía la expresión de «recoger los papeles», signo de crisis inminente, pero la interpretaba bien inocentemente. Creía que lo que hacían los secretarios de un ministro era empaquetarles las cartas de sus electores y las de sus admiradoras, en suma, la historia político–sentimental de su ministerio, y no aquella documentación que concierne a los negocios del Estado y en la que se puede estudiar una política, susceptible de ser seguida, con rectificaciones o sin ellas. No es un reproche que hago a Galarza. Es una observación, que no dejó de darme qué pensar y que acaso explica los bandazos y las improvisaciones que han caracterizado nuestra política. Cada Gobierno español renegaba del pasado y fundaba su éxito en hacer todo lo contrario del anterior. Galarza se brindó amablemente a ilustrarme sobre cuantas materias necesitase información. Utilicé su ofrecimiento y mantuvimos una larga conferencia. Esto es posible siempre que entre el ministro saliente y el entrante no haya una enemiga furiosa. Esta suele ser más frecuente que la cordialidad. En esos casos, en el nuevo ministro comienza el Estado. Veinticuatro horas más tarde, tiene, compensatoriamente, la mesa llena de papeles, con los proyectos más maravillosos y las soluciones más felices para cuantas dolencias y desventuras aquejan al género humano, y más concretamente a los cuerpos de funcionarios que constituyen el Ministerio.
La intimidad del que me había correspondido la sospechaba ingrata. Uno de los primeros servicios que se me ofrecieron, como particularmente ventajoso para la guerra, fue, es forzoso emplear un eufemismo, hacer desaparecer a un subsecretario del gobierno anterior, periodista como yo y, como yo, vasco. La medida estaba particularmente recomendada porque el interesado era, inequívocamente, un agente secreto de determinada potencia fascista. Faltaba la prueba, pero la convicción existía. El «servicio» no presentaba el menor riesgo. Ni la sombra de una sospecha se proyectaría sobre el Gobierno. Celebré la propuesta, aun cuando el hecho de que me la hiciesen me desconceptuase a mis propios ojos, ya que me hacía pensar que había dado ocasión a que se me sospechase capaz de un consentimiento tan siniestro como el que se me pedía; celebré la propuesta porque me dio oportunidad para ponerme en guardia y advertir a los proponentes que la vida de la persona de referencia me era cara, por altas e infranqueables que juzgasen mis diferencias con ella. Este era un capítulo perfectamente independiente de la historia que proyectaban. Nadie volvió a aludir al tema y la persona objeto del proyecto siniestro no padeció en su seguridad más de lo que, como consecuencia de la guerra, padecíamos todos.
Peor suerte había de correr el infortunado Andrés Nin. Preso como militante del POUM, trasladado a Madrid a efecto de esclarecimientos policiacos, aislado e incomunicado en una finca de Alcalá de Henares, supe de su «evasión», así como de los datos anteriores, después de su «fuga», que me la notificó, en un restaurante de la plaza de Valencia, donde Miaja había invitado a comer a una parte del Gobierno, el director de Seguridad, Ortega.
—No tenga usted cuidado —afirmó— que daremos con su paradero, muerto o vivo. Déjelo de mi cuenta.
—Cuidado —le advertí—, el cuerpo de Nin no me interesa; me interesa su vida.
Miaja, que escuchaba la conversación, como oyese decir que lo probable era que Nin estuviese escondido en alguna unidad «poumista» del frente, intervino con su violencia verbal:
—Si es así y lo detienen los soldados, yo doy orden de que lo fusilen sin más preámbulos.
—Perdón, general. Lo que corresponde hacer con Nin compete a la justicia y usted no tiene por qué ordenar, en ese sentido, nada.
Por la tarde, en mi despacho, como no pudiese digerir la noticia y temiese lo peor, sin otra razón que la de mi instinto periodístico, llamé a Ortega y, con pretexto de preguntarle si había noticias de Nin, le planteé la cuestión de fondo.
—¿Vive o no vive Andrés Nin? ¿Me lo puede usted decir?
—No se lo puedo decir. No conozco más que lo que decía el teletipo que he enseñado este mediodía. He dado órdenes de que lo busquen por todas partes, conforme a su mandato. Cualquiera sabe en estos negocios en que interviene la Gestapo qué es lo que ha podido pasar.
La inopinada invocación de la Gestapo convirtió mis sospechas en certezas. Intenté saber en razón de qué noticia especial el director de Seguridad mezclaba a la historia de la «evasión» de Andrés Nin el temible organismo policiaco alemán y no supo decírmelo. Era una suposición suya… una intuición… Sobradamente conocía yo, al decir de mi teórico subordinado, la audacia del espionaje nazi y sus sistemas expeditivos y antihumanos de eliminar, llegado el momento, a sus mejores colaboradores. El teniente coronel Ortega me ilustraba, con bastante aplomo, sobre un tema en el que yo tenía convicciones firmes. Su rápida evolución de un republicanismo templado a un comunismo entusiasta no le había consentido asimilar de modo completo la dialéctica de su nueva filosofía. Esforzándose por razonar lo mejor que podía, en el esfuerzo descubría las fallas. Su principal defecto es que ignoraba que trataba de convencer a un convencido. Nuestra conversación terminó prometiéndome Ortega que daría nuevas órdenes a Madrid para que no descuidasen descubrir el paradero de Nin, y asegurándome que toda novedad me la trasladaría inmediatamente. Solicité una entrevista del presidente del Gobierno, a quien creí obligado informarle de lo sucedido y de mis sospechas, adelantándole, al mismo tiempo, la noticia de mi dimisión irrevocable si no rescatábamos la vida de Andrés Nin y la previsión del escándalo de tipo internacional que se desencadenaría contra el Gobierno de su presidencia, en el supuesto de que no consiguiéramos el rescate. Obtenida la entrevista, di cuenta a Negrín de los informes que tenía y le declaré mi pensamiento.
—Si, como temo, se confirman mis sospechas, le, ruego encarecidamente que me busque un sucesor. Yo no puedo seguir en el Ministerio. Para mí, la vida humana tiene un precio altísimo, y si comienzo por admitir la existencia de la Gestapo, la historia que comienza con el secuestro de Nin tendrá infinidad de capítulos sangrientos. Si acudo a su mayor autoridad, no es exclusivamente para informarle, sino también para que me ayude a rescatar al desaparecido.
—No descarte usted en absoluto, a lo que le veo muy inclinado, la posibilidad de que se trate de una represalia de la Gestapo. No es que lo afirme, pues no tengo especial información, siendo la primera la que me da usted; pero conozco bastante bien a los alemanes y sé de lo que son capaces. ¡No tiene usted idea de su audacia! Sobrepasa todas las medidas y cuanto fuera capaz de decirle resultaría pálido en contraste con la realidad. Insista usted con los servicios en tener una información exacta de lo sucedido y en cuando la posea venga a verme, que yo quiero saber la verdad. Esté seguro de que, si Nin vive, lo rescataremos. En cuanto a buscarle sucesor, ni pensarlo. Si no tiene usted confianza en alguna persona, la cambiamos.
Estaba claro que el Presidente me invitaba a destituir al director general de Seguridad, designación que yo no había hecho, entre otras razones, porque no conocía al interesado y el puesto de referencia era, en aquellas circunstancias, el único importante, y desde luego, el más delicado del Ministerio. Queriendo tener confianza en la interpretación de mis órdenes, llevé a Valencia, para atribuirle esa responsabilidad a Paulino Gómez, a quien, habiéndome fallado el cálculo envié como delegado general de Orden Público a Cataluña, cometido en el que realizó una obra extraordinaria, que no se encomió lo suficiente. El orden público mejoró de una manera considerable. Cuando pude pensar, por la dimisión de Ortega, en confiarle la Dirección General de Seguridad, no me decidí a hacerlo, por temor a romper la continuidad de su obra en Cataluña, de donde me llegaban los más calurosos testimonios de sus aciertos. Antes de acogerme a la invitación del Presidente, preferí aclarar el caso de Nin. Terminada la entrevista con Negrín, pedí al comisario jefe de Madrid, que coincidía en ser socialista, un informe puntual de cuanto hubiese sucedido, con la orden de que me lo trajesen personalmente, indicándole que no diese conocimiento del informe a persona alguna. Al día siguiente, por la mañana, el comisario general de Madrid me esperaba en el despacho con el informe y una cartera conteniendo algunos documentos, varias monedas alemanas y una insignia de un ferrocarril tudesco. El informe era muy preciso y claro.
—¿Cuál es su opinión? ¿Cree que Nin ha muerto o supone que vive?
—Tengo la impresión de que vive. Creo que está preso en alguna unidad del frente de Madrid.
Llevé el informe y los testimonios a él adjuntos al Presidente. Se quedó con todo, encargándome personalmente de llevar la gestión. Le indiqué la posibilidad de conseguir el rescate de Nin si se confirmaba su secuestro en una unidad militar y le ratifiqué, para en caso contrario, mi dimisión. El comisario general regresó a Madrid en el mismo día y antes de despedirlo, le ilustré sobre cómo debía llevar su trabajo y la necesidad de que yo conociese inmediatamente las novedades que se fuesen presentando. La gestión personal de Negrín no dio el menor resultado. Se le dijo que el secuestro de Nin era obra de la Gestapo, interesada en que un colaborador suyo de tanto precio no fuese interrogado por nuestros policías y, por debilidad o arrepentimiento, descubriese sus servicios en la España republicana. El embuste no podía ser más grosero. Sin conocer a Andrés Nin, yo negaba la versión. Se lo dije así a Negrín. Este trató de convencerme de que todo era posible. Con carácter general, lo admitía: todo es, en efecto, posible, y los más inverosímiles matrimonios de la mano zurda tienen pública y solemne realización; pero no en el caso de Nin. Con el informe del comisario general de Madrid a la vista, la atribución de responsabilidad a la Gestapo no era admisible. Dimitió, después de dos consejos de ministros casi feroces, el director general de Seguridad. Los ministros comunistas defendieron a su correligionario con una pasión extraordinaria. Yo afirmé que el director general podía continuar en su puesto, pero que en tal caso yo abandonaría el mío. Prieto, con palabra segura, reprochó a los comunistas su manera de conducir el debate y declaró que, solidarizado con mi posición, sumaba su dimisión a la mía en el supuesto de que no se sustituyese a Ortega. Se aprobó mi propuesta.
Ortega me hizo, al conocer el acuerdo, una escena sentimental y dolorida, eludiendo el fondo del problema: la desaparición de Nin. El comisario general de Madrid llevaba unas gestiones personales con el presidente de la Audiencia, quien creía en la existencia de Nin y en la posibilidad de recuperarlo. Dio la promesa de conseguirlo, a condición de que no se hiciesen averiguaciones ni se pensase en establecer castigos. Di mi conformidad a la propuesta, declarando que todo cuanto me interesaba era recuperar al desaparecido. Me ilusionaba, hasta conmoverme, la idea de salvar a Nin. Dudo que sus propios compañeros hubiesen tenido una alegría tan profunda. Hice un viaje a Madrid para seguir de cerca la extraña negociación. Después de varias alternativas, el presidente de la Audiencia, que operaba con su autoridad, se nos declaró impotente. ¿Existía o no existía Nin? Ni siquiera eso sabíamos. Los rumores eran variadísimos. Para unos había sido enviado en un buque prisionero a Rusia; según otros fue ejecutado por un batallón de internacionales. En concepto de la policía seguía estando preso en alguna unidad del frente… Yo llegué a persuadirme, sin ninguna razón, que Nin fue muerto pocas horas después de su secuestro. La esperanza de defender su vida me hizo desistir del primer propósito: abandonar un puesto que me exponía, por la desorganización del ministerio, desorganización difícil de corregir por ser obra de la pasión política, más peligrosa cuanto más solapada, a quedar salpicado de sangre. Ya que no la de Nin, sé que defendí otras vidas, además de la del subsecretario a que he hecho referencia, y esa convicción, que me impide arrepentirme de haber continuado de ministro, me valió en ciertas esferas el calificativo, aplicado con intención peyorativa, de «humanista». Sensible al dolor ajeno, tanto como al propio, me emocioné muchas veces con los que me pedían justicia, y sin renegar de esa emoción, la compenso, ante los exigentes, con el orgullo de no haber faltado un solo día a mi deber, que una de las lecciones que he aprendido con la guerra es que los más crueles coinciden en ser los más cobardes cuando el deber es duro.