Bilbao, por contraste con Madrid, causaba una impresión penosa. El régimen de alarmas constantes en que vivía hacía tiempo, como consecuencia de las reiteradas visitas de la aviación extranjera, había creado en el vecindario un complejo de inferioridad de carácter irremediable. Cada toque de alarma, y eran frecuentísimos, representaba la paralización automática de todas las actividades industriales, mercantiles y burocráticas. Hombres, mujeres y niños se resguardaban en los refugios más inverosímiles. Familias enteras se iban, desde primera hora de la mañana, para no regresar a sus casas antes de la noche, a los montes próximos o se instalaban en los túneles ferroviarios. Cada alarma sobresaltaba todos los corazones. Se explica. La implacable destrucción de Guernica y su coda terrible, el bombardeo de Durango, sobrecogieron a los bilbaínos, quienes, en razón de la terca resistencia de los frentes, vivían en el temor constante de una agresión brutal de parte de los aviadores alemanes e italianos. Se conformaban, al parecer, con sus excursiones desmoralizadoras. Cada vez que atacaban los frentes, y los atacaban con la frecuencia que les consentía la impunidad, volaban sobre Bilbao, acercándose al mar, por donde desaparecían. Era media hora, una hora, en que los trabajos de la cuenca siderometalúrgica quedaban interrumpidos. Este sistema de desmoralización les resultaba eficaz y lo practicaban sin cansancio. Bilbao no tenía ni aviación ni defensa antiaérea. Los contados aparatos de que le fue posible disponer fueron cayendo en una lucha heroica y desigual. A pesar del retraso que sufrió mi viaje, la esperanza de que Prieto me hizo confidente no se había realizado: los cazas no habían podido subir hasta el Norte, donde los estaban esperando con una ansiedad angustiosa. Nuestra aviación tenía un prestigio casi mesiánico. Entre la gente del pueblo no había quien no creyese que, una vez en juego nuestros aparatos, el régimen de alarma cesaría y, en los frentes, la progresión del enemigo quedaría cortada. «¿Qué hace Prieto que no se acuerda de nosotros?». Cuando quien me interrogaba merecía ser informado, le explicaba lo que hacía el ministro del Aire. Justificaba los reproches, que eran absolutamente injustos, atendidas las constantes decepciones que, sin culpa de Prieto, venían sufriendo los bilbaínos, a quienes se les dieron anuncios seguros de la llegada de nuestros cazas. ¿Qué hacía Prieto? Lo humano y lo divino, según su expresión, por ir en ayuda de Bilbao. Acaso me equivoque, pero me atrevo a afirmar que en ningún cometido puso tanta pasión y tanto esfuerzo como en el de proveer de material aéreo al Ejército del Norte. Cada fracaso le sugería un nuevo plan, al que dedicaba todo su dinamismo, y del que eran ejecutores todos sus amigos… Pedí una entrevista a Aguirre, presidente del Gobierno vasco, tanto para ponerme a sus órdenes, como para darle conocimiento de mi conversación con Prieto. Me pareció interesante que Aguirre conociese, por mí, la sincera preocupación del ministro de Marina y Aire, diputado por Bilbao, por la situación del Norte. Le informé de lo que sabía y Aguirre, con plena sinceridad, me dio su opinión. «Sin sus noticias y sin las que yo tengo directas de él, estoy convencido de que Prieto buscará por todos los medios el modo de ayudarnos. Ni la sombra de una duda a ese respecto. Si su ayuda no nos llega será por absoluta imposibilidad material». Juzgaba la situación difícil, pero en manera alguna desesperada. Me pareció que tenía una confianza plena en la salvación de Bilbao. Confieso que era, sin que pudiese apoyarla en razón militar ninguna, mi propia convicción. Contra lo que podía disculparse por mi oficio, no le hice pregunta alguna encaminada a conocer el fundamento de su confianza. Al comenzar la guerra me prohibí la menor curiosidad sobre proyectos militares o propósitos políticos. Me complacía en ignorar lo que otros, con menos títulos, conocían con abundancia de detalles. Me limitaba, en cada caso, a cumplir lo que se me ordenaba y, en todas, a ser un periodista gubernamental.
En Bilbao no tuve otro oficio. Nadie se cuidó de pedirme más trabajo, que hubiera realizado con gusto. La censura de prensa era, como me lo habían advertido mis camaradas, durísima. Yo no lo noté. No creo que los censores llegasen a tachar cinco palabras mías. No se trataba de una consideración personal, ya que mi trabajo era anónimo. En Madrid, la censura había hecho esta declaración: «Si los periódicos siguiesen la norma de El Socialista no necesitaríamos ver sus galeradas». Acaso fue por esta razón por la que el gobernador civil, camarada Villalta, me llamó a su despacho para proponerme que me hiciese cargo de la jefatura de los censores de Madrid, aclarando, para vencer mi resistencia, que había consultado mi nombramiento con el ministro, compañero Galarza, a quien le había parecido excelente la propuesta. Algún esfuerzo me costó hacerle comprender que eran inconciliables la dirección de un diario y el ejercicio de la censura. Es probable que mi éxito con los censores bilbaínos respondiese al hecho de que escribiese mis artículos bajo la mirada vigilante del Santo Padre, que me proporcionaba, en silencio, una media bendición fotográfica. La Lucha de Clases, al transformarse en diario, se había instalado, con la complacencia del Gobierno vasco, en la casa de La Gaceta del Norte, diario católico. La llegada de los ateos al domicilio periodístico de los religiosos se hizo sin daño para las imágenes. Seguían todas no sé si un poco sorprendidas de nuestro respeto por ellas o si asombradas de no presenciar tenebrosos conciliábulos masónicos. Al recuperar su casa, los propietarios habrán tenido que dedicar una parte de su tiempo a pintar bigotes a la Virgen, a transformar la tiara del Pontífice en gorro frigio y a parecidas irreverencias con otras imágenes para subsanar olvidos que no parecen dispuestos a perdonamos, a juzgar por la iracundia con que nos recuerdan que no somos personas decentes. De haber sospechado mi culpa, yo hubiese puesto mi mejor voluntad en ensombrecer, con un bigote de sargento, el rostro afable del viejecito que, ajeno a su pecado, me inspiraba los artículos y me los retribuía, malos o buenos, con su media bendición. ¿Qué trabajo me hubiese costado evitar ese esfuerzo a «Desperdicios», cuyo pulso, ni por la edad ni por la enfermedad, puede tener la firmeza del mío?
Los redactores de La Lucha de Clases, que esta contrita declaración nos sirva de disculpa, no sabíamos que fuese obligatorio ofender con inscripciones y dibujos la iconografía religiosa. Que la ignorancia se nos compute como atenuante y que ella haga que no se nos tome en cuenta el haber transigido por la superchería médica de la locura de López Becerra, al solo efecto de que su vida no corriera ni el riesgo, inexistente, que fomentaba el miedo del interesado. Diagnóstico que pudo ser falso cuando se dictó y que, por simulación, se ha convertido, desgraciadamente, en verdadero. Fenómeno bastante frecuente que, en el caso del redactor de La Gaceta del Norte, tiene la confirmación de su conducta diaria. Enfureció de gratitud en el manicomio. Escribe frenético de caridad cristiana. Su iracundia siniestra le sobreviene después de edificar su conciencia con el sacrificio de la misa. Odia con toda la ternura de su corazón, inagotable de bondad, a quienes le conmovieron con su heroísmo civil al notificarle que antes que nada era un compañero de oficio, cuya vida se comprometían a guardar. Recordando las lágrimas de aquel instante, no puede evitar que todos sus nobles sentimientos, concertados por su educación religiosa, le conduzcan a reclamar castigos ejemplares y sentencias inexorables. ¡El Señor premie su esfuerzo caritativo! Su caso, repetido en infinidad de personas igualmente cristianas, dice bien en qué medida es exacta la pedagogía moral de las fábulas que nos dieron a leer de niños en las escuelas municipales: «Haz bien y no mires a quién», y más especialmente aquella que, ya adultos, buscamos por nuestra propia cuenta, y que citaré en su lengua originaria: «Malo qui bem facit, pejorem facit». No invito a nadie al arrepentimiento. Después de todo, esas conductas, previsibles, constituyen un punto de referencia que nos consiente conocer en qué medida podemos sentirnos orgullosos de nuestra generosidad humana. En esta materia, el Gobierno vasco puede ufanarse con motivo. Cuidó con particular interés de que nadie se consintiese licencias sangrientas con la vida ajena.
Yo no conocía personalmente al consejero de Gobernación, Monzón. Mis noticias sobre él eran particularmente sumarias. Sabía únicamente que era un católico cerrado y un nacionalista vasco más cerrado todavía. Me lo imaginaba, pues, agrio y esquinado, incapaz de admitir a amistad a quien no fuese ni católico ni separatista. Mis suposiciones no podían ser más falsas. Es un hombre joven y fino, y su conducta en Gobernación respondía a directrices humanas. Su nacionalismo intransigente se tradujo en un deseo bien plausible: impedir que el País Vasco se ensombreciese con violencias irreparables. Hubo algunas. Ocultarlas sería estúpido. Pero inmediatamente de producidas, se atendió a cortarlas de un modo tajante. Los sucesos de la cárcel… Tan pronto como fueron conocidos, un batallón, el séptimo de la UGT, se hizo cargo de la prisión y garantizó la vida de los presos. Su comandante se encargó de tranquilizarlos: podían abandonar todo cuidado. Respondía con sus soldados de que nada tenían que temer. La explosión colectiva que determinó los sucesos se redujo. Como se redujo la reacción operada en el barco–prisión. Fueron varias las personas que perdieron la vida en esos sucesos. De todas ellas oí hablar con respeto y sentimiento. Se reconocía la brutalidad y se lamentaba. Aldasoro sentía como suya la muerte de Balparda. Yo lamentaba con mayor fuerza la muerte de Eguileor, hombre de curiosidad insatisfecha, tipo de intelectual perezoso que dejaba el esfuerzo de crear para la tertulia del café, donde sus amigos le oían y contradecían con respeto. Si era monárquico, lo era por oposición al nacionalismo vasco, movimiento político que detestaba con todas las potencias de su alma. No por eso los nacionalistas le desearon el menor mal. Por su voluntad, esa vida hubiera gozado de las máximas seguridades.
Otros hombres de la significación españolista de Eguileor, igualmente caracterizados por su pública desestimación de las doctrinas de Sabino Arana, gozaban de absoluto respeto y tranquilidad. Uno de ellos, periodista de buenas maneras y mejor castellano, con el que yo había polemizado, vivía en su casa, conturbado por el espectáculo de la guerra, y afirmaba su sincera incapacidad para defender un movimiento que se servía de los ejércitos extranjeros para conseguir la victoria. No faltó a su promesa. Poco después de la caída de Bilbao concluyó su vida. Sin esta circunstancia quizá se hubiera visto en el aprieto de apostillar con unos adjetivos entusiastas una victoria que le repugnaba. Monzón consiguió devolver a la vida humana su precio. Su doble dogmatismo, el religioso y el político, lo utilizó, noblemente, para economizar al País Vasco el bochorno de un desarreglo sangriento del tipo del que prevalecía en Burgos y del que prevaleció, en los primeros meses, en Madrid. La devastación de Guernica y la crueldad contra Durango, susceptibles de justificar la iracundia popular, no se señalaron con represalia alguna. Ni siquiera en la persona del aviador alemán que, abatido en el frente por los disparos de una ametralladora, esperaba en su encierro la oportunidad de su canje, después de haber declarado que «siendo ejemplar la conducta de los soldados republicanos, la caída de Bilbao podían descontarla segura, dado el material de que disponían los atacantes». Este mismo aviador, un muchacho joven, manifestó a quienes le interrogaban que «la aviación alemana era la mejor del mundo». Hacía la afirmación sin la menor jactancia, como el que comunica el resultado de una operación matemática cuidadosamente comprobada previamente. Toda atribución de crueldad al Gobierno vasco es perfectamente injusta. Ningún otro hizo más por mantener a máxima altura el pabellón de la República.
Idéntico esfuerzo, con diferente resultado, hacían en los frentes los soldados. La política de la guerra era más embarullada y caótica. El Norte no se entendía. La autonomía concedida a las Vascongadas determinó en el País Vasco un crecimiento inverosímil de los fervores autonomistas, al punto de que los propios nacionalistas, si su ideal no se cifrase en mayor conquista, hubiesen quedado sobrepasados. Los comunistas, siguiendo instrucciones de su comité central, acentuaron su nacionalismo euzkadiano y algo parecido, aun cuando con mayor mesura y timidez, hicieron los socialistas. El proceso de este mimetismo colectivo necesitará ser estudiado con detalle. Sobra con que lo consignemos aquí, como explicación de la exacerbación nacionalista de los seguidores de la doctrina de Sabino Arana que, empujados tanto por su pasión política como por la corriente, ensayaron, en cierta manera, ademanes nacionales. El Gobierno autónomo del País Vasco, según la ley votada por las Cortes, se convirtió en el Gobierno de Euzkadi, que con ese mismo nombre designó al Ejército… La diferencia no dejaba de tener su importancia, y daba lugar a que las del Norte se enconasen. Los motivos de rozamiento con el Poder Central se podían localizar en tres puntos: guerra, hacienda y extranjero. El más grave de todos, siendo serios los tres, era el primero. El general Llano de la Encomienda acudió una tarde, acompañado de su jefe de estado mayor, a mi despacho de La Lucha de Clases, a querellarse de la terrible confusión en que se encontraban las cosas militares. Su mando, al decir de él mismo, era puramente teórico. Su autoridad, inexistente. Entendía, y con él Ciutat, que era quien le acompañaba, que urgía poner remedio a una situación que por momentos se hacía más delicada, concentrando todo el poder militar en una mano y haciendo que el Ejército fuese uno, sometido, para todo, a las mismas normas y a los mismos trabajos. Me citaron el caso de la obstinación nacionalista rechazando hasta última hora la ayuda de los batallones santanderinos y asturianos.
—Esa negativa a recibirlos se fundaba en el deseo de los nacionalistas de ser ellos solos quienes defendiesen su país. Lo han dicho concretamente: «Iremos con mucho gusto en ayuda de Asturias y de quien nos necesite; pero aspiramos a ser nosotros solos quienes defendamos Euzkadi». Venciendo esa resistencia hemos gastado el tiempo y hemos llegado tarde. Este concepto nacionalista, mezquino, nos está haciendo mucho daño. El Norte, con zona autonómica o sin ella, necesita ser un bloque defensivo, con unidad de mando y de obediencia.
El general, que habló mucho menos que Ciutat, me dio la impresión del hombre que ha perdido la confianza en sí mismo. Las opiniones que hasta mí habían llegado me lo representaban como torpe y sin iniciativa. Le hacían infinidad de reproches y no le guardaban la menor consideración. Este criterio predominante no tenía oposición. Sólo encontré una persona que le defendiera. Había vivido en sus cercanías con ocasión de algunos ataques nuestros, y a pesar de su alto sentido crítico, creía poder afirmar que Llano de la Encomienda conocía su oficio y tenía un criterio claro de nuestras posibilidades y la mejor manera de aprovecharlas con éxito.
Lo que sucede es que fue recibido con desgana, acaso con antipatía, y se ha preferido darle de lado a robustecer su autoridad. Sabe que no puede luchar contra esa enemiga y está presidiendo pasivamente el desastre, que, sin ningún motivo, se lo atribuían a él. Es un valor, con mayor o menor precio, que nos hemos complacido en desgastar sin cuidamos de someterlo a prueba. Lo único cuerdo que cumple hacer es sustituirlo rápidamente, pero eso a condición de que quien le sustituya venga investido de la máxima autoridad y sepa, previamente, que le será reconocida. De otro modo, el caso del general Llano de la Encomienda se repetirá en otra persona y no se habrá adelantado nada. Nuestra ceguera es única; hemos agotado todas las posibilidades de encomiar al Ejército y nuestro retroceso no conoce término. ¿Qué sentido tiene esta negativa a plantearse los problemas con claridad? ¿A qué viene toda esta literatura osiánica? Me declaro incompetente para descifrar ese enigma. A veces llego a pensar si se trata de un suicidio deliberado.
Este único defensor de Llano de la Encomienda apuraba hasta el extremo máximo sus conclusiones pesimistas. Sus opiniones no encontraban el menor eco simpático. Se debatía, íntima e inútilmente, contra el medio. Estaba tan solo como el propio general. Y no sé si el general, pienso que sí, estaba tan lleno como él de una ardiente pasión de ayuda, profundamente fervorosa y sincera. ¿Tan difícil les es reconocer a los pueblos a sus amigos entrañables? ¿Tan escasa es la videncia de los hombres que los gobiernan? Pienso que a los nacionalistas, cuyos militantes se batían valerosísimamente en el campo, les hubiese convenido hacer suya, por toda la duración de la guerra, la divisa del caudillo anarquista: «Renunciamos a todo, menos a la victoria». En su mismo caso se encontraban los que, por un error de perspectiva, ponían en primer plano la política. Estaba escrito, al parecer, que haciendo política perdiesemos la guerra. La de los nacionalistas, supongo que no la de todos, la encontré enunciada en un diario de su comunidad, en los siguientes términos: «Si Euzkadi se defiende, España ganará la guerra. Y si España gana la guerra por la heroica resistencia del pueblo vasco, ¿con qué razón nos negará la independencia?». El escritor cuyo pensamiento extracto con fidelidad, y el diario que lo hacía suyo, no se propuso el supuesto contrario, el de que no venciendo Euzkadi, España perdiese la guerra… Reconozco que el argumento era de circunstancias, perfectamente falso en todos sus extremos; pero no dejaba de tener una expresiva significación el que un tal pensamiento se difundiese en aquellos momentos en que todo el País Vasco esperaba con anhelo angustioso que el Gobierno central pudiese remitirle los elementos que reputaba imprescindibles para vencer de la dura prueba de la ofensiva facciosa. Esa expresión de un pensamiento político operante, necesariamente tenía que tener, en mayor o menor medida, repercusiones en el Gobierno. Según todos mis indicios, pasados y presentes, el pensamiento más sereno era el de Aguirre. Y, sin embargo, al acentuarse el riesgo de Bilbao, en las últimas jornadas de la defensa de la villa, ¿no asumió el mando de las tropas vascas reputando beneficiosa esa determinación suya para la moral de los combatientes? Su decisión tenía más de sacrificio que de egolatría. El desenlace era visible. Lo vaticinaban, inequívocamente, las veinticuatro horas de cada día. Pero el conflicto de la determinación no desaparecía por la buena intención en que se inspiraba y yo fui testigo, con los demás ministros, de los sofocos que pasó Prieto hasta encontrar la fórmula que conciliase la determinación de Aguirre con su propia autoridad, transferida, en el Norte, al general que ejercía el mando. El Gobierno no tenía posibilidad de enviar al Norte a Napoleón, ni viniendo más a nuestros días, a Foch. Mandaba aquello que tenía: Llano de la Encomienda, Martínez Cabrera, Gamir, generales susceptibles de convertirse, como Miaja en Madrid, exactamente igual que Miaja, en héroes populares, si encontraban el medio adecuado para encabezar una resistencia del tipo demencial y heroica como la de la capital de la República. La primera exigencia, la condición precisa, era hacer del general un mito, asistiéndole de todas las colaboraciones y rodeándole de la máxima autoridad. Miaja, que no pudo debelar Córdoba, pudo, en cambio, cosa más difícil: hacer inexpugnable Madrid. Bilbao tenía, además de historia, pasión de pueblo inexpugnable. Su defensa puede ser propuesta como ejemplo, a pesar de su caída. Si se exceptúa Madrid, nadie hizo más con menos elementos. Fallaron todas las esperanzas y en medio de tanta decepción, señero, como un punto de referencia luminoso, el heroísmo de los combatientes que no se resolvían a perder la villa entrañable y se inmolaban, como en Archanda, en una defensa desesperada y emocionante, gritándoles a los italianos, por los claros de las descargas, el último ¡gora Euzkadi azkatuta! que la presencia de la muerte hacía grandioso. Lejos de los combates, ese heroísmo se tornaba pudoroso y cada combatiente escondía su comportamiento personal en el orgullo de su unidad. Para ocultar la emoción de la desgracia, quebrando las lágrimas con una «chirenada», el bilbaíno arrojaba las llaves de su casa a la ría, añadiendo al gesto muy pocas palabras: «Ya no os necesito, y si alguien os precisa, que os busque». Y, sin volver la vista, iniciaba el éxodo hacia Santander, en la compañía, siempre reconfortante, del más original de los combatientes de la República, tan aficionado al buen tabaco habano, como a los cuellos de plancha, detalle indumentario con el que hizo toda la campaña y al que yo, bajo falsos informes, adelanté una necrología con unos cuantos trinos apócrifos de «El pájaro de Cuenca».
Llano de la Encomienda estaba resignado a pechar con todas las responsabilidades, llenaba su cometido con todo el decoro que le consentían las circunstancias; pero entendía que al Gobierno correspondía unificar el mando y hacerse presente con su autoridad en la campaña del Norte. Él se reconocía gastado. Ciutat, mucho más expresivo que él, iba señalando los puntos fundamentales del problema. Yo me hice cargo de lo que decían y cuando pude notificárselo al ministro de Defensa Nacional, este conocía la situación del Norte de una manera exacta. Seguía haciendo esfuerzos para enviar material y trataba de influir con nuevos nombramientos en aquel estado de cosas político, sin demasiada confianza en conseguir lo que se proponía. Participé en algunas reuniones con mis compañeros, en las que, según la costumbre, no se aclaró ni resolvió nada. González Peña, que nos abrumaba con su uniforme de comisario, concretó en un informe las torpezas que estaba cometiendo Vizcaya en el orden militar, censurando ásperamente la conducta del Gobierno vasco que, en su concepto, sobrepasaba todas las atribuciones que le estaban concedidas por la autonomía. Sus argumentos, en gran parte, eran los mismos que los del Cuartel General. Cuando hizo alusión al general, alguien le interrumpió con violencia: «Ese no es un general, es una patata». El informe de Peña no sirvió de nada. Las posiciones en litigio eran muy duras y aun cuando se entendió que los consejeros socialistas debían pedir una entrevista a Aguirre, para esclarecer ciertos puntos concretos, uno de los que estaba presente en la reunión anticipó cuál había de ser la respuesta del Presidente: «Que gracias a sus preocupaciones, el Ejército de Euzkadi era el mejor preparado y el más disciplinado; aquel donde la organización, incluyendo los servicios, respondía de modo más perfecto a la organización de un ejército regular». Esto no deja de ser verdad. Las unidades militares del País Vasco estaban equipadas, en lo posible, atendido el bloqueo, de un modo inmejorable. Su sentido de la disciplina era muy alto, y en cuanto a bravura, no necesitaban de lecciones ajenas. Los combates de Sollube, donde la aviación alemana cambió la fisonomía del terreno, sin conseguir expulsar a quienes lo defendían, antes de haberlos exterminado, proclaman la verdad de un heroísmo robusto. Se hacía difícil separar en la polémica lo exacto de lo falso, con tanta mayor razón cuanto que el Gobierno estaba lejos y difícilmente comunicado y resultaba fatal que la región autónoma, por apremios de tiempo, resolviese por sus propios medios, cuidando el Gobierno de enviarle aquellos elementos técnicos y aquellos recursos materiales que le consintiesen endurecer la resistencia. Esa situación de hecho justifica, en cuanto a lo militar, la conducta del Gobierno vasco. Esta puede parecemos incluso perfecta, comparada con la que después siguieron las autoridades de Asturias, que no se concedieron autonomía, sino, algo más rotundo y lamentable, «soberanía». Los nacionalistas vascos, separatistas confesados, no llegaron en ningún momento a ese atrevimiento y mucho menos se dirigieron a la Sociedad de Naciones, haciéndole una dramática comunicación que puede encabezar una antología de disparates.
Mi estancia en Bilbao fue muy corta. De regreso de una visita al frente de Oviedo comiendo en Unquera, nos enteramos por la Hoja del Lunes, que desplegó enfrente de nosotros un comensal, que se había producido crisis. Creímos que en Santander conoceríamos la solución. En el Gobierno Civil no tenían noticias. Esperamos dos horas y como siguiesen sin informes, nos pusimos en camino hacia Bilbao, conjeturando sobre los varios aspectos de la dimisión de Largo Caballero. Conveníamos en que de no serle ratificada la confianza, el sucesor sería Prieto. Esto se nos antojaba fuera de duda. Por muchas razones: su mayor personalidad, capacidad y popularidad. Cruz Salido, con quien hacía el viaje, me citó en su despacho de El Liberal para conocer la solución. Fatigado del viaje preferí quedarme en la casa donde me daban generosa y cordial hospitalidad. A las tres de la mañana, el propio Cruz Salido, acompañado de otro periodista, me despertaba con la notificación de que en el nuevo Gobierno me habían atribuido la cartera de Gobernación. Quizá en otro momento una tal noticia hubiese puesto a cantar mi vanidad. En aquél recibí la impresión más penosa. No sabía por dónde iniciar mi razonamiento y, defendiéndome de la noticia, no pude dormir. Si alguien no podía servir para un cometido semejante, ese era yo. ¿Quién y por qué había pensado en mí? Mi nombre, en efecto, estaba en todos los periódicos. No había error. Pensé en algún colaborador que me hiciese menos ingrata mi tarea, y elegí un hombre que tiene la dura energía de que yo estoy a falta: Paulino Gómez. Este vio en López Sevilla, además del secretario, el consejero jurídico, y los tres, gracias a una gentileza de Aguirre, pudimos embarcarnos en un avión del Gobierno vasco para Valencia. Salimos de la playa de Laredo, conducidos por un piloto que, unas semanas después, había de entregar viajeros y aparato a los rebeldes, en la playa de Zarauz, habilitada para el aterrizaje previsto.