Finalizado el mes de abril, resolví irme a Bilbao. Consideré que me obligaba a ello mi representación parlamentaria. Las cosas en el Norte marchaban mal. La ofensiva desencadenada por Mola progresaba. Los ataques contra las fuerzas del Norte eran rudísimos y estaban apoyados por una formidable masa de aviación que no tenía sino una débil competencia. Se temía el asedio de Bilbao, en previsión de lo cual se había hecho construir el que se llamaba, un poco pomposamente, «cinturón de hierro». Esa voluntad de defensa era justamente la que me impulsaba a ir a Bilbao. Me ilusionaba la idea de una nueva victoria de la capital de Vizcaya y deseaba ser testigo de ella para más tarde poder ser cronista de su heroísmo. Tenía la convicción profunda de que Bilbao resistiría, pese a las mayores dificultades, como resistía Madrid. En la nómina de sus defensores muertos había inscritos muchos nombres de amigos míos. Cedí la dirección del periódico a Manuel Albar y me trasladé a Valencia, con la esperanza de que Prieto autorizase mi viaje en uno de los Douglas que, por Francia, hacían viaje a Santander. Comprendió mi demanda y, por su gusto, se hubiera trasladado él mismo a Bilbao. Antes de partir, tuvimos una breve conversación. Los bombardeos eran feroces. Guernica había sido destruida totalmente. El adverbio tiene aquí, por desventura, un empleo justo. Todo el caserío, a excepción de muy contadas casas, fue demolido o incendiado por las bombas de los aviones alemanes. Resultaba increíble. No recuerdo nada parecido. Quizá el barrio de Argüelles, en Madrid, pero ni eso. Guernica era una escombrera inmensa. A derecha e izquierda de lo que eran las calles, las casas estaban en el suelo. El número de víctimas fue muy crecido. Después de esta destrucción salvaje, superior a lo que el lector imagine, los mismos aviadores alemanes bombardearon Durango. Siendo varios los ataques, las ruinas no fueron tantas como en la villa foral. Las víctimas allá se iban, porque el mando supo hacer coincidir la fecha del bombardeo con un día de mercado. Un templo fue destruido en el momento en que se celebraba la misa, muriendo varios fieles y el sacerdote que la oficiaba. Una bomba destruyó una casa de religión femenina, matando a varias religiosas. Cuando la capital del Duranguesado fue de Franco, las religiosas supervivientes fueron coaccionadas para que testimoniasen que los bombardeos habían sido obra de los «rojos separatistas». Resistieron las coacciones y se negaron a declarar otra cosa que la verdad. Esto les enajenó la simpatía de los vencedores, que llegaron a causarles molestias que no habían padecido con los defensores de la causa republicana. Algún periódico dijo de ellas que eran, antes que místicas esposas de Jesucristo, súbditas apasionadas de Aguirre: separatistas. En estas condiciones, mi conversación con Prieto se redujo a saber si podía transmitir al Gobierno vasco alguna esperanza en cuanto al recibo de aviación.
El Douglas, por unas y otras razones, retrasaba su salida. Cada día perdido en Valencia me irritaba. Aun cuando procuraba ayudarle a mi sucesor en el periódico mandándole crónicas y dibujos que sonsacaba a Arteta, el tener que explicar varias veces al día la razón de mi presencia en Valencia me incomodaba. Iba todas las tardes por el Ministerio de Marina y Aire a conocer si al día siguiente había viaje de Douglas al Norte. La orden del ministro no se solía conocer hasta la primera hora de la noche. La tarde del 3 de mayo, como fuese a por el informe, me dieron la noticia del momento: los anarquistas se habían insurreccionado en Barcelona, sumándoseles varios pueblos, y la situación, con combates en las calles, era terrible. Las noticias de primera hora eran realmente catastróficas. Se temía que las unidades confederales abandonasen los frentes, y que el adversario, aprovechando la ocasión, se adueñase o poco menos de Cataluña. El Gobierno estaba reunido y examinaba la nueva situación creada, que la reputaba muy grave. Fuerzas de Seguridad, sobre camiones, marchaban hacia Barcelona. Se había pensado, si los insurrectos no deponían las armas, hacer una demostración aérea. El Consejo de ministros fue muy movido. Largo Caballero estaba seco y tieso, resuelto a reducir por la fuerza a los nuevos rebeldes, contra los que le empujaban los comunistas, partidarios de una acción ejemplar. Los ministros anarquistas razonaban lo sucedido, afirmando que era una consecuencia fatal de la expulsión de la CNT de los puestos de responsabilidad, expulsión que equivalía a una declaración de guerra. A la salida del Consejo, uno de los ministros anarquistas, el más imprudente y el menos grato, se jactó del movimiento, sin demasiada sordina: «Esto no es más que el comienzo. El ataque va a ser a fondo y definitivo». Quien iba delante de él y le oyó, se volvió irritado: «Eso que acaba de decir lo debió usted haber manifestado en la reunión. Yo me obligo a decírselo, por lealtad, al jefe del Gobierno, quien sabrá lo que tiene que hacer como consecuencia de sus palabras». Largo Caballero fue, en efecto, informado. Dos hombres salieron para Barcelona para ponerse al habla con los dirigentes de la CNT: García Oliver y Hernández Zancajo. La recepción que les reservaron en la casa de la Regional Catalana fue ofensiva. Les hicieron esperar en un salón, en tanto el Comité despachaba la cena, y como con la espera se les despertase el apetito y pidiesen algo que comer, les brindaron con dos bocadillos entecos. Regresaron a Valencia bastante malhumorados y un poco hambrientos. Eran las armas las que tenían que decidir la cuestión.
En algunos sectores de Barcelona la contienda fue ruda. El coronel Escobar, a quien el Gobierno había conferido su autoridad, resultó gravemente herido. El presidente de la República estaba sitiado en su residencia del Palacio del Parlamento Catalán. Esta situación se prolongó durante cuatro días. El único de los ministros que paró atención en su caso fue Prieto. Ni las autoridades catalanas ni el jefe del Gobierno se acordaron de Azaña. Prieto, sí. Se puso inmediatamente en comunicación con la Casa Presidencial, a la que hizo el ofrecimiento de un buque de guerra. Azaña encontraba imposible llegar con bien hasta el puerto, a pesar de la cercanía. Mucho más difícil todavía trasladarse al Prat, para lo que necesitaba atravesar toda la ciudad, donde podía tomar un avión, que en caso de utilizarlo sería escoltado. Prieto insinuaba posibilidades, indicaba recursos, apuntaba resoluciones. Nada, al decir de la Casa Presidencial, era hacedero. Hasta el despacho de Don Manuel llegaba el ruido de las descargas. La impresión del asedio que daba el interlocutor del ministro era casi angustiosa. En el rostro de Prieto había una leve sonrisa escéptica. Estaba seguro de que cada una de sus indicaciones se podía, con un poco de resolución, ensayar con éxito. Preferentemente por la vía del mar, que era accesible. La distancia del Parlamento Catalán al puerto es cortísima y en un automóvil el viaje se reduciría a cuatro minutos. Don Manuel prefirió los cuatro días de sobresaltos y de inseguridad a los cuatro minutos de resolución. Durante esos cuatro días dictó el texto definitivo de su libro La velada de Benicarló, diálogo escrito en Barcelona, dos semanas antes de la insurrección. El asedio fue, cuando menos, fructífero para las letras, lo que me hace suponer que la sonrisa escéptica de Prieto no estaba justificada. En ciertos estados de ánimo es difícil, por no decir imposible, encontrarle gusto al trabajo.
Sin avión para el día siguiente, traté de completar mis informes en Hacienda. No estaba el ministro. Estaba, justamente, en la frontera, examinando si los carabineros habían llegado a imponer en ella su autoridad. Esta circunstancia hacía que se mantuviese una comunicación constante con el delegado de Hacienda, Lozano, quien transmitía unas noticias bastante pesimistas. El subsecretario, Bujeda, padecía de un nerviosismo ordenancista. Había mandado que el personal permaneciera en sus puestos y que se reforzase la guardia de la puerta. Veía llegar la catástrofe. Conjeturaba que la insurrección de Barcelona se propagaría a Valencia y se notaba bien que lo daba por perdido. Perfilaba las noticias que recibía de una manera ingrata y se hacía lenguas del heroísmo del delegado de Hacienda, de quien afirmaba que estaba dispuesto a perecer en la demanda.
Seguramente que Lozano, a quien no conocí hasta bastantes meses después, le transmitía informes más sencillos y, si la promesa de perecer en la demanda la hizo, supongo que habrá que abonarla a la cuenta hiperbólica e irónica de Teodomiro Menéndez; que en aquellos días ocupaba en el edificio de la Delegación el piso que se habilitó para el ministro y que utilizó, el primero, Calvo Sotelo. Lozano es funcionario incapaz de dramatizar sus obligaciones administrativas, por lo mismo que es extremado en el cumplimiento de su deber. En cuanto a Teodomiro Menéndez, en materia de heroísmo se explica bien que tenga la vena heroica. Le costará mucho creer en ellos después de aquella su terrible calle de la Amargura, en Oviedo. Uno solo conoce: el de su mujer, Jovita, para la que nada fue clemente en la vida a partir de octubre de 1934. Todavía después de muerta, una bomba alemana había de expulsarla de su tumba del cementerio de Barcelona que, por estar frente al mar, traía a la memoria los versos de Paúl Valéry. En el estado de sobrexcitación de Bujeda, los matices se le perdían. Acababa de hacerse penosa la estancia en Hacienda. Sobre todo porque fallaba la información. Más que noticias se recolectaban presagios.
Hasta después de sofocados los sucesos. Prieto no dio orden de que saliese el Douglas. No tenía más compañero de viaje que un cañón, cuyo embarque dio bastante trabajo. En Barcelona, por razón del tiempo, perdimos dos días. Aun cuando los pilotos me recomendaron pernoctar en Prat de Llobregat, yo preferí acercarme a Barcelona para inquirir noticias de los recientes sucesos. Las versiones eran múltiples. Las más difundidas resultaban ser la de los sindicalistas y la de los comunistas. Había una tercera versión, más complicada que la de los anarquistas, la del POUM La primera de las tres se limitaba a afirmar que los afiliados a la CNT, dejándose guiar por su justificada irritación, habían resuelto acabar, con desacato para las órdenes de los dirigentes, con las provocaciones de que se les venía haciendo víctimas. La colisión la había determinado la conducta de los comunistas al apoderarse de la Telefónica y someter al personal de la misma, afiliado en su inmensa mayoría a la CNT, a vejaciones intolerables. Esta afirmación tiene poco de exacta. La toma de posesión de la Telefónica se hizo a nombre de la autoridad y por necesidades del Estado. La verdad del disgusto de los anarquistas debe verse en la crisis de la Generalidad, que se resolvió, por no conformarse ellos con el número de puestos que se les asignaban, constituyendo un nuevo gobierno del que estaban excluidos. No era esa la política de Companys, quien, deseando reducir las virulencias revolucionarias del anarquismo, consideraba que debía hacerlo por grados, eludiendo de esa manera un estallido perjudicial y sangriento. Una aspiración que se hacía valer como unánime en Barcelona era la de acabar con las patrullas de control, de las que se narraban las historias más dramáticas. De una de ellas, que rechazaba por excesiva, hube de tener, siendo ministro, el epílogo en forma de varias detenciones y una confesión.
La novia de un detenido, sabiéndolo en riesgo de muerte, se presentó ante determinado jefe de patrulleros, a pedir por él. Fue recibida y escuchada con desgana. Era una de tantas súplicas apasionadas, una de tantas lamentaciones. Se remitió su asunto hasta el día siguiente. Volvió. La muchacha podía, sin retoque ni reforma, pasar por arquetipo de la Bien Plantada: juventud mediterránea, prometida a matrona[4]. El jefe a quien apelaba la miró con ojos lúbricos. Sus oídos no oían, miraban. Hizo una propuesta: a cambio de la libertad del novio una entrevista privada en determinada torre. Se defendió la muchacha. El jefe apremió: «Piensa que le condenas». Se quedó seca, como de esparto y accedió. Dijo «sí», sin una palabra de más ni de menos. A la tarde del día siguiente, en la torre elegida pagó el precio del rescate. Preguntó anhelante: «¿Cuándo le pones en libertad?». El jefe, sonriendo, le dio suavemente una palmadita en el rostro y sin conceder importancia a sus palabras, contestó: «¡Tonta! Hace hoy tres días que fusilaron a tu novio». La muchacha se fue al suelo sin conocimiento… Así comienza esta historia que tuvo su remate —sin que llegase a tenerlo por entero— meses después de que el Gobierno se instalase en Barcelona. La brigadilla que trabajaba a las órdenes inmediatas del subdirector general de Seguridad estaba ocupada con un servicio que reputaba importante. Mi colaborador prometió tenerme al corriente. Una noche se presentó en mi despacho para comunicarme que el servicio estaba hecho.
—El capitán de la banda ha confesado los propósitos de ella: atentar contra la vida de X, antiguo jefe de las patrullas de control. El estudio que habían hecho para conseguir su intento es perfecto. El atentado había de ejecutarse mañana mismo. Afirma que es un republicano de toda la vida. Pero añade que sólo vive para asesinar a X. Cuando le hemos preguntado por qué, nos ha contestado diciéndonos que al comienzo de la insurrección fue detenido por las patrullas de control y encerrado en una de las prisiones de la CNT A la noche del día siguiente, los patrulleros se llevaron varios detenidos, cuyos nombres fueron leyendo. Entre esos nombres estaba el suyo, pero a favor de una confusión pudo separarse del grupo. Los detenidos de la lista fueron ejecutados en La Rabasada. Teóricamente él estaba entre ellos. Como pasara el tiempo y no le volviesen a nombrar, los guardias de la prisión, considerando que el suyo era un caso benévolo, le pusieron en libertad. Fue a su casa. Buscó a su novia. Esta, que al principio le rehuía, acabó confesándole qué precio había pagado por su vida y lo que le habían contestado. «Desde entonces —terminó diciendo— sólo tengo una misión en la vida: matar a ese hombre. Esta vez me han hecho fracasar ustedes. Voy a pagarlo. Si sólo es en cárcel, saldré de ella para empezar a trabajar en mi designio. Pueden condenarme. Cuando comparezca ante los jueces diré esto mismo y espero con curiosidad conocer si es a mí o a ese malhechor al que tienen que condenar».
La política de Companys se encaminaba a la recuperación de los resortes del Poder. Los anarquistas comprendieron el juego y, antes de que se les hiciese tarde y se encontrasen sin posibilidades de reaccionar, rompieron el fuego. Su insurrección era una catástrofe. No tenía salida. Si la autoridad resultaba insuficiente para dominarla, la dominaba el enemigo. Supuesto que se hiciesen con el Poder, Francia les cerraba la frontera y la República les abría un frente. No creo que ésos fueran sus planes ni siquiera creo en que existiesen planes. Fue un estallido de cólera, estimulado, quizá, por agentes del enemigo. La teoría de que fuese una maniobra comunista para destruir al POUM y quebrantar a los sindicalistas, por más que se haya aireado mucho, la encontraba, y la sigo encontrando, inverosímil. Que tratasen de conseguir ese resultado una vez suscitado el conflicto, casi seguro. La cosa, sin embargo, es bien diferente. La actividad de los comunistas sigue a la insurrección y no la antecede. Es después cuando trabajan porque el POUM, cuña de la misma madera, sea expulsado de la legalidad y perseguido hasta su extinción. Lo han dicho públicamente en todos los tonos. Es trasplantada a España la querella violenta del comunismo legal, leninista–stalinista, contra el comunismo de oposición, trotskista, que iba a tener repercusiones dolorosas. Los militantes más caracterizados del POUM aplicaron al movimiento la técnica del comunismo de guerra, que consiste en intentar apoderarse de la dirección de los sucesos y, en cualquier caso, afirmar literariamente el hecho de esa dirección. Es lo que hicieron desde su órgano de prensa, La Batalla. La influencia que los hombres del POUM decían tener sobre las masas obreras de Cataluña no existía. El predominio era sindicalista y la CNT amparaba y protegía al Partido Obrero de Unificación Marxista en razón de las antipatías que existían entre las dos organizaciones por el comunismo oficial. La convicción que yo formé y que ninguna información posterior logró quebrantar es que la insurrección fue obra de los anarquistas, irritados contra la política de la Generalidad, encaminada a recuperar la autoridad y a poner término a los excesos a que se habían entregado los sindicalistas y contra los que en el propio seno de la CNT habían resonado voces aisladas de militantes autorizados. Creo recordar que una de ellas fue la de Juan Peiró, con el que más tarde había de tener relaciones que me permitieron formar un alto concepto de su seriedad y del apasionamiento con el que servía la causa de la victoria. El POUM pecó, si acaso, de ingenuidad y contra él, quizá por ser organización débil, pero más que por eso por constituir en España el comunismo de oposición, se movieron todos los militantes del comunismo oficial.
La disolución del minúsculo partido no fue una medida gubernativa, sino resolución judicial. La detención de varios de sus militantes directivos, consecuencia de unas pesquisas de la policía que tenían como fundamento el descubrimiento, en Madrid, de una organización fascista de espionaje de que era jefe el arquitecto Golfín, que no negó ninguna de las acusaciones, sino, que, con aire de desafío, las confirmó. De esta verdad se hizo derivar una acusación, que, cuando la conocí, me pareció falsa, contra los directivos del POUM Era absurdo pensar que estos hiciesen espionaje para Franco. Los que tal afirmaban de Andrade, Gorkin, Escuder, Arquer, afirmaban lo que no creían. En el proceso que se les siguió, la acusación pública limitó el problema a los sucesos de Barcelona. La insurrección era, en efecto, un delito y un delito susceptible de ser castigado con la máxima pena, aquella que mi sucesor en el Ministerio de la Gobernación, Paulino Gómez, no les dejaba reclamar a los diarios comunistas, que acudieron a querellarse, contra el rigor de la censura, ante el propio jefe de Gobierno, que se decidió a interceder cerca del ministro, sin conseguir de él que rectificase las órdenes por las que estaban prohibidos los artículos y titulares que supusiesen una coacción para el Tribunal. El proceso, por el que se perseguía un gravísimo delito contra la seguridad del Estado, tenía un defecto terrible: el de no afectar a los verdaderos autores. En el banquillo se sentaron unos hombres que, una vez la insurrección en marcha, se habían jactado de dirigirla. No estaban cara a los jueces los impulsores de la revuelta, bien conocidos en su significación, aun cuando no lo fueran por sus nombres propios. De la fecha del delito a la vista de la causa transcurrió más de un año y la composición del Gobierno había cambiado. La CNT estaba de nuevo representada por un ministro en el gabinete. Tenía en alguna provincia un gobernador civil, delegación de autoridad política que se le concedía por primera vez. Su campaña antigubernamental se había atenuado. Era, pues, un mal momento para buscarle pendencia judicial por unos sucesos que, por fortuna, no resultaron tan fatales como llegó a temerse. Los dirigentes del POUM fueron condenados a penas excesivas. La sentencia fue injusta.
A los dos días de los sucesos, en Barcelona nadie paraba su atención en el POUM Los combates se habían librado entre la autoridad, secundada eficazmente por el PSUC —Partido Socialista Unificado de Cataluña, esto es, organización comunista—, y los hombres de los sindicatos confederales. Comunistas y anarquistas eran en Cataluña más inconciliables que en parte alguna. La contienda, además de vieja, estaba marcada por innumerables hitos sangrientos. Los directivos de UGT vivieron una larga temporada en perpetuo riesgo de muerte. Varios de ellos sucumbieron por obra de las pistolas, en atentados que se atribuían a la FAI —Federación Anarquista Ibérica—. El secretario general de la UGT terminó así. Así estaba dispuesto que terminase Comorera, el dirigente más visible, con Vidiella, antiguo anarquista, del PSUC Comorera concretaba en su persona todos los odios de los anarquistas y de los que no eran anarquistas. Tantas veces como oí referirse a él a los republicanos de Cataluña, se expresaron con las palabras más mortificantes y desdeñosas. En Valencia sucedía lo mismo. Algunos de los ministros, de los que fui más tarde colega, debían haber tropezado con Comorera, cuya personalidad enjuiciaban muy duramente. Los anarquistas lo acechaban y en varias ocasiones, a fiarnos de lo que se escribió en la prensa comunista, le organizaron atentados que fracasaron. Más que la autoridad hicieron los afiliados al PSUC por derrotar a los anarquistas, derivando el encono, una vez victoriosos, hacia el POUM Y es que la victoria sobre la CNT no tenía la menor significación militar. La CNT conservaba íntegra su fuerza, susceptible de ser empleada en acciones mucho más duras que la que acababa de terminar. Y aun cuando en la propaganda, oral y escrita, se afirmase que el anarquismo perdía terreno en Cataluña, a la hora de juzgar de su poderío las cuentas se establecían de un modo más objetivo. No solamente era fuerte en número de militantes, sino también en medios de combate. Los anarquistas, que dispusieron de toda la producción de Cataluña, habían tenido buen cuidado de prepararse para «la segunda vuelta».
Estaban decididos a no dejarse sorprender. Como en el resto de España, vivían en perpetuo estado de alarma. La vigilancia correspondía a la FAI, y no sé si, dentro de ella, a la que en los medios anarquistas llaman la organización «específica». La insurrección fue un gesto de arrogancia, no un movimiento calculado. No tenía, a decir verdad, ni estado mayor ni objetivos. Se inició sin responsabilidad y se sofocó, tanto como por las armas, por las presiones de los directores del movimiento confederal. Los autonomistas habían de dolerse de la moraleja, que consistió en que el Estado se hizo cargo, de nuevo, del Orden público, enviando a Barcelona, con las compañías de guardias de Asalto, un delegado general. Galarza confió ese puesto, erizado de dificultades, al señor Echevarría Novoa, que había sido, hasta la declaración de la autonomía del País Vasco, gobernador de Vizcaya. Le dio unas instrucciones particularmente severas, que yo conocí meses después. Barcelona hizo una acogida muy calurosa a los guardias de Asalto. Pude notarlo en los cafés y en las calles. Y me lo confirmaron numerosas personas, de diferente significación política, con las que hablé. Los autonomistas catalanes me perdonarán si afirmo, con mis propios datos, que Barcelona se sintió tranquilizada al conocer que el Estado se atribuía la función de garantizar el orden. Ese acto puso término a la época más abusiva y violenta. Se acabó con las patrullas de control y con los tribunales particulares. Cuando se recuerda ese pasado, se advierte bien cómo baja de tono y de importancia la queja de los autonomistas, no obstante tener razón, en muchos casos, para formularla. Ignoro en cuánto cotizan su razón los catalanistas. Companys, a quien visité oficialmente varias veces, me hizo una larga exposición de agravios. Se afligía, profundamente, por las lesiones que el Gobierno hacía al Estatuto. La contrapartida de esa aflicción la había de ver yo reflejada, después, en lo que Azaña calificaba de asalto al Estado. Sin entrar ni salir en esa polémica, bastante sencilla de fallar, sin embargo, un hecho se me imponía de modo indubitable: la transformación operada en Barcelona. Del primero a mi último viaje, la ciudad había cambiado. No parecía la misma. Recuerdo una penosa conversación con el alcalde de la ciudad, con quien hice duradera amistad en un viaje a Rusia, país al que se le envió como embajador cuando ya no hubo ocasión de tomar posesión del cargo, por no corresponder al decoro abandonar la patria en que se peleaba, diálogo en el que la persona a que me refiero, recordando el heroísmo con que se defendía Madrid, me declaró:
—Reconozco que esta ciudad a la que tanto amo no está a la altura de las circunstancias. Me abochorno por ella, que, entregada a malas pasiones, no sabe cumplir con su deber.
Con los ojos se podía notar la transformación. El Estado, que quizá hizo bastantes cosas malas, no dejó de hacer muchas buenas. La insurrección de los anarquistas, que costó varios centenares de muertos, le facilitó la ocasión de hacerse presente en Cataluña. El ministro de Hacienda, a quien los sucesos sorprendieron en la línea fronteriza, se aferró, desde entonces, a la idea de que el Gobierno necesitaba instalarse en Barcelona. Coincidía en eso con Prieto, quien también estaba convencido de que la sede del Gobierno estaba en la ciudad condal y no porque los edificios fuesen más suntuosos que los de Valencia y la ciudad más hermosa, sino porque el material que se necesitaba para ganar la guerra había que producirlo en Barcelona. Sus amigos le hemos oído afirmar en más de una ocasión que en Cataluña se ganaba o se perdía la guerra. Su afirmación la reforzaba con noticias, de veras impresionantes, sobre los índices de producción de las principales fábricas. La conclusión era desconsoladora. Prieto no hizo secreto de ella ni ante los propios catalanes.
El tiempo me dejó dos días para ver Barcelona. Al tercero, por la tarde, el Douglas siguió viaje a Santander, donde llegamos al anochecer. Las aviadores me fueron mostrando dónde la ciudad había sufrido el diente de la guerra.
Había demoliciones que eran de iniciativa municipal. Las alarmas eran muy frecuentes y las personas buscaban abrigo en los refugios más inverosímiles. El temple de la ciudad me pareció bueno. El orden era perfecto y la alimentación suficiente. El gobernador civil, Ruiz Olazarán, justificaba los elogios con que me lo habían presentado. Unía la firmeza a la clarividencia. Su designación, y a la vez descubrimiento, fue un acierto.