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Juegos florales en el Ministerio de la Guerra. — La guerra, lucha por la independencia. — José Antonio Primo de Rivera el Ausente. — Su testamento político. — Cómo se batió por su vida Miguel Primo de Rivera. — Un momento decisivo. — Una conjura tenebrosa en Salamanca. — Hedilla, condenado a muerte. — Franco no tiene competidores.

Los prisioneros italianos han sido trasladados a Madrid. Sus vidas son respetadas. Se les obliga, en cambio, a escuchar varios discursos especialmente pensados para ellos. Los italianos no dan crédito a sus sentidos. A cambio de las crueldades en cuyo temor han sido educados, se encuentran con unos juegos florales de tipo internacionalista. Levantan el puño, cantan lo que recuerdan del repertorio revolucionario de su país y vitorean a Miaja, que preside la inusitada fiesta. Fotógrafos y periodistas de la sección de propaganda trabajan con denuedo. El italiano tiene motivos para asombrarse del epílogo absurdo que los vencedores ponen a su victoria. Seguro que piensan que la guerra es cosa diferente y que no es con discursos como puede ganarse. Se callan su pensamiento y hacen el nuevo papel que les ha confiado la desgracia de la mejor manera posible. Si en vez de estar en Madrid hubieran estado en Málaga, los oradores que les instruyen sobre las bondades de la República y la razón del pueblo español, no abrirían ahora el pico. Estas efusiones oratorias no están recomendadas por ningún tratadista militar; son recursos, bastante falsos, del romanticismo político. No tienen la menor influencia ni en los sucesos ni en las conciencias. Se debe huir por igual de la conducta de los italianos en Málaga y de la de los madrileños en Madrid: ni ejecución ni explotación. Los periódicos están bastante discretos al reseñar ese acto. El nuestro, más que ninguno. En cambio, se sirven de la victoria sobre los italianos para considerar la guerra como una lucha por la independencia de España. Este es el leitmotiv de todos los comentarios. La palabra «invasión» tiene una fuerza patética que puede llegar a unos y otros españoles, igualmente celosos, en cuanto pueblo, de la independencia de la patria. Si la victoria sobre los italianos en Guadalajara se repitiese, las posibilidades para encontrar una fórmula nacional de concordia serían inmensas. Se podría explotar con eficacia el disgusto que los italianos, con su sola presencia, provocan en la llamada zona nacional, donde, por otra parte, las divergencias parecen haberse acentuado mucho. La Falange originaria está disgustada por la preterición de que la hacen víctima los círculos políticos que rodean al Generalísimo. Es ahora cuando se puede medir la torpeza en que se incurrió al consentir el fusilamiento de José Antonio Primo de Rivera, cuya muerte no ha sido oficialmente publicada por sus camaradas. Es el «Ausente», adjetivo que expresa una duda esperanzada. Esperanza condenada a rápida extinción. Primo de Rivera acabó sus días el 19 de noviembre de 1936. Su testamento tiene fecha anterior. Es un documento sobrio y sereno, que no carece de sincera emoción. Aquella que le da el trance en que ha sido escrito. Juzgue el lector de la parte humana y política:

EL TESTAMENTO

«Condenado ayer a muerte, pido a Dios que si, todavía, no me exime de llegar a ese trance, me conserve hasta el final la decorosa conformidad con que lo preveo y, al juzgar mi alma, no le aplique la medida de mis merecimientos, sino la de su infinita misericordia.

»Me acomete el escrúpulo de si será vanidad y exceso de apego a las cosas de la tierra el querer dejar en esta coyuntura cuentas sobre algunos de mis actos; pero, como por otra parte, he arrastrado la fe de muchos camaradas míos en medida muy superior a mi propio valer (demasiado bien conocido de mí, hasta el punto de dictarme esta frase con la más sencilla y contrita sinceridad), y, como incluso he movido a innumerables de ellos a arrostrar riesgos y responsabilidades enormes, me parecería desconsiderada ingratitud alejarme de todos sin ningún género de explicación.

»No es menester que repita ahora lo que tantas veces he dicho y escrito acerca de lo que los fundadores de Falange Española intentábamos que fuese. Me asombra que, aun después de tres años, la inmensa mayoría de nuestros compatriotas persistan en juzgarnos sin haber empezado ni por asomo a entendernos, y hasta sin haber procurado ni aceptado la más mínima información. Si la Falange se consolida en cosa duradera, espero que todos perciban el dolor de que se haya vertido tanta sangre por no habérsenos abierto una brecha de serena atención entre la saña de un lado y la antipatía del otro. Que esa sangre vertida me perdone la parte que he tenido en provocarla, y que los camaradas que me precedieron en el sacrificio me acojan como el último de ellos.

»Ayer, por última vez, expliqué ante el Tribunal que me juzgaba lo que es la Falange. Como en tantas ocasiones repasé y aduje los viejos textos de nuestra doctrina familiar. Una vez más observé que muchísimas caras, al principio hostiles, se iluminaban primero con el asombro y luego con la simpatía. En sus rasgos me parecía leer esta frase: «¡Si hubiéramos sabido qué era esto, no estaríamos aquí!». Y ciertamente, no hubiéramos estado allí: ni yo ante el Tribunal Popular, ni otros matándose por los campos de España. No era ya, sin embargo, la hora de evitar esto, y yo me limité a retribuir la lealtad y la valentía de mis entrañables camaradas ganando para ellos la atención respetuosa de sus enemigos.

»A esto atendí yo, y no a granjearme con gallardías de oropel la póstuma reputación de héroe. No me hice «responsable de todo», ni me ajusté a ninguna otra variante del patrón romántico. Me defendí con los mejores recursos de mi oficio de abogado, tan profundamente querido y cultivado con tanta asiduidad. Quizá no falten comentadores póstumos que me afeen no haber preferido la fanfarronada. Allá cada cual. Para mí, aparte de no ser primer actor en cuanto ocurre, hubiera sido monstruoso y falso entregar sin defensa una vida que aún pudiera ser útil y que no me concedió Dios para que la quemara en holocausto a la vanidad como un castillo de fuegos artificiales. Además, que ni hubiera descendido a ningún ardid reprobable ni a nadie comprometía con mi defensa, y sí, en cambio, cooperaba a las de mis hermanos Margot y Miguel, procesados conmigo, y amenazados de penas gravísimas. Pero como el deber de defensa me aconsejó no sólo ciertos silencios, sino ciertas acusaciones fundadas en sospechas de habérseme aislado adrede en medio de una región que a tal fin se mantuvo sumisa, declaro que esta sospecha no está, ni mucho menos, comprobada por mí, y que si pudo sinceramente alimentarla en mi espíritu la avidez de explicaciones, exasperada por la soledad, ahora, ante la muerte, no puede ni debe ser mantenida.

»Otro extremo que queda por rectificar: el aislamiento de toda comunicación en que vivo desde poco después de iniciarse los sucesos, sólo fue roto por un periodista norteamericano que, con permiso de las autoridades de aquí, me pidió unas declaraciones a primeros de octubre. Hasta que hace cinco o seis días conocí el sumario instruido contra mí, no he tenido noticias de las declaraciones que me achacaban, porque ni los periódicos que las trajeron ni ningún otro me eran asequibles. Al leerlas ahora declaro que entre los distintos párrafos que se dan como míos, desigualmente fieles en la interpretación de mi pensamiento, hay uno que rechazo del todo: el que afea a mis camaradas de la Falange el cooperar en el movimiento insurreccional con «mercenarios traídos de fuera». Jamás he dicho nada semejante, y ayer lo declaré rotundamente ante el Tribunal, aunque el declararlo no me favoreciera. Yo no puedo injuriar a unas fuerzas militares que han prestado a España en África heroicos servicios. Ni puedo desde aquí lanzar reproches a unos camaradas que ignoro si están ahora sabía o erróneamente dirigidos, pero que a buen seguro tratan de interpretar de la mejor buena fe, pese a la incomunicación que nos separa, mis consignas y doctrina de siempre. Dios haga que su ardorosa ingenuidad no sea nunca aprovechada en otro servicio que el de la gran España que sueña la Falange.

»Ojalá fuera la mía la última sangre española que se vertiera en discordias civiles. Ojalá encontrara ya en paz el pueblo español, tan rico en buenas cualidades entrañables, la patria, el pan y la justicia.

»Creo que nada más me importa decir respecto a mi vida pública. En cuanto a mi próxima muerte la espero sin jactancia, porque nunca es alegre morir a mi edad, pero sin protesta. Acéptela Dios Nuestro Señor en lo que tenga de sacrificio para compensar en parte lo que ha habido de egoísta y vano en mucho de mi vida. Perdono con toda el alma a cuantos me hayan podido dañar u ofender, sin ninguna excepción, y ruego que me perdonen todos aquellos a quienes deba la reparación de algún agravio grande o chico».

La última voluntad la ordena en cuatro cláusulas, nombrando herederos a sus hermanos Miguel, Carmen, Pilar y Fernando, a quienes encomienda atiendan «a la comodidad y regalo de nuestra tía María Javier Primo de Rivera y Orbaneja», y repartan, como recuerdo personal, objetos usuales entre sus compañeros de despacho, «especialmente a Rafael Garcerán, Andrés de la Cuerda y Mariano Sarrión», y «entre mis mejores amigos, que ellos conocen bien, y muy señaladamente entre aquellos que durante más tiempo y más de cerca han compartido conmigo las alegrías y las adversidades de la Falange Española». Instituye albaceas, por el término de tres años y con las máximas atribuciones, a sus «entrañables amigos de toda la vida» Raimundo Fernández Cuesta y Morelo, y Ramón Serrano Suñer, a los que instruye sobre lo que deben hacer con sus trabajos literarios y discursos.

Sus dos albaceas, ministros de Franco, han sido prisioneros de la República. La liberación de Fernández Cuesta está clara: es el producto de un canje aceptado en Consejo de ministros a propuesta de don José Giral. La de Serrano Suñer, oscura. El interesado la ha explicado en declaraciones a la prensa, de una manera bastante convencional. Además de su voluntad, tengo la convicción moral de que intervinieron en su liberación otras voluntades más eficaces y decisivas. Entre ellas, quizá la de algún colega suyo en la corporación de abogados del Estado, titular de un alto cargo en el Gobierno de la República. Esa contribución clandestina a su libertad de uno o de varios hombres republicanos, no la puede confesar Serrano Suñer, que justifica con la barbarie de los rojos su ansiedad de cadalsos. Primo de Rivera no alcanzó a merecer el canje ni consiguió, aun cuando le faltó poco, la ayuda encubierta que salvó la vida a quien había de consumir tantas. Primo de Rivera se batió por la suya con denuedo juvenil. Puso en su palabra de abogado la emoción del político… En Alicante habían pasado de los furiosos arrebatos colectivos en que se pedía la inmediata ejecución del caudillo falangista, a la convicción de que en tanto viviera la ciudad no sería bombardeada. Estas suposiciones eran frecuentes. Las autoridades municipales de Cartagena se manifestaron en rebeldía al conocer que la familia del general Pinto iba a ser canjeada, por creer que a la vecindad de los familiares del general se debía el que la plaza no conociese las agresiones aéreas. Como se hiciera el canje, produjeron un barullo de dimisiones irritadas. Con Primo de Rivera sucedía algo parecido. Pero, además, por una de esas reacciones tan fáciles en la sensibilidad del pueblo español, el odio se había trocado en simpatía. Simpatía por el hombre que, sin vacilación ni debilidad, se encaraba con un destino acedo. Su conducta en la prisión era liberal, cariñosa. En las horas de encierro tejía sueños de paz: esbozaba un gobierno de concordia nacional y redactaba el esquema de su política. Temía una victoria de militares. Eso era, para él, el pasado. Lo viejo. La España del siglo XIX prolongándose, viciosamente, en el XX. Él había ido a injertar su doctrina, confusa, en las universidades y en las tierras agrícolas de la Vieja Castilla. Su seminario estaba constituido por discípulos de aulas y laboratorios, y por jóvenes de la gleba. Su escepticismo por las armas, que le atraían por otra parte, debía tener antecedentes familiares. El respeto y la devoción por su padre no excluían en él la crítica de los errores en que incurrió. Él, capitán de hombres jóvenes, proyectaba cosa distinta. De momento, para salir de la guerra, un gobierno de carácter nacional…

La vista del proceso, varias veces diferido, le coloca ante una realidad adversa. No se inmuta. Su palabra tiene una fuerza inusitada. La del hombre que está solo. Intuye cuál será la pena a que le condenan sus jueces y, sin embargo, se esfuerza por convencerles de que no deben ser injustos ni para con él ni para con sus hermanos. Increpa ásperamente a una persona que, en su concepto, ha enturbiado la claridad del proceso. El interesado escucha la admonición sobrecogido. El relámpago de iracundia pasa y queda, en la carne del increpado, un desasosiego que será permanente. Explicación de una doctrina y ratificación de una fe. El resto es conocido. Se dicta la sentencia de muerte. No hay conmutación de pena. Primo de Rivera se encierra a escribir su testamento. Se despide de sus hermanos.

La escena la relata Miguel. José Antonio no puede evitar que su emoción se la resuelva en lágrimas al notar la congoja de sus hermanos. Cuando se repone, es él quien consuela. Pide que le consientan morir con la entereza que le cumple, atendido su magisterio moral sobre tantos compañeros que han muerto y están muriendo en el combate. Cuando le llega su hora, su templanza es perfecta. Conversa con los hombres del piquete que ha recibido el encargo de ejecutar la sentencia.

—¿Verdad que vosotros no queréis que yo muera? ¿Quién ha podido deciros que yo soy vuestro adversario? Quien os lo haya dicho no tiene razón para afirmarlo. Mi sueño es el de la patria, el pan y la justicia para todos los españoles, pero preferentemente para los que no pueden congraciarse con la patria porque carecen de pan y de justicia. Cuando se va a morir no se miente y yo os digo, antes de que me rompáis el pecho con las balas de vuestros fusiles, que no he sido nunca vuestro enemigo. ¿Por qué vais a querer que yo muera?

Los milicianos le escuchaban en silencio. Las palabras del reo se les meten dentro y se miran unos a otros, tratando de resolver una incertidumbre. ¿Se habrían equivocado los jueces? ¿Y si se han equivocado, pueden ellos reparar un error negándose a cumplir lo que les está ordenado? El silencio persiste. Primo de Rivera, con la acuidad de la muerte, lee en la conciencia de los milicianos e insiste, calentando sus palabras, en una acción catequista que es toda su esperanza de seguir viviendo. ¿Quién sabe, piensa, cómo lo ha dispuesto el Señor? Ya su vida está contada por minutos, pero con un solo segundo es suficiente para salvarla. ¿Cuántas resoluciones, humanas o crueles, caben en tan pequeña medida de tiempo? En principio fue el verbo… Busca en las palabras entrañables aquella que pueda ir derecha, certera, como una saeta, al corazón de sus verdugos, atribulados por la idea de poner remate a una existencia que, ahora que se han puesto en contacto con ella, la encuentran noble y digna. Parece como si la esperanza se robusteciese. El reo cree en ella. Se la imagina más sólida de lo que en verdad es. Pregunta:

—¿Verdad que vosotros no queréis que yo muera?

Es lo definitivo. Trata de romper el mutismo de los milicianos. Quiere saber a qué atenerse, porque el tiempo se agota. El plazo de minutos que tiene su vida se está terminando. ¿Qué dicen? ¿Qué contestan? En el silencio de todos parece oírse el trabajo de cada conciencia. ¿Con qué metro medir esa partícula angustiosa de tiempo? Es el que va de una pregunta a una respuesta, en la que se ha intercalado una breve pausa. Uno de los milicianos responde:

—¡Déjanos en paz! Necesitamos cumplir lo que nos está ordenado. No sabemos si eres bueno o eres malo. Sólo sabemos que tenemos que obedecer.

Todo está dicho. El reo no tiene qué esperar. La ley de obediencia se ha interpuesto entre el verbo del reo y el corazón de los verdugos. Uno y otros tienen que llegar hasta el fin. No son enemigos. Son personajes de un drama inmenso, protagonistas que lo sufren. Si la ley de obediencia no se impusiera, se reconciliarían fácilmente; pero se frustraría la tragedia. Una tragedia en la que cada criatura hace lo que le está mandado con las maneras más pulidas que puede. Un observador extranjero ha referido cómo en el camión donde la guardia civil se llevaba a fusilar a un racimo de detenidos maniatados, como los presos no pudieran liar su cigarrillo, se los hacían los guardias con su tabaco, aproximándoselos a los labios para que humedeciesen la goma del papel. Después, se los encendían y fumaban todos como camaradas que parten para una excursión alegre. El límite de la camaradería estaba en las tapias del cementerio, en que unos disparaban sus fusiles y otros recibían sus descargas. Aquí, igual. Primo de Rivera asume su papel de víctima y antes de que la justicia se haga, uno de los milicianos le pide la gabardina.

—A ti no te sirve para nada y a mí me puede ser útil. El reo se despoja de su prenda y se la ofrece al miliciano.

—Tuya es.

La sentencia se cumple. No debe quedar duda de que se ha cumplido. Para facilitar la identificación del cuerpo de Primo de Rivera se dispone que sea enterrado con el rostro a tierra. Es el último detalle torpe de una conducta equivocada. Se publica, como represalia de Salamanca, la nueva de la ejecución de Paco Largo Calvo, noticia que es oficialmente desmentida. El hijo del presidente del Consejo de ministros ocupa la celda número 44 de la cárcel de Sevilla y vive en régimen de rigurosa incomunicación. La justicia hecha en la carne de Primo de Rivera ha desembarazado a Franco de un seguro contradictor. El que testimonie a su recuerdo una admiración que no consigue ser fervorosa, no significa que deje de preferirle eternamente ausente a molestamente presente. De la misma manera que ha tropezado con sus discípulos hubiera tropezado con él.

La Junta de Mando de Falange no sólo está preterida en el cuartel general de Salamanca, sino que recibe un trato contra el que se rebela. El Generalísimo tiene consejeros antifalangistas: Vicente Gay, catedrático de economía de la Universidad de Valladolid, que, perseguido por los falangistas, se ha refugiado en Salamanca. Este señor intenta constituir un partido franquista, al que se adhieren numerosas personalidades: Cándido Casanueva, viejo usurero; José Cortés, el innoble juez del proceso de Casas Viejas; el P. Ignacio G. Menéndez–Reigada, consejero doctrinal de Gil Robles. Como director de escena, el propio hermano del general, Nicolás. Él es quien dispone los actos y distribuye los papeles. La obra que se representa tiende a domesticar a la Falange. Un drama, mejor, un melodrama, con su traidor de encargo: Manuel Hedilla.

En la estimación del cuartel general de Salamanca, Primo de Rivera es un héroe. Su nombre, esclarecido por el esfuerzo y el sacrificio, constituirá uno de los pilares del Imperio. Esta exaltación no impide que se prohíba la edición y reparto de varios de los discursos del fundador de la Falange. El 16 de abril, la Junta de Mando de Falange se reúne. Va a nombrar, conforme al artículo 48 de los estatutos, obra de Primo de Rivera, el triunvirato. Son elegidos Agustín Aznar, Sancho Dávila y José Moreno. Es nombrado secretario general Rafael Garcerán. El jefe provisional, Manuel Hedilla, quedaba destituido por estos nombramientos. El Triunvirato, en acto de obligada cortesía, va a visitar al Generalísimo. Este los recibe por la tarde y les pide que «eviten las violencias». ¿Violencias? La transmisión de poderes había sido hecha con absoluta normalidad, habiendo manifestado Hedilla su propósito de hacer la guerra en el mar, a bordo de uno de los bous del Cantábrico.

La unificación del mando de la Falange determinó una viva complacencia en todos los falangistas. Se dio a la radio, para su transmisión, la noticia de los acuerdos. Por una extraña orden de Nicolás Franco, la noticia no fue transmitida. ¿Qué pasaba? «Aquella misma noche, a las dos de la madrugada, la pensión en donde dormía Sancho Dávila, y hasta hacía poco Rafael Garcerán, era asaltada por una banda de doce muchachos armados y con bombas de mano. La pensión de referencia se halla en la calle de Pérez Pujol número 3, es decir, en plena Plaza Mayor de Salamanca, de día y de noche vigilada por numerosa policía».

Hay una lucha que dura dos horas y en la que intervienen pistolas y bombas de mano. Se trataba de detener a Sancho Dávila y a Rafael Garcerán y aplicarles, en una calleja sombría o en un descampado, la «reforma agraria». La casa de Rafael Garcerán no pudieron allanarla. El pasante de Primo de Rivera se asomó al balcón de su casa y disparó su pistola. Sus familiares —madre, esposa y dos hermanas— demandaron socorro. El ruido intimidó a los asaltantes, que renunciaron a su presa. Pasadas dos horas, la guardia civil se llevó detenido a Garcerán. En la pensión donde dormía Sancho Dávila las cosas sucedieron de otro modo. Un servidor del triunviro corrió en defensa de su jefe, disparando su pistola y causó la muerte del jefe de los asaltantes. Su resolución le costó la vida. Los agredidos se volvieron contra él y lo derrumbaron de una descarga. Sacaron a la escalera a Sancho Dávila y a otro amigo suyo, y al intentar fusilarlos, se interpuso un sacerdote que vivía en el último piso, y quiso que las víctimas recibieran los auxilios espirituales. Llegó un oficial italiano. Se asomaron los vecinos, inquietos por las explosiones, y los asaltantes perdieron la partida. Necesitaron renunciar a sus designios. Se fueron tranquilamente, sin que nadie pensara en detenerlos. En cambio, Garcerán y Sancho Dávila fueron a parar a la cárcel, bajo triple acusación: debeladores de Franco, masones y personas en relación con Indalecio Prieto. Hedilla, instrumento de toda la anterior maquinación, fue a su vez detenido. Al proceso por los atentados frustrados contra Garcerán y Sancho Dávila se le adjuntó otro más grave, de la invención del comandante Doval, por sobrenombre Dogal, «contra la seguridad del Estado», siendo condenado a muerte y conmutándole la pena por la de cadena perpetua. Los dos primeros procesados fueron absueltos, pero Garcerán siguió preso, en calidad de sospechoso.

¿Finalidad del atentado? Evitar que la Falange, bajo el gobierno del triunvirato electo, consolidase su hegemonía política y realizase los ideales que predicó José Antonio. Hedilla llegó al crimen conducido por Nicolás Franco y engañado por este. No es una aserción gratuita. He aquí las pruebas: a los dos días del crimen, Franco hizo convocar el Consejo Nacional de la Falange para elegir jefe, resultándolo Manuel Hedilla. Se prodigaron al cadáver del jefe de los asaltantes los mayores honores. Fueron nombrados para cargos importantes los principales cómplices. Esto pudo hacerse porque la Radio Nacional no había dado cuenta de la elección del triunvirato y la policía, por sus espías y confidentes, hizo circular la especie de que los agredidos «habían querido asesinar a Hedilla y preparaban un complot contra Franco». Hedilla, del brazo de Franco, sale a recibir la consagración popular de su jefatura. Cuando le apremian para que desde su puesto destruya la organización que acaudilla, se rebela. Es un falangista sincero. Se niega a hacer lo que le piden, y es conducido a la cárcel para, semanas más tarde, ser condenado a la última pena.

Exactamente la misma suerte que hubiese corrido en Salamanca Primo de Rivera, ya que su decepción por cuanto ocurría en la España nacional hubiera sido infinitamente mayor que la de sus secuaces. Esta extraña política de encrucijada tenebrosa tiene un epílogo unificador: el día 19 de abril. Franco decreta el nacimiento de Falange Española Tradicionalista. La última víctima de la historia es Von Faupel, embajador de Alemania cerca de Franco. Su afinidad con los jóvenes de la Falange le ha acarreado la desgracia del Cuartel General. Hitler le llama a Berlín y le impone un severo correctivo. ¿Qué papel hubiera tenido Primo de Rivera en esta lucha? No hay forma de saberlo. Se puede creer todo. Las esperanzas que se pusieron en Fernández Cuesta fracasaron. Era otro tiempo. Y otra persona. Cuando los informes nos hacían conocer sucesos como los relatados, me planteaba la misma cuestión: ¿por qué se ejecutó a Primo de Rivera? Nunca supo nadie contestarme satisfactoriamente.

Puedo señalar los miembros del Gobierno que se opusieron al cumplimiento de la sentencia, juzgando por lo que, cuando fui su colega, les oí en diferentes ocasiones. Prieto fue, de todos nosotros, el que puso más curiosidad, no exenta de emoción, por conocer los detalles atañederos al proceso y ejecución de Primo de Rivera. Mis servicios le hicieron varias copias fotográficas de algunos de los papeles del fundador de Falange, cuyos originales, a lo que presumo, debían estar unidos en «cuerda floja», como dicen los curiales, a los legajos del proceso, por cuyo paradero, después de evacuada Barcelona, siguió interesándose don Mariano Gómez. Su conocimiento, me parece ahora que he recuperado mi oficio de escritor, me hubiera sido utilísimo. No tuve esa suerte. Presumo, sin embargo, que la sentencia fue excesiva, ya que el delito de que debía responder Primo de Rivera se había producido con anterioridad a la insurrección de los militares. Se le condenó, no por lo que había hecho, sino más bien por lo que se suponía que hubiese hecho de encontrarse en libertad… La impugnación doctrinal de esta tesis, aun cuando se hace, no tiene el menor interés. La hizo el reo, sin que le sirviese de nada. El único beneficiado con su ejecución fue Franco, que, con juicio de Dios o de los hombres, se iba quedando sin competidores: Calvo Sotelo, Sanjurjo, Goded, Primo de Rivera… Con potencia superior a la suya, esto es, con hechura de caudillo par, sólo quedaba Mola, de quien un periodista, cuyo nombre no hace al caso, predijo, en La Lucha de Clases, de Bilbao, que perecería, como Zumalacárregui, en el intento de apoderarse de la villa vasca. Esa parte de predicción periodística se confirmó, pero no así la que más importaba al periodista: la resistencia victoriosa del Bilbao de los sitios. Mola, transmutado en general carlista, era la última competencia de Franco. El virrey de Andalucía, Queipo de Llano, «generalísimo del micrófono», no alcanzaba esa talla. Para Salamanca era un moscardón enojoso.