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El nuevo camino de Madrid. — Dos divisiones motorizadas. — Ironías italianas a expensas del soldado español. — Líster, Mera y El Campesino. — Esperanzas frustradas. — El Caporetto de Guadalajara. — Revancha del soldado español. — «Menos camiones y más c…». — Una declaración de Fernández Cuesta. — Renuncia de Franco a Madrid.

El fracaso del Jarama induce a Franco a buscar un nuevo camino que le conduzca a Madrid. Los ataques de sus tropas han fracasado en la Sierra, en el Manzanares y en el Jarama. Falta el Tajuña. Tiene por inexplicable la resistencia obstinada de la capital. Él, a su vez, juzga el problema, como Varela, con una lógica de militar de Estado Mayor, dejando fuera de juicio los factores morales que, por extraño que parezca, son más importantes en este caso que los materiales. Madrid, afligido por tanta prueba dolorosa, se divierte cada vez que, por descontarse su rendición, Burgos engalana balcones o Sevilla hace preparativos para una misa solemne en la Puerta del Sol, facilitando, a bajo precio, billetes ferroviarios a cuantos deseen asistir a tan histórico sacrificio cristiano. Alemania e Italia, que atendían ese mismo momento para romper sus relaciones diplomáticas con la República y establecerlas con Franco, no han tenido otro remedio que prescindir del detalle de la toma de Madrid y mandar sus embajadores a Salamanca, donde cada cual, por su lado, trata de influir, predominando, en la política de Franco. El embajador italiano, que parece tener fortuna en el Cuartel General, no la tiene, en cambio, entre los falangistas. Estos se inclinan por Alemania. Se inspiran de su representante oficial y tropiezan, en ocasiones muy ásperamente, con el aire jactancioso de los militares italianos. El nuevo camino elegido por Franco para apoderarse de la capital de la República es el de Guadalajara. Estamos en marzo y hace frío. Mucho frío. Franco moviliza sus mejores tropas y las refuerza con la columna motorizada de los italianos que tomaron Málaga. El prestigio de esta columna, tanto por el material de que dispone, como por los militares que la mandan, es inmenso. De la misma manera y con la misma facilidad que se apoderaron de la ciudad andaluza se adueñarán de Madrid. Esta vez, al menos, la cosa no ofrecía duda.

El plan estaba claro como la luz. Miaja no tenía elementos para cubrir un nuevo frente activo y aun cuando se dispusiese a desguarnecer el Manzanares y la Ciudad Universitaria, Varela, en ese sector, atacaría furiosamente. Pero, sobre todo, la columna motorizada de los «voluntarios» italianos quebrantaría las resistencias. Una vez más —¿cuántas ya?— la victoria de Madrid se cotizaba como inminente en los despachos oficiales, pero nadie alargaba su optimismo hasta hacer preparativos jubilosos. La experiencia aconsejaba discreción a los más esperanzados. Las victorias tienen su víspera, pero no es conocida hasta un día después. El ataque a Guadalajara lo harán tres columnas. La central, con dos divisiones, tendrá como eje de marcha la carretera de Sigüenza a la capital de la provincia. Es la columna motorizada, la italiana. A su derecha, otra columna trabajará en la carretera de Soria, y a su izquierda, la tercera, un poco rezagada, será fuerza de reserva, precaución innecesaria porque son los italianos los que van a llevar el peso del ataque. Este comienza por un intenso bombardeo de aviación y una fuerte preparación artillera. El patio del Palacio del Infantado, donde Juan Guas casara las últimas formas del gótico con las primeras del renacimiento, se viene al suelo.

Es un patio que me sonaba a música de versos de Antonio Machado, por una razón de juventud que conocen algunos amigos míos. La aviación italiana rompe más piedras valiosas en Alcalá. La columna motorizada quiere tener expedito el paso. Los italianos hacen, a su manera, la guerra fulgurante. Destrucción por la artillería de las posiciones republicanas y hundimiento de la moral de la retaguardia a cargo de la aviación. Inmediato, sin pausa para el respiro, el ataque. Las dos divisiones parten en triunfo de su base de Sigüenza. Toda la máquina, espantosa máquina, se pone en movimiento hacia el objetivo. Motos, tanquetas, tanques, artillería ligera, camionetas, camiones. ¿Quién podrá detener ese aparato ingente? Guadalajara no es estación de término. Esa fuerza se ha puesto en movimiento por una razón más ambiciosa: Madrid. Son los «voluntarios» italianos los que van a rendir la capital de España para hacerle regalo de ella a Franco. ¡Vía libre, desventurados milicianos españoles, vía libre! Zumban todos los motores de la columna y laten con fuerza todo corazones italianos. La victoria comienza a desarrollarse conforme a las previsiones del mando. Los primeros puestos republicanos, rendidos por los artilleros, se repliegan a la presencia de los atacantes: Mirabueno, Almadrones… Los jefes piden más velocidad a las máquinas. Es necesario quemar las etapas. Hay que llegar con luz a Villaviciosa, a Brihuega, a Trijueque, a Torija y finalmente a Guadalajara. La segunda etapa será gloriosa: Alcalá de Henares–Madrid. Los telégrafos mandan a Salamanca los primeros boletines de victoria. El plan se desarrolla sin tropiezos. El adversario no ofrece resistencia. No se prevén contratiempos. Esta vez sí; esta vez Madrid, a despecho de su terquedad, será liberado de la barbarie roja. La secretaría literaria del Generalísimo ensaya borradores de telegramas para comunicar a Mussolini la noticia y significarle la gratitud del imperio embrionario. En los campos de la Alcarria, los soldados italianos, enfebrecidos por la guerra, no sienten el frío que sopla en rachas de terrible violencia. Camino de Moscú, tampoco lo sentían los granaderos de Napoleón; fue después cuando la verdad mortífera del clima adverso se les impuso… El coro de los motores no les consentía oír el clamor iracundo de la tierra que avasallaban. El hombre parecía haberla abandonado. Ha huido. ¡Qué fácil expedición guerrera! ¿Quién no se apunta a ella? Se ironiza a expensas de los soldados españoles. ¡Tantos meses para rendir un pueblo sin defensa como el de Madrid! El italiano se enorgullece de enseñarles a hacer la guerra. ¡Es tan sencilla cuando no falla el coraje! Un golpe, otro golpe, un tercero y ¡adelante! Sin vacilación, con el mayor paso posible, hasta el objetivo final. La guerra moderna tiene toda esa simplicidad. Y aquí está la prueba. Allá al fondo, a tres kilómetros, asoma el modesto caserío de Trijueque. En un abrir y cerrar de ojos toda la columna, sin más que desprenderse de diez hombres para colocar las banderas monárquicas, lo habrá dejado atrás. ¿Está claro cómo se hace la guerra? Todos los tratadistas italianos la han explicado con la adecuada nitidez para que los españoles, si leyesen, hubieran precisado del curso de los «voluntarios» de Italia. He aquí, pues, en defecto de la teoría, la práctica.

El soldado español, que veía esa lección en los ojos y en la sonrisa suficiente de cada italiano, notaba la quemazón de la sangre. Cuando le llegue la hora de desquitarse, lo hará con palabras terribles. Pero de momento, la verdad era italiana. El caserío humilde, pobretón, de Trijueque, estaba a la vista. Un poco más separado, hacia el Tajuña, Brihuega. Cuarenta kilómetros de recorrido y victoria. Con otros veinte de marcha ¡Guadalajara! El combatiente navarro avanza mohíno. En esas condiciones no le interesa la victoria. Se ha interpuesto algo, que no acierta a definir, que le hace odioso el triunfo. La jactancia del extranjero le ha herido en su orgullo patriótico. Está seguro de ser superior al italiano; pero esta superioridad que él no puede manifestar, le agradaría que la estableciesen los rojos que, a la postre son, como él, españoles. ¿En qué espelunca desconocida se han ido a ocultar? ¿Qué hacen que no la emprenden a cañonazos con este inmenso tren de vehículos italianos? El soldado del Tercio de Montejurra pega su oído a la tierra, dura y áspera de frío, y cree oírla rugir. Si fuese la suya, la de su Navarra, sabría a punto exacto lo que su dura corteza manifiesta. Lejos del robledal nativo, tiene que suponerlo y supone que aquella tierra, española como él, recusa iracunda tanta jactancia. Oye su resonancia patética, pero no alcanza a descubrir a los hombres que, fusil al brazo, bomba a la mano, pueden desagraviarla. ¿Dónde se han ido los republicanos? ¿Por qué ceden sin combate estas tierras de miel? Si se dejase llevar por el reconcomio que le muerde el pecho se plantaría ante los italianos y les descargaría los cinco tiros de su fusil. El mismo oficial que le manda escupe iracundo sus rabias. Es otro español herido, que se muerde la lengua hasta hacerla sangrar de miedo que sus hombres, si comete una imprudencia, rompan los frenos. Desalteran los nervios gritando el Oriamendi. Pero el italiano les sigue abrumando, complacido en irritarles, con su superioridad desdeñosa. Abusa de la inmunidad que, por extranjero, le tiene concedida el Generalísimo. Ofende deliberadamente. Se cree todavía en Abisinia. No distingue entre una y otra campaña. El idioma de los españoles le parece un italiano caricatural, y se ríe de él. Lo encuentra cómico. Si es la tierra, le parece desabrida y esteparia, buena para ser colonizada. Si las costumbres, rudimentarias y bárbaras. No puede sospechar que sus antepasados hayan sido súbditos y tributarios del hombre castellano. Si alguien se lo apuntase provocaría su hilaridad. Y, sin embargo, la lección de historia está a punto de reproducirse. La máquina de guerra motorizada rueda jactanciosa hacia su destrucción. El hombre español, conforme al secreto deseo de su adversario el carlista, se le va a interponer en el camino. El humilde caserío de Trijueque es el punto máximo de avance de los italianos. Su vanguardia ha entrado en fuego. ¿Qué pasa? ¿Cómo es que no avanzamos? Tan absoluta es la confianza, que nadie sospecha que aquellas descargas, que retumban por Trijueque y Brihuega, sean la expresión de la resistencia republicana.

Miaja, avisado del peligro, ha enviado a Guadalajara el máximo de fuerzas disponibles, las de Líster, Mera y El Campesino. Una parte de los internacionales, el batallón italiano en el que va Pietro Nenni, a la cabeza; una brigada de carabineros, que tiene papel decisivo, para no ser citado, conforme a una tradición que se ha consagrado, en el relato periodístico de los combates. Estas fuerzas han salido de las trincheras de Madrid y del Jarama. Miaja no se inquieta demasiado por la actividad que emprende Varela en la Ciudad Universitaria. Ese frente tiene, a la altura en que estamos, la dureza del granito. Es inconmovible. Varela no podrá conseguir nada y lo que a Miaja le interesa es parar el progreso de la columna motorizada de los italianos. Supone que es el último intento, semidesesperado, que hace Franco por entrar en posesión de Madrid. Los tres capitanes que ha mandado a Guadalajara son tres caudillos políticos: Líster y El Campesino, comunistas; Mera, anarquista. Miaja tiene a los tres por tres hombres audaces y valientes, con imperio decisivo sobre las tropas que mandan. No los juzga, él, militar profesional, como militares. En cuanto a Líster, jefe del Quinto Regimiento, unidad de combate comunista, con disciplina doctrinal de tipo severo, lo que cuenta es su ánimo: la técnica corre a cargo de su estado mayor, en el que hay, a juicio de Rojo, soldados de talento. El Campesino, con su estampa de guerrillero al que no le van bien las insignias y el uniforme, es, de los tres, el más bárbaro militarmente. Su cabeza elemental reduce todos los problemas de la guerra a uno solo y lo resuelve con la única fórmula que conoce: coraje. Cipriano Mera, que maneja hombres broncos y difíciles, es quien mejor ha evolucionado. Anarquista doctrinario, reconoce el valor de la disciplina y ha acabado por imponerla entre los suyos. De los días de la Sierra, primeros de la insurrección, a los actuales de Guadalajara, la evolución de Mera marca una curva extraordinaria. Miaja, que ha sido testigo del cambio, le distingue con un afecto particular. Le agradece, más que su colaboración, valiosa, su transformación.

Cubierto con su gorra de plato galoneada, nadie sospecharía en Mera un anarquista de tan recias convicciones como son las suyas. Estos tres hombres abordan la batalla con una ilusión y una pasión que no harán sino crecer: derrotar netamente a los italianos. El frío de Guadalajara está en un punto que quema. Ellos, como el requeté navarro, escuchan la resonancia de la tierra y se la transmiten a sus soldados. Tiesos de frío y de rabia, se plantan, como árboles corpulentos, en el terreno y con las primeras descargas, a las que el invasor no concede mérito, el avance queda, momentáneamente, detenido. Entra en juego la máquina italiana. Las ametralladoras de las motocicletas crepitan violentas. Los pequeños cañones de repetición hacen, como puntos suspensivos, sus tres disparos. Las tanquetas de vanguardia, perezosamente, con temblores casi humanos en sus planchas de acero, abren fuego, pretendiendo avanzar. Discurridas para un movimiento ágil, se han transformado en carros pesados y se diría que los motores no pueden con ellas. Las balas de fusil les hacen una marca en el blindaje al descascarillarles la pintura. La batalla, juzgando por el ruido, ha ido subiendo de volumen. El combate, iniciado por el choque de las dos vanguardias, se ha corrido a los flancos. El mando rebelde, apremiado, reclama en su auxilio la columna de reserva. No se trata para él de forzar una resistencia; su problema es más grave: necesita impedir la destrucción de la columna motorizada que, juzgándose invencible, ha avanzado sin prudencia. El comando italiano no quiere darse cuenta. No puede admitir que su mejor unidad, la que representa en España el potencial del ejército de su país, no pueda salir victoriosa de la débil prueba a que pueda someterla un ataque de los gubernamentales. Mete en juego la honrilla italiana. Los apuros están bien para la pusilanimidad de sus colegas españoles, incapaces de creer en la ciencia y necesitados, desde Clavijo, de ayudas sobrenaturales. La inmensa maquinaria, detenida a la derecha e izquierda de la carretera, reposa en la confianza de su poder de destrucción. En un descuido de la disciplina, se ha embarullado un tanto y ha producido algunos atascos.

Las tropas republicanas hacen progresos notables. El infante italiano retrocede, confiando en el artilugio mecánico que está a sus espaldas. Es el momento psicológico de asestar al conjunto motorizado el golpe de gracia. La infantería no puede abarcarlo todo. La propia artillería es lenta. Se necesita de la aviación. Su presencia será decisiva. Despegan de Alcalá de Henares unos pocos aparatos y carretera arriba, carretera abajo, van dejando caer sus bombas sobre las aglomeraciones de italianos. Los cazas, descartado el enemigo, que rehuye el combate, descienden y en vuelo rasante ametrallan hasta agotar las municiones a los soldados de Mussolini. Aun cuando son los mismos de Málaga, no lo parecen. Reaccionan exactamente igual que los desventurados milicianos malagueños que no tenían para defenderse de los tanques más arma que la campanilla del frente de Antequera. La aviación republicana, con una base próxima, se clava en el cielo de Guadalajara. Y la batalla cambia. Y no es una lucha de contención, sino de persecución. La división motorizada pretende dar marcha atrás. Los vehículos se enredan a topetazos los unos con los otros; las tanquetas de primera línea no encuentran paso, les falta carretera. Las motos, tomando a campo traviesa, se hunden en la tierra que las hace prisioneras. El hombre las abandona para servirse de sus piernas. El desorden se hace irreparable. Las apelaciones se multiplican y los hombres, bajo el fuego, que les llega de todas partes, no piensan más que en salvar la vida. Cuando lo reputan imposible se entregan. Manos en alto, se dejan hacer prisioneros. Si es una sección entera, cantan un himno diferente al que utilizaron para desfilar en Málaga; ahora es Bandiera Rossa. Los prisioneros son concentrados a retaguardia, en tanto las tropas siguen avanzando en persecución de los fugitivos. Es temprano para detenerse a considerar el botín. Es inmenso. Atrás queda. Los caudillos populares siguen empujando a sus hombres hacia adelante. Llegan hasta donde, extenuados, las fuerzas les abandonan. La aviación continúa su trabajo. Sigue destruyendo implacable al ejército en derrota. El balance material es satisfactorio; pero todo aquel material inmenso abandonado por los italianos en la huida es nada comparado con el balance moral. El frente resuena de canciones optimistas, de gritos vibrantes. Entusiasmo legítimo. La victoria, los testimonios todavía están en la carretera, es indiscutible. Nuestro periódico le pone el rótulo que se hace célebre: «El Caporetto de Guadalajara». ¿Excesivo y novelesco? Comparativamente, exacto. El general Duval —Les leçons de la guerre d’Espagne— escribe que «la operación de Guadalajara, contrariada por circunstancias desagradecidas, ha sido una dura prueba». Durísima. Dos divisiones motorizadas en plenitud, secundadas por otras dos, ceden el campo y la mitad de su material a los milicianos sustraídos, de prisa y corriendo, a los frentes de Madrid, que saltan sin transición de los camiones al combate. Atenuantes que se han buscado para el descalabro: que el mal tiempo impidió a los aviadores italianos despegar. El mismo tiempo hacía en Alcalá y la aviación republicana despegó. Por esta época, los efectivos de la aviación, sin estar equilibrados, no acusaban la enorme desproporción de que se beneficiaron la mayor parte de la guerra los rebeldes y los invasores. Esos efectivos estaban, en cierto modo, ponderados. Y los vecinos de Madrid y los combatientes del Jarama pudimos ver con nuestros ojos que sólo así son creíbles las noticias bélicas, en las que por intervenir la pólvora se mezcla la hipérbole, exactamente igual que en los relatos de los cazadores, como los pesados trimotores que bombardeaban el barrio de Argüelles y nuestras posiciones de Arganda, eligiendo, como la gallina para poner el huevo, el lugar en que les interesaba dejar caer las bombas, giraban en redondo y huían del combate, imponiendo a sus motores revoluciones por encima de las teóricas. Cuando la impunidad acabó, comenzaron a servirse de la nocturnidad.

Un Caporetto en escala menor, eso fue la derrota italiana: un Caporetto de Guadalajara.

No fue en las trincheras españolas de Franco donde encontraron excesivo el sobrenombre puesto al fracaso italiano, que, en el fondo, les satisfacía, en cuanto significaba un correctivo a la jactancia de los indeseables colaboradores. Con la música de una canción popular de Italia, los soldados de Navarra cantaban esta letra, que, por lo desgarrada, debe ser de musa ribereña:

Guadalajara no es Abisinia

Los españoles, aunque rojos, son valientes:

Menos camiones y más c…

La manifestación académica de ese proceso de desestimación puede verse en las siguientes palabras de un mensaje falangista dirigido al Duce: Segundo error. La forma y el modo de la ayuda y aportación. Los representantes y militares de toda graduación que envió Italia, tanto en sus manifestaciones públicas como en sus relaciones con las gentes nuestras, se han mostrado altivos (no digo que lo sean, sino que así han aparecido a los ojos de nuestra masa); dándonos la impresión de que venían a protegemos y a civilizarnos; de que todo tenían que hacerlo ellos, haciéndonos sentir una cierta inferioridad y pequeñez. De esa presentación se derivaron algunos pequeños incidentes, que pronto se olvidaron, pero que no quitaron de nuestro pecho la espina de la inferioridad que querían atribuimos, inconscientemente, por supuesto. Yo pude observar este fenómeno a raíz de las operaciones de Guadalajara, que si bien no pasaron de ser un accidente, sin trascendencia, de toda acción militar (no olvide el lector que se trata de un documento enviado a Mussolini), puso de manifiesto la falta de efusión de nuestro pueblo, esencialmente efusivo cuando se dice amigo y se siente comprendido. Cuando llegó la noticia del revés, no obstante lo dolorosa que era por lo que perjudicaba nuestra causa y por el retraso de la entrada en Madrid, no se produjo un solo comentario de conmiseración o de tristeza. Al contrario, en los centros, reuniones, tertulias y conversaciones familiares, las gentes españolas se frotaban las manos de gusto y de contento, produciéndose con manifiesta alegría por lo que se llamaba el fracaso italiano. Y en el propio Cuartel General, y a mis oídos, un ayudante de Franco se expresaba ante un amigo mío en estos términos, casi textuales: «… Corrían como liebres; son unos fantoches, no sirven más que para hacer bulto y por el material que traen. En lo sucesivo tendremos que mezclarlos con nuestros batallones españoles para que den algún resultado… Ahora, el Generalísimo está estudiando la forma de llevarlo a la práctica…». No tendrían razón ni existiría ningún motivo para que se produjera así, ni para que el pueblo se alegrara. Era el desquite por la supuesta humillación sufrida. Más adelante el informe dice: «La masa comienza a sentir admiración por los compatriotas que bajo la bandera de la República resisten en Madrid y se preparan a una mayor defensa antes que entregarse. Se oyen expresiones como esta: “Son como nosotros, españoles y valientes”». Esto mismo iba a decir en Burgos, en un discurso público que le acarreó desgracia, el general Yagüe, adversario irreductible de los italianos. El ambiente de la llamada España nacional no podía ser más hostil para los italianos. Los propios fascistas desconectados de ella por sufrir prisión en la zona republicana respondían al mismo toque. Esa coincidencia dejaba entender una hostilidad más de fondo que la derivada de un choque de temperamentos. Meses más tarde de la derrota de Guadalajara, Prieto me pidió autorización para que el jefe de un servicio suyo se pusiese al habla con Fernández Cuesta, a quien, después de canjeado por Justino Azcárate, Franco atribuyó en su gobierno la cartera de Agricultura. Concedí la autorización que se me pedía, y Ángel Baza —no puedo citar su nombre sin emoción; su vida y su muerte la justifican en mí en muy alta medida—, jefe del servicio a que aludo, jefatura que había de dimitir como incompatible con su sensibilidad, inició unas conversaciones con Fernández Cuesta. Cuando este, persuadido de que las visitas de su inesperado interlocutor no ocultaba un innoble designio policiaco, pudo expresarse con perfecta confianza, le hizo la declaración siguiente:

—Me faltan elementos de juicio para tener un concepto claro de la guerra. No le puedo decir otra cosa sino que la siento y me duele como una tragedia inmensa, en la que se desangra España. Durante toda la campaña sólo he tenido un momento de alegría y de alborozo: aquel en que conocí la derrota de los italianos en Guadalajara.

Y Baza, que me tenía al corriente, añadía de su parte:

—Se expresa con sinceridad. Tengo el convencimiento de que dice lo que siente. Es un hombre joven, muy simpático, muy interesante. Se manifiesta con emoción. Resulta absurdo que no podamos entendernos con hombres como él, en cuya mirada se hacen presentes la nobleza y la sinceridad. La derrota de los italianos es lo único que le ha satisfecho de la guerra.

El Caporetto de Guadalajara satisfizo a todos los españoles y, a creer a los panegiristas de Franco, desposeía al Generalísimo de la esperanza de tomar Madrid. «Se cuenta que la más alta personalidad militar francesa dio oficiosamente a Franco, en octubre, el consejo de renunciar a Madrid y de apoderarse, lo más rápidamente posible, del mar y de Cataluña. En marzo. Franco se convence. Consolidado el frente de Madrid, sin abandonar la punta avanzada de la Ciudad Universitaria, renuncia a una conquista que hubiera significado el término de la guerra. Sabe que la guerra será larga». Lo nuevo de la afirmación está en esos consejos que «la más alta personalidad militar francesa» daba a Franco. La renuncia del Generalísimo a Madrid estaba bien clara. El último camino se le había cerrado. En lo sucesivo no podría hacer otra cosa que ordenar a los cañones del Garabitas que disparasen con rabia contra las calles de la capital.