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Escaparate de Barcelona. — La caída de Málaga. — La deserción de Villalba. — Los frentes fantásticos de Marbella y Antequera. —. Éxito trágico. — El mito se rompe. — Largo Caballero no quiere dimitir. — Asensio es sustituido por Baraibar. — La política de los comunistas y la ayuda rusa. — La incapacidad del español para ser gubernamental. — Villalba resigna el mando en Federico Ángulo.

Pretender estar al corriente de la marcha de los acontecimientos militares mediante las noticias de la prensa era aspirar a un imposible. Los periodistas estábamos deficientemente informados la mayor parte de las veces. Y cuando poseíamos la noticia, una razón de Estado, que la censura se encargaba de recordamos, nos prohibía divulgarla antes de que fuese consignada en el parte de operaciones del Ministerio de la Guerra. Desconectado de mis camaradas de redacción con motivo de un viaje rápido a Barcelona, ponía en orden, de vuelta de la ciudad condal, mis impresiones. Escribía en un café de Valencia y escribía, un poco cruelmente, porque lo hacía para lectores madrileños, sobre los escaparates de Barcelona, en los que llegué a contar hasta dieciocho variedades de embutidos, multitud de conservas de mar y de tierra, y lo que de manera más acentuada llamaba mi atención: la abundancia de perniles, curados al humo y a la nieve. Las golosinas estaban, a su vez, brillantemente representadas. Hasta aquel viaje mío a Barcelona no conseguí darme cuenta de las fantasías que un buen oficial de confitería puede hacer con el chocolate, la almendra y los colorantes. En tan sabroso tema metido, me abordó «Juan de la Encina». Su semblante acusaba preocupación; las palabras la subrayaron.

—¿Qué nueva desventura en esa de Málaga? Es tonto ocultar la noticia que ya está circulando por todas partes. La desmoralización es terrible y no hay quien no piense en tener en regla su pasaporte. Parece que la caída de Almería es inminente.

Me propuse tranquilizarle, pero más que con la esperanza de conseguirlo con el deseo de que no adivinase que la noticia que me había dado era absolutamente inédita para mí. Estaba claro que me suponía perfectamente informado y hasta me pidió detalles de lo que había sucedido. No llegué a inventarlos, pero confieso que me hubiera costado muy poco trabajo hacerlo, seguro de no equivocarme demasiado. Era forzoso: tenía que haber ocurrido lo que en todas partes. La novedad del caso estaba en la descarada intervención de los italianos, que comenzaban a actuar en la guerra de España con unidades regulares, motorizadas en gran parte, y mandos propios. Los italianos, como después se supo, entraron en Málaga formados y cantando Giovinezza, lo que les ha permitido reivindicar esa victoria como exclusivamente suya.

Cuando el diálogo con «Juan de la Encina» se extinguió, intenté conocer más ampliamente la noticia y el alcance que se concedía a la desgracia. En el Ministerio de Hacienda la información era muy escasa. Tenían la preocupación de lo que hubiera podido sucederle al teniente coronel Federico Ángulo, a quien enviaron con un convoy de camiones a retirar de la plaza, cuya situación se reputaba grave, varias toneladas de plata. Estaban sin sus noticias y temían que hubiese sido hecho prisionero. Aparte de esa noticia, que sentimentalmente también me afecta, no conseguí otra que la de la traición de Villalba, jefe militar de Málaga, al que ya se le hacía responsable de la pérdida. En el Ministerio de Marina y Aire, Prieto tenía más noticias. Me afirmó que la ciudad fue abandonada. Todos los militares se pusieron a correr, en cuanto sintieron las ametralladoras del adversario y, durante toda la noche. Málaga no perteneció a nadie. Uno de sus subordinados, marino, le tuvo durante la noche al corriente de lo que sucedía y él, ante la imposibilidad de notificárselo a Largo Caballero, que se había retirado a su domicilio de Alcira, se lo había comunicado a Álvarez del Vayo, con encargo expreso, por su mayor amistad con el jefe del Gobierno, de que se lo notificase inmediatamente. ¿Cumplió el encargo? ¿El jefe del Gobierno y ministro de la Guerra hizo, si lo conoció, algo más que afligirse? El ministro de Marina y Aire conservó hasta el último momento su comunicación telefónica con Málaga. Su subordinado le siguió informando de la situación hasta que, persuadido de que no se proyectaba defensa alguna, necesitó pensar en su propia seguridad. Las noticias de este hombre no podían ser más pesimistas. La mitad de la población se había puesto en camino hacia Almería, arrastrando en su impulso a los propios milicianos, sobre los que nadie se cuidaba de ejercer autoridad. El coronel Villalba estaba desbordado y no sabía qué hacer ni a qué zona del frente acudir en remedio. En el supuesto de que hubiese sido capaz de reflexión, no hubiera descubierto medio que le ayudase a salir del atasco. No tenía nada ni a nadie. Ni se tenía él mismo. Veamos: Un oficial de enlace llega a su despacho; le informa que quince tanques avanzan por la carretera de Colmenar. El oficial precisa:

—Estarán a ocho kilómetros de la capital. Los soldados, al verlos, tiran los fusiles y huyen a la Sierra.

El coronel Villalba sabe todo lo que necesita. Cambia unas palabras con los oficiales de su Estado Mayor, da órdenes a su ayudante, y se dispone a salir. Se interfiere un testigo, en el que nadie ha reparado durante la escena anterior, Arthur Koestler, corresponsal del diario londinense News Chronicle[3]. Villalba le hace, de mala gana, una declaración sorprendente.

—Todo lo que le puedo decir es que la situación es seria: pero Málaga se defenderá.

El periodista quisiera saber dónde va el coronel, cuáles son sus planes. Se lo ha preguntado, sin obtener respuesta. Se asoma a la ventana y desde allí ve cómo Villalba, con sus oficiales, monta en automóvil y emprende la fuga, desatendiéndose de la suerte de la ciudad. ¿Cómo se defenderá Málaga? ¿Quién la defenderá? Sólo la providencia podía hacerlo. El mismo periodista inglés, corresponsal del News Cronicle, que visitó nuestros frentes, informa de ellos con profunda tristeza. El frente de Marbella se reduce a una barricada. A su derecha, los soldados han comenzado a cavar una trinchera. Como el periodista interrogue al comandante qué hará cuando se le presenten los carros de asalto del enemigo, la respuesta del comandante, que se encoge de hombros, es perfecta: «Irme con mis hombres a la Sierra». ¿Qué otra cosa podía hacer a presencia de las tanquetas italianas? Su previsión era normal. Lo anormal es que el coronel Villalba hablase del frente de Marbella como de una línea de defensa valorable militarmente, cuando no pasaba de ser un retén de milicianos apostados detrás de las piedras de una barricada. En el llamado frente de Antequera, la fantasía era mayor. «Es el frente más insensato y el más pintoresco que he podido ver», escribe Koestler. Nadie ha pensado en destruir la carretera. Se conserva intacta para en caso de una ofensiva propia. Como la ofensiva es del enemigo, el capitán del sector juzga que con las fortificaciones laterales habrá suficiente para defender el avance de la infantería. «¿Y si vienen los carros de asalto?». «En tal caso, como nada podemos hacer, nos iremos a la Sierra». En la Sierra es donde está instalado el observatorio para seguir los movimientos del enemigo. En el pico del Diablo, un capitán vigila. Un teléfono le une al puesto de mando; pero en previsión de que el teléfono no funcione en el momento preciso en que se necesite su servicio, el capitán ha hecho tender una línea más segura: un cable, al que se ha unido, en el puesto de mando, una campanilla. Este sistema lo reputan más seguro: saben que cuando el capitán tire el cable, la campanilla, estremecida, sonará. Todo el defecto es que se producen alarmas infundadas. Eso no importa. El capitán observador, que es un soldado de leyenda, asegura al periodista que si llegan los tanques, los tanques serán destruidos. Tales eran los frentes que defendían Málaga y contra los que Queipo de Llano, después de madura reflexión, de adquirir el consejo y la colaboración personal de estrategas italianos, lanza varias columnas, una de ellas motorizada, y tres cruceros, desde uno de los cuales, el Canarias, sigue personalmente el curso de las operaciones. «Málaga es la primera victoria en la que han colaborado los italianos». Estos entran como vanguardia en la plaza; pero izadas las banderas monárquicas en los edificios, se les ordena esconderse. No es bueno que el pueblo advierta su presencia. Va a dar comienzo la operación de «limpieza» y esta corresponde a los españoles, ayudados, a lo sumo, por los regulares. Ese cuadro trágico es, con pequeños variantes, el mismo de Badajoz y Toledo.

A la ciudad, medio derruida por los bombardeos, ennegrecida por el humo de los incendios, le falta el riego de lágrimas y sangre. Con esos líquidos se hace la limpieza. El drama de la ciudad es menos sombrío que el drama de la carretera. Sobre la masa empavorecida que desertó de Málaga, huyendo de las represalias, los aviones de Franco y los navíos nacionalistas se cubren de oprobio. En vuelos rasantes, las ametralladoras de los aviones agotaron sus municiones sobre la muchedumbre desesperada. Madres que se negaban a desprenderse de sus hijos muertos, perdieron la razón. Otras, creyendo salvarse, se arrojaron al mar, donde perecieron. La carretera quedó cubierta de cadáveres y moribundos. Los aparatos repostaban y volvían a su trabajo siniestro. Los buques… «Los rápidos progresos de todos estos ataques —han escrito dos apologistas de la victoria de Franco: Brasillach y Bardeche—[2], determinaron un gran pánico y los fugitivos se aglomeraron en coches y camiones, ensayando llegar a Almería. La mañana del día 8, la flota nacionalista ancló delante de la Torre del Mar para cerrarles el camino…». Sus salvas mortíferas hacen carne en una muchedumbre de mujeres, niños y ancianos, a la que se han mezclado algunos combatientes. El detalle de esta carnicería renueva el horror de lo ocurrido en la plaza de toros de Badajoz. La voz de los supervivientes que hacen el relato se rompe en una congoja sin consuelo. Lloran, no por el luto concreto del padre que perdieron, o por el hermano que les falta, o por la madre, de la que ignoran qué se hizo, sino por algo más grande y solemne: por el hundimiento de todos los conceptos sagrados, por el naufragio de su fe pueril. Los cañones de los navíos y las ametralladoras de los aviones no los manejaba ninguna deidad hostil y furiosa, sino hombres igualmente refractarios al dolor que, a su hora, clamarían, con el mismo acento doloroso, piedad y compasión para sus vidas. ¿En qué excitaba su cólera aquella doliente caravana? Su persecución implacable quedaba fuera del marco de la victoria y entraba en el repertorio de la patología sexual. ¿Qué otra explicación puede arbitrar la inteligencia? El viajero que haga camino en esa carretera se seguirá estremeciendo al recuerdo de tanto sufrimiento y de tanta sangre como empapó. Los gritos de las víctimas, el balido angustioso de tanta criatura vuelta inocente por miedo a la muerte, deben estar prendidos a las zarzas de las cunetas y a los arbustos del paisaje. Todo en él, por mar y tierra, tendrá una terrible resonancia trágica. La carretera es un calvario de infinitas cruces. Las fantasías de los frentes de Málaga era fatal que tuviesen un epílogo patético y lo tuvieron. Como en las tragedias elementales, la voluntad defensiva del hombre no sirvió de nada. Los cruceros nacionalistas no tuvieron oposición. Cuando consideraron terminada su obra, a toda máquina, se plantaron en Málaga. Igual hizo la aviación. Al mediodía del lunes, día ocho de febrero, la ciudad y el puerto son, oficialmente, del gobierno de Franco.

En Valencia, siguiendo una política de secreto, se prohíbe la divulgación de la noticia. Con el café de mi desayuno del martes, me la comunica «Juan de la Encina», para quienes era conocida desde el día anterior. Los contertulios que van llegando la conocen igualmente. No se habla de otra cosa. Pasan lista a las personas de su conocimiento que se disponen a obtener sus pasaportes para trasladarse a Francia.

—Convénzase usted, me dice Encina, de que ese correligionario de usted es un viejo loco, a quien hace tiempo debían ustedes haber atado. Mientras los negocios de la guerra dependan de él, todo irá de cabeza y perderemos Almería, Valencia, Barcelona y la guerra. ¡Es un loco! Lo he dicho hace mucho tiempo y ahora lo ratifico.

No se trataba de una opinión personal. Estaba muy generalizada en Valencia. El mito de Largo Caballero estaba roto. Los comunistas se disponían a pulverizarlo. Fomentaban sin demasiada discreción el descrédito del jefe del Gobierno y le atacaban, por de frente, en una de sus debilidades: el general Asensio, al que imputaban, por abandono, la caída de Málaga y para el que pedían la destitución. La responsabilidad, si la había, no podía ser del subsecretario, sino del propio ministro. Pero esto se les antojó demasiado exigir. Atacaban escalonadamente. Por el momento se conformaban con el subsecretario, al que tenían antigua ojeriza. La pasión de los comunistas arrolló a Asensio. Largo Caballero, con su tenacidad habitual, lo defendió hasta el límite máximo. Cuando se convenció de la inutilidad de su defensa, lo cedió con lágrimas de rabia. Sabía que era una batalla que perdía personalmente. Para repararla, en lo que era posible, sustituyó a Asensio por Carlos Baraibar, a quien tenía confiadas diferentes actividades encaminadas a producir una insurrección en la zona española del protectorado marroquí. Largo Caballero estaba persuadido de que esa insurrección, considerada por él como inminente, como consecuencia de los informes que sus agentes le facilitaban, le proporcionaría ocasión de cambiar el curso de la guerra y colocarla bajo un signo satisfactorio para la República. Málaga, para quien vivía en esa esperanza, no pasaba de ser un episodio. La esperanza estaba marcada en el calendario. Desgraciadamente no se cumplió. Baraibar, ignoro si también Asensio, buen africanista, se equivocó al confiar en una sublevación marroquí, como habían de equivocarse, bastante después, muchos otros. A los moros notables que nos brindaban con su colaboración sólo les interesaban las divisas. Con mi asentimiento, cuando esto fue necesario, no se les libró ni un franco ni una libra. El robo de que habían venido haciendo víctima a la República, prometiéndole levantamientos fulminantes, se acabó. Como les sometiéramos a una prueba, repartiendo unos fusiles, se comprobó que no tenían deseo alguno de batirse. De lo que tenían, más que deseo, ansia, era de seguir cobrando cantidades de cierta consideración. Largo Caballero dio fe a esas promesas y confió en que llegarían a cumplirse. No fue así. Su gestión ministerial toca a su fin. Derrotado Asensio, la campaña de los comunistas se vuelve contra Largo Caballero. La disminución de su prestigio se va acentuando. Las juventudes, a cuya unificación contribuyó él, se le vuelven irritadas. Es una prueba amarga. El secretario general de la organización juvenil. Santiago Carrillo, está entre los que le niegan, olvidando un pasado, no muy lejano, de extremada reverencia. La actualidad suministra material de ataque a los detractores de Largo Caballero: «Se han equivocado con él. No es el hombre que puede ganar la guerra». La tragedia de Málaga, que pudo haber sido evitada, queda inscrita en la cuenta del presidente del Consejo. Él es, según sus críticos, el verdadero responsable. Asensio tiene otras culpas. Largo Caballero da un manifiesto desconcertante. Se dirige en una nota oficial al país diciéndole que en tanto todo son ofrecimientos y promesas, nadie obedece sus órdenes, y cada grupo político, discurriendo por su cuenta, hace lo que mejor le acomoda. Es una confesión de impotencia y, al mismo tiempo, un acto desesperado. El documento una vez que el lector se ha repuesto de la sorpresa, provoca este comentario: «Cuando un jefe de Gobierno comprueba que su autoridad no existe, dimite». Pero justamente eso es lo que no quiere hacer Largo Caballero, dimitir. Si ha dado a la publicidad esa confesión es para reunir nuevamente en torno a su nombre a los que creen en él, a aquellas masas de combatientes que recibieron con vítores su exaltación al Poder.

Jefe del Gobierno, Largo Caballero no ha podido darse cuenta de que aquel fervor se ha extinguido, de que su fuerza mesiánica se ha disipado al choque con la realidad. Las masas le pedían la victoria a plazo corto, para montar sobre ella la revolución. No ha podido dársela y esas mismas masas, siempre en busca del hombre providencial, le han vuelto la espalda. Le queda el grupo, también restringido, de sus incondicionales. Quiere seguir en el Poder. ¿Por vanidad senil? ¿Por afán de mando? No. Porque cree en sí mismo. Ahora más que nunca se reputa indispensable para la victoria. Tiene el presentimiento de que desplazado del Poder, la derrota de la República es suceso irremediable; si continúa en él, sus manos acariciarán la victoria. Para quitarle la jefatura del Gobierno, los comunistas necesitarán forcejear con violencia y aprovechar las ocasiones que la guerra y la pasión política les deparen. Largo Caballero no capitulará por sus campañas. Está tieso y derecho, conforme al mandato poético de la casa municipal de Toledo. Sólo ante la desarticulación de su gobierno se rinde; pero no sin antes intentar una última defensa imposible. La caída de Málaga y lo que después sigue, la insurrección de Barcelona, son los pretextos que esgrimen sus adversarios. En el fondo, la verdad es distinta. Largo Caballero ha tomado en serio la tarea de unificar la clase obrera y es él quien ha dado acceso a los anarquistas al Gobierno de la República. Esto es, en concepto de los comunistas, un exceso de celo unificador.

A partir de ese día, las relaciones de aquéllos con el jefe del Gobierno se tornan ásperas. Reconocen haberse equivocado al reputarle hombre de confianza. Toda gestión suya tropieza con la sequedad de trato de Largo Caballero. Van apareciendo las aristas y la enemistad adquiere un volumen considerable. Son dos posiciones políticas que chocan en todos los problemas. Los informes que los comunistas envían a Moscú acusan esas diferencias y presentan a Largo Caballero como un hombre agotado, inepto para el cometido que debe realizar y, en su consecuencia, peligroso, nocivo para la victoria del pueblo español. En Moscú no experimentan ninguna sorpresa. Largo Caballero, cuyo semblante ha sido dado a conocer, mediante grandes retratos, en algunas de las solemnidades populares rusas, deja de serles grato. Esta desvalorización no significaría quebranto ninguno si nuestras relaciones con Rusia fuesen puramente platónicas. Es de Rusia de donde nos llega el único material que recibimos. No es un regalo revolucionario, sino una transacción mercantil; pero aun así no puede quedar excluida la gratitud. Sin esa transacción, hace tiempo que la República hubiese perecido. Esta es una verdad que no se presta a discusión. Se le deja perderse, deliberadamente, entre los detalles: el precio, la lentitud de los envíos, las exigencias políticas, etc. ¿Es que esos condicionantes no fueron tenidos en cuenta por los diferentes hombres que negociaron con Rusia? Imagino que sí; pero pienso, además, que a esos detalles, cuya importancia no menosprecio, se reunirían otros, a saber: el riesgo que corría la Unión Soviética, la merma que imponían a sus recursos bélicos y la zozobra diplomática en que por ayudarnos vivía. Aludiendo a su ayuda a los rebeldes, Alemania ha dicho que «arriesgó la guerra». Es el caso de Rusia. No sé que eso pueda pagarse con dinero. Lo que sí sé es que España jamás hubiese aceptado un peligro semejante para ayudar a Rusia, que es, aparte de la patria del proletariado, título en cuyo nombre se le piden todos los sacrificios inimaginables, una nación con fronteras e intereses concretos, de cuya custodia y defensa están encargados los rusos. La construcción de un avión en Rusia no cuesta menos, sí más, que la construcción de ese mismo aparato en los Estados Unidos. El avión construido en Rusia, con su precio mayor, nos era asequible: el de los Estados Unidos, no. La desconceptuación de Largo Caballero podía sernos fatal… No era hombre para tratar con las democracias, que por otra parte, acobardadas, recusan ayudarnos. ¿Con quién tratar en Europa? Se le insinuó que con las dictaduras. Con Alemania e Italia. La fuerza y la importancia de esta insinuación no sé cuál fue. En todo caso, el proyecto no tuvo consecuencias, y quien lo concibió dará su explicación, si la juzga valiosa para el conocimiento perfecto de la intimidad de la guerra. Pudo ser un error o un acierto. Como alternativa, dada la conducta de las democracias, forzoso es reconocer que no tenía otra nuestra política internacional, aun cuando más tarde se hablase de un acercamiento a las democracias previo el agotamiento de los comunistas, que no eran, como bien se sabe, el único estorbo para sacar a Inglaterra de su hostil indiferencia.

Como en ese juego polémico intervenían los anarquistas, se olvidaba que ellos, más que los comunistas, inquietaban a los gobiernos de Inglaterra y Francia. Con razón, sin razón. Cuenta de esos gobiernos era acertar o equivocarse, aun cuando las consecuencias las pagásemos los españoles. Estos, por otra parte, encuentran una dificultad inmensa en ser gubernamentales. La explicación es muy sencilla. Años y años en la oposición, tenemos la mentalidad deformada, al punto de encontrar incómodo el título de gubernamental. Un periódico gubernamental, por el hecho de serlo, desciende considerablemente de tirada, como consecuencia de una merma de crédito ante los lectores. A tal punto el dato es exacto, que los periódicos republicanos que hacían oposición a la monarquía, al vencer de ella y saludar el cambio de régimen, pasado el primer fervor, se arruinan y tienen, si quieren vivir, que montar sus baterías polémicas contra este y el otro ministro, o contra el conjunto del Gobierno. Los que no podían hacer eso desviaban sus tiros contra el presidente de la República. Ni siquiera la guerra nos cambia esa mentalidad. Sabemos razonar «contra», no en «pro». Sabemos criticar, no construir. Un gobernante, mientras lo es, como le sucedía a Largo Caballero, pedía acatamiento y obediencia, pero, al dejar de serlo, no se juzgaba en el caso de ofrecerla. En España se pasa del Poder a la oposición rabiosa, cuando no se va directamente a las barricadas. Es, concretamente, el caso de Largo Caballero y el de Franco.

La de octubre de 1934 fue una guerra pequeñita. No tuvimos ni fuerza ni aliento para más. Quizá porque no tuvimos, que también se pidió, ayuda internacional. Rusia, de la que se solicitó un favor menudo, lo negó. Opositores de aquel movimiento disparatado fueron, entre otros, Azaña y Besteiro. La de julio de 1936 fue una guerra grande, porque la alimentaron Alemania e Italia. Después de sofocada la insurrección en Madrid, en Barcelona, en Valencia y en las Vascongadas, Franco no hubiese tenido alientos para llegar más lejos. Un estudio circunstanciado de esos dos episodios de la historia de España permitiría ver mejor su analogía que esta sumaria evocación hecha para avivar el recuerdo de los informados. Cuando el político español abandona su función de mando, se enfrenta denodadamente con Rusia. ¿Limpio de culpas? Él, naturalmente, cree que sí. Rusia y los comunistas son, sin disputa, los únicos responsables de lo que sucede. Esta es, a los pocos días de la pérdida de Málaga, la convicción de Largo Caballero. El que le hayan obligado a prescindir de su colaborador más estimado, el general Asensio, le colma de cólera. Le avisan con esa victoria su destino. Un destino particularmente sorprendente porque fue él quien, contra la negativa de los comunistas, les forzó a formar parte del Gobierno. Falta, para que su período de gobernante quede clausurado, la revuelta de Barcelona, obra preferentemente de los anarquistas, a los que, como a los comunistas. Caballero facilitó el acceso a los ministerios. Antes de su derrota, el ministro de la Guerra va a conocer el resplandor de una victoria. Es la clara en la tormenta que los mareantes reciben con alarma. No borra el disgusto que ha provocado la caída de Málaga, ciudad abandonada por los mandos, pero éstos, a su vez, abandonados por Valencia. Cuando el coronel Villalba llega a Motril ha dejado de ser un hombre. La visión de la carretera sangrienta, con su patetismo, le ha hundido en la nada. Todo parece serle indiferente, menos su vida animal, a la que se aferra con desesperación.

No tiene fuerza más que para resistir a los mandatos del honor militar que le exigen desenfundar su pistola y castigarse en la vida. Cuando se le interpone un hombre dinámico, vibrante, lleno de arrojo, lo mira como a un ser sobrenatural y, con palabra desfallecida, le entrega el mando.

—No sirvo. Véame usted, no sirvo. Estoy derrumbado. Encárguese usted de organizar esta derrota y de ver dónde rehace la línea si puede recuperar a los hombres.

El subordinado aprisiona entre sus manos el mando y ordena a sus hombres que le obedezcan a ciegas. Hay que hacer orden en el caos de aquella retirada trágica. Otra vez, como en nuestra Redacción de Carranza, 20, Federico Ángulo hace oír sus voces y obedecer sus mandatos. Se irrita, se desespera, golpea a unos, desarma a otros y hace cuanto humanamente puede por facilitar la evacuación de la masa doliente que, sin palabras, con miradas, pone su esperanza en él. No les defrauda. Toda su violencia de militar se disuelve en una congoja humana, y aquellos camiones que iban a evacuar los valores y metales de Málaga sirven para transitar a Almería mujeres, niños y ancianos. Con los hombres se queda él y desventurado el que no le obedezca. Le obedecen. Su temple sereno y su energía robusta operan el milagro de hacer que la confianza vuelva. El coronel Villalba sigue sin saber nada, sin enterarse de nada. Después de su deserción se borra y oscurece, y es con el aliento de Federico Ángulo con el que en el caos comienza a atisbarse un principio de ordenación. Grita hasta enronquecer, golpea hasta hacerse daño, imitado por sus hombres, que son el fermento vivo, la levadura eficaz de la muchedumbre derrotada, que en el golpe y en el grito identifican al conductor. «Creí que me mataban», es todo lo que dirá a sus amigos cuando recuerde esos trabajos. Sólo por sus soldados se puede saber en qué consistieron. Era demasiado orgulloso para envanecerse.