La batalla de Madrid, larga y tenaz, está llena de episodios sobresalientes. El registro pormenorizado de cada uno dará nacimiento a una copiosa bibliografía. Después de las armas acostumbran a ser las letras las que entran en juego y no con menos furor bélico que aquéllas. De entre esos episodios, dos se destacan sobre todos los demás: el desplazamiento de la contienda del Manzanares al Jarama y la derrota de los italianos en Guadalajara. Salamanca se ha persuadido de que ha fallado el golpe sobre Madrid y no queriendo renunciar a apoderarse de él, por el descrédito político que representaría esa renuncia, intenta ponerle sitio cortando la carretera de Valencia. La operación tiene probabilidades de éxito. Atendida la pasión con que los republicanos están pendientes de las trincheras de la capital, una acción rápida, conducida con sigilo, puede significar la victoria. Madrid necesita recibirlo todo de Valencia: alimentos y pertrechos de guerra. Un asedio de varios días le obligará a capitular. Nuestro ejército, llamémoslo así, sigue improvisando para cada acontecimiento un remedio heroico. Se recupera de sus caídas no se sabe bien cómo. ¿Con ayuda del milagro de la fe? ¿Por obra del azar? Ello es que se recupera en el instante mismo en que la esperanza de los más optimistas va a dimitir. De la misma manera inexplicable con que se omitió la defensa de la colina de Garabitas en la Casa de Campo, se desdeña la posesión del Cabezo de la Marañosa, de donde, a pesar de existir una fábrica militar, se retira el destacamento militar que tradicionalmente lo defiende. ¿Quién ordena esa retirada? ¿Siguiendo qué planes lo hace? A cuantos se ha preguntado no atinan a responder. Ignoran quién dio la orden y por qué la dio. ¿Traición? ¿Incompetencia? Más bien lo segundo que lo primero. La República hace la guerra sin leyes ni conocimientos militares. No tiene mandos y, como consecuencia de ese déficit, no tiene ejército. Rojo se esfuerza por crearlo en Madrid, pero su trabajo necesita tiempo y paciencia. Las consecuencias de nuestro abandono de la Marañosa nos va a doler en la carne. El enemigo, que se había preparado para tomarla con sorpresa, por la violencia, reputándola pieza clave para el desarrollo de la operación que se propone realizar, se encuentra con la agradable novedad de no necesitar disparar un tiro.
El recio promontorio que domina toda la vega del Jarama lo reciben de regalo los militares facciosos. Desconfían, pensando en una añagaza maligna. Cuando se persuaden de que no hay trampa, de que el obsequio que se les ha hecho es liberal y sin carga alguna, discurren quemar las etapas de su operación, por si una imprevisión igual caracterizase el estado de toda la zona. Ponen sus hombres al paso y cada destacamento recibe como objetivo una cota con orden de no pararse en ella si la posibilidad de avance no la corta el adversario con sus ruegos. Así es, en líneas generales, por increíble que la cosa parezca. Cuando ese movimiento se registra, los soldados facciosos han hecho mucho camino y se han adueñado de posiciones que en ningún caso nos cederán. Es inútil atacarlas. Tantas veces como eso se haga, tantas veces fracasará, con copioso número de bajas, el esfuerzo. Madrid no sabe lo que sucede a su espalda. Unidades muy caracterizadas en su defensa —internacionales y carabineros— son enviadas al Jarama. Cuando llegan, la situación no puede ser más caótica. Se ignora todo cuanto concierne al frente: propósitos del enemigo, posición en que se encuentra, masa con que opera. Una sola cosa se sabe; que el peligro de que Madrid quede sitiado es extraordinario. El jefe militar de una de las brigadas que han sido enviadas al Jarama, al convencerse sobre el terreno de los peligros y de su importancia, despacha un enlace a Madrid a realizar ciertas gestiones y este, considerándose obligado por amistad, me visita para indicarme la conveniencia de que evacuemos la capital, si no queremos despertar con la desagradable sorpresa de que estamos sitiados. El mismo no gasta más de cuatro horas en realizar todos sus cometidos y, de temor a quedarse sin salida, vuelve al campo a reunirse a su unidad. Su mensaje no es creíble, pero es exacto. Esa misma noche, los batallones de la brigada a que hago referencia reciben orden de ponerse en marcha contra el adversario. Nadie les indica dónde está. Allá donde tropiecen con él deberán elegir el punto más recomendable para hacerse fuertes y no dejarle avanzar. Los mandos que deben conducir las tropas no conocen el terreno. No han tenido cinco minutos para asomarse al plano. Lo que no haga el azar no podrán hacer ellos. Salen a la ventura, mejor todavía a la desventura. Si el enemigo es fuerte o simplemente resuelto, los batallones que sin indicación útil alguna les enfrenta la República se disolverán en sangre por los alcores de Arganda. «Salimos a la buena de Dios —me contaba un viejo carabinero, comandante de uno de los batallones—, sin rumbo preciso y con un humor sombrío. Temía por mis hombres que, confiados, se dejaban conducir. Habíamos trabajado juntos en la Casa de Campo y nos dispensábamos mutua confianza. Del mismo modo que yo creía en ellos, ellos creían en mí. Pero esa noche, sin ninguna razón, porque yo no sabía dónde iba. Cuando estuve fuera del pueblo tomé mis medidas y di órdenes a mis capitanes: cautela y silencio. La experiencia del Pirineo, acechando contrabandistas, me podía servir de mucho. Me puse a la cabeza de una avanzadilla y fuimos caminando con sigilo, aguzados los oídos y dispuestas las armas. Registraba y analizaba todos los rumores de la noche. Inopinadamente, el enemigo nos hizo fuego. Sabíamos, al menos, dónde estaba. Le contestamos y con la primera pausa elegimos nuestra posición. Medio batallón se pasó la noche abriendo zanjas, en tanto el otro medio vigilaba». En la tierra gredosa de Arganda una zanja se abría en seguida, pero con la misma facilidad se desmoronaba. Con ramas de olivos, cargadas de fruto abandonado, se enmascararon las trincheras improvisadas. Algunos de aquellos carabineros, reclutados en zonas campesinas, se dolían del desmoche que se infligía a los olivos. «Es una pena, ¡tan lindos como están! ¡No le arranques esa quima, camarada!». Toda su emoción agrícola les subía del pecho a la boca y reclamaban de sus compañeros de armas, que no les oían, y que si les oían no les entendían, piedad para aquellos árboles que llenaban el paisaje de nobleza.
El frente quedó formado a partir de esa noche. El enemigo, temiendo arriesgarse con exceso, que no le cabía en la cabeza tanta facilidad en zona tan importante para la subsistencia de la capital, tan apasionadamente defendida, se apoderó de las cotas más elevadas y se instaló en ellas. Pequeños destacamentos, provistos de ametralladoras, se encargaron de defenderlas. Seguras las comunicaciones que enlazaban con el grueso de las fuerzas, poco después de la iniciación de nuestros ataques les llegaban los refuerzos necesarios. Nosotros, en cambio, necesitábamos tener en línea un número de hombres considerable. Como no había posibilidad de relevos, por inexistencia de reservas, los batallones inmovilizados en sus trincheras se desmoralizaban. No encontraban sentido a aquella vida y acababan por añorar las horas terribles de la Casa de Campo y el puente de los Franceses. Los ataques que se discurrieron contra los rebeldes fracasaron todos. Los internacionales, que pelearon por Arganda, no ilustraron su nombre con el mismo brillo de los que inmolaron en Madrid. Procedían de las mismas reclutas, pero el espíritu era distinto. ¿Cuestión de mando? Pudiera ser. Faltaba Kleber, quien misteriosamente, sin explicación oficial ni oficiosa, fue dado de baja en la nómina de los mandos internacionales. Este Kleber, de quien todo es vago y confuso, y al que otros, que no yo, medían sus condiciones militares, hallándolas conformes con las que corresponden a un conductor de hombres, dispuso, evidentemente, de un material humano de primera clase. Sus batallones eran la flor de una recluta entusiasta. Las promociones siguientes fueron descendiendo en valor y en eficacia, quizá porque a lo auténtico se mezcló lo falsificado. Cuando Negrín se adelanta a notificar a la Sociedad de Naciones que el Gobierno decide por sí mismo la retirada de voluntarios, licenciando a cuantos combaten a su lado, realiza un doble beneficio: el moral, que se deriva de su acto político, que no había de servirnos de nada, y el material de prescindir de unos hombres que, evaluados en su conjunto, tienen muy escasa potencia combativa. Es menos lo que ayudan que lo que empujan. Las verdaderas brigadas internacionales quedaron enterradas en los cementerios de Madrid. Y los batallones de las nuevas que conservan aquel espíritu cubren difícilmente las aspiraciones pacíficas de las formaciones más recientes. Sus propios jefes se desesperan; sus mismos comisarios, afligidos por la furiosa afición al escalafón y a la burocracia que se ha adueñado de los internacionales, se encargan de flagelarlos con sus invectivas, sin alcanzar corregir tamaños defectos. Al héroe de Madrid sucede el cuentacorrentista de la guerra. En Arganda esos internacionales son causa de varios fracasos. Si reciben orden de tomar una posición, pretextando un retraso en la marcha, no la toman y crean a las tropas que han cubierto sus objetivos situaciones difíciles. Los mandos españoles protestan, se irritan, pero ni su irritación ni sus protestas sirven de nada. En el próximo movimiento de fuerzas se repetirá el fallo y se dará la misma explicación. Como no hay soluciones que corrijan esas perezas, la desmoralización se extiende y el frente cae en un marasmo angustioso, en el que los soldados en línea no tienen otro entretenimiento que el de combatir contra la miseria y discutir airados los discursos de los nuevos «capellanes», como llaman a los comisarios políticos, transplantación desventurada de una creación rusa al clima de España, con la que tropiezan todos los jefes militares, incluso los que mejor lo disimulan. La contribución heroica que se les atribuye, y con la que se ata de hacer pasar por feliz el acuerdo imitativo que dio vida, cuerpo, no puede ser ni más modesta ni más normal.
El comisario político, como fiscal del mando, como conciencia pública en guardia constante, era antipático y, por ignorancia del oficio sobre el que debía juzgar, inepto; como protector de la tropa, demagogo. Reclamaba alpargatas, protestaba del rancho… Cuentan que en determinado frente, el comisario político de la unidad arbitró un partido de fútbol reñido por fascistas y republicanos en terreno de nadie. En Arganda, el suelo no se prestaba a esas confraternidades deportivas, ni el espíritu de los combatientes republicanos, que se habían dejado muchos compañeros en la defensa de Madrid, estaba preparado para tales bromas. Si se aburrían, se defendían matando parásitos o deslizando el dedo en el gatillo del fusil, apretando y con sólo un disparo, como en las barracas de feria, ponían en movimiento todo el aparato bélico del adversario, que llenaba la vega, poco antes silenciosa y geórgica, de estampidos y reventonazos de la artillería y de ladridos de ametralladoras. Yo he asistido personalmente a esa transmutación del paisaje y he contado en otra parte cómo era de difícil imaginar que aquellas tierras, generosas de vino y de aceite, sobre las que el atardecer, rico en colores todavía, vibrantes, se desangraba, fuesen escenario de una guerra enconada. Lo eran. Nuestros soldados morían en ellas, con la nostalgia de las suyas de Levante. ¿La victoria? No me he puesto a pensarlo, ignoro cómo se la podían imaginar. ¿Cómo la enunciaba en sus discursos el comisario político? ¿Victoria republicana, comunista o libertaria? Si se me hubiese ocurrido interrogar sobre tema tan profundo a uno de los muchos heridos que transportaban, después de una tarde de combate, las «rubias» de Carabineros, ¿cuál hubiera sido su respuesta? El dolor, igual para todos los hombres, cualquiera que sea la filosofía que profesen, les hubiese dictado las mismas palabras humanas. Y, sin embargo, hacían la guerra con coraje, se habían enrolado voluntarios y se resbalaban contra el hastío de los días sin combate. Cada uno de ellos creía en su inmunidad contra la muerte. El proceso de los hombres de esta unidad —Quinta Brigada mixta— lo había seguido de cerca. Cuando se enfrentaron con el adversario en la Casa de Campo, las automutilaciones alcanzaron una cifra considerable.
Los soldados se presentaban a los puestos de socorro con un tiro en el pie o en la palma de la mano, pretendiendo a evacuación a los hospitales de la retaguardia. Uno o dos éxitos desarrollaron la epidemia en las trincheras. Los médicos se plantearon el problema de corregir aquella evasión de heridos voluntarios y después de curarlos los interrogaban: «¿Dónde te mandamos? ¿A la trinchera o al Tribunal?». El soldado se hacía explicar. Se le informaba que las automutilaciones estaban castigadas con la pena de muerte y que los doctores incurrían en ella, si no enviaban a los sospechosos al tribunal encargado de enjuiciarlos. En esas condiciones, el soldado prefería la trinchera y los médicos, pidiéndole absoluta reserva, le encaminaban, por senderos que le afirmaban seguros, a las trincheras, donde era propagandista del nuevo peligro. Aun con esas noticias eran muchos los que tentaban fortuna. Corregían la técnica. Descubrieron sagazmente que los médicos averiguaban la automutilación en el tatuaje que el fuego del disparo hacía en la mano. Para evitar esa señal, ponían la mano, como un pedazo de queso, entre dos trozos de pan, y disparaban… La herida era limpia, pero los médicos no se dejaban engañar por esa limpieza. ¿El Tribunal o la trinchera? Sin vacilar: la trinchera. Pasó la epidemia. Los médicos dejaron de sostener la ficción de aquel tribunal, que era una invención de su ingenio. Estos mismos soldados se aburrían en las líneas de Arganda y preguntaban a sus jefes cuándo había combate, o con la palabra de las trincheras, «tomate». Estabilizado el frente, habían de tardar en tenerlo; pero lo tendrían… Estaba escrito que lo tendrían… Un combate más rencoroso que los de la Casa de Campo; carabineros contra carabineros, en una lucha intestina y doblemente fratricida: el negro combate en que se disolvió la resistencia de Madrid. ¿Por qué victoria esta vez? Nunca, como entonces, tan oscura la respuesta. ¡Qué travesía tan dolorosa la del hombre español por el mar de las pasiones! Conocemos el naufragio del hombre republicano y no hay quien deje de estar a la espera de la tormenta que aniquile a su antagonista. La victoria, en España, es siempre del dolor y de la muerte. En prepararles una apoteosis de Edad Media hemos trabajado todos, militares y civiles, religiosos y laicos, aldeanos y cortesanos, con un ardimiento que nos prohibimos, como incompatible con nuestra personalidad, para los trabajos de la paz. Al punto de que en el fiscal de hoy se atisba ya el milite de mañana, que disimula, bajo la toga, las mallas de hierro de su peto. Su acusación proyecta nueva guerra. Es trágico, pero así es.
La tarascada de los rebeldes en el Jarama se paró con un desorden demencial. Sustrayendo tropas y elementos a Madrid, porque las apelaciones a Valencia sólo daban resultado a la larga. No por mala voluntad, sino por carencia de posibilidades. El material tenía que hacer, antes de llegar a España, un recorrido largo y lleno de peligros. Esa tardanza en arribar hacía que cuando se podía disponer del cargamento de los buques, las necesidades de los frentes se hubiesen multiplicado, sin que las mercaderías recibidas sirviesen para cosa mejor que para atenuar la pobreza de las unidades, nunca para resolver de plano, y con la abundancia, sus peticiones. Siempre se estaba a la espera del próximo buque que, en tanto no entraba en puerto, transportaba los tesoros de Vulcano, y cuando hacía la descarga, nos defraudaba. No todos los barcos llegaron a muelle. Los submarinos italianos, en acecho permanente, consiguieron hundir alguno, y de otros, se hicieron dueños los rebeldes, pirateando descaradamente o utilizando un procedimiento más sencillo, que consistía en sobornar al capitán de la nave, para que tomara un rumbo distinto al que tenía marcado en la carta y fuese inocentemente a dar de bruces con las unidades de la escuadra de Franco, que le esperaba a determinada altura y latitud. Nuestros buques de guerra recibieron orden para salir a esperar y proteger los convoyes mercantes que nos estaban consignados y en ese trabajo realizaron una obra meritísima que, por desarrollarse en secreto, no alcanzó a tener popularidad. Pero el material seguía, por unas y por otras razones, escaseando, y Valencia no podía atender satisfactoriamente los pedidos que de los frentes le hacían. En el Jarama se pudo capear la dificultad gracias, preferentemente, a las indecisiones del enemigo. Este no se resolvió, al tropezar con resistencia, a seguir adelante en su objetivo. Creyó que con tener a tiro la carretera de Levante, a la altura del puente de Arganda, nos había inferido un golpe mortal. Y no fue así. El tráfico con Madrid se desvió por carreteras secundarias y la capital, con pequeñas contrariedades, pudo seguir siendo abastecida. El propio trozo de carretera batida era transitado cuando la prisa de una comisión lo exigía. De este riesgo se hizo un deporte y una jactancia, y hubo un ministro, el de Hacienda, que sin tomar en cuenta las advertencias de los jefes militares, lo practicó en un viaje a Madrid. Como el deporte había costado algunas vidas, después del paso de Negrín se ordenó que aquella ruta quedase cerrada, incluso para los propios militares. Y es que la carretera general estaba batida por fuego de ametralladoras, que los cañones de la Marañosa alcanzaban a varios trozos de algunas otras auxiliares, entre ellas la que estaba considerada como ruta militar, en la que yo fui testigo de la muerte de un comisario, ocurrida en el momento en que conversaba con nosotros, por un disparo de cañón.
Tiempo después de que el avance enemigo fuese parado, se pensó, un poco negligentemente, en que quizá conviniese hacer unas trincheras de segunda línea. Se constituyeron algunos batallones de fortificadores y, sin prisa, como quien se toma un trabajo innecesario, se dio comienzo a la obra. Como la hacían de noche, la desgana y el sueño emperezaban a los hombres y, las trincheras, que podían ser necesarias al día siguiente, llevaban el mismo ritmo somnoliento del ferrocarril de Tarancón a Madrid, motivo de tantas irritaciones para los madrileños, que no acababan de explicarse cómo el famoso ferrocarril, que al entrar en servicio resolvería considerables problemas de transporte, había venido a convertirse en una obra de romanos. Trincheras militares y ferrocarril estratégico testimoniaban, desgraciadamente, nuestra incapacidad. Esta no impedía que todos estuviesemos convencidos de que ganaríamos la guerra. Preguntar ¿cómo?, ¿cuándo?, ¿porqué? Era hacer cosecha de las más maravillosas corazonadas. Sólo el corazón podía mantenerse optimista. La cabeza dictaminaba de modo muy contrario. El mismo negocio militar estaba desorbitado. El jefe divisionario era un comandante al que en la Sierra se le había discernido, por actos de valor personal, esa jerarquía; los jefes de brigada, militares profesionales, tenían, por sus galones, autoridad superior y, por sus conocimientos técnicos, mayores aptitudes, lo que no parecía reñido con que le debieran obediencia, teniendo que seguir sus órdenes, frecuentemente disparatadas y pueriles. Era estéril denunciar esas incongruencias. El comandante merecía el mando por lealtad política, aun cuando ese mando, así concedido, no le sirviese para mandar. Recuerdo el caso del teniente coronel de Ingenieros Castillo, que, sin ninguna razón política para servir la República, la servía con absoluta lealtad, saltando sobre preocupaciones familiares de mucho fondo, en razón de la promesa que había hecho a la bandera. Propicio a largos silencios, sólo salía de su mutismo cuando examinando los planos registraba, con estupor, un avance del enemigo, hecho por la punta de su vanguardia, con menosprecio de las más elementales reglas militares. Aquella tropa, sin protección en los flancos, le llevaba a exclamar con la mayor sinceridad:
—¡Están perdidos!
Normalmente, sí; normalmente estaban perdidos. Una mediana resolución por nuestra parte les hubiera colocado en situación de derrota. Pero no sucedía así. La incompetencia de los mandos republicanos acostumbraba a concederles la victoria. Sucedía que nuestros soldados, inquietos por el avance de la vanguardia adversaria, no encontraban en los mandos la necesaria serenidad y, sin dirección ni orden, se abandonaban a su instinto y evacuaban la posición. La frase del teniente coronel Castillo se hizo famosa y su propio autor se sonreía cuando se la oía pronunciar a sus compañeros. Sin material en cantidad suficiente y sin mandos idóneos, los parones que se le imponían al adversario eran un puro regalo de la casualidad que, en los momentos de apuro, se hacía republicana. La historia se escribirá de otro modo. La batalla del Jarama se reseñará como la colisión de unidades de dos ejércitos maduros y esto no es, en modo alguno, exacto. Desconozco el grado de seguridad de las tropas de Franco. Pienso que podía ser perfecto, por la abundancia de la oficialidad y, a la vez, por la riqueza de material de que le dotaron Alemania e Italia. En las trincheras de la República, el Ejército no había nacido como entidad orgánica y disciplinada. El combatiente era un corazón apasionado; el oficial, un hombre audaz que, según su formación, apetecía o desdeñaba la técnica de su nuevo oficio; el jefe, un ser superior que podía osarlo todo, sin más que tener en regla su carnet político. Si acertaba, como si equivocaba, sus correligionarios le ceñían las ínfulas del vencedor. Mis botas se llenaron de barro en las trincheras del Jarama, mi cabeza de polvo de explosiones de bombas de aviación en el hospitalillo de clasificación de Arganda… No es preciso, pues, que nadie me dé referencias. El jefe de una brigada, apremiado por la necesidad, transformaba un médico en un capitán y con el tiempo justo de darle las órdenes lo mandaba al campo a tomar el mando de los hombres de un batallón, cuando no necesitaba ir él, personalmente, para parar una insurrección de descontentos… Sabio se llama ese jefe. Por la lógica materialista, todo estaba perdido en el Jarama. Repito que lo sé bien. Y, sin embargo, un día, cuadrado y solemne, uno de los hombres que en razón de mi cargo pasó a depender de mi autoridad, se me quejó:
—Mi suerte no es envidiable. He detenido a los rebeldes en el Jarama y nadie se ha acordado de recompensármelo. Mi ascenso no prospera. Y sin mí ¿qué hubiera sido Madrid?
No supe qué contestarle; pero para fortuna de él y mía, no me pidió respuesta.
Su convicción era profunda: Madrid subsistía y resistía por su esfuerzo personal. En su hoja de servicios, los periódicos apuntaron, sin buscar esclarecimientos ni juicio contradictorio, esa lisonja insuperable.