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La Junta de Defensa. — La razón de su prestigio. — La falta de municiones. — El atentado contra Yagüe y el duelo de comunistas y ácratas. — Cuidados militares y políticos de Miaja. — Largo Caballero aspira a liberar Madrid. — Don Vicente Rojo prefiere el silencio a la popularidad. — Lo que desearía saber Miaja. — El pino y la lechuga. — Una gestión para que Madrid capitule.

Hubo un momento, disparatado, en que, como reacción contra la marcha del Gobierno, algunos irritados concibieron el propósito de sustituirlo. Los proyectiles fueron a dar con la serena ecuanimidad de don Mariano Gómez, presidente del Tribunal Supremo, quien, no sin algún esfuerzo, y declinando las ofertas que le hacían, les persuadió de que el intento era un disparate, cuyas consecuencias, todas funestas, serían, a plazo corto, incalculables. Don Mariano Gómez, que había sacado al Gobierno Giral del trance más difícil y apurado, aceptando personalmente una encomienda delicadísima, sacrificio auténtico y no retórico, que la República no le agradecerá bastante, hacía otro servicio de importancia parecida al Gobierno de Largo Caballero. Dado el ambiente que existía en Madrid contra cuantos se habían ido a Valencia, la sustitución del Gobierno, terrible disparate, hubiera parecido bien a los madrileños. Sin la negativa de don Mariano Gómez, elegido por los proyectistas para presidente, y sin su consejo sereno, el conflicto del nacimiento de un nuevo gobierno se hubiese producido. No hubo Gobierno de Madrid, pero la capital tuvo en cambio su Junta de Defensa, cuya presidencia le fue conferida a Miaja. En la Junta, exactamente igual que en todas partes, se estableció la polémica de anarquistas y comunistas. Los partidos del Frente Popular enviaron al nuevo organismo representantes jóvenes, propicios a la exaltación y partidarios, desde luego, de los valores absolutos. El general necesitaba mediar en todos los conflictos como poder moderador. Con sus años y con su autoridad, ejercía el cargo de un modo paternal. Regañaba a los unos y a los otros, y cuando le suscitaban cuestiones enojosas, susceptibles de alterar el orden público, acudía a un recurso que nunca dejó de darle resultado: «Mientras perdemos el tiempo con estas historias, ignoro si el enemigo nos habrá roto el frente y esta noche mismo nos será forzoso abandonar Madrid». Esos temores no eran siempre verdad, pero tampoco eran siempre mentira. Cuando eran argucia dialéctica, cuando representaban una inquietud, los polemistas deponían la ira y se aprestaban a secundar al general en sus esfuerzos. «¿Qué hay que hacer?». Miaja los mandaba a buscar municiones.

Como epílogo de una de esas polémicas en ocasión en que los frentes estaban a falta de proyectiles, pues no se habían podido distribuir más que cuatro por plaza, y se trataba, además, de munición recargada, varios miembros de la Junta de Defensa hubieron de bajar hasta Albacete para conseguir siete cajas de proyectiles de máuser. Ese mismo día, uno de los secretarios del Ministerio de Hacienda, que fue a la ciudad de París realizando diversas gestiones, telefoneaba desde Madrid a su jefe, con angustia que le impedía advertir la indiscreción, que la capital estaba a falta de municiones y que era indispensable enviarlas, pues de otro modo se consumaría el desastre. El recado telefónico se dio sin ningún eufemismo: claro y en buen castellano. Después de todo, ¿qué? Si llegaba la munición, el ataque rebelde sería contenido, y si no llegaba… Antes que el espionaje pudiera dar la noticia, las tropas de Varela estarían frente al Ministerio de la Gobernación saludando a la nueva bandera. Se buscaba en las secretarías de las organizaciones sindicales, en las dependencias de los partidos políticos, en los cuarteles de las milicias, la munición que hacía falta para el frente. En un armario de nuestro periódico habían quedado, de los días del Cuartel de la Montaña, algunos paquetes de una munición especial, sin bala, sólo de pólvora, utilizada, al parecer, para el preaprendizaje de tiro. Ante nuestra sorpresa, nos contestaron: «Es igual. El caso es que podamos seguir disparando. Soldado que dispara es soldado que se defiende. Las balas que dan al contrario son muy pocas». Una nueva manifestación de la sagrada locura de Madrid, decidido a defenderse, en último extremo, con fogonazos. Sé comprendió bien que la Junta de Defensa aceptase sin irritación las maneras bruscas y paternales de su presidente, que era el centro de la pasión colectiva. Sus jóvenes compañeros le admitían las reprimendas y le cumplían los encargos. Uno de los que realizaron con mayor éxito supuso para la Junta de Defensa su prestigio. El general, sensible a las quejas de quienes eran atropellados, propuso a la Junta una tarea difícil: acabar con las ejecuciones arbitrarias.

«Nos llenan de oprobio y contradicen nuestras virtudes de combatientes. No podemos consentir, sin aparecer como responsables, que los huidos del frente se dediquen a cometer crueldades estúpidas, a realizar venganzas personales y a cometer asesinatos que tienen como móvil el robo».

La criminalidad había decrecido, pero todavía en los extremos; apartados de la ciudad, por los descampados del final de la calle de Serrano, en el barrio de Joaquín Costa, seguían apareciendo cadáveres de personas a quienes se tardaba en identificar. Esos cadáveres hacían una dramática propaganda fascista. Por estos días, últimos de las venganzas clandestinas, un joven a quien cuatro hombres armados llevaban en un auto a fusilar, viéndose irremediablemente perdido, al pasar delante de un retén de guardias de Asalto, gritó con aire de furioso desafío un ¡Viva el fascismo! Los guardias se echaron el fusil a la cara e hicieron, sin interrupción, varias descargas. El coche se paró. De sus ocupantes sólo uno, herido, estaba con vida. Él explicó la historia. En el despacho de Miaja se comentaban esos hechos y, decidido a acabar con ellos, buscó la colaboración de la Junta de Defensa. La obtuvo. Todos los consejeros coincidieron en su opinión. Lo difícil era poner el cascabel al gato. Se haría lo que se pudiera. Y lo que se hizo fue suficiente. El período de terror terminó. La autoridad se impuso en las calles y cuando, como sucedió alguna vez, después de una normalidad perfecta, apareció algún cadáver, la policía se puso en movimiento para buscar a los autores del asesinato. Miaja se encontraba dispuesto a hacer con ellos, cualquiera que fuese su filiación, un escarmiento ejemplar. La Junta de Defensa de Madrid ganó esa soberbia batalla, razón suficiente para que sea recordada con gratitud por cuantos desde el primer momento pugnamos por acabar con un régimen de represalias que arruinaba el prestigio de la República.

Una de las últimas agresiones vino a provocar en la propia Junta de Defensa un gravísimo conflicto. Uno de sus componentes, el comunista Yagüe, fue objeto de un tiroteo por parte de un grupo de soldados de una milicia anarquista. Los agresores fueron detenidos y los diarios comunistas pidieron para ellos la pena de muerte. Los ácratas se pusieron, en masa, al lado de los detenidos. Se justificaban con una versión diferente a la que sostenían los comunistas. Los diarios Mundo Obrero y CNT se acometieron con editoriales feroces. El papel de Miaja en la Junta de Defensa era el de El Socialista en la prensa: moderador. En esta ocasión, nuestro dictamen, absolutamente desapasionado, no convenció a los anarquistas que redactaban CNT, quienes llegarían hasta el desafío a la autoridad. Recuerdo lo que entonces escribimos: que el Tribunal, sin coacción de ninguna especie ni tendencia, juzgue a los detenidos, y que su fallo sea acatado sin discusión ni reserva. Entre la pena de muerte que reclamaban con insistencia los comunistas y la absolución con pronunciamiento favorable que exigían los anarquistas, bien se comprende que no había término de conciliación. Los anarquistas se dispararon. Dijeron que no acatarían el fallo y que, a todo precio, libertarían a sus correligionarios. Miaja suspendió la CNT. Sus redactores decidieron publicarla, desacatando lo dispuesto por el general. Se publicaría, dijeron, y se vendería por las calles de Madrid, aun cuando necesitasen para ello llamar a sus camaradas del frente. El general se negó a rectificar la orden. En la visita que le hicieron los sindicalistas, la ratificó. «Pues saldrá el periódico», le amenazaron los desairados. «No saldrá», dijo el general. Tomó previsiones militares. Mandó varios tanques a la calle de Larra y distribuyó fuerzas por las bocacalles y las casas. Los anarquistas, que habían trabajado en la confección de su periódico como de ordinario, se convencieron de que Miaja estaba decidido a defender el principio de autoridad y renunciaron a todo intento de sacarlo a la calle. Quedaba la segunda batalla: la reunión de la Junta de Defensa. Los anarquistas estaban en ella en posición minoritaria. Los comunistas disponían de más sufragios y, aun cuando su violencia no era menor que la de sus contradictores, estaban dentro del respeto de la ley. No se habían indisciplinado. Para nuestros compañeros, la norma de conducta era la que había señalado el periódico: sometimiento de los agresores de Yagüe al fallo del Tribunal. Miaja impuso esa política. Se derrotaba a los anarquistas en lo que tenía su actitud de rebelde, pero no se complacía a los comunistas, ya que estaba descontado que el Tribunal, en ningún caso, condenaría a muerte a los procesados. Estos afirmaban, y los comunistas negaban, que el consejero de Abastecimientos de la Junta, sin dar a conocer su personalidad, había intentado avasallarlos y desconocer la autoridad de centinelas que en el momento del suceso ejercían. La situación llegó a ser tan tensa que Miaja pudo decir con razón, a los anarquistas, que no valía la pena de haber establecido la defensa de Madrid para ir a regalárselo a Franco por un incidente en el que correspondía entender a los Tribunales de Justicia. Pero este recurso, que siempre daba resultados satisfactorios, le falló. Anarquistas y comunistas, que se venían acechando mutuamente, se acometieron con ánimo de inferirse una primera derrota. Defendiéndose de ella, como es frecuente que suceda cuando la pasión se remonta, el interés general pasó a segundo plano. En el choque de esas dos enemistades, la Junta de Defensa y Madrid mismo estuvieron a punto de perecer. Sin la ecuanimidad de Miaja y sin su terquedad para defenderla, el conflicto hubiera tenido un epílogo trágico. Suprimida la prisa con que los comunistas pidieron la intervención de los piquetes de ejecución, es casi seguro que los anarquistas, que ya habían entrado en una fase de cordura, «renunciando a todo, menos a la victoria», según la frase de Durruti, hubiesen consentido a los Tribunales dictar la sentencia que estimasen adecuada al delito. Superado el encuentro, las pasiones no quedaron desarmadas. La convivencia era forzosa, pero nada cordial, y en cada problema examinado en la Junta, la diferencia se dibujaba con nitidez perfecta. El general, a quien le ayudaban algunos consejeros. Máximo de Dios, entre otros, iba saliendo de cada atasco con sagacidad aldeana y energía militar. Se negaba sistemáticamente a dar o quitar razón. Él no era un juez, sino un soldado que tenía una misión concreta: evitar que Madrid cayese en manos de Franco. Con incongruencias aparentes encerraba a los polemistas en ese círculo de hierro y les ponía de cara a la inanidad de sus querellas, sin conseguir resolverlas, pero aplazándolas. Con eso se conformaba y con eso podía conformarse quien, como él, no tenía seguridad en el día siguiente.

No habrán sido muchos los generales que, encargados de la defensa de una plaza abierta, hayan necesitado distribuir su tiempo entre los cuidados militares y los políticos. El de Miaja puede que sea caso único. Necesitando disponer de una autoridad omnímoda, la compartía con los miembros de la Junta de Defensa, y desde Valencia, el Gobierno, temiendo que usara mal del poder que le había confiado, le interfería el suyo. Largo Caballero tenía, política y militarmente, la preocupación de Madrid. ¿Se había arrepentido de haber evacuado la plaza? Al carácter de su política, en la que estaba contenida su personalidad, le hubiera ido bien una corazonada, contraria, desde luego, a la prudencia más elemental. De haberse quedado con los ministros, Largo Caballero se hubiese instalado para siempre en el corazón de Madrid y de los madrileños. Ningún pueblo más sensible que el de la capital a estos arranques disparatados. Pero nadie con menos aptitud que Largo Caballero para lo romántico. Sus acciones se rigen por la norma contraria. Si tiene algún destello cordial, lo pone a enfriar en la nevera de la prudencia. En 1917 sostiene ante sus compañeros del Comité de huelga la conveniencia de la negativa; en octubre de 1934 la práctica de un modo absoluto, habiéndose preparado cuidadosamente para borrar las huellas de su responsabilidad: no conoce nada, no ha intervenido en nada, es inocente. Su defensor, Jiménez de Asúa, se encuentra perplejo. No sabe, o no quiere saber, cómo juzgar un caso semejante. Luis Araquistain lo razona: eludir la responsabilidad es el primer deber de todo revolucionario. La lucha sigue y es indispensable poder participar en ella sin ninguna limitación. No creo que sea el miedo lo que dicte a Largo Caballero mantenerse en guardia contra la justicia, sino, en efecto, su deseo de poder seguir cumpliendo la misión que se ha atribuido. Desdeña el juicio de los demás en cuanto está en colisión con su pensamiento. A través de todas sus contradicciones es un hombre sincero. Y en ese sentido, profundamente honrado. No quiere defraudar a las masas que le han aclamado como el Lenin español y cuando al final de un mitin en un pueblecito de Jaén le ofrecen una pluma estilográfica para que firme los primeros decretos revolucionarios, la acepta sin la menor vacilación, convencido de que podrá emplearla en aquello para lo que se la regalan. Si no llegó a utilizarla, el fracaso no le es imputable; de eso está seguro. Él ocupó su puesto y en él continúa. Las contradicciones deben verse en los demás, no en él. Con un hombre de este carácter. Miaja no podía entenderse. Sus disgustos fueron muchos. El ministro desconfiaba del general y el general se irritaba con la desconfianza del ministro. Largo Caballero quería defender Madrid, pero sin utilizar los servicios de Miaja. El plan que le ofrecieron para ello le pareció bueno. Se trataba de una operación en el exterior de la ciudad que obligase a los rebeldes a abandonar sus posiciones. El proyecto, como todos los proyectos, era perfecto. Faltaban fuerzas para ponerlo en práctica. Las que estaban a las órdenes de Pozas, general a quien se confió la empresa, no eran suficientes. Se le pidieron a Miaja. Este puso el grito en el cielo. Negó que estuviera en condiciones de ceder ni un solo fusilero. Invocó el peligro que se corría de retirar una sola ametralladora de los frentes de la capital. Su resistencia fue inútil. El ministro le conminó a que cumpliese lo ordenado. Miaja acató la orden, pero cayó en una nueva crisis de desesperación. Temía que el enemigo se diese cuenta del empobrecimiento de nuestras defensas y forzase la mano para penetrar en Madrid. De Valencia le contestaron secamente que Madrid iba a ser defendido más eficazmente. Miaja, que no creía en el talento militar de Pozas, cuando supo que este era el encargado de dirigir la operación pronosticó la derrota. Largo Caballero tenía una fe ciega en que los planes, discurridos por Asensio probablemente, se desarrollarían conforme a su deseo y llevado de esa fe, víspera de las operaciones, se puso en camino para el teatro de la guerra. Frío y todo, le batía el corazón en el pecho pensando en que, por una resolución suya, el ejército de Franco se viese en la necesidad de levantar sus posiciones de Madrid.

Presente él en los combates, el mando de todas las tropas le estaba atribuido. Su emoción era pareja a la de un general que, después de cálculos muy serios y concienzudos, se dispone a llevar sus soldados a la victoria. En este caso la victoria tenía un valor extraordinario: la liberación de Madrid. Lo que en Largo Caballero era optimismo esperanzado, en Miaja era pesimismo. Unas horas más tarde, los pronósticos del defensor de Madrid se habían cumplido: la operación fracasaba. El movimiento de tropas, iniciado con retraso sobre las horas previstas, permitió al enemigo prepararse y defender los objetivos que constituían la clave de nuestra victoria. Pozas, sordo y pasivo, vio malogrársele una oportunidad admirable para haber salido, como militar, de la incógnita de su nuevo escalafón de general republicano.

Tan duro de huesos como de oído, la oportunidad se le escapó en un fracaso que irritó a Largo Caballero, quien, sin esperar hipotéticas rectificaciones, se volvió a Valencia. No quiso entrar en Madrid, quizá por evitar un encuentro con Miaja, que presumía, a la vista de los acontecimientos, de su razón. Las tres cuartas partes de esa razón se las suministraba el trabajo de su jefe de Estado Mayor, don Vicente Rojo, que silenciosamente iba dando a los efectivos que guarnecían Madrid la moral y la eficacia de un ejército regular. Los «sabios», como los llamaba Miaja, le hacían tropas fuertes y le procuraban medios para triunfar. Eran su cabeza y su brazo derecho. El general se confiaba a ellos con perfecta seguridad. Podía hacerlo. Es dudoso que general alguno de cuantos han hecho la guerra en España haya dispuesto de un grupo de colaboradores ni más leal ni más capaz. La compenetración era perfecta. El temperamento de Miaja, cordial, bonachón, efusivo, y el de Rojo, sobrio, discreto, natural, habían facilitado la inteligencia. Hubiera sido difícil encontrar dos militares que realizasen una unión de trabajo tan perfecta. Al mismo Pozas le oí declarar, después de la desventura militar del Este, que le había traicionado su jefe de Estado Mayor. Exacta o calumniosa su afirmación, que no tenía medio de comprobar, manifestaba un viejo estado de incompatibilidad que quizá explicase, en parte, cuando menos, el hundimiento del frente de Cataluña que, por primera vez, nos puso a las puertas de la derrota. Miaja se llevaba admirablemente con sus «sabios», que le motejaban a él de «general del siglo XVIII», y no se hacía violencia ninguna para elogiarlos como se merecían y para encomiar su capacidad de trabajo. Raramente iba a parte alguna —recepción, banquete, visita de frentes— que no le acompañase Rojo, al que presentaba, más que como su jefe de Estado Mayor, como otro defensor de la capital. Hacía todos los esfuerzos imaginables por qué le diera la luz del proscenio, pero don Vicente Rojo huía de esa iluminación. Prefería el silencio de su despacho y el trabajo en común con sus compañeros, sobre los que ejercía un magisterio indiscutible. Este militar, en el que nadie había reparado a excepción de Miaja, que es quien lo descubrió, estaba especialmente dotado para su oficio; bien preparado técnicamente, su equilibrio anímico era perfecto, sin que influyesen sobre su temple victorias ni derrotas. Unas y otras las registraba como datos provisionales, susceptibles de sufrir modificación unas horas más tarde. Buen expositor, tenía presentes, a la hora de trabajar, todos los matices del problema en estudio. Si Miaja era la voz de mando. Rojo era la cabeza pensante y la voluntad organizadora. Del gabinete de Rojo salían, para pasar por el despacho de Miaja, todas las determinaciones que fueron haciendo de las milicias que se apelotonaron en las puertas de la capital, decididas a sucumbir antes de abrírselas al adversario, unidades militares, con obediencia al mando y sentido de la disciplina. Como la transformación fuese visible y con ocasión de un almuerzo le felicitase por ella. Rojo, sin dejar de agradecer la cortesía, me contestó: «¡Si viese usted que estamos empezando! Tenemos que hacer muchas cosas antes de jactamos de tener un ejército en forma». El general medió: «Lo tendremos. ¡Lo tendremos!». «Sí, mi general, lo tendremos… si nos dejan hacerlo». El corresponsal de la Pravda, que no carecía de muy buenas informaciones, bien tamizadas por los agregados militares de la embajada de su país, hizo en su periódico una semblanza de don Vicente Rojo. El autor del artículo tuvo interés en que se lo reprodujesemos en Madrid los diarios españoles. Le hicimos esa cortesía, desmesurada para el valor del artículo e insignificante para la personalidad de Rojo. A partir de esa crónica, se escribieron otras varias sobre el jefe del Estado Mayor de Miaja, sin que el interesado, que seguía manteniéndose en el segundo término que correspondía a su función, hiciese nada por beneficiarse de aquella popularidad, que no iba a ser pasajera. Estaba ya señalado como uno de los contados valores que se había manifestado en la guerra. Miaja se envanecía de haber sido él quien lo metiese en juego. En la medida que las cualidades del teniente coronel Rojo se imponían, la satisfacción del viejo general aumentaba. Esta complacencia no puede ser frecuente. Se precisa mucha generosidad o, como le sucedía a Miaja, saberse por encima de toda competencia.

No era la suya una vanidad senil. Su nombre, rodeado de laurel y roble, circulaba por el mundo recibiendo admiraciones insospechadas. En Madrid mismo era un prestigio inatacable, al margen, por supuesto, de una estricta valoración militar. Quienes le habían empujado a la ruina, eligiéndolo como chivo emisario de la catástrofe de Madrid, le proporcionaron ocasión única de salir del anonimato: le hicieron capitán del espíritu heroico de Madrid, de una fuerza moral que ellos consideraban inexistente y que se escondía, pudorosa, bajo una capa de frivolidad. La filosofía asturiana de Miaja percibió el matiz y cuando estaba en vena gustaba hacerlo saber, relatando un cuentecillo popular: el del salvador del náufrago que, a la hora de recibir los plácemes por su obra de salvamento, replica irritado: «Lo que yo desearía saber es quién es el expósito que me ha empujado». ¿Quién empujó a Miaja? Quienquiera que él sea, le facilitó ocasión de domiciliarse en la Historia de España, enlazando su apellido al nombre de la villa española más admirable y ejemplar: Madrid. El propio Franco, pese a su victoria, puede envidiarle ese futuro inmarchitable. Miaja se yergue sobre él como un pino sobre una lechuga, como un águila sobre un ave de corral. El generalísimo burgalés es la estrategia ayudada; el general madrileño, el espíritu incoercible. La fe avasalladora y arrogante contra el cálculo y la lógica de las academias. Por cálculo y lógica, los conquistadores españoles no hubieran saltado las bardas de sus huertos; por espíritu y fe vencieron de los elementos y de los hombres.

Hay en la historia de la defensa de Madrid un momento en que la lógica y el cálculo están a punto de vencer. Los observadores imparciales no tienen duda de que la ciudad ha llegado al límite extremo de sus posibilidades defensivas. Los cañones adversarios pueden elegir las víctimas. Sus disparos llegan a todas partes y, más que las bombas de la aviación, sobrecogen al vecindario madrileño. Los diplomáticos, la Cruz Roja Internacional, buscando servir la causa de ese mismo vecindario, se interesan por qué Madrid no sea pasado a cuchillo. Quieren mediar para que la ya inevitable caída de la capital no sea una derrota militar que autorice a los vencedores a hacer represalias. Creen poder conseguir condiciones humanas de Burgos. ¿No está ya claro para todos que Madrid va a capitular? ¿Dónde y con qué hará Miaja la resistencia? Se presentan a él y le hacen, con la mejor voluntad, su ofrecimiento. Confían en un éxito satisfactorio. Las condiciones de la rendición serán buenas. Se salvarán muchas vidas y Madrid dejará de padecer un suplicio, al final del cual, sin sombra de duda, precisa sus contornos desoladores la derrota. Miaja conoce cuál es la situación desesperada de los frentes; sabe cómo son de pobres las existencias de artículos alimenticios para el racionamiento de la ciudad; no ignora que nada puede reclamar en los parques, donde no hay, en almacén, ni un cartucho ni un fusil. No hace misterio de esos conocimientos, porque son públicos.

—Vuestra tenacidad, general, ha llegado al límite. Es hora de pensar en la ciudad. El honor está a salvo, sin que haya quien os lo pueda discutir.

Tras de este exordio, la propuesta. Y a la propuesta, la negativa. Tajante, concreta, áspera.

—¡Nunca! Madrid no se rinde. ¿Me oyen? ¡No se rinde!

Los miembros de la Junta de Defensa que eran testigos de la escena secundaron al general.

—Antes de rendir la plaza, preferimos quemarla.

La gestión había fracasado. Para los diplomáticos y los miembros de la Cruz Roja Internacional, el general y sus colaboradores eran unos dementes furiosos que iban a sacrificar millares de vidas por una causa perdida. Se asombraron de ser ellos los que se habían equivocado. Como se equivocaron cuantos, recolectando datos sobre la situación de Madrid, dedujeron un vaticinio sobre su suerte, dejando fuera lo inaprensible para las estadísticas: el espíritu.