21

Garabitas. — Muerte de Durruti, caudillo anarquista. — Varela se revuelve contra su destino. — Miaja teme a los golpes que le dan en Valencia. — Su popularidad en Madrid. — Historias y biografías de Kleber. — «Aquí estamos, dispuestos a morir». — «Director, hay que prepararse». — Miaja pide un supremo esfuerzo. — Los internacionales de Kleber.

El combate seguía con redoblada violencia. Varela apremiaba a sus huestes. «¡No es posible, no es posible! Eso es que os falta resolución para atacar. ¡No se comprende de otro modo!». No lo comprendía él. No podía comprenderlo. ¿Era admisible que sus cálculos hubiesen fracasado? Seco como un esparto, hacía crepitar sus órdenes, imprecaba a los jefes, los hería con sus reproches… Les pedía más pasión, más calor. Era absolutamente imposible que el enemigo resistiese un ataque llevado a buen tren: ¡Si no tenía armas! ¡Si eran unos grupos sin mandos! El general Varela se exasperaba y en su exasperación dejaba escapar palabras y juicios mortificantes. Pedía más servicios a la aviación que, sin riesgo, se fijaba en el cielo de Madrid y concienzudamente destruía observatorios, trincheras, casas; mataba hombres y animales. La Ciudad Universitaria y el Barrio de Argüelles iban saltando a pedazos. Los artilleros secundaban a los aviadores, y los infantes, creyendo tener expedito el camino, intentaban reanudar un avance que nuestras escasas ametralladoras hacían lo posible por impedir. Nuestra masa de fuego era, comparativamente, pequeña. Como las municiones iban caras, los hombres se habían disciplinado, administrándolas con avaricia, buscando que cada disparo conociese su blanco. Varela no quería explicarse lo que sucedía. Sabía sobradamente que todo el andamiaje de su discurso se había ido al suelo por haber prescindido del factor psicológico y, no teniendo valor para culparse, culpaba a los demás. Gritaba sus órdenes, modificándolas en un crescendo violento. La obediencia de sus subordinados era absoluta; pedían a sus soldados, con el mismo tono irritado, lo que el general les pedía a ellos, y los soldados, negros de pólvora, sudados de cansancio y de miedo, se erguían para avanzar y, a mitad de su movimiento, caían muertos. Una punta de la vanguardia consiguió vadear el Manzanares. Hacia ese paso, que suponía un progreso considerable para los rebeldes, se envió todo el fuego de Madrid. Pero todo el fuego de Madrid ¡era tan poco! La columna enemiga que había conseguido esa ventaja tenía por objetivo alcanzar el Hospital Clínico de la Ciudad Universitaria y hacerse fuerte en él. Iba, por grados, ganando terreno.

La empresa más difícil, saltar el río, la había cubierto. Desde uno de los edificios de la Ciudad Universitaria, uno de nuestros camaradas, Egoechaga, nos telefoneó al periódico: «Aquí estamos, dispuestos a morir. ¿No oís los estampidos? ¡Esto es terrible! Pero no os apuréis, que no pasan. Antes moriremos todos». Nuestro camarada se dedicó a gastarnos bromas y a hacer humorismo a cuenta de su cadáver. No debía estar en su juicio. Pero sólo así cabía que no hubiese evacuado un edificio que, dos horas más tarde, servía de albergue —cuartel y fortín— a los regulares. Todavía nos volvió a llamar nuestro amigo. «¿Oís ahora mejor? Nos ordenan evacuar. El enemigo está a doce metros de nosotros y nos hace un fuego brutal. Si no nos volvemos a ver ¡viva la República!». El teléfono recogía el estrépito de la batalla; pero no necesitábamos de él para oírlo. Llegaba perfectamente, en aquella hora de la noche, hasta nuestra Redacción de la calle Carranza. Del cuartel de nuestros camaradas al Clínico la distancia no era mucha. La noticia de la evacuación nos alarmó. Juzgábamos: las cosas van mal. Oíamos, sin dejar de trabajar, ruido de camiones, voces de hombres que le decían a la noche sus doctrinas con un viva rotundo, vigoroso. Miramos. Los camiones, cargados de nuevos combatientes, iban, bulevares abajo, hacia la línea de fuego. ¡Refuerzos! Viejos y jóvenes enronquecían gritando: «¡No pasarán! ¡No pasarán! ¡No pasarán!». Barberos, dependientes, carpinteros, metalúrgicos, panaderos, hombres de todos los oficios que partían de sus casas, sin vacilación, para encararse con el combate y morir en él sin renegar de su convicción: ¡No pasarán! Nuestro redactor militar avisó: «Director, hay que prepararse. Las cosas parece que se precipitan. La catástrofe puede producirse de un momento a otro». Con la cabeza nos explicábamos la desventura; con el corazón, no. Aquélla nos decía que era natural que perdiesemos: sin armas, sin aviación, sin artillería, ¿cómo íbamos a ganar? El corazón, en cambio, siempre irrazonable, seguía conservando esperanza. ¿No estaba la capital resuelta al sacrificio? Miaja, como Varela, pedía a sus colaboradores un supremo esfuerzo. Lo prometía todo para un plazo corto. La aviación republicana estaba para llegar y con ella venía artillería de línea, artillería antiaérea. Resistiendo dos días, un día, unas horas, íbamos a ser fuertes. Tendríamos hasta comida. Víveres y armas estaban en camino. Un esfuerzo más, sólo un esfuerzo más. «Mis hombres no se tienen de pie, se quedan dormidos con el fusil en la mano». «No puedo más, me faltan soldados. Tengo un ochenta por ciento de bajas». «Mi general: dentro de una hora estaré sin municiones». «El enemigo está a veinte metros de mi posición, mi gente no puede más. Necesito refuerzos o una orden de repliegue». Las comunicaciones que llegaban a Miaja tenían, todas, el mismo acento desesperado de las transcritas. El general, que seguía creyendo en sus voces interiores, persistía en las palabras falsas: «Envío refuerzos». «Salen municiones». «No hay zonas de repliegue. Si tiene miedo voy yo mismo a hacerme cargo de la posición». «Resistir de firme; está a llegar lo que espero. Mañana, antes de la noche, habremos vencido». El jefe sin municiones, el capitán sin hombres, el comandante derrengado, se ponían nuevamente en pie, se encaraban con sus milicianos y mediante otro ramalazo de locura lograban prolongar el combate. El ánimo caído renacía, la posición perdida se recuperaba y los asaltantes recibían en pleno pecho, antes que la bala, la noción de que la presa que reputaban segura se les había ido de la mano. Otra vez a empezar. De nuevo la artillería, durante horas y horas, para reducir la terquedad de los defensores de Madrid. Y cuando a la mañana, la aviación mordía implacable en la Ciudad Universitaria, a paso de viejos soldados, los refuerzos tomaban posesión de sus puestos. ¿Quiénes eran y de dónde venían? Llegaban de todos los pueblos de Europa y eran… Eran los internacionales de Kleber, de Lukacs, de Hans Beimmier: polacos, alemanes, franceses, austríacos, checos experimentados en la guerra europea y disciplinados con una moral de victoria. Rebeldes expulsados de su patria, trabajadores sin nacionalidad oficial, hombres con un pasado lleno de dolor y con un porvenir incierto. Cabezas firmes y brazos robustos; corazones sin miedo y ánimos tiesos. Tres mil quinientos fusiles. Se desparramaron por la Casa de Campo y por la Ciudad Universitaria. La guerra los acogió con toda pirotecnia mortal. Al cabo de una hora, ya eran menos. Era la cuota de ingreso: unas docenas de muertos. No se inmutaron, habían subido a Madrid justamente a eso: a hacerse matar defendiéndolo. De la capital sólo sabían una cosa: que los necesitaba. Su presencia en las posiciones discutidas reavivó la pasión de los madrileños. ¿Luego era verdad que llegaban refuerzos? El miliciano se insolentó con la muerte y volvió a despreciarla; pero sus nuevos compañeros, encerrados por la experiencia y la disciplina en su condición de soldados, le resultaban extraños. Se interponían violentos cuando el miliciano intentaba una temeridad. Le enseñaron precauciones y defensas elementales y, a la vez, le ilustraron sobre la manera de combatir con mayor eficacia. El miliciano aprendía. Adquiría hábitos de soldado. Cada internacional se convirtió, sin darse cuenta, en un maestro. Como los discípulos eran agudos, el aprendizaje fue rápido. A esos maestros, Kleber los movía con una precisión mecánica, mediante unas órdenes concisas, tajantes, que mandaba por los enlaces a los jefes de grupo, y que se cumplían sin la menor vacilación. Ordenes escritas a lápiz, firmadas con su inicial, que circulaban nerviosamente, levantando temperatura y fiebre en quienes las recibían; órdenes escritas en medio del combate, sin una vacilación, de un solo trazo seguro. «Resista. K.». «Avance sobre su izquierda. K.». «Firme en su puesto. K.». En la Casa de Velázquez, uno de los edificios más notables de la Ciudad Universitaria, en cuya fachada creo recordar que se incrustó la muy bella del Palacio de Oñate, se había instalado una compañía de internacionales polacos. Su jefe recibió, cuando más recia era la arremetida de los rebeldes, una de esas órdenes. «¡Resista! K.». Sus hombres iban cayendo muertos y heridos. El fuego les entraba por la derecha y por la izquierda. Los fusileros que le quedaban seguían disparando sin preguntar nada, sin apartar los ojos del adversario. El capitán diría. El capitán sabría.

El capitán, tieso ante una ventana, hacía fuego con un fusil. Era, entre todos, el único que no preservaba su cuerpo. Y como si estuviese defendido por un poder sobrenatural, las balas le respetaban. Los heridos le miraban con ojos incrédulos, conteniendo los lamentos, dejándose desangrar. Después de cinco horas, llegó un relevo. De la compañía sólo quedaban en pie seis hombres y el capitán. Sus soldados contaron que, en un acceso de furor, había intentado quitarse la vida, habiéndose ellos visto en la necesidad de desarmarle. Del furor había caído en una depresión nerviosa. La presencia de sus camaradas muertos le resultaba acusadora. Se sentía responsable de su desgracia. Creía que no había sabido defenderlos. Le llamaron al puesto de mando y Kleber lo fortificó con una palabra y un abrazo. Como los polacos, los alemanes, los franceses, los belgas… Todos. La orden los plantaba en el terreno, igual que a encinas añosas y sólo la muerte tenía poder suficiente para abatirlos. No eran hombres, eran soldados. El enemigo fue forzoso que notase su presencia. Cambiaron la fisonomía de la batalla. Se endureció la resistencia de Madrid. Aumentaron sus fuegos. El coro de las ametralladoras subió de tono. Había dos técnicas en su manejo. Unas trabajaban mejor que otras. El general Varela se resistía a acusar el golpe. Le constaba su superioridad y persistía en sacar adelante sus planes. Rugía las órdenes. Le irritaban los partes acusando impotencia. Se debatía, contrariado, contra su destino. Proyectaba atarlo a la cola de su caballo y humillarlo como a un cautivo indócil. Nada tan lejos de su poder. Su antagonista, Miaja, prodigaba, sin nerviosismo, cachazudamente, por intuición psicológica, sus mentiras heroicas. Si se irritaba era recordando la facilidad con que en Valencia olvidaban la responsabilidad con que le habían abrumado. No parecía sino que les molestaba que Madrid se defendiese. Contra los disgustos que le producían los hombres a su mando. Miaja operaba extremando verbalmente su autoridad. ¿Qué en el Banco no pagan los dineros que hacen falta para las nóminas de fortificación porque hacen semana inglesa? Miaja escuchaba la queja impávido: «¿Semana inglesa? Que busquen ahora mismo a los jefes del Banco y me los traigan aquí. El tiempo que tarden en llegar a la Ciudad Universitaria será todo lo que les queda de semana inglesa. ¡Se van a enterar esos señoritos de lo que es la guerra!». Contra los serretazos que procedían de Valencia, el general no podía nada y la cólera le rezumaba por los poros, en sudor; por la boca, en violencias llenas de erres y de enes. Un día en que solicitaba con apuro medios para resistir, declinando la responsabilidad de la catástrofe si dejaban de enviárselos con el apremio y la urgencia con que eran solicitados, la cinta del teletipo que le transmitía la respuesta, le sacudió como una descarga eléctrica. Se le vio congestionarse, los ojos desorbitados e iracundos, y luchar contra un adversario invisible que le agarraba de firme. Era, por raro que parezca, la respuesta que subía del Levante opulento y sereno, al Madrid dramático y famélico; la respuesta decía: «Usted trata de cubrirse con la pinta». El agredido general bramó: «No lo tolero. Me voy ahora mismo. No aguanto más. Esa infamia excede a mi resistencia». La cólera se mezclaba a los sollozos. El general avanzó hacia la puerta, dispuesto a realizar su amenaza. Uno de sus subordinados le cerró el paso. «Mi general, me mata si quiere, pero no le doy paso. Si se va, el frente se hunde. No puede irse». Rojo reforzó esa resistencia y el general, vacilando sobre sus pies, ebrio de dolor, se dejó caer en una butaca. Esta fue una de sus grandes victorias. Su desaparición de Madrid, donde ya no era general, sino algo más raro y valioso, un mito y un oráculo en que la ciudad creía, hubiera representado, efectivamente, la catástrofe. La sustitución del general podía ser fácil y acaso ventajosa; pero el nuevo defensor, sin potencia mesiánica ninguna, hubiera resultado un impotente para contener la caída del ánimo público. Miaja, que en Valencia, traído y llevado por la crítica, no era nada, en Madrid lo era todo. Cuanto más humildes y sencillas las capas sociales, más grande la devoción por él. Acaparaba toda la luz, absorbía todos los efectos, concentraba todas las adhesiones. Él gustaba de esa popularidad.

—Cuando paso con mi coche —me explicaba, a mí que lo había visto—, las mujeres me gritan; ¡Miaja! ¡Miaja!, y se gritan entre ellas: ¡Ahí va Miaja! ¡Ahí va Miaja! Nunca dicen: ¡Ahí va el general! Las saludo y me saludan. Ellas quedan contentas y yo también. Soy para ellas lo que más me gusta ser: Miaja.

Al confesar esa vanidad sonreía con todo su rostro. No especulaba con la popularidad, gozaba de ella con una maravillosa simplicidad de corazón, con idéntica simplicidad cordial que las mujeres madrileñas, arquetipos de un heroísmo silencioso y diario, mucho más castigado por la adversidad que el heroísmo de los combatientes. El general alimentaba ese heroísmo colectivo con la promesa de los refuerzos y su fe en la victoria. Con los internacionales habían subido a Madrid fuerzas de carabineros. Soldados que, después de un aprendizaje truncado, con una pequeña prueba de fuego en Valdemoro, entraron en el horno de la Casa de Campo. Los refuerzos iban llegando en la medida que se podían esperar. No llegaba el material. Sobre todo no llegaba la aviación. De momento, con los hombres era suficiente. Los internacionales, con Kleber, que adquirió una popularidad rapidísima, significaron una inyección de seguridad para los madrileños. Las biografías populares de Kleber fueron variadísimas y particularmente románticas. Era un general de la Gran Guerra a quien la victoria de Hitler había dejado cesante. Para otros, la personalidad de militar la había adquirido en China. Entre los militares corría la versión de que era un comunista alemán, especializado en revoluciones, es decir, conocedor de la lucha en las calles, técnica en cuyo estudio y práctica había gastado muchos años. Por uno de esos arranques madrileños, que acostumbraban a tener por base y origen los detalles más desconcertantes, Kleber se benefició de una simpatía unánime. El madrileño, que encontró agradable su rostro, se familiarizó con el apellido, sin ninguna complicación fonética. Pronunciándolo se autosugestionó y regaló a Kleber la máxima virtud y la máxima capacidad. Ese nombre anulaba a todos los demás. Todavía vive en Madrid el recuerdo de Kleber y cuando se habla de los internacionales, éstos son, por antonomasia, los hombres de aquél. ¿Cuál es su verdadera biografía? No lo sé, y aun cuando haya quien la conozca, aseguro que no serán muchos. He visto escritas sobre él algunas noticias que se dan como exactas. Puede que lo sean, pero, en la duda, prefiero una cualquiera de las múltiples historias de cordel que la inspiración popular de Madrid, acentuadamente romántica, divulgó. Tienen la misma inseguridad que las que se trata de hacer pasar como ciertas y mucha mayor belleza. Una belleza ingenua y primitiva. Kleber, que llegó a Madrid rodeado de misterio, partió de Madrid en las mismas condiciones misteriosas. Su apellido está adherido a los días más difíciles de la capital, sin que su gestión posterior acuse nuevas proezas. Fue, en algún momento, centro de una junta de militares que pusieron la defensa de Madrid por encima de toda consideración y ese capítulo, sobre el que nadie ha hecho luz suficiente, determinó incompatibilidades y enemigos que, andando el tiempo, no dejarían de manifestarse. Fue aquél un consejo de guerra, tenido sobre el propio campo de operaciones, a no mucha distancia del enemigo, en el que Kleber captó para su pensamiento militar la adhesión de los jefes de fuerzas. A uno de éstos, que conoce su oficio, le oí decir que la posición de Kleber era, militarmente, la única sagaz y viable. El trance era apurado, y el consejo no tenía otro alcance que vencer de él y asegurar la victoria de la capital. Ambas cosas parece que quedaron logradas. Pero no sin que Kleber renovase sus órdenes imperiosas y pusiera a prueba la dureza de todos los defensores de Madrid.

Hacía tiempo que los tres días de la profecía de Prieto estaban remontados. El salvoconducto que me dio para tomar plaza en un avión comenzaba a ser una curiosidad histórica. Los combates continuaban. Las tropas de Varela habían llegado hasta pisar algunas calles madrileñas; el paseo de Moret y el de Ramón y Cajal. El Hospital Clínico era un fortín suyo. Alcanzaron, igualmente, una posición envidiable en la Casa de Campo; el teso de Garabitas, donde se artillaron y desde el que ofenderían incesantemente a Madrid haciendo llegar los disparos hasta la plaza Castelar, motivo que aconsejó convertir a La Cibeles en la Linda Tapada. Los intentos de recuperación de Garabitas costaron mucha sangre y todos ellos fueron infructuosos. El pequeño altozano, bien conocido de los madrileños, se transformó, por obra de los ingenieros militares, en una posición inexpugnable. Ni el fuego ni el coraje consiguieron debelarla. Cuando después de terribles preparaciones artilleras, y aun más, de innumerables descargas de la aviación, cuando esta colaboró con los madrileños, se ordenaba su asalto, la posición, que había permanecido silenciosa, abría fuegos mortales sobre los asaltantes. Fuegos dispuestos geométricamente, estudiados matemáticamente. Era inútil pretender el paso. Estaba cerrado por una serie de ametralladoras concentradas y por un equipo de fusileros certeros. ¿Cómo se perdió aquella posición clave, que tanto duelo y sobresalto metió en el centro de la ciudad? Ningún pedazo de tierra más popular que la colina de Garabitas. Sólo la fortaleza del Clínico, increíblemente dura, la hacía competencia. En Garabitas había cañones; en el Clínico, regulares. Tantas veces como se les consideró expulsados, tantas nos equivocamos. Se interfería su abastecimiento, ametrallando a los convoyes; se atacaba el edificio con rudeza; se les cañoneaba con rabia y los moros, fieles a la orden recibida, seguían en su puesto, acechando todos los descuidos y confianzas de los madrileños para causamos bajas. Su puntería era tan endemoniada como su paciencia. El tiempo no contaba para ellos. Horas y horas, ojo y fusil en guardia, espiaban el movimiento de nuestras posiciones, y cuando el blanco se hacía presente, disparaban. Esta táctica exasperaba a los madrileños y siempre que la arremetida era contra el Clínico ponían en el cumplimiento de la orden una pasión furiosa. De haber conseguido entrar en él y copar a los regulares, contrariando lo dispuesto, los hubieran fusilado a todos. Los odiaban por la forma artera con que hacían la guerra. Con los moros en el Clínico y los artilleros en Garabitas, Varela había perdido la partida. La presa de Madrid se le había ido de las manos. Salamanca necesitaba discurrir otros ataques. Miaja, con sus voces interiores y sus mentiras heroicas, había vencido. Los nuevos combates le procuraban alguna inquietud, pero la base de su confianza era indestructible. El madrileño se reputaba un vencedor: «Cuando no han pasado, no pasan». El enemigo había perdido la ocasión. La curva de los ataques a la capital tenía alteraciones considerables. En un apuro, corrigieren una defección de sus tropas. Durruti, caudillo anarquista, cayó muerto y Madrid se estremeció pensando en lo que podía seguir a aquella muerte. Este es uno de los momentos en que más descendió el nivel de nuestra esperanza. ¿Qué iba a pasar? Durruti era, entre las filas de la FAI, el hombre de más alto prestigio. La historia de su vida, llena de proezas anarquistas, era ofrecida como modelo a imitar por los jóvenes ácratas. Lo había osado todo, venciendo de los trances más difíciles mediante su arrojo. Es una vida para una novela de Baroja: ruda, valiente, generosa. Ninguna dificultad le retenía. La guerra le proporcionó ocasión de desarrollar plenamente su personalidad. Realizó el sueño de su vida: ser capitán de una masa inmensa de hombres armados. ¿Había ambicionado nada mejor? Ejercía sobre todos ellos una autoridad indiscutible. Su apellido los sugestionaba. Cuando llegó a Madrid con sus soldados, la capital se confió a su arrojo y quedó a la espera de lo extraordinario. Una primera noticia rompió el hechizo. En la Ciudad Universitaria la columna confederal de Durruti echó pie atrás. Fue una reacción humana. El frente de Madrid era, en aquellos momentos, distinto a todos los frentes. Se combatía, con un encono cainita, sin tregua. Atacada violentamente, la columna cedió. ¿No era esa la costumbre? Lo fue hasta que las milicias anclaron en Madrid, frente a cuya silueta urbana se había dado la orden de no retroceder. Durruti fue interpelado por Miaja. Este le hirió con sus sarcasmos y el caudillo anarquista, frío, seguro de sí mismo, respondió de sus hombres.

—Concédame un día más antes de formar opinión definitiva sobre mi columna.

Se volvió al frente, resuelto a todo. Estaba decidido a poner su bandera y su prestigio en las posiciones que otros habían perdido. No era un ataque de orgullo personal, sino una demanda imperiosa del orgullo colectivo del anarquismo español. Todo él, corpulento y macizo, era una llama. Miaja le había reprendido con razón, pero ya que no podía quitarle la vida, que eso no hubiese sido ni valiente ni justo, le quitaría la razón. Estaba resuelto a llegar al despacho del general y a comunicarle: «Mi general, las tropas a mis órdenes, ¡los hombres de la FAI!, acaban de tomar la posición A y la posición B.». Con esos pensamientos en la cabeza se enfrentó con sus soldados que, gritando traición, se replegaban, desoyendo a sus jefes. Durruti desmontó del automóvil e increpó, una pistola en cada mano, a los fugitivos.

—¡A vuestros puestos, cobardes! ¡A vuestros puestos! ¡Estáis pisoteando el nombre de la FAI!

Le reconocieron. Sus palabras les escocían como latigazos. Se reagruparon, mirándolo de frente y esperando que se calmara, para quejarse ante él de la supuesta traición. Se negó a escucharles. Su brazo señaló una meta, roja de fuego de descarga:

—Allá vamos. Los que me quieran seguir, que me sigan.

Se puso a andar. Los soldados le seguían, aprestando los fusiles y vitoreándole. Una bala rompió la escena. Durruti se desplomó a tierra, herido de muerte, y sus hombres, con más fuerza, gritaron una sola palabra: ¡Traición! ¡Traición! ¿De quién? Miaja fue a descubrirse a la capilla ardiente y; contemplando el cuerpo de Durruti, dos gruesas lágrimas empañaron los cristales de sus gafas. En su despacho oficial hizo poner un retrato del caudillo anarquista, de quien el viejo general siempre hablaba con manifiesta emoción. Hasta pasadas 24 horas no se dio en Madrid la noticia de la muerte de Durruti. Se temió una caída vertical del ánimo público. En el frente, la debilidad de nuestras armas era considerable y una disminución de entusiasmo en la retaguardia podía ser fatal. La defensa de Madrid seguía estando montada sobre alfileres. Lo que no había alcanzado el enemigo, podía conseguirlo en cualquier instante. Seguíamos sin derecho al optimismo. Contando los días. Esperando material. Venciendo de las agresiones del adversario y de las imprudencias de Valencia.