20

Un general viejo y un sobre equivocado. — Miaja tiene voces interiores. — El general no es un militar de la «Semana del Duro». — «Para ir a morir a nadie se le cuenta la edad». — De Valencia piden la vajilla del ministro. — La orden general de ataque para el día D. — Miaja tensa resortes y busca munición. — Comienza la batalla. — El general en la zona de fuego.

El general Varela tenía enfrente, acaudillando la defensa de Madrid, al general Miaja. «Un pobre viejo cobarde», en la definición estúpida de Queipo de Llano. Este pobre viejo cobarde recibió, al abandonar el Gobierno su residencia de Madrid, el encargo de Largo Caballero de correr con el mando de la capital y ocuparse de su defensa. Le entregaron, como todo recurso para desempeñar su cometido, una carta… equivocada, con la orden expresa de no abrirla antes de las seis de la mañana. Nadie en el Gobierno podía admitir que Madrid se defendiese, pero menos que los ministros el Presidente, que conocía demasiado exactamente el estado de confusión y abandono en que se encontraban todas las cosas militares. Al menor atisbo de lo que había de suceder. Largo Caballero, y con él el Gobierno, se hubiese quedado en Madrid, reforzando con su presencia la pasión popular. Un acuerdo de esa naturaleza está dentro del carácter de Largo Caballero, en quien la tenacidad es rasgo muy acusado. El ministro de la Guerra se fue a Madrid a su pesar, persuadido, como lo estaba Prieto, de que a los tres o a los seis días, el enemigo lo habría tomado. En tanto no lo creyó así, se abstuvo de plantear a los ministros el problema del traslado del Gobierno, movimiento que, con carácter de previsión, estaba recomendado hacía tiempo. Decidió tratar el caso cuando se quedó sin esperanza. Adoptada la resolución del traslado, la marcha la inició él, personalmente, sin pérdida de momento. Todo lo tenía dispuesto. Incluso las dos cartas, una para Miaja, otra para Pozas, que, confundidas, recibieron los dos generales. Miaja rasgó el sobre y leyó: Debía hacerse cargo del mando de las fuerzas del Centro e instalarse en Tarancón. Esa encomienda era para Pozas. La suya era más difícil: defensa de la capital, con repliegue sobre Cuenca para en caso de derrota. Miaja no necesitó de reflexión ajena para comprender, de un solo golpe, que se le había elegido como víctima. ¿Por qué a él? ¿Por qué no a Pozas? ¿Quién había pronunciado su nombre? Quien lo hubiese hecho, no lo hizo de buena fe, reconociéndole virtudes y talentos militares para superar el atasco, sino de mala, reputándole sin precio, general burocrático, al que se podía sacrificar sin dolor. ¿Miaja? ¿Quién sabía algo de él y quién se conmovería con su drama oscuro?

De un empellón, inseguro y tropezando. Miaja se encontró en el primer plano de la guerra. La curiosidad del mundo iba a enfocarle con sus luces. De momento, las radios facciosas le abrumaban con sus ironías. Sevilla: «Un pobre viejo cobarde…»; Salamanca: «Un general que no usa fajín y gasta cincha»; Burgos: «Mola tomará café, dentro de dos días, en la Puerta del Sol»; Pamplona: «El gobierno rojo opone a la juventud espléndida del Caudillo un pobre valetudinario». El general valetudinario afirmó sus pies en tierra, y se resolvió a lo único que podía resolverse: a inmolar su vida. Se habían acabado los sueños venturosos de una vejez tranquila, cuidando, allá en su tierra natal, Asturias, el terciopelo verde de un campín, los manzanos de una pomarada y los picos de un corral. Como en el cuento de «Clarín», la milicia le ordenaba decir adiós a su «Cordera». Todo estaba dicho. El militar se puso al trabajo. Eligió con tino sus colaboradores. El teniente coronel Vicente Rojo fue uno de ellos; el más caracterizado, el mejor. ¿Dónde andaba y qué hacía Rojo antes de que Miaja lo descubriera, entregándole una responsabilidad pesada? Perdido, olvidado en una de las innumerables dependencias del Ministerio, hacía su labor paciente y anónima. Rojo fue nombrado jefe del Estado Mayor de Miaja. «Los sabios», como les llamaba el general; «los que lo saben todo y no se equivocan». Tuvo sus altercados con ellos, pero, por lo común, les era dócil. Conocía su mérito y sabía, mejor que nadie, el ardor y la inteligencia que ponían en su trabajo. Le aconsejaban fielmente y le ayudaban a salir de todos los malos pasos.

—Mi general, es menester que regañe a tal jefe. Tiene que estar enérgico con él. No ha hecho lo que debía.

El general descendía de su coche, se encaraba con el negligente y le increpaba a presencia de sus compañeros, con palabras durísimas, o lo destituía del mando. Después interrogaba a los de su Estado Mayor: «¿He estado fuerte?». Cuando la respuesta era afirmativa, el general se sentía satisfecho. Uno de sus colaboradores, que había de serlo más tarde de Rojo, hombre extremadamente puntual en el cumplimiento de sus deberes, trabajador escrupuloso y militar competente, el coronel Fontán, me declaró: «Nos resultaba agradable trabajar con él. Tenía un humor cambiante; pero sus irritaciones le duraban poco tiempo. Recaía en lo paternal, que era su vena auténtica». La compenetración del general con sus colaboradores fue perfecta. A esa unidad de pensamiento contribuyó, de manera poderosa, el instante en que la establecieron. El pequeño núcleo de militares profesionales que presidía Miaja necesitaba imponerse a la adversidad, y para ese trabajo, duro como uno de los doce de Hércules, las fuerzas de un solo hombre no eran suficientes. El general, elegido que hubo sus colaboradores, dio comienzo a la transmisión de órdenes. Se encaró con los jefes de las milicias y, con expresiones violentas, con mandatos imperativos, les sacó de su abatimiento. La consigna era una: no ceder terreno al enemigo. Las puertas de Madrid, todas las puertas de Madrid, tenían que estar aseguradas contra todo asalto. Cuando los hombres no puedan materialmente más, que se empotren en la tierra. Cuando alguien preguntase; ¿dónde debo retirarme, en caso de necesitarlo?, el general, valetudinario y cobarde, como lo motejaban las radios rebeldes, tuvo una respuesta de acento numantino:

—¡Al cementerio!

Miaja se puso al margen de la razón y de la lógica. Hacía justamente lo contrario que el general Varela. Razonar con lógica no podía servirle sino para una de estas dos cosas: darse un tiro o preparar la retirada. No tenía soldados, carecía de municiones, estaba sin artillería, ignoraba por modo cierto dónde se encontraba el enemigo. Lo que tenía y lo que sabía daba mayor relieve a las dificultades: una ciudad defraudada por la defección del Gobierno y un adversario exultando en deseos por apoderarse de ella. Forzosamente tenía que dejar fuera de cuenta lo razonable. Había que atenerse a la inspiración, a la corazonada, a las voces interiores. Miaja necesitó creer en los sueños, y siendo como es, un pragmático, filosóficamente aldeano, se transformó en un iluminado. El tránsito del realismo más pesimista a la ensoñación optimista se opera en Miaja bruscamente, sin gradación alguna. Quien pronunció su nombre, vaciándolo de méritos, como el más adecuado para dejarlo oprobiosamente enterrado en el desastre de la ciudad, se había equivocado. Tocado en su orgullo, se impuso la obligación de demostrar que era él, y sólo él, el general capaz de remediar lo que para ningún otro tenía remedio: la pérdida de la ciudad. «Yo no soy un militar de la semana del duro», iba a decir con jactancia. Quienes en la retaguardia franquista lo menospreciaban con risas, iban a sufrir un rudo desengaño. Eran precisamente esos desdenes los que habían contribuido a que Miaja pasase del estado de razón al de iluminación.

Marenco, ayudado por nuestro crítico militar, le reclutaba soldados en los sindicatos y en los círculos de los partidos marxistas. ¿Soldados? Le buscaba hombres, que un soldado puede no serlo, y aun siéndolo, necesita prolongar sus brazos con un fusil. Estos eran hombres, ya que, por el momento, no existía posibilidad ninguna de proporcionarles armamentos. Se concentraron, por oficios, en lugares diferentes, en espera de una orden para lanzarse a los puestos más vulnerables. Ni la profesión, ni la edad contaban. Los metalúrgicos, que se habían congregado en un teatro, hicieron esfuerzos para que un viejo obrero se retirase a su casa, confiando a los jóvenes el deber de la defensa de Madrid; como un discípulo de Séneca, el viejo les contestó:

—Para ir a morir a nadie se le cuenta la edad, y se arrellanó en su butaca, intentando quedarse dormido.

Miaja disponía de hombres de ese temple. Viejos y jóvenes obreros que sabían que les había llegado la hora de morir por Madrid, y que preferían hacerlo en las trincheras, aun presentándose en ellas sin armas, a ser izados en los cadalsos que les había de levantar el vencedor. Clemenceau, elogiando la bravura de los campesinos de su tierra, recordaba a un colaborador que, cuando las luchas contra la Revolución, los inermes seguían a los armados, y se ponían a su espalda, durante los combates, rezando por ellos, sucediéndoles, tan pronto como caían muertos o heridos, en el manejo de las armas. Este episodio, que tenía orgulloso a Clemenceau, se repitió en la defensa de Madrid. Los inermes espiaban el momento de heredar los fusiles, todavía calientes, de los camaradas a quienes el fuego enemigo ponía fuera de servicio. En la razón lógica de Varela no entraban esos datos, que son ilógicos y disparatados; pero en la fe de Miaja esos y otros despropósitos, igualmente heroicos, estaban confusamente contenidos. Miaja no podía decir qué iba a suceder; pero confiaba en que sucediese algo. Miaja, general de ateos, esperaba el milagro. Varela, caudillo de católicos, lo descartaba como contrario a la razón. En la guerra, como en la paz, la paradoja española. Sólo aparentemente Miaja era un escéptico. Su caudal humorístico, hecho de cuentos y anécdotas, lo utilizaba —la explicación deberíamos buscarla en el psicoanálisis— para descargar la tensión heroica en que vivía, demasiado alta para que pudiese soportarla, sin perecer en ella, un hombre que le doblase en fortaleza. Con las anécdotas descendía a lo humano y descansaba de sus esfuerzos y de sus pasiones de soldado que se ha enfrentado con la adversidad y quiere vencer de ella al precio que la adversidad imponga. En los ratos más efusivos echaba una mirada sobre sus ilusiones muertas y refería, con la mayor ternura, cómo había hecho nacer, acompañando en ese esfuerzo a su mujer, una pollada, sirviéndose de un sombrero viejo, que había utilizado de incubadora. «Mi mujer —contaba— no ponía mayor cuidado que yo. Las chitas aquellas nos costaron pasar la noche sin dormir. Hicimos lo que parecía imposible, un poco como me ha pasado ahora. Sólo que entonces yo era un salvador mucho más modesto. Tenía menos quebraderos de cabeza. La gallina no me sospechaba intenciones de dictador». La reticencia la subrayaba con unas carcajadas rotundas y contagiosas. Reía con la misma fuerza que ordenaba. Sin maneras, rudamente, que siendo soldado de Academia, no era un académico, sino un hombre con raíces en el pueblo y por eso mismo sencillo y sincero. Esa condición, muy visible, le dio una inmensa popularidad. Era un mito accesible, de los que no deslumbraban ni hieren a quienes se les aproximan. Un mito eficaz. En Madrid, indiscutiblemente; en Valencia, sometido a descuento. Los que se habían equivocado se cobraban en Miaja su equivocación, aun antes de que Madrid se ofreciese al mundo como un prodigio inesperado de fortaleza. La victoria de la capital se la computaban a Juan, a Pedro y a Antonio; pero no al general que ellos habían elegido para defender a Madrid. Contra estas lesiones, el general disponía de un remedio infalible: su risa. Cuando se incomodaba, su irritación se extinguía antes que sus carcajadas, si reía. Como cicatriz de los malos momentos le quedaba una anécdota más, que incorporaba a su repertorio. Así contaba que, en una ocasión, le habían pedido de Valencia que remitiese con la mayor urgencia —¿qué podía pedir Valencia al general que defendía Madrid?, ¿podría adivinarlo el lector?; cuando Miaja nos proponía ese acertijo se reía esperando las respuestas que eran, por lo común, atañaderas a la guerra— ¡la vajilla del Ministerio!, que en la precipitación del traslado había sido olvidada. Ciertamente, en Valencia, no estaban en lo que celebraban. Pedir a Madrid una vajilla, cuando el Museo del Prado estaba amenazado, el Palacio de Liria se hundía bajo las bombas y cada madrileño arriesgaba en cada hora la intimidad de su hogar, la cama en que nacieron sus hijos, la silla en que se sentaba la madre, el azahar que llevó la esposa a la iglesia el día de la boda, era exponerse a una negativa colérica y, a la vez, despreciativa. ¿Era una vajilla y unos cubiertos todo lo que el Ministerio de la Guerra aspiraba a salvar de Madrid? No podía ser el ministro quien discurriese tamaña estupidez Son preocupaciones de escaleras abajo. Me acuerdo de Valsalobre, camarero de la mesa de Prieto, en el Ministerio de Marina y Aire, y después de la del Ministerio de Defensa Nacional, que vivía afligido porque del juego de cubiertos le había desaparecido una cuchara. Tenía el temor de que alguien pudiese sospechar que él era el responsable de aquella pérdida, y por más que le argumentábamos, no conseguíamos tranquilizarle. Todo lo estúpido que se desee, pero aquella simplicidad, por contraste con tanta irresponsabilidad, resultaba emocionante. ¿Qué habrá sido de aquel funcionario humilde, a quien la mujer se le quedó en Barcelona y otros le contagiaron el miedo en uno de aquellos días dramáticos de Figueras? Donde quiera que esté, que la suerte le sea propicia, que bien se lo merece, por su sencillez y su aplicación al deber de cada día, quien, como tantos otros, sólo cargaba con las amarguras de la contienda.

Miaja tenía esas válvulas para sus cóleras, que eran, por esa razón, pasajeras. Las transformaba en chascarrillos y los reía en la mesa, con sus oficiales, desarrugándoles el ceño cuando lo tenían prieto, porque los momentos eran difíciles, y descansando él mismo de un esfuerzo superior a la resistencia del hombre.

El general Varela, antes de atacar a la capital, había arrancado tiras azules al cielo y se las había dado a sus columnas: tan segura contaba la victoria. La agresión estaba cuidadosamente prevista. Las tropas, descansadas y en forma, iban a dar su rendimiento más alto. Se les hizo comprender que de su empuje dependía, con la toma de Madrid, el final de la guerra. Razonamiento sobre razonamiento. ¿Estamos dentro del plazo de los tres días famosos? ¿Se cumpliría la predicción de Prieto? ¿Vencería la razón sobre la fe? ¿Derrotaría la fe a la razón? Madrid estaba en línea de combate. Había salido de su estupor. Quería batirse por su libertad. Verdad es que no tenía con qué; pero quería batirse: con las uñas, con los dientes, con lo más elemental y lo más animal. En el peor de los casos, cabía poner fuego a la ciudad, hacer de ella un inmenso brasero que deslumbrase al mundo. Nadie rechazaba esta hipótesis bárbara. La fe de Miaja recibió un refuerzo inesperado, que le llevó en persona el teniente coronel Trucharte, un carabinero viejo, sobrio, discreto, buen militar que en la carretera de Extremadura mandaba un batallón de nuevos soldados de su Instituto. Sus tropas habían inmovilizado un tanque adversario. Cuando se acercaron a él, todos sus servidores estaban muertos, entre ellos un comandante, en cuyas ropas se había encontrado una orden general de operaciones, la número quince, discurrida para el día «D». El documento era precioso. Permitía conocer, en detalle, los designios del adversario.

Este se proponía hacer un ataque demostrativo, con las columnas dos y cinco, en dirección al puente de Segovia y al de Toledo, en tanto que las columnas uno, tres y cuatro, moviéndose hacia el Noroeste, penetrarían por la Casa de Campo y la Ciudad Universitaria, con ánimo, la cuarta, de instalarse en el Hospital Clínico; la uno, de subir a Madrid por el paseo de Moret y el de Rosales, haciéndose fuerte en la Cárcel Modelo y en el cuartel del Infante Don Jaime; la tercera, siguiendo las calles Marqués de Urquijo, Ferraz, Princesa y plaza de España, adueñarse del Palacio Nacional y del cuartel de la Montaña. Dos columnas quedaban en reserva, repartidas entre Alcorcón, Villaverde, Getafe y Leganés, para ir en auxilio de los puntos débiles. Las bases de arranque eran el campamento de Ingenieros, el de Carabanchel, pueblo de Carabanchel Alto y Villaverde. Los efectivos movilizados, de treinta a cuarenta mil hombres. El general y su Estado Mayor se pusieron al trabajo con esas noticias. Operaron rápidamente, como si el misterioso día «D» fuese el siguiente. Reforzaron los puntos amenazados, retirando la fuerza de aquellos en que Varela iba a hacer su demostración. Miaja reduplicó sus voces y endureció sus órdenes. Borró del caudal de sus palabras una: retirada. Se lo hizo saber así a los mandos. Quien cediese una pulgada de terreno sería fusilado. El miliciano que intentase replegarse debía ser muerto en el campo. De las debilidades de los milicianos eran responsables sus jefes y él, Miaja, se proponía ser inmisericorde. ¡Qué se entendiese bien! ¡Inmisericorde! Aun cuando necesitase llorar sobre sus cadáveres, los jefes que retrocediesen serían degradados y fusilados. ¿Entendido? ¡Degradados! ¡Fusilados! Si tenían miedo, aún estaban a tiempo para decirlo y retirarse. Iniciado el combate, ya no había lugar. Los increpados, rígidos, gravemente serios, se mostraron dispuestos a obedecer hasta la muerte.

Al ganar sus puestos de mando, se encararon con sus soldados:

—Me he comprometido con la vida a que no deserte nadie. He respondido por vosotros: la batalla va ser dura. Y no podemos retroceder. Eso quiere decir que no lo vamos a contar. Si creéis que me he comprometido demasiado, decirlo. Os vais a vuestras casas y después que se haya ido el último, me pegaré un tiro. Si queréis quedaros conmigo, a morir juntos, habremos salvado Madrid, y ya que no nosotros, nuestros hijos serán libres. ¿Os quedáis?

La respuesta afirmativa sonó seca y tajante. Sin una jactancia, sin un grito literario, aquellos hombres, ni treinta ni cuarenta mil, centenares, millares a lo sumo, pero pocos millares, se quedaron a morir, a morir por Madrid y por sus hijos. Acicalaban sus armas, contaban sus cartuchos, para no hablar con el compañero, para pensar en sus cosas, para proyectar, en la pantalla de los recuerdos, emociones y rostros de los días apacibles. Miaja, desde su despacho, tensaba resortes, allegaba medios, calentaba resistencias y rompía debilidades. Atrincherado en su fe, confiaba. Todas las probabilidades le condenaban a fracasar. Varela operaba con demasiada ventaja. Lo tenía todo: hombres, armas, moral; en cambio él, sólo tenía, además de la fe, unos cuantos gritos enérgicos en la garganta y el conocimiento anticipado de lo que su adversario se proponía ejecutar, a menos que hubiese variado de pensamiento por sospecha de que él conociese su secreto. Miaja manejaba imponderables.

Varela, una gran masa de hombres y de material. ¿No fue abatido Goliat con una piedra? ¿Y no es la esperanza lo último que se pierde? Miaja, que se había hecho oír, se hacía obedecer. El mando no era una superchería. El subalterno obedecía. A punto de abrirse el ataque, se rebañaba en las fábricas la munición recargada, y en los cuarteles de milicias, los últimos hombres disponibles. Roto el fuego, la batalla dio comienzo con una violencia inusitada. Las columnas enemigas se pusieron en marcha con el resuelto propósito de entrar en Madrid sin ningún retraso sobre los planes. Cada columna golpeaba sobre la resistencia que le cerraba el paso a los objetivos con dureza y tenacidad nuevas. Vomitaban sobre las líneas republicanas fuego y acero en cantidades fabulosas. El eje de marcha no había cambiado en un centímetro. La orden general de operaciones se desarrollaba conforme a las instrucciones que Miaja conocía. En el Puente de Segovia el ataque demostrativo, discurrido para inducir a confusión a los militares republicanos, tenía una reciedumbre de ejército superdotado que puede hacer las cosas con riqueza de hombres y de elementos. Como era nuestro costado débil, se voló una parte de su calzada en previsión de que los atacantes se decidiesen a pasarlo. Teniendo que vadear el río, la operación les resultaría más expuesta y renunciarían a una empresa que no entraba en sus cálculos. El Manzanares, tan burlado y reído, garantizaba a Madrid, con su foso, una buena defensa. La guerra en esta parte de la capital, sin dejar de tener crudeza, quedaba reducida a un divertimiento estratégico; el drama andaba por la Casa de Campo y las cercanías de la Ciudad Universitaria. El general Varela tenía en juego todos los recursos de que disponía: aviación, artillería, tanques.

Los jefes de columna habían recibido órdenes severísimas. La cuadrícula de mandos subalternos, a su vez, sabía que no estaban consentidas las vacilaciones. Tenían que avanzar con la tropa, dejando las bajas a la espalda, hasta los objetivos señalados. Entrar en Madrid era un compromiso de honor. El Generalísimo, en su despacho de Salamanca, estaba a la espera de la noticia. Había, pues, que economizar tiempo, sin considerar el precio de esa economía. Arrollar al adversario, anonadándole, a fin de que no pudiera pensar en rehacerse, era la aspiración de Varela. Resistir con buen espíritu todos los ataques, la de Miaja. Este invocaba, como recurso supremo, el numen heroico de la capital. El duelo, pues, estaba establecido entre una potencia espiritual y otra material. Los hombres de Madrid, petrificados en sus trincheras, recibieron a los asaltantes con fuego cerrado. A las dos horas del ataque, salpicados de hierro por todas partes, continuaban en sus puestos, renovando las bajas con los hombres que esperaban la oportunidad de empuñar un fusil. Todas las armas calientes, la batalla en su plenitud, y las posiciones de Madrid no acusaban debilidad. El mismo coronel que sabía que Madrid se les había escapado, jefe de una de las columnas que atacaba la capital, sorprendido por aquella resistencia, admirado por la tenacidad de los madrileños, exclamó: «¡Son valientes!». No lo sabía bien del todo. Veía la resistencia desde fuera y hubiese necesitado verla desde dentro de una de aquellas trincheras republicanas donde los hombres morían sin dar un grito, sin producir una queja, mordiendo la tierra que habían estado defendiendo. Cada jefe un fusilero más, animando a sus soldados con palabras de romance, cuyo sentido profundo se ha perdido para quienes no las oyeron en los parapetos, entre camaradas muertos y heridos, que no había tiempo de retirar, que no convenía retirar porque la trinchera se hubiese quedado vacía. Muertos, muy muertos, fríos de muchas horas, seguían defendiendo con su presencia corporal, a Madrid. Muertos en quienes seguían clavándose las balas. Heridos que taponaban sus heridas con pañuelos, sucios de sudor y de barro, y recostados contra el suelo, disparaban con la rabia concreta de su dolor, hasta que las fuerzas les abandonaban y jadeando, se arrugaban, en posturas inverosímiles, pidiendo ser muertos por las pistolas del oficial. Este pedía refuerzos con que sustituir las bajas. La respuesta era siempre optimista: «Van; ahora mismo salen. Están sobre los camiones». Pero no llegaban. La Casa de Campo crujía en la madera de todas sus encinas. Los corazones que el amor había labrado en sus cortezas los desfiguraban las balas. El combate en ella era más duro que en parte alguna. Horas y horas de fuego cerrado, sin descanso para fusiles y ametralladoras, para morteros y cañones. ¿Cómo no se hundió la defensa de Madrid? ¿Quién daba a sus defensores aquella fortaleza insuperable? ¿La invocación de Miaja al espíritu heroico del gran pueblo? El general seguía el curso de los acontecimientos con una ansiedad creciente. Todo nervios en aquellas horas, trataba de no traducir su pensamiento. ¿Qué hacía él allí? Mentir. Prometer refuerzos que no podían llegar porque no los había. Mirar, sobre el plano, las zonas en que la batalla se desarrollaba.

Eso es lo que cumple hacer a un general que dispone de los medios indispensables; pero el suyo era un caso aparte. Hacía la guerra sin recursos materiales, con sólo fuerzas espirituales, con resortes morales, con intuiciones dislocadas, mediante corazonadas. ¿Por qué no presentarse él mismo en el lugar del combate y reforzar con su presencia la moral de las tropas, inyectarles fe, exaltar su entusiasmo, forzosamente consumido en gran parte? Normalmente, el propósito tenía que ser combatido por disparatado. El general en jefe no debe correr los riesgos de sus soldados, pues, desaparecido él, la derrota es fulminante. Está en el abc de la cartilla militar; pero en esa misma cartilla puede leerse, en las condiciones en que se defiende Madrid, su derrota segura. Para vencer había que sacar fuerzas de los depósitos más inverosímiles, ya que los parques militares estaban vacíos. El viejo general, tonto y cobarde, según la clasificación burgalesa, volvió a oír las voces interiores y, guiándose de la intuición, montó en su automóvil y se presentó en la plaza de la Moncloa, eligiendo como observatorio para explorar el campo de batalla el edificio de la Cárcel Modelo. Le interesaba hacerse visible, que su presencia física fuese conocida de los soldados. Llegó, pues, con su custodia de motoristas y sus colaboradores: su jefe de E. M., Rojo; su ayudante, Pérez Martínez, y su secretario, López. Su llegada coincidió con un ataque de la aviación enemiga que bombardeaba la cárcel.

El general Miaja, que había reclamado a sus hombres reciedumbre de ánimo, no podía vacilar. Sofocado por el polvo del bombardeo, penetró en la prisión, subió al observatorio elegido y se entretuvo en conocerlo. Volvió la aviación y descargó nuevas bombas, que derrumbaron paredes y destruyeron vidas. Los gritos de los moribundos subían más alto que la columna de humo. El espectáculo era escalofriante. Entre los cascotes asomaban fragmentos sanguinolentos de cuerpos humanos. Un detalle impresionó al general. Desenfundó su pistola pensando hacer una obra de caridad. Un hombre, con las dos piernas seccionadas, el torso abierto con diez fuentes de sangre, se incorporó y dio, rugiendo, varios pasos, para derrumbarse muerto… Al salir, Miaja, cegado por esas visiones de sangre, no vio un hoyo profundo, inundado de agua, que habían hecho las bombas y cayó en él. Mojado, sucio de polvo, transido de dolor, al abocar de nuevo la Moncloa se encontró con un espectáculo sombrío: la derrota. Sus soldados huían. ¡La derrota! Se fue a los fugitivos pistola en mano y se encaró con ellos: «¡Atrás, cobardes! ¡A vuestros puestos! Al que dé un paso hacia la ciudad lo mato. ¡Atrás!». Y fue empujando a los huidos hacia sus puestos abandonados. Le miraban con aire de inconscientes, sin reconocerle, sin saber si hundirle la cabeza de un culatazo, para seguir corriendo, u obedecerle; pero retrocediendo hacia los puestos de que habían desertado.

—¡Cobardes! ¡Cobardes! ¡A morir a vuestra trinchera! ¡A morir conmigo! ¡Con el general Miaja!

La luz se hizo en aquellas cabezas oscurecidas por el miedo a la muerte y un nuevo golpe de su resorte moral enderezó a aquellos hombres en derrota. Bien asido el fusil con las manos, caliente otra vez el corazón que se les había quedado frío, se reincorporaron a sus puestos, pregonando la noticia: «Está aquí el general Miaja. Viene a morir con nosotros». Fue como una sacudida eléctrica que vigorizó a los extenuados. El general estaba con ellos. Miaja, el propio Miaja, pistola en mano, estaba en las trincheras. El general quería ver de lo que eran capaces sus hombres. No pudo verlo. Rojo, respetuoso, pero categórico, se encaró con su superior:

—Mi general, este no es su puesto. Está corriendo un peligro que nos expone al peor de los contratiempos.

Miaja, con su docilidad, hecha de comprensión y de afecto, montó en su automóvil y se volvió a su despacho. Para los soldados seguía estando, la pistola en la mano, en la plaza de la Moncloa. Y la batalla, un poco con esa ilusión, seguía, seguía, seguía. Violenta y encarnizada. Con alternativas de incertidumbre y de seguridad para los madrileños. Era pronto para saber que estaba ganada; pero el valetudinario general tenía la intuición de su victoria. A poco que se les ayudase, sus hombres vencerían. ¡No pasarán!, se dijo él también. Y no, no pasaron. ¡Qué inmensa la inmensa victoria de Madrid! Victoria de la fe sobre la lógica, del espíritu sobre la materia. No es a Goya, sino al Greco a quien correspondería su exaltación pictórica.