El domingo trastornaba mi ritmo. Sin obligación periodística, no sabía cómo llenar las horas hasta las cuatro o las cinco de la madrugada, en que podía pretender, con algún éxito, el sueño. Con pereza de escribir, usaba de este gracioso remanente de tiempo para tener mis lecturas al día y releer las preferidas. En mi casa todos cuidaban de respetar mi sueño contra los visitantes inoportunos, circunstancia que me permitió conocer que algo grave sucedía al sentirme llamado a las ocho de la mañana del lunes. La persona a cuyo requerimiento se me había despertado me esperaba en el despacho, mirando por la ventana el desperezarse de la calle popular. Su rostro tenía una expresión de cansancio, el ajamiento de quien ha perdido la noche. No muchos días más tarde había de tocarle perder la vida en los canchales de la sierra del Guadarrama. Me parece una prueba de respeto a su muerte no asociar su nombre a la relación que me hizo. Dados los presagios de aquel tiempo, pensé en una nueva desventura irreparable, mientras le preguntaba:
—¿Qué sucede?
—Vengo a decirte, porque acaso convenga que lo conozcas, que anoche han matado a Calvo Sotelo.
No tengo por qué ocultar mi impresión. Fue enorme. La noticia acabó por desvelarme e instintivamente miré hacia la calle, sorprendiéndome encontrarla sin un indicio que denunciase agitación extraordinaria.
—Ese atentado es la guerra —declaré a mi visitante.
—El cadáver —siguió sin pararse en mi observación— ha sido encontrado esta madrugada en el depósito del cementerio. Tenía unos balazos en la cabeza.
Sentía miedo de preguntar y curiosidad de saber. Mi visitante conocía la historia en sus detalles y yo tenía la íntima convicción de que había participado en ella, sin que pudiese suponer en qué grado. Esa sospecha me cortaba la palabra. La propia gravedad de la noticia me tenía desconcertado y sin una posición moral ante mi interlocutor. Pensaba, preferentemente, en las consecuencias políticas del atentado. Este parecía haberse discurrido por los militares como réplica a la agresión que un día antes costó la vida a un oficial republicano: Castillo. Alrededor de esta muerte se dijo, no sé con qué veracidad, que la UME —Unión Militar Española— organización castrense de naturaleza fascista, se disponía a ejecutar a toda la oficialidad republicana que, a su vez, se había organizado en la UMRA —Unión Militar Republicana Antifascista—. Militantes de esta segunda entidad fueron los que organizaron la represalia, tomando como centro operatorio el cuartel de los Guardias de Asalto de la calle de Pontejos, muy próxima al Ministerio de la Gobernación. Su tejemaneje previo debió ser bastante complicado, haciendo intervenir en la expedición a buen golpe de personas, lo que dio como resultado que los amigos del muerto no tardasen en tener una información casi puntual de todo lo sucedido, que fue realmente monstruoso, ya que a Calvo Sotelo, en presencia de su mujer, con violencia se le sacó de su casa, pretextando una orden de detención dada contra él por el Gobierno. Lo intempestivo de la hora y la prisa nerviosa de quienes llevaban a cabo el plan discurrido indujeron a sospecha a la mujer del diputado monárquico, que quiso utilizar el teléfono para comprobar en el Ministerio de la Gobernación si efectivamente la detención estaba dispuesta por el Gobierno. Uno de los conjurados se interpuso entre ella y el aparato y lo inutilizó después de unas palabras rudas. Vio ella claro lo que iba a suceder y llorando se abrazó a su marido. Calvo Sotelo, que no había perdido la presencia de ánimo, intentó tranquilizarla.
—No te aflijas. Si es verdad que es una orden del Gobierno, dentro de una hora estaré de vuelta. Soy un diputado de la Nación y el Gobierno, eso me consta, no cometerá ningún atropello contra mi inmunidad.
Un comandante de la Guardia Civil que intervenía como jefe en la expedición acudió también a tranquilizar a la esposa afligida. Esta, que no debió perder el presentimiento de la desgracia inminente, los ojos húmedos, la voz congojosa, intentó una última defensa.
—Sólo el uniforme que usted viste me da confianza. En él pongo toda mi esperanza. Tengo fe en la caballerosidad de cuantos pertenecen a la Guardia Civil, dijo.
La escena, que se desarrollaba en el hall de la casa, se había prolongado peligrosamente. Los conjurados acortaron los trámites. Necesitaban ganar tiempo o se les haría muy tarde, con riesgo de comprometer la partida. Calvo Sotelo, que debió hacer deliberadamente ese gasto de tiempo, se consideró perdido. A punto de tomar la escalera, volvió a decir a su mujer unas palabras tranquilizadoras, cuyo final exacto fue este:
—Dentro de poco tiempo habré vuelto, a menos que estos señores me maten.
En la calle, todavía silenciosa y oscura de noche, esperaba un carro de Guardias de Asalto. Montaron los conjurados y obligaron a montar a Calvo Sotelo. La camioneta se puso en marcha. Calvo Sotelo no formuló ni una palabra de queja o protesta. ¿Rezaba? En el banco de su espalda, dos hombres llevaban sus pistolas montadas. Uno de ellos dio un codazo a su compañero, este levantó su arma, la colocó a la altura de la cabeza de Calvo Sotelo e hizo fuego por dos veces. La muerte debió ser instantánea. La cabeza del muerto se dobló sobre el pecho y el cuerpo, en un viraje del vehículo, se recostó contra el custodio de la derecha. Como todo estaba previsto, el conductor tomó la dirección del cementerio y allí, en el depósito de cadáveres, dejaron el cuerpo de la víctima, donde pocas horas después había de ser descubierto por sus amigos, conturbados con la pérdida que les privaba, a la vez, de un afecto y de un caudillo. Con ser impresionante el relato que mi interlocutor me había hecho, aún me impresionó más, sin que supiera decir por qué, la aclaración con que terminó la entrevista:
—Antes de decidimos a ejecutar la represalia estuvimos vacilando si ir a casa de Gil Robles o a la de Calvo Sotelo. Nos decidimos por el segundo con el propósito de volver por Gil Robles si terminábamos pronto en casa de Calvo Sotelo.
Después que se hubo marchado mi confidente, una sensación de repugnancia y malestar me ganó el cuerpo. Me interrogaba sobre las coincidencias que me pudieran correligionar a quienes se autorizaban un proceder semejante, y confieso que no descubría ninguna. Pero estos análisis estaban fuera de ocasión. Creía que mi deber era avisar lo sucedido a mis compañeros dando como supuesto que las derechas, que no se negaban a practicar el atentado personal, replicarían con agresiones a los más calificados hombres de izquierda. Temí, además, que la muerte de Calvo Sotelo fuera la señal de ataque para las fuerzas que acechaban el momento de lanzarse contra la República. Telefoneé a Prieto e hice telefonear a otros camaradas para que cerrasen su guardia. Prieto me preguntó desde Pedernales:
—¿Qué cree que debo hacer?
—A mi juicio, tomar el primer tren para Madrid, donde puede hacer usted falta.
La noticia del atentado y muerte de Calvo Sotelo se difundió por Madrid rapidisimamente, produciendo extraordinaria consternación en muchas zonas políticas. Los propios republicanos la condenaban considerándola peor que un crimen, una torpeza. El Gobierno conoció con ella un embarazo más y no de los pequeños. Le era inexcusable proceder, incontinenti, a la busca de los autores del atentado, para no verse acusado de complicidad. Aun cuando la averiguación se manifestó bastante enmarañada, el secreto de la conjura, por el número realmente excesivo de los conjurados, se iba deshilachando. Aquella misma tarde, en el bar del Palacio de las Cortes, donde seguían reuniéndose periodistas y diputados, oí diferentes versiones del atentado y comprobé que la impresión general no podía ser más desconsoladora. Diputados y periodistas, a algunos de los cuales no habíamos de volver a ver más, estaban a la espera de lo más grave. Las conjeturas eran en todos los grupos catastróficas. Los redactores de El Socialista se multiplicaban para reunir todas las opiniones y preferentemente las de los diputados de matiz distinto al nuestro y las de los redactores de los diarios de derecha. Ángulo, el redactor político, me llamó aparte.
—La situación se ha hecho muy tirante. Esto no puede prolongarse mucho tiempo. El atentado se lo imputan las derechas al Gobierno y no parece que piensen en represalias de tipo individual, lo que me hace suponer que se disponen a quemar las etapas preparatorias de su movimiento. Tal es mi impresión después de haber hablado con uno de los redactores de El Debate, que no está menos asustado de lo que podamos estarlo nosotros. Otra cosa: Tienen conocimiento de las personas que han realizado el atentado. A lo que parece, uno de los que han intervenido en el hecho, no sé bien si el chofer del carro, ha declarado ampliamente. A estas horas debe haber varios detenidos, guardias de Asalto de una misma compañía.
Le pedí que siguiese inquiriendo el mayor número de noticias posible, de preferencia aquellas que nos permitiesen conocer las reacciones de las derechas y las analogías de pensamiento que existiesen entre la CEDA y los monárquicos. En mis compañeros no había unanimidad para juzgar el atentado. Escuché de uno de ellos la siguiente opinión:
—La muerte de Calvo Sotelo no me produce ni pena ni alegría. Para poder condenar ese atentado sería menester que no se hubiesen producido los que abatieron a Faraudo y a Castillo. En cuanto a las consecuencias de que ahora se habla, no creo que debamos temerlas. La República tiene de su parte el proletariado, y esa adhesión la hace, si no inatacable, sí invencible. Si las derechas levantaran bandera de rebeldía será llegado el momento de ejemplarizarlas con una lección implacable.
El diputado que así hablaba no publicaba una jactancia, divulgaba una convicción. Su convencimiento sólo hubiera podido ser rectificado con una buena información; pero esa información no la tenía ni el propio ministro de la Gobernación, general Pozas, de cuyo ayudante, capitán o comandante Naranjo, se nos aconsejaba desconfiar. Ese ayudante había tenido una conversación imprudente con una persona implicada en el movimiento, conversación que nos fue transmitida por el chófer que le daba servicio.
Hombre de bastante inteligencia y muy cauteloso hacía, como ayudante y hombre de confianza de Pozas, juego doble. Quería conservar abiertas sus posibilidades hasta el momento preciso en que, sin error, pudiese elegir la de la ganancia. Fallida la insurrección en Madrid, su cálculo no le sirvió de gran cosa. Se puso, ignoro con qué ánimo, a servir a la República, y fue uno de los militares que se mandaron al Norte. Cuando los días de Bilbao se hicieron difíciles, desertó. Embarcó en una lancha de pescadores y se fue a Francia con su familia. Al cabo de bastantes meses de silencio, y promoviendo el recurso desde el pueblecito francés donde había buscado refugio, intentó su rehabilitación, que le fue denegada. En el momento de negársela, un oficial que había sido subordinado suyo refirió la misma conversación imprudente que yo había tenido ocasión de registrar horas después de haber sido pronunciada. Si me he entretenido en contar este caso, que por entonces no pasaba de ser uno entre millares es para que se advierta bien hasta qué punto podían merecer confianza los informes oficiales. Dos días antes de que Naranjo adquiriese condición de sospechoso en mi concepto, el general Pozas, a quien yo no tenía tiempo de ir a ver al Ministerio y al que tenía necesidad urgente de hacer llegar un documento grave que uno de los varios informantes de nuestro periódico nos había remitido, encareciéndonos la autenticidad de los datos y su importancia, me envió a la Redacción a su ayudante. Al anunciarme que me lo enviaba, recuerdo que me dijo por teléfono:
—Es como si fuese yo mismo.
No había ministro que no descansara en confianzas de esta naturaleza. Todo alto cargo tenía, a su vez, un funcionario que era su alter ego. Pero donde ese régimen de confianza excedía a todo cálculo era en la Dirección General de Seguridad. Está bien demostrado que un hombre, por experimentado que con justo título se repute, no pierde fácilmente su candor. Mis presunciones sobre la irregularidad y anomalía del funcionamiento de la máquina policíaca, resultaban siendo muchas, insuficientes. La desorganización y el barullo que el visitante apreciaba con los ojos al ponerse en relación con la Dirección General de Seguridad era algo más que un simple efecto visual. Pretender su remedio no podía ser obra de una buena voluntad. Acaso un hombre frío, duro, severo, del tipo Andrés Casaus, a quien unos desconocidos mataron a tiros en San Sebastián, hubiese, con tiempo, dado un sentido moderno y eficaz al aparato policíaco. En aquellas horas difíciles, el atasco y la irregularidad consentían, con su impunidad, toda suerte de infidentes. Una gran parte de las palancas de mando estaban en manos de los rebeldes. ¿Cómo sorprenderse de que el Gobierno careciese de información? En un libro del general Mola, en que recuerda su paso por la Dirección General de Seguridad, se refiere el detalle, bien significativo, de que algunos de los confidentes que mejor le sirvieron, con daño para los republicanos, siguieron después del advenimiento de la República en destinos oficiales que representaban una mayor confianza. Prieto no tuvo necesidad de hacer el menor esfuerzo para descubrir a uno de ellos, que había sido recompensado en su traición con un puesto cerca del alto comisario en Marruecos.
(Dejo de su cuenta la puntual referencia, bastante curiosa, de cómo identificó al confidente y cómo le embromó, haciéndole que sirviera sus designios de equivocar a la policía, para atenerme a la inutilidad de sus esfuerzos encaminados a conseguir que las autoridades republicanas le dejasen cesante, no extremado castigo para un traidor de su clase. La República, por labios de Azaña, había elaborado al respecto una teoría, como todas las suyas demasiado generosa, de la que no iba a cosechar beneficios y sí considerables pérdidas. Al suponer que Casares Quiroga carecía de información es más que probable que nos equivocásemos. Habida cuenta de sus reacciones es más que posible que la información no le faltase, sino que fuese, y más tarde se confirmó falsa).
El entierro de Calvo Sotelo fue, prácticamente, una declaración de guerra al Estado. El ex ministro Goicoechea —que de primer jefe de los monárquicos había pasado a segundo, tan pronto como fue dictada la amnistía que propició Lerroux se incorporó a la vida política, para la que se había preparado cuidadosamente en París— pronunció una arenga llena de invectivas contra la República, para acabar, entre los clamores de la numerosa asistencia, jurando a Dios y a la Patria que el crimen sería rápidamente vengado: «Ante esa bandera, colocada como una reliquia sobre tu pecho; ante Dios que nos oye y nos ve, empeñamos solemne juramento de consagrar nuestras vidas a esta triple labor: imitar tu ejemplo, vengar tu muerte y salvar a España».
Las fuerzas conservadoras y militares, organizadas desde hacía mucho tiempo para sublevarse, habían sido heridas en lo vivo. Calvo Sotelo era el jefe civil del movimiento. Se había impuesto a todos los hombres de la monarquía, sobre los que tenía la superioridad de su preparación y de su talento. Su paso por el Ministerio de Hacienda, como colaborador del general Primo de Rivera, le había dado una experiencia de gobernante nada menospreciable. Aquella dictadura a la que tantas agresiones periodísticas le hicimos, circunstancia que prueba bastante bien el tono liberal y un tanto paternal con que era ejercida por Primo de Rivera, cometió atropellos y consintió conclusiones, pero a la vez realizó algunas empresas bien dignas de loanza: el monopolio de petróleos es una de ellas. Esa entidad se elaboró en el Ministerio de Hacienda y sin tomar en cuenta, porque ello es ya anécdota, cómo se hiciese la concesión, es lo cierto que la obra, andando el tiempo, había de quedar perfecta. No sé si sabiéndolo o ignorándolo. Calvo Sotelo había iniciado una corriente socialista de la que no pocos socialistas habíamos de admirarnos. Antes de verle y oírle en los pasillos y el salón del Congreso, le conocí y oí en el despacho pequeño del Ministerio de Hacienda, discutiendo yo con él, en nombre de determinados intereses pesqueros, un nuevo tributo que acababa de crear. A los ministros de Primo de Rivera les llamábamos por entonces, despectivamente, secretarios de despacho. A mí, aquel hombre que razonaba frío, escuchaba atentamente la impugnación y conocía, sin necesidad de apuntadores, el problema discutido, me hizo una impresión excelente. Cuando mucho más tarde comprobé que otras personas, igualmente alejadas que yo de su manera de pensar, compartían mi juicio, saqué gusto de la confirmación. Sus admiradores, que luego se convirtieron en idólatras para abdicar rápidamente ese culto y adscribirse al de José Antonio Primo de Rivera, le atribuían un don de simpatía que, a los que no le tratábamos, nos era punto menos que imposible descubrirle. Valiente, sí; valiente parecía serlo. Desde su escaño parlamentario se producía sin ninguna clase de reservas, desdeñando las increpaciones y las desaprobaciones. Pretendiendo del Gobierno energía para rescatar el orden público, se decidió a pedir medidas drásticas contra las masas obreras, pero de modo preferente contra los que las incitaban a una política de destrucción y desorden, afirmando: «Si el decir esto es declararse fascista, como me indica alguno de mis interruptores, yo confieso que soy un fascista». Tenía, lo demostró su última noche, presencia de ánimo. Sabía el juego a que jugaba y los riesgos de la partida. Al reino de la fantasía pertenece el inquirir cómo hubiesen discurrido los sucesos de haber capitaneado él la sublevación. Su segundo en autoridad monárquica, Goicoechea, que sólo dispone para operar, de su oratoria meliflua, se les ha perdido a los militares entre el polvo de los combates. Lo seguro es que Calvo Sotelo no se hubiese extraviado en el camino. Concretaba en su persona la confianza no sólo de los monárquicos, sino también de más de la mitad de los diputados de la CEDA, que sentían enfriarse su devoción por la táctica de Gil Robles, a quien reprochaban el no haber utilizado su paso por el Ministerio de la Guerra para abatir, tomando como pretexto el alzamiento socialista de Octubre, al régimen, e imponer una dictadura del tipo de la de Portugal. Entendían que eso se hubiese hecho sin sangre o, a la sumo, lo que les tenía sin cuidado, con sangre republicana. ¿Por qué no se decidió Gil Robles? Miguel Maura recibió del propio Gil Robles la respuesta. Fue una de aquellas tardes en que, con fundamento o sin él, algunas personas de las que, como funcionarios y amigos rodeaban a don Niceto Alcalá Zamora, entre ellas Queipo de Llano, nos ponían con urgencia en el aviso de que el presidente de la República iba a ser secuestrado como primer paso, inexcusable, para producir el golpe de Estado con que a diario nos veíamos amagados, tanto por el ministro de la Guerra, Gil Robles, como por su ingrato subsecretario, don Francisco Franco. En la ocasión a que aludo, el rumor coincidía con unas sospechosas combinaciones militares de que Maura tenía noticia. Su temperamento impulsivo no le consintió conservar el secreto. Entró en el Palacio de las Cortes levantando polvo con su iracundia. Su republicanismo conservador estaba encorajinado. Se mostraba decidido a plantear el problema en el salón de sesiones, arriesgando el escándalo consiguiente, y buscando que el «viejo chocho de Lerroux», expresión que prodigaba variando un poco escatológicamente los adjetivos, acabara por enterarse. Un redactor de El Debate puso en conocimiento de Gil Robles las intenciones de Maura. Este recibió un recado para que pasase al salón de ministros, donde le esperaba el ministro de la Guerra. La conferencia no fue breve. Al salir de ella, Maura se vio rodeado de la curiosidad de los periodistas. Su rostro traducía bien su contento.
—No tengo nada que decir a ustedes.
—¿Interpelará usted al Gobierno esta tarde?
—No; desde luego, no; pero es perfectamente ocioso que quieran saber más.
El ministro de la Guerra fue menos expresivo ante los informadores. Su mutismo no impidió que yo pudiese publicar la conversación mantenida por los dos políticos, con bastante retraso a cuando se celebró, porque por entonces El Socialista padecía una suspensión, no decretada por autoridad ninguna, que se prolongó durante 14 meses. Maura dio conocimiento de la entrevista a Sánchez Román, y este, cuya devoción por Prieto es pública, se la confió a mi compañero, que por entonces vivía oculto en Madrid, quien a su vez, y con fines periodísticos, me la refirió a mí. Al día siguiente estaba en el diario, se transmitía por las agencias a provincias y la reproducían algunos colegas de la capital. La seguridad que Gil Robles había dado a Miguel Maura no podía ser más categórica:
—En tanto yo esté al frente de la cartera de Guerra —le dijo— deseche todo temor de un golpe de Estado. No haga aprecio de ningún rumor. Crea en la palabra que le da un caballero cristiano. Y ahora, escúcheme unas confidencias que sólo he hecho en el seno de la más absoluta intimidad y que le repito a usted. He ido a la cartera de Guerra por mi iniciativa y mi terquedad. Llegué al Palacio de Buenavista lleno de ilusiones, creyendo que me sería posible hacer una obra que me retribuyese el esfuerzo. Actualmente me he despedido de toda esperanza. No hay nada que fiar ni que confiar a los militares. Los que no son unos incapaces son, además de incapaces, ladrones. ¡No lo hubiese creído! Tengo manifiesta repugnancia al tratar con ellos. Establezcamos las excepciones que desee, a condición de que no sean muchas. ¿Cree usted que puede intentarse algo con personas a las que por razones tan elementales de sanidad moral es necesario descalificar? Yo, si alguna vez lo he creído, hoy no lo creo. Tranquilícese, pues, y no provoque, sin necesidad, un debate que no creo le pudiese tranquilizar tanto como estas palabras dichas en el recato de estas cuatro paredes.
Gil Robles se atuvo a su palabra. Actualmente, reducido a expatriación, no es presumible que haya rectificado su juicio sobre los militares, incluyendo en ellos al generalísimo y jefe del Estado, don Francisco Franco, subsecretario suyo por el tiempo de la confidencia a Maura. Pero si él no encontró —ni continúa encontrando— razones que le indujesen a rectificar, está bien demostrado que no les sucedió lo mismo a sus correligionarios, suscritos desde el primer momento a los planes y a las ideas de Calvo Sotelo, y con más firmeza y encono a partir del instante en que le perdieron. Gil Robles debió sentir un estremecimiento en la carne al conocer la muerte de su más implacable debelador, con el que, en razón de las buenas maneras, entretenía una amistad bastante más cortés que cordial. Hacía tiempo que el jefe de la CEDA, por acuerdo de sus amigos y gusto propio, se hacía acompañar de una nutrida escolta de jóvenes japistas; pero ello no debió impedirle recordar el vaticinio que le hiciese desde su escaño parlamentario, en una sesión memorable por sus escándalos, José Díaz, secretario general del Partido Comunista:
—Su señoría morirá con los zapatos puestos.
Vaticinio que hubiera llegado a cumplirse el amanecer del 15 de julio si el grupo de conjurados que puso término a la vida de Calvo Sotelo hubiese iniciado su revancha por el jefe de la CEDA, a quien Prieto, involuntariamente, iba a dar ocasión de nuevos estremecimientos.