19

Cambia la fisonomía de Madrid. — Un general que se convierte en profesor. — Un factor con el que Varela no contó. — «Madrid se nos ha escapado». — La Capital en línea de combate. — No hay municiones y se inventan. — Falta artillería y se sueña. — Locura heroica.

Con la noción del peligro, la fisonomía de Madrid cambió radicalmente. Terminaron viejas licencias y comenzaron nuevos deberes. El propósito de la defensa se hizo patente y voluntarioso en los madrileños. Su recogimiento de los primeros instantes se resolvió en una actividad, no dirigida, espontánea, en que se manifestaba la resolución de resistir. El plazo máximo de tres días que se nos había concedido para evacuar la ciudad, cediéndosela al adversario, no había expirado. Esta comprobación no motivó el menor optimismo. Había que guardarle de poner colgaduras en los balcones, porque la situación militar no había cambiado. El peligro era cierto y visible. Los soldados que conducía el general Varela reponían fuerzas a la vista de Madrid. Merecían ese descanso. El general Yagüe les había marcado un tren extenuante y ahora Varela, heredero de la victoria de Toledo, les acordaba un reposo merecido antes de pedirles un supremo esfuerzo: el asalto de Madrid, que, tomado, consagraría para siempre su carrera militar. ¿Tan cansada estaba su tropa para no poder vencer de la fatiga con la ambición única de adueñarse de la capital? ¿Tanto era el desfallecimiento? Ignoro si el juicio emitido sobre Varela es justo. Desconozco si es verdad que los planos no le son accesibles intelectualmente y si es torpe, como de él han escrito, en el manejo de los contingentes a sus órdenes. Pero aun admitiendo que esas no pasen de ser opiniones mezquinas de personas peor intencionadas que informadas, me inclino a creer que a Varela le faltó, al dar vista a la capital, el talento necesario para hacerse cargo de la situación. Le fallaron las voces interiores, para no decir que la intuición del genio. Acaso, midiendo por su fatiga la de los soldados, prefirió, considerando la victoria segura, esperar. ¿Qué resistencia podían ofrecerle los que desde Talavera, y aun antes, desde Oropesa y Puente del Arzobispo, no habían hecho cosa distinta que retroceder sin orden, abandonando plazas defendibles antes de que fuesen atacadas? ¿Se iban a hacer fuertes en Madrid cuando el Gobierno, al abandonarlo, les anticipaba con ese acto la noticia de que lo consideraba perdido por indefendible? ¿Qué resistencia podía esperarse de una ciudad cuyo abastecimiento requería, tanto en el aspecto militar como civil, cantidades inmensas, que difícilmente podían llegarle de unas bases de aprovisionamiento lejanas? Madrid, ciudad abierta y duramente castigada por la aviación, ¿qué moral podía oponer a soldados vencedores sobre los que actuaba el estímulo del triunfo más redondo y valioso?

Si el general Varela se hizo estas o parecidas reflexiones, ¿cómo negar que le acompañaba la lógica? Ante una asamblea deliberante, donde la lógica acostumbrara a ser entidad indiscutible, es difícil que el general Varela no se hubiese hecho aplaudir su razonamiento.

Madrid, por primo, segundo y tercio, no sacaría fuerzas de su extrema flaqueza para hacer cara a la primera arremetida de unos soldados en buena forma, después de un reposo merecido; ricos en moral de victoria y más ricos en material de guerra. El descanso, por otra parte, consentiría el reagrupamiento de todas las fuerzas y su empleo unánime, fracturando de un solo golpe, con una agresión fulgurante, la resistencia mediocre que los gubernamentales hubiesen discurrido. ¡Cuánta lógica y qué pocas voces interiores! El exceso de razón mató en Varela toda intuición profesional, todo atisbo guerrero. El militar había pasado a ser un profesor. Ganaba el discurso y perdía la batalla.

Madrid, efectivamente, no podía oponer a los soldados de Varela otra cosa que su desconcierto y su sorpresa. La guerra se le había echado encima de una manera increíble. Estaba a la espera de la victoria y de modo súbito se despertaba del sueño de una noche, rodeado de enemigos, encerrado o poco menos en un círculo de fuego. Lo que conocía de su situación no era, ciertamente, para aumentarle el coraje: pocas armas y pocos víveres. Tan escasas como el azúcar, las municiones para los fusiles. ¿Qué le cumplía hacer? ¿Enarbolar pabellón blanco? ¿Inmolarse en el Manzanares? Madrid también se acordó una tregua para decidir. Su primer silencio fue impresionante. Varias horas solemnes en que ventilaba una duda legítima. Quienes las vivieron conscientemente recordarán su gravedad inmensa. Las calles desiertas. Las palabras de los hombres, desconfiadas. Un temor justificado: ¿qué fusiles están en manos de la quinta columna? En los hogares, sin fuego, ceños preocupados. Evocación dolorosa, fábula e historia mezcladas, de las crueldades de los vencedores: plaza de toros de Badajoz; calles y sótanos de Toledo; amaneceres de Burgos; corralizas de Navarra… Sombra de cadalsos ruines en la cal de las paredes. Esas horas decisivas, que Varela gastaba en acuerdos y órdenes lógicos, no le volverían a ser computadas. Las había menospreciado razonando, y aun cuando razonar no sea ocupación desdeñable, ni bajo la tienda de lona de un general en campaña, el minuto estelar que ellas contenían estaba perdido para él. Soñando los detalles de su entrada victoriosa en la capital, esta decidía no dejarle pasar. Sobraban los preparativos. El ordenanza podía desensillarle el caballo. La banda de trompetas y tambores ensayaba inútilmente estruendos de victoria para un desfile de liberadores apócrifos. Ese cuadro de pintura de historia, para el que se preparaban los tenientes, sacando el pecho, endureciendo el paso y encendiendo los ojos con fuegos napoleónicos, lo había destruido la humedad del Manzanares, en cuya orilla se daban cita los hombres de Madrid. Piedra en el río, encina en la Casa de Campo, roble en el Parque del Oeste, el soldado de la capital se mostraba resuelto a responder a la petición que le había hecho Madrid.

¡Qué cambio profundo en su fisonomía! Una fuerza nueva, de la que Varela había prescindido en sus cálculos, entraba en juego: la pasión del pueblo madrileño. Esa fuerza la identificaba el curioso, tanto como en los diálogos de las mujeres que hacían cola a las puertas de los establecimientos, en la actividad de los hombres. Mientras unos grupos se educaban militarmente, recibiendo enseñanza de instructores que en tiempos olvidados fueron sargentos, otros levantaban los adoquines de las calles y formaban barricadas románticas, técnicamente disparatadas; psicológicamente, como expresión de un estado de ánimo, admirables. Valer, naturalmente, no valían. Un simple cañonazo podía convertir aquellas piedras en otros tantos proyectiles mortales; pero sin esos adoquines arrancados al pavimento y amontonados conforme a la tradición revolucionaria que conserva el instinto popular, los artilleros de Franco no hubieran necesitado hacer fuego. Aquel esfuerzo, nulo militarmente, valía por lo que representaba como decisión heroica. La laxitud de la víspera era ahora nerviosismo.

La capital no quería ser cedida de barato. Prefería la guerra, con toda su secuela de padecimientos, a una capitulación bochornosa. Los ataques de la aviación, contrariamente a los cálculos de Salamanca, le aumentaban la moral. Los forasteros que la agredían desde los aires iban a tener de qué admirarse. Madrid, plaza abierta por el suelo y por el cielo, quería ser defendido. Y lo fue, sin que haya nadie que pueda apuntarse la gloria de haberlo derrotado. El general Miaja, en quien se personifica esa defensa, puede seguir en su orgullo indiscutible. Madrid no capituló. Su pasión de defensa estaba, en el momento de ser cedida al adversario, en pleno mediodía. Ahora mismo vive y ejercita esa pasión. El ataque fulgurante que proyectaba Varela se estrelló contra una resistencia inesperada para él. Repuestas de cansancio las tropas, reunidos los efectivos, concentrada la artillería, abundante la aviación. Varela dio orden de atacar. Centro director de todas las fuerzas puestas en movimiento, quedó a la espera de los partes optimistas, mirando con sus prismáticos la silueta goyesca de la villa ambicionada. Cabe presumir, descontada su seguridad, el secreto regocijo de la víspera. Franco le había hecho el regalo inapreciable de un mando ambicionado por todos los generales. ¡Tomar Madrid! Unir al apellido propio el nombre de la capital. Terminar, de hecho, la guerra. Entre los subordinados de Varela hay un coronel que, sin dejar de obedecer, considera baldío el esfuerzo que se pide a los soldados. En una confidencia que hace a una persona de su amistad, dice estas palabras proféticas: «Madrid se nos ha escapado». Ese coronel es, probablemente, el único militar que, en el conjunto de la masa humana que ataca la capital, se ha dado cuenta de que ha pasado la ocasión. «El día seis —dice ese coronel— pudo entrarse en Madrid con la misma facilidad con que ocupamos Leganés y Carabanchel. Perdida esta oportunidad ya no hay nada que hacer. Madrid se nos ha escapado. Por este lado es intomable. Tácticamente la ofensiva por esta parte es un absurdo. Sólo la moral de nuestras tropas, la desmoralización de los rojos y el espíritu que reinaba tanto en nuestro pueblo como en la misma población madrileña podían, aprovechando el factor psicológico, decisivo en toda guerra, salvar la aberración cometida por el mando al decidirse a la ofensiva en ese sector».

El ataque está lanzado y no queda sino forzarlo para alcanzar los objetivos previstos. El general no ha perdido la confianza en el éxito. No es posible que las milicias que defienden la capital puedan soportar un empujón de tanta violencia. Su moral quebrantadísima, tanto como la dureza con que se les ataca, les obligarán a replegarse. Será suficiente que una unidad cualquiera ceda terreno para que automáticamente se produzca una desmoralización colectiva y el débil artilugio de la defensa de Madrid se vaya a tierra con el estrépito de lo que ya no puede ser levantado. Varela sigue ateniéndose a principios lógicos. Ignora lo que ha sucedido en Madrid, desconoce la reacción a que ha dado origen su presencia. Los informes que le llegan de su estado mayor son puramente estadísticos: débiles concentraciones en la Ciudad Universitaria; movimiento de vehículos en la carretera X; declaraciones de un evadido que confirma la impotencia de los efectivos rojos… No tiene la menor razón para desconfiar. Sus previsiones son buenas y no dejarán de verse confirmadas por un triunfo neto y decisivo. Madrid será, de una hora para la otra, domicilio de sus tropas. ¿Qué dicen los primeros partes? ¿Qué noticias aportan los oficiales de enlace? No son buenas esas noticias, no son gratos esos partes. El adversario ofrece resistencia desacostumbrada. No se va del terreno. Es tenaz. Si se repliega, vuelve sobre lo perdido en contraataques sucesivos hasta que lo recupera. Tiene moral. El cambio operado en él, dicen los oficiales, ha desconcertado a nuestros soldados, que esperaban una empresa fácil, por el estilo de las de Talavera y Toledo. Solución al conflicto; más artillería. Los cañones de Varela hacían el gasto. Un disparo para cada mata. Fuego, más fuego. Sin pausa. Ordenes imperiosas: Que revienten las piezas, pero que no cese el fuego. Del lado de Madrid, la tierra se llenaba de viruelas. Era igual; allí seguían los hombres, preservándose contra los disparos con lo que podían y como podían. Después de la preparación artillera, remedo afortunado de una cólera bíblica, el ataque recomenzaba violentísimo; un coro de ametralladoras y de fusiles, con el contracanto de las bombas de mano. Un panorama incierto de avances y retrocesos mutuos; otro, más cierto, de bajas y una verdad soberbia a la que el estado mayor rebelde cerraba sus puertas: Madrid en pie de guerra, la capital en línea de combate. Sin defecciones. Todos improvisados soldados, todos trabajando para la defensa de la ciudad. El viejo y el joven, la mujer y el niño. Un sacrificio estéril, refunfuñaban los pesimistas, como si existiese un caso, uno solo, de sacrificio infecundo. ¿No hay munición? ¡Se inventa! Y la inventaron los metalúrgicos, acudiendo al expediente de recargar los cartuchos disparados y a completar su fabricación con nuevos materiales que los técnicos recusaban. Ignoro si esa cartuchería que inventaron los obreros del hierro tiene o deja de tener defectos; lo que conozco es que sirvió a maravilla para defender la capital. La disputa de los técnicos y de los obreros se resolvió a favor de los obreros y gracias a esa dichosa circunstancia nuestros fusiles pudieron seguir disparando. ¿No era todo una ardiente locura? Pues a las locuras colectivas les van bien esas incongruencias, que las califican y las subrayan, ya que de otro modo no serían locuras, sino lo intermedio entre la enajenación y la cordura; tonterías.

El loco inventa el cetro y la corona, la tiara y la capa pluvial y es, en plenitud, rey o papa. Eso mismo hizo Madrid: inventar sus armas y ser, cuando nadie lo esperaba, plaza fuerte, inexpugnable para los mejores artistas de la poliorcética. Con un solo cañón, «el abuelo», tenía suficiente para su defensa. Valía, en la estimación de los madrileños, por todas las baterías de que disponía Varela. Era uno, uno solo, porque los seres de excepción no se fabrican en serie. «El abuelo» fue el cañón indiscutible, el que nos proporcionó seguridad de defensa, pero no estaba solo. ¿Qué madrileño no soñó con la batería que en la proximidad de su casa, cuando hacía fuego, ponía a tintinear los cristales de las ventanas? Cañones imaginarios que le velaban el sueño y le fortalecían para continuar resistiendo. Madrid forjó sus armas, de verdad unas, de locura otras. De papel y tinta de litografía hizo sus soldados. Aquellos que, pintados por los cartelistas, se decoloraban lentamente en las esquinas de las paredes, influyeron en los de carne y hueso, transmitiéndoles pasión y reciedumbre. Locura, todo locura y sólo locura. Enajenación que creía en lo increíble, desarrollando fuerzas insuperables; que rechazaba lo prudente y menospreciaba lo razonable; que ignoraba la medida y se abroquelaba en una nueva geometría; que lanzaba a los hombres contra los carros de asalto, fortalezas de acero, con una bomba en cada mano, permitiéndoles realizar la proeza de vencerlos e introduciendo en los cálculos y en las reglas de la guerra rectificaciones fundamentales. ¿A qué cuerdo pedirle que se ponga en marcha hacia esas metas alucinadas? La empresa era de orates y para orates. Los cuerdos se habían ido con la virtud de su cordura a Valencia. Por una sencilla regla de tres supieron lo que había de suceder en Madrid. Sus matemáticas eran exactas; las operaciones estaban bien hechas. Si la cuenta no salió no fue por su culpa, sino porque Madrid, sin noción ni respeto por las ciencias exactas, se resolvió a resistir. Seguro que cometió la misma torpeza que los doctores alemanes en ciencia marxista reprochaban a Lenin, quien hizo y ganó la revolución rusa sin reparar en que la victoria del proletariado sólo es posible en la plenitud del desarrollo capitalista. Un reproche semejante se le hizo a Madrid. Si le faltaba de todo para defenderse, ¿por qué se defendía? No sospecho que fuese por dejar mal a los que, sin explicación para las defecciones de las milicias, descubrieron tantas y tan inatacables para la suya. Si el trance no hubiese sido tan apurado, lo probable es que la capital, archivo de la cortesía, se hubiese avenido a respetar el resultado de la sencilla regla de tres. Perdió la razón y acometió la difícil experiencia de defenderse, teniéndolo que improvisar todo: soldados, armas, barricadas, organización. Pero a un loco, recuérdese, le basta una caña para hacer un cetro y un papel de periódico para construir una corona con más pedrería que la de los zares. El cuerdo se le ríe a las barbas. Ahora que el tonto puede estar en el cuerdo; donde no está nunca es en el loco. Este, sólo es eso: loco; y el cuerdo, además de cuerdo, ocurre que sea tonto.

Un tonto razonador era Varela. Tenía todo lo que podía apetecer: soldados, aviación, artillería, ametralladoras. Y por si fuese poco, tenía razón. Una razón que era compartida por todos sus subordinados, a excepción de un coronel que se negaba a aceptar, como de victoria la lógica. La lógica, dama dócil y complaciente para los curiales, no tiene la menor aplicación en los campamentos militares. El coronel de referencia le pedía al general menos argumentos y más intuición. El general daba lo que poseía: razones. La plaza por tomar al alcance de la vista, amagada por los cañones, era para Varela sujeto pasivo de su especulación. ¿Qué podía hacer? ¿Qué podía esperar? Lo iba a conocer cuando la cosa careciese de remedio para su fuerza. Podía, y es lo que hizo, levantar una muralla de pechos, infinitamente más recia que las paredes del Alcázar de Toledo. Podía superar todas las marcas de heroísmo conocidas. Podía ser, sin fortalezas, Verdún. Podía ser, y para eso se preparó, sin nieve, pero con incendios, Moscú. Todo podía serlo, menos una cosa: cantidad residual de la que el matemático puede prescindir sin que sufra alteración su cálculo. ¿Cuántas veces se arrepintió de su conducta y renegó de su razón el general Varela? Pudo, en un momento, haber realizado el encargo que en Salamanca le habían atribuido. Le hubiera sido suficiente con aprovechar el instante de incertidumbre de Madrid, lanzando contra la capital sus tropas. El encontronazo no lo hubieran sabido resistir las milicias, que no habían recibido refuerzos, ni se habían contagiado de la moral de la ciudad, donde aquélla todavía no había nacido en su forma heroica. Un soldado de raza hubiese comprendido, con una sola mirada, que perder una hora era, en el mejor de los casos, comprometer la victoria. Y sin una vacilación, con ademán fanático y palabra ruda, la orden de ataque hubiera electrizado a todos. Varela miró y no vio. Quienes tenían la obligación de ver por él, tampoco vieron. El espionaje —¿qué clase de espionaje fue el espionaje rebelde?— no supo o no pudo informarle. El aplanamiento de Madrid, aplanamiento de horas, fue visible. Se pudo fotografiar. Todas las cosas de la calle rezumaban angustia y resignación. En los interiores, rabias desesperadas o alegrías intensas, estados de ánimo contradictorios, según la filiación de unos y otros madrileños. El espionaje, si lo hubo, se dedicaba a atar las hojas al árbol, contando si había o dejaba de haber fuerzas y armamento, y en caso afirmativo, cuántas y de qué clase. El agua no le dejaba ver el río. Y gracias a esa miopía, Madrid pudo, al día siguiente, amanecer con el tirso de su locura heroica, resuelto a vencer todas las dificultades y a ilustrar su nombre con una epopeya que iba a conmover al mundo. Lo imposible no existe para él. Uno tras otro irá superando todos los combates y derrotando todas las asechanzas. Allá por Burgos, cada tres por dos, habrá revuelo de colgaduras y los sacristanes, la mano en las sogas, esperarán el momento, que no había de llegar, de echar las campanas a vuelo por la toma de la capital. Los verdes arcos triunfales, levantados en la plaza de los pueblos, se tomaban amarillos de cólera y los carros de la limpieza necesitaban hacerse cargo de aquellos inútiles preparativos que, al perder su lozanía y empolvarse, eran como una mueca irónica, garabato burlesco de una esperanza frustrada una, dos, tres…, muchas veces. En una capital de provincia, Zaragoza, donde esas previsiones se habían hecho con gusto artístico de cuarto de banderas, y al follaje se había preferido una Fama aupada en un pedestal, teniéndose sobre un pie, como es costumbre en estas ruidosas adolescentes, un chusco dio voz clandestinamente a la desairada muchacha y en el zócalo podía leerse: «O tomáis Madrid o me apeo». En evitación de que la insolente realizase su amenaza, fue enviada a cumplir arresto al calabozo de un cuartel.