18

Los sindicalistas. — El Gobierno se traslada a Barcelona. — La guardia de Tarancón niega el paso a varios ministros. — «Dentro de tres días los rebeldes estarán en la Puerta del Sol». — Un pasaje en avión. — En el Ministerio de la Guerra no se entiende nadie. — Madrid comienza a defenderse. — La población escindida. — Los «ojalateros». — Los juicios de Margarita Nelken. — Los amigos de Largo Caballero. — La mudanza del Ministerio de la Guerra. — Los periódicos en Madrid. — Vísperas de epopeya.

Se renovó el Gobierno. Los sindicalistas entraron a formar parte en él. Con ocasión de esta renovación. Largo Caballero indicó a Prieto que se hiciese cargo de la cartera de Guerra; pero Prieto se negó a aceptar esa nueva responsabilidad. Como yo impugnase su resolución, indicándole las razones por las que a mi juicio debía comprometerse a dirigir la lucha, me declaró que ello no era posible después del ingreso de los sindicalistas en el ministerio.

—Si tenemos que abandonar Madrid, la culpa será íntegramente mía y, si conseguimos salvarlo, el éxito corresponderá a los sindicalistas.

La reacción, que puede tenerse por excesivamente personal y censurable como egoísta, estaba justificada en Prieto, a quien los anarquistas seguían ofendiendo con sus imputaciones faltas de toda razón y sobradas de inconvenientes. Largo Caballero no abordó muy de cara el problema. Dijo a Prieto que había pensado fundir en un solo ministerio el del Ejército, que llevaba él, con el de Marina y Aire, que regía su compañero. Este encontró acertado el propósito y se avino a facilitar la refundición, mas como Largo Caballero le diese a entender que había pensado en él, le dio con su negativa las razones de ella. La refundición de los ministerios no se hizo y las carteras quedaron las mismas manos. ¿Había perdido Largo Caballero la fe en sí mismo? Debió pasar por un momento de crisis. Eso creía Prieto. Eso debía ser. Motivos tenía. El adversario estaba llegando a las puertas de la capital. La defensa de la ciudad no acababa de verse clara. Por Levante, en preparación, marcando paso y haciendo ejercicio, andaban los primeros reclutas de carabineros que Negrín, desde el Ministerio de Hacienda, había estimulado. No teníamos armamento. El encargo de la defensa era forzoso confiarlo a las milicias que, desde Talavera, no hacían otra cosa que retroceder desmoralizadas. En esas condiciones, por mucho que diese de sí el heroísmo de la ciudad, ¿qué cabía prometerse? Nada bueno. ¿De qué seno recóndito, de qué hoya profunda podía hacer brotar Madrid la fortaleza heroica que le iba a ser necesaria? De ninguno. La ciudad acabaría perdiéndose, desasistida de los milicianos y extenuada por el hambre y el frío. El Gobierno acabó planteándose el problema de evacuar Madrid. Era, por su parte, una temeridad prolongar la permanencia en la capital. Resolvió trasladarse a Barcelona, donde había fijado su residencia el presidente de la República y donde las gestiones que anticipadamente se hicieron habían sido cordialmente acogidas por la Generalidad. Esta albergaría con el mejor gusto al Gobierno central. El Consejo de ministros en que se tomó esta grave resolución se prolongó más allá de la hora habitual.

Como algún ministro preguntase al Presidente cuándo debía iniciarse la marcha, Largo Caballero contestó que cada ministro debía emprender el viaje a la hora que le conviniese, sin formar una caravana que llamase la atención a su paso. El traslado del Gobierno a Barcelona no se haría público en los primeros momentos. Acabada la reunión. Largo Caballero, que lo tenía todo dispuesto, emprendió la marcha hacia Valencia, donde resolvió quedarse y donde, sin explicación posterior a los ministros, instaló el Gobierno. Las instrucciones con respecto a la defensa de Madrid quedaron en dos sobres, dirigidos a dos generales: Miaja y Pozas. Largo Caballero reservó llevarse a Valencia al general Asensio. Los periodistas no tuvimos referencia ninguna de ese histórico Consejo de ministros. Galarza debió de dársela a los directores de periódicos que aquella tarde acudieron, por última vez, a su despacho del edificio de la Puerta del Sol. A mí me fue imposible asistir. Ignoro lo que Galarza dijo. Sólo recuerdo que parte de aquellos colegas míos, dando por segura la pérdida de Madrid, abandonaron sus puestos y tomaron el camino de Levante. Poco después de la reunión con los periodistas, Galarza partió de Madrid y en su despacho se instaló, prometiendo no abandonarlo, Wenceslao Carrillo. La evacuación de los ministerios se hizo discretamente. Fueron muy contadas las personas que la conocieron. En algunos periódicos, tal La Voz y Política, todavía al día siguiente ignoraban que el Gobierno había trasladado su residencia a Valencia. Yo tuve referencia del acuerdo ministerial por los camaradas de la Comisión Ejecutiva, que habían acordado, a su vez, imitar la conducta del Gobierno, añadiendo que yo, como director del periódico, debía irme con ellos. El acuerdo suponía, de cumplirse al pie de la letra, la suspensión de El Socialista. Discutiendo el tema, se nos hizo la hora de cenar. Había que resolver. A la puerta de la Redacción tres autos, bien abastecidos de gasolina, esperaban nuestra palabra. La mía era ya firme.

La noche del día 7 de noviembre, Prieto la pasó en Madrid. Había decidido salir para Valencia, utilizando un avión, al amanecer del día siguiente. Dos de sus colegas de ministerio, conociendo su propósito, le habían pedido que les reservase un asiento. Esos ministros, entre los que estaba Álvarez del Vayo, salieron el mismo día siete en sus automóviles; pero al llegar a la jurisdicción municipal de Tarancón, los militares que montaban la guardia se negaron a dejarles continuar el viaje, faltándoles al respeto de palabra y llegando en su osadía a amenazarles con las puntas de las bayonetas. Fue peor que alegasen su condición de ministros. Las imprecaciones y los insultos subieron de tono y el racimo de bayonetas se hizo más espeso. Según la referencia que me daba Prieto, algún ministro debió sentir en la carne, si no la punta de las armas, la presión de las mismas. Los milicianos del puesto de Tarancón pertenecían a la columna del Rosal, que operaba en Cuenca y de la que contaban las historias más abracadabrantes. Vivía sobre los pueblos donde acampaba y sus justicias tenían ensombrecida a la provincia entera, donde la República, que dispuso de pocos amigos, no debía tener ninguno. Andando el tiempo, un hijo del jefe de la columna había de ser acusado de varios delitos graves, y no recuerdo exactamente si identificado como fascista, condenado a muerte y ejecutado. En el tiempo en que su padre operaba en Cuenca, que es donde el hijo había cometido los delitos, la sentencia no hubiera podido cumplirse. El destacamento que envió a Tarancón, pese a sus pañuelos rojinegros, no hizo diferencia con los ministros confederales, a los que trató de la misma forma desconsiderada que a Álvarez del Vayo, motejándoles de cobardes y de traidores e indicándoles, imperativamente, que su puesto estaba en Madrid, a donde les obligaron a regresar. Esa es la razón por la que habían solicitado del ministro del Aire una plaza en el avión que se proponía utilizar para trasladarse a Valencia. Ese violento desacato a los ministros era un indicio para juzgar de la autoridad del gobierno. A un tiro de fusil de la capital, su autoridad se extinguía y la suplantaban, con la suya de militares en libertad, los jefes de columna o los sargentos de piquete, resumiendo en ellos todos los poderes, que ejercían, según su personal discreción o arbitrariedad, con mesura o con furia. En Valencia, la famosa Columna de Hierro se disponía a hacer al Gobierno un recibimiento de anatemas, violencias y conflictos públicos. Prieto, que hizo un rato de tertulia en nuestra Redacción, no recataba su pesimismo. Estaba afligido por la suerte de la capital. La consideraba perdida. Entendía que el traslado del Gobierno, mucho más realizado de un modo clandestino, iba a repercutir desfavorablemente en la opinión. El acuerdo, a su juicio, debió haberse adoptado mucho antes, razonándolo públicamente y llevándolo a la práctica escalonadamente, sin la prisa ni las angustias que imponía la gravedad de los sucesos militares.

—La noticia de la marcha del Gobierno se conocerá mañana y no habrá quien no crea que se trata de una fuga. El silencio de que se ha rodeado el traslado le da esa apariencia de deserción. En la guerra, las previsiones son inexcusables y es equivocado esperar al último momento porque en la precipitación se hacen malas cosas que importa mucho que se hagan bien. ¿Usted qué piensa hacer?

—Quedarme —le respondí—. Nuestro periódico no puede dejar de publicarse. Una suspensión en estas circunstancias supondría el acabamiento de nuestro partido. Además que las cosas que hayan de suceder no irán tan rápidas como para que necesitemos salir esta misma noche a uña de caballo.

—Mañana ni pasado, en efecto, no creo que suceda nada; pero al siguiente día, no se haga usted ilusiones, las tropas de Franco estarán en la Puerta del Sol.

—¿De verdad cree usted eso que dice?

—Sí, de verdad. ¿Piensa usted otra cosa? Lo que le digo: dentro de tres días estarán en la Puerta del Sol. Creo que debería usted dejar una persona en su puesto y marcharse. Si no quiere irse a Valencia, váyase a Alcalá, donde está instalado Pozas y desde allí atiende cómo se desarrollan los acontecimientos.

—No puedo. Necesito quedarme. ¿A qué compañero le digo que me sustituya en mi puesto, y cómo se lo digo sin exponerme a que me replique que su vida no es menos valiosa que la mía? Tengo que quedarme. Es una obligación de mi cargo.

Prieto reconoció que ese era, en efecto, mi deber, y sin que yo lo pidiera me mandó con Víctor Salazar, su secretario, una orden autorizándome a tomar una plaza en cualquier avión, militar o civil, que saliese de Madrid después del día ocho. Acogiéndome a aquella prueba de amistad, que le agradecí profundamente, le pedí dos autorizaciones iguales a la mía para dos de mis redactores: Albar y Cruz Salido. Me las concedió y se despidió de mí. Los redactores conocían la situación tan exactamente como la conocía yo. Estaban en libertad de resolver lo que creyeran más justo. Cruz Salido salió de los apuros de Madrid, a los no menos graves apuros del Norte, siendo de las últimas personas que abandonaron Bilbao, donde no supieron comprenderle ni le hicieron la justicia a que tenía derecho. No se qué raro destino se encarniza con Cruz Salido, que es, entre los hombres bondadosos y finos, uno de los mejores que conozco. Volvió a Madrid en otro momento apretado a interceder, cerca de Besteiro, para que se le trasladase a Barcelona, comisión humana en la que, con profundo sentimiento por su parte, fracasó. Se quedó Albar, y él y yo habíamos de correr, mano a mano, con el trabajo de redactar, de una a otra punta, el periódico. Ángulo y Pastor estaban haciendo la guerra; Vázquez Ocaña ayudaba a los secretarios de Negrín en ocupaciones de extraordinaria confianza; Cruz Salido y Serra Crespo, se habían ausentado, los dos por poco tiempo, y nuestro redactor militar seguía, desventuradamente, sin ningún tema útil para escribir de la guerra, aplicándose a la recluta de milicianos, telefoneando a los Círculos socialistas de Barriada a fin de que facilitasen hombres para la defensa de Madrid. ¡La defensa de Madrid! ¿De verdad no estábamos todos locos? Nuestro cronista de guerra no lo estaba, desde luego. No nos mandaba una línea, pero trabajaba con una misión incansable, sin descorazonarse por el espectáculo desmoralizador del Ministerio de la Guerra, donde se había introducido el más sorprendente desconcierto. La cordura de nuestro compañero era perfecta. Nos llamaba al teléfono a las horas más inverosímiles, que él trabajaba a todas, para decir:

—Aquí no se entiende nadie. Esto es una casa de orates furiosos. No quiero saber lo que se dice del Gobierno. Da miedo andar por estos pasillos. Todo el mundo se va y los que se quedan, ¡qué caras tienen! No se incomode conmigo si no le mando nada. Es que no puedo. Materialmente no puedo. Pero usted siga escribiendo con calma. Si tenemos que levantar el campo lo sabremos los primeros. Que eso no le dé cuidado. A cualquier hora del día o de la noche sabrá si tiene que hacer la maleta. Es bueno que siempre tengan un coche dispuesto y las pistolas para defenderlo en la carretera.

Esa confianza no era pequeña. Nos quitaba toda preocupación personal, sin aliviarnos de la colectiva. Podíamos dedicarnos al trabajo. Para empezar había que impedir que la noticia del traslado del Gobierno influyese en sentido desfavorable sobre la moral de la ciudad. La medida, por bien justificada, se prestaba a buena defensa. El caso es que nos la dejasen hacer; que la prolongación de la contienda consintiese nuestro esfuerzo, mucho más cómodo y prometido a victoria, que el que se pedía a los milicianos. Lo que nos quedaba de noche se llenó de malas noticias. El teléfono nos inquietaba con sus avisos infaustos. En todos nuestros comunicantes, la misma angustia, más advertida por el tono de la voz que por sus propias palabras. «¿Se ha ido el Gobierno? ¿Qué me recomienda que haga?». «No tenemos noticia oficial de que el Gobierno se haya trasladado. En cuanto a su caso personal, ¿qué podemos decirle? Nosotros nos quedamos». «¿Se quedan ustedes? Eso es que la situación no es grave». Un poco orgulloso, más diciendo un deseo que expresando una convicción, añadíamos: «¡Madrid se va a defender!».

Lo que no sospechábamos es que Madrid había comenzado a defenderse. De Levante, donde se entrenaba una brigada en la que predominaban nuestros amigos, preguntaron: «¿Qué pasa ahí?». «Aquí nada. Que como no os deis prisa no vamos a necesitar de vosotros». Esa brigada iba a empaparse de sangre, con los internacionales, por los encinares de la Casa de Campo, en las márgenes del río, en tierras de Arganda… La noche, allá por las bases de instrucción de Levante, estaba llena de voces de mando, de formaciones militares, de muchachos españoles y extranjeros arrancados al sueño, que iban a ser encaminados con prisa al frente de Madrid. Nos encontrábamos en vísperas de realizar lo increíble, ¡pero qué vísperas! La primera noche dormimos unas horas, en Cuatro Caminos, en la casa de Albar. De mañana estábamos en la Redacción. Conté los periódicos. Estaban todos, sin faltar ninguno. Se notaba el esfuerzo con que se habían hecho. Se advertía el nerviosismo de la noche en sus informaciones, en sus comentarios. Por el cambio de los estilos comprendimos que había habido defecciones. Estas no contaban a condición de que nuestros colegas pudieran seguir publicándose. Las diferencias que los del oficio podíamos apreciar no eran visibles para la mayoría de los lectores. De las colas, formadas por hombres y mujeres que pretendían con escasa o mala fortuna artículos alimenticios, llegaban los rumores más disparatados, pero de los que no podíamos prescindir si queríamos saber cuáles eran los rumbos del pensamiento popular. Se sabía, desde luego, que el Gobierno había evacuado la capital. Este dato no lo tenían nuestros compañeros de La Voz. Su director, Enrique Fajardo, me lo preguntó por teléfono. Cometí el engaño que ignoraba lo que me preguntaba, que yo mismo iba a tratar de averiguar la noticia, que reputaba inverosímil y a la que no concedía importancia mayor. Él siguió inquiriendo por teléfono y, cuando conoció la verdad, me llamó nuevamente.

—El Gobierno se ha fugado ayer. Eso es la derrota de Madrid, sin remedio. Cuando la noticia se conozca en las trincheras, los soldados no van a tener fuerzas para sostener los fusiles. Los tirarán y harán bien. Un Gobierno que se fuga tan cobardemente no tiene derecho a pedir a los ciudadanos que se sacrifiquen.

Intenté apaciguar su irritación. Sin escuchar mis palabras me preguntó:

—¿Qué han pensado ustedes? ¿Qué se proponen hacer? ¿Cómo ven la situación?

—Nosotros no tenemos problema; seguiremos haciendo el periódico y justificando la determinación del Gobierno. En cuanto a la situación no nos anestesiamos con un optimismo falso. Es grave, gravísima si lo desea; pero no deja de tener remedio si nos disponemos a buscárselo entre todos. Nuestro servicio de periodistas puede ser valiosísimo.

—Eso quiere decir que se quedan ¿no es eso?

—Sí. Nos quedamos. Y en tanto tengamos un pedazo de papel intentaremos sacar nuestro diario.

—Eso es lo que me interesaba saber. Gracias.

Enrique Fajardo, «Fabián Vidal» en periodismo, acabó dejando la dirección de La Voz, para seguir escribiendo en Valencia sus crónicas militares, que los lectores buscaban con avidez. Su retirada estaba bien justificada. Con un doble padecimiento crónico, aquel Madrid lleno de sobresaltos y vacío de medicamentos, le tasaba los días con avaricia implacable. De haber continuado en él no hubiera necesitado de bala ni de bomba para morirse. Se fue a Levante —al «Levante feliz» que había de escribir su continuador en La Voz—, y le sucedió en la dirección José Luis Salado quien, con su caligrafía diminuta y perfecta, mejoró los primitivos prestigios del periódico y le dio una elegancia y una precisión envidiable. Cometió algunas injusticias al ensañarse con los antifascistas que habían montado sus trincheras en los cafés de Valencia y discernían a Madrid, separándolos cuidadosamente de sus platos, los laureles de los buenos estofados de casa de la Marcelina. Sus ironías —recuerdo su crónica «El placer antifascista de ahorcar el seis doble»— irritaban la piel, particularmente sensible, de tanto y tanto madrileño como había ido a instalarse en las proximidades del Gobierno, para cooperar con él, con el más robusto de los entusiasmos, a la defensa del régimen y de la que ya comenzaba a llamarse independencia nacional. En disculpa de Salado cabe decir que su injusticia —en donde y cuando lo fue— era la injusticia de Madrid que vio con pasmo, cómo quienes se habían cansado de estimular heroísmos, trayendo a actualidad, con fácil erudición, los versos de Bernardo López García: «Oigo, patria, tu aflicción…», se iban, en la hora del riesgo, carretera adelante, tan urgidos y apretados,

«que a los sus paños menores

fue menester lavandera»,

como sucedió al obispo de Sigüenza, según las coplas de Juan de Mena. ¡Cuánta evasión y qué sin decoro! En Madrid se quedaban, sin otra seguridad que la del hambre y el dolor, dos clases de apersonas: las que se disponían a intentar a la desesperada la defensa de la capital y las que, considerando suceso feliz la entrada de las fuerzas de Franco, disponían lo necesario para recibirlas con júbilo: cosían banderas, ensayaban vítores y corregían la deformación del brazo, hecho a saludar con estilo proletario.

Estaban a la espera de su desquite. Miraban torcido y cuidaban de ocultar, lo que les era muy difícil, su regocijo siniestro. Cada uno de aquellos hombres, con la disculpa de un luto en su familia, con la justificación de una herida en su honor, entendido a lo calderoniano, o con la explicación de una avería gorda en sus intereses, había hecho la elección de los cuellos a que se disponía a saltar furiosamente, tan pronto como la ciudad se rindiese. Esa escisión de los madrileños me la descubrió una muchacha de servicio, socialista, que trabajaba en una casa de la calle de Carranza. A sus «señores» les había yo hecho dos favores señalados, del que el más importante era haberles facilitado la oportunidad de rescatar a un hijo que, a título de funcionario del Ayuntamiento de Guadalajara, le habían sorprendido los sucesos en la capital de la Alcarria. El llanto de su madre me impresionó. El padre nos brindaba, para todo, la casa entera de que era propietario. Podíamos establecer en ella un hospitalillo para los heridos de nuestra milicia. Ellos estaban en ayudar al Gobierno y de preferencia a los socialistas. Le di las gracias y decliné su ofrecimiento. Le razoné por qué no lo aceptaba y se quedó admirado, sin saber cómo agradecer la que él llamaba mi bondad. Los extremos de reconocimiento de su mujer, por lo que tocaba al rescate de su hijo, que se hizo con un coche del periódico, fueron todavía mayores. Tuve que hacerle violencia para que no me besara las manos. ¿Era todo teatro? Pienso que no; pero la emoción, pasajera, no tardó en ser oscurecida por la verdad de un odio viejo. Según mi confidente, en aquella casa se rezaba porque Franco se adueñase de Madrid e hiciese un escarmiento ejemplar a nuestras expensas. Desde entonces puse cuidado en conocer, juzgando por las miradas, qué manos se engarabitaban en los bolsillos ensayando en papeles lo que proyectaban para nuestras gargantas. El balance diario no era nada tranquilizador. Una parte considerable de las personas con que, por una u otra razón, tratábamos, deseaban apasionadamente nuestra derrota. Afortunadamente, no pasaban de ser, por el miedo que guarda la viña, «ojalateros», como se les llamó en la última guerra carlista a los tradicionalistas que, viendo marchar a los soldados, exclamaban: «¡Ojalá ataquen y ganemos!». «Ojalateros» que, como el mirón del juego decía a su amigo, podían repetirnos a nosotros, según las alternativas de la guerra: «Ganamos; seguimos ganando… Pierdes; sigues perdiendo… Parece que volvemos a ganar, no, siguen perdiendo…». Bien se notaba que perdíamos. En el Ministerio de la Guerra las defecciones eran constantes. El setenta por ciento de los jefes de Estado Mayor se pasaron al adversario, sin que nadie pudiese hacer nada por impedirlo, dado el desconcierto que se había introducido en aquella casa. Entre los militares evadidos, los había de filiación republicana, personas de absoluta confianza para el régimen, para las que la guerra ya no tenía color. ¿Qué fue de ellas? Lo más probable es que les aplicasen, al llegar a las filas de Franco, el trágico arancel de la muerte. Margarita Nelken, según mis informes, se había convertido en una autoridad en el Palacio de Buenavista, donde permanecía horas y horas, ordenando y disponiendo con un tono menos insinuante que el de su manera habitual. Censuraba acremente la conducta de Largo Caballero, en cuya línea política se había mantenido, reprochándole torpezas y apresuramientos culpables. Difícilmente escapaba alguna persona a su juicio crítico. Sus víctimas decían de ella que estaba iracunda por no haber sido designada embajadora en Moscú, puesto que apetecía y para el que se consideraba en las mejores condiciones. Inteligente y sutil como es, no había alcanzado a darse cuenta de la desestimación en que la tenían sus compañeros de línea revolucionaria. Su exclusión de todo puesto gubernativo debió revelárselo y sintiéndose herida por personas a las que menospreciaba en secreto, se sirvió de la ocasión para pincharles los alfileres de su ironía sarcástica. Yo pude medir su irritación en una visita que nos hizo al periódico, domicilio que hacía muchos meses que no había pisado, considerándolo indigno de su planta severamente revolucionaria. Para facilitar una inteligencia, puso en orden de revista todas sus indignaciones más recientes, creyendo regalarme el oído con ellas. Le faltó darse cuenta de que hablaba con un periodista gubernamental que, con el mejor gusto, había olvidado el pasado.

—Marcho mañana mismo para Valencia —me dijo— y Barcelona. Voy a decir a Largo Caballero lo que pasa, con la esperanza de que se decida a poner remedio a este desbarajuste, si no quiere que Madrid se pierda irremediablemente. Los comunistas se están apoderando de todo, sin que nadie se cuide de irles a la mano. Están causando un daño inmenso. Y nosotros, ¡cruzados de brazos! Estoy yo sola en el Ministerio de la Guerra y me es imposible hacerlo todo. Sería menester que alguien me ayudase, que regresaran los que tan precipitadamente se han ido. Todo eso es lo que proyecto decirle a Largo Caballero en cuanto llegue, y si sus secretarios me cierran la puerta, iré a decírselo a Azaña, a quien también le interesa saberlo. Cumplido con ese deber, me volveré a Madrid, a correr la suerte de los milicianos, que yo no soy de las que se retratan mucho, simulando que han estado en la primera línea, cuando la verdad es que no han pasado nunca de la retaguardia.

Para subrayar la alusión, por si no lo había captado, hizo un mohín inequívoco y aún añadió, con palabra desvaída, pero con acento mortificante, el nombre de una diputada que gozaba de amplia popularidad, y sobre la que, por inteligencia y heroísmo, se consideraba a mucha altura. No le computaba, por no convenirle, el don de simpatía que en su competidora es muy grande, y algo que vale más que la simpatía y la atracción: todo el curso heroico y rectilíneo de su vida desde que se adscribió a las ideas que defendía; vida que por haberse desarrollado en un pueblecito de Vizcaya, me es bien conocida. La entrevista a que me refiero terminó como había empezado, sin cordialidad. Las últimas invectivas de Margarita Nelken fueron para algunos colaboradores de Prieto: Camacho, Hidalgo de Cisneros… y para el propio ministro del Aire, que tenía tan mala mano para elegir las personas de su confianza. Albar, con quien Margarita Nelken había conversado un momento antes, vino a mi despacho y me dio su impresión:

—Tiene razón en mucho de lo que dice; pero le falta autoridad moral para decirlo.

Me limité a recordarle una vieja profecía mía, según la cual llegaría un momento en que necesitaríamos ser nosotros quienes defendiesemos a Largo Caballero de los ataques de sus íntimos amigos. La visita de Margarita Nelken venía a probar que no me había equivocado. Tres días más tarde de nuestra conversación, Mundo Obrero nos sorprendió con la noticia de que Margarita Nelken había solicitado y obtenido el ingreso en el Partido Comunista. El desenlace me produjo un cierto regocijo. ¿Qué había sucedido a la diputada ex socialista en Valencia? ¿Qué nuevos desdenes le aconsejaron adscribirse al Partido Comunista? Quizá una negativa de la secretaría de Caballero o acaso una aspereza del propio ministro. En uno u otro caso. Margarita Nelken, mal acostumbrada entre los socialistas a edificar cismas y cuando se los daban creados a subdividirlos, iba a tener ocasión de conocer los rigores de una disciplina férrea, cuyos escalafones no pueden ser forzados con ninguna audacia. En la base hay siempre puestos de honor, aun cuando no reciban la luz del proscenio.

Esta mujer es la que distribuía órdenes, advertencias y avisos en el Ministerio de la Guerra, en tanto los ordenanzas, con tráfago enloquecido, vaciaban archivos, cargaban cajones, movían mesas y asustaban con las noticias, malas y peores, que llegaban del frente. Temían que el enemigo les sorprendiese en su trabajo y se daban prisa, confundiéndolo todo, olvidándose lo principal, para poder emprender el viaje hacia Valencia. Tropezaban con Margarita Nelken, que los fulminaba con la mirada, tratando de descubrir por dónde andaban los traidores. Su presencia fiscal y su palabra hiriente, pronunciada sin prudencia, irritaban.

—Director —me pedía el redactor militar por teléfono—, haga que se lleven a Margarita de aquí o acabaremos por tener un disgusto. Está cometiendo unas incorrecciones que nos pueden costar caras. No encuentro a nadie que no diga perrerías de ella. Empiezan a sospechar que es una espía.

—Allá el general con ella —le contestaba—; yo no puedo hacer nada, más que lamentar lo que sucede. ¿Cómo vamos?

—Tan mal como siempre; pero por ahora puede seguir escribiendo. Tenemos algunas horas de respiro.

—¿Qué piensa de todo esto el general?

—Ya iré a contárselo. Por teléfono no me atrevo a decírselo.

Lejos de los centros oficiales —¡aquel Ministerio de la Guerra, aquella Dirección de Seguridad!— la calma era excesiva. Se hacía difícil interpretarla con acierto. ¿Era indiferencia? ¿Respiro y descanso para lanzarse al combate? Por los periódicos motorizábamos nuestra primeras planas, buscando despertar en el pueblo madrileño sus energías más potentes. Necesitábamos llevarlo a la Casa de Campo, no como era costumbre en él, con niños y meriendas, para un día de regocijo, sino con fusiles y ametralladoras, para semanas de sacrificio. Madrid, tan calumniado como pueblo ligero y frívolo, recogido en sí mismo, la víspera de su más grande epopeya. De Levante le enviaban refuerzos. Madrileños adoptivos, que se iban a bautizar de sangre en San Antonio de la Florida y nos harían olvidar a los desertores

«que a los sus paños menores

fue menester lavandera».