17

El presidente de la República sale de Madrid en visita de frentes. — Las autonomías: política de Companys en Cataluña y concesión del Estatuto de autonomía al País Vasco. — Ataques a Prieto. — Disminución de la autoridad del Gobierno. Una consulta de Galarza.

En el Palacio Nacional se hacían preparativos de viaje. El Gobierno dio una nota para tranquilizar a la opinión: por acuerdo del Consejo de ministros, el Presidente se trasladaba, en visita de frentes, a las zonas levantina y catalana. La verdad, inocultable para el pueblo de Madrid, es que el Presidente abandonaba la capital del Estado porque la situación comenzaba a hacerse crítica. La determinación pareció razonable y no solamente no fue censurada, sino que se alabó. Don Manuel se fue, con su séquito, a Barcelona, donde había de pasar momentos apurados y sufrir no pocas contrariedades. Barcelona, con abundancia de todo, hervía de pasiones revolucionarias, que se manifestaban de muchos modos y maneras. Prácticamente, la autoridad estaba en manos de los sindicatos de la CNT, que la ejercían por medio de las llamadas «Patrullas de control». El Gobierno de la Generalidad, que presidía Companys, litigaba con el Gobierno central sobre materias del Estatuto autonómico, y conllevaba la situación que le habían creado los Sindicatos, a cuya fuerza expansiva no tenía posibilidad de poner límites.

Companys no quería reñir ninguna batalla cuyo éxito no estuviese previamente asegurado. Daba tiempo al tiempo, confiando en que parte de aquella fiebre remitiría y entonces le sería hacedero recuperar resortes de autoridad que, como sucedió en Madrid, habían dejado de responder. Hacía esa política y la hacía con la natural cautela, apoyándose preferentemente en la emoción autonómica del pueblo catalán de la que él era, desaparecido Maciá, el paladín más visible. La guerra había venido a consagrar la política autonomista de la República, Reunidas las Cortes, el primero de octubre, votaron el Estatuto autonómico del País Vasco, que iba para dos años que venía siendo estudiado por la Comisión parlamentaria correspondiente, sin que lo dictaminase, por oposiciones diferentes, para su inserción en el orden del día de la Cámara. La guerra dio a los nacionalistas vascos ese triunfo retrasado, en cuyo retraso a nadie sino a ellos les cabía culpa, por haberse enfrentado, con motivo de la política religiosa, con las izquierdas, prefiriendo a la victoria de republicanos y socialistas, la de la Ceda y los agrarios, fuerzas ambas cerradamente centralistas. Instaurada la autonomía vascongada, se constituyó con representación de todas las fuerzas políticas de la Vascongadas el Gobierno de Euzkadi, bajo la presidencia de José Antonio de Aguirre, entre cuyas cualidades destaca como inapreciable una: la lealtad. Hombre de firme fe religiosa y de inquebrantable pasión nacionalista, ha encontrado la manera de conservarse finamente liberal y tolerante. Diríase de él, después de que los historiadores católicos se dieron maña para meterlo en la ortodoxia, que es un Caballerito de Azcoitia, grato para dialogar con él, sobre materias de gobierno y de fe, bajo los arcos de la Casa Consistorial, en tanto en la plaza, húmeda de lluvia y verde de árboles, el chistu toca solemnemente con aire de pavana… En vez de esos diálogos de paz le correspondía hacer disputas militares. Sus afanes en el Norte no eran distintos a los de Largo Caballero en Madrid. Este había dicho a los diputados de la Nación: «En tanto nos quede un pedazo de la patria en que afirmar nuestros pies, la lucha por la victoria no se interrumpirá». Largo Caballero no habló a los parlamentarios para emocionarles. Su palabra enjuta jamás se propone esos efectos. Habla fríamente para manifestar un propósito, para decir lo que ambiciona, para anticipar lo que va a hacer. En la ocasión todo el discurso le cabía en tres palabras: Forzar la victoria. Largo Caballero no es, por supuesto, infalible. Menos es un simulador. Cree, con error o con acierto, en lo que dice y cuando lo que afirma es un propósito de su voluntad, ese propósito está servido en él por la pasión más robusta y sistemática. Largo Caballero creía en la victoria porque poseía una seguridad ciega en sí mismo. Se equivocará quien le clasifique como vanidoso o ególatra. No es un problema de vanidad, sino de mística política. Si se le hizo alguna sugestión para que el Gobierno, a semejanza del presidente de la República, trasladase su residencia oficial, la rechazó de plano, sin tomarla en consideración. No pasaba a creer que la gravedad se acentuase tanto que exigiera el traslado del ministerio. Su alucinación de visionario le prohibía las previsiones catastróficas. Operaba con la noticia de cada día, sin desconfiar del triunfo. Su crédito público había disminuido. Su potencial mesiánico se esfumaba. El milagro que de él se esperó no se produjo y esto era suficiente para que el escepticismo clavase arpones en su popularidad. En todas las esquinas podían leerse carteles en que la CNT, en nombre de un millón de combatientes, pedía estar representada en el Gobierno. Los diarios confederales razonaban extensamente esa necesidad, enzarzándose en polémicas agrias con sus impugnadores. Esa petición representaba una forma de la impopularidad del Gobierno. Por ese tiempo, los sindicalistas estaban terriblemente enfadados con Prieto, cuya gestión en orden a la Escuadra criticaban con terrible violencia, sobre todo desde las páginas de Solidaridad Obrera, de Barcelona. El problema de la Escuadra, que era a la vez el de Cartagena, tenía importancia gravísima. Los anarquistas temían perder el predominio que aseguraban tener sobre ella, y acusaban al ministro socialista de favorecer la actividad de los comunistas. Concretaban en Prieto las culpas de la inactividad de los buques; le censuraban como nocivas sus órdenes y le impugnaban con aspereza sus nombramientos. Con semejante ministro, tan dócil al mandato de Moscú, no era sorprendente que la guerra en el mar fuese para la República una cadena de fracasos. La versión del titular de la cartera difería de la de sus impugnadores. Si los buques no navegaban o lo hacían tímidamente, las causas debían buscarse en motivos más dramáticos que los aducidos por sus censores: en la falta de oficialidad competente. El grupo de oficiales que había sobrevivido a las violencias dependía de unos comités, nombrados por la marinería, que hacían y deshacían a su antojo. En la base de Cartagena y en el Arsenal, dependiente de ella, la situación de la disciplina no era mejor. La baraja de hombres con que el ministro podía jugar era muy escasa, si bien eran gentes de temple y de carácter: Ubieta, Buiza, Ruiz, Xátiva, Cortázar, Bruno Alonso. Andando el tiempo, la versión que yo había escuchado a Prieto me la confirmaría, con gran copia de detalles descorazonadores, Xátiva, persona de absoluta veracidad y de unas condiciones morales extraordinarias. Pero el ministro no podía polemizar; ni nosotros, periodistas ministeriales, podíamos usar de sus informes, que hubiesen causado una lesión al régimen y un resquemor en los marinos.

Ello es que la autoridad del Gobierno se había resquebrajado, coincidiendo la disminución de su autoridad con el acercamiento de los rebeldes a Madrid. En algunas zonas de los alrededores de la capital, equipos de hombres cavaban trincheras. Era la última pasión: cavar trincheras. De los ministerios, de las oficinas públicas, de los establecimientos y comercios, oficinistas y dependientes, embarcados en camiones, eran enviados a hacer fortificaciones. Fortificaciones llamábamos los periodistas a unas zanjas de medio cuerpo que no tendrían posibilidad de utilizar los soldados. ¡A fortificar! ¡A fortificar!, gritaban los diarios comunistas. Y añadían: «Madrid será la tumba del fascismo». Este slogan se había pronunciado con anticipación, y a los socialistas se nos ocurrió objetar, ¿por qué no hacérsela un poco más lejos? Otro tema comunista fue Petrogrado. Recordaban minuciosamente el riesgo que corrió la capital de la revolución rusa, sin aludir a todas las figuras que intervinieron en su defensa. De corregir el olvido se encargaron los secuaces de Trotski, También la Oficina de Propaganda de la Generalidad envió a Madrid unos carteles en que, con el plano de Barcelona, se ilustraba a los madrileños sobre la invencible fortaleza de todo pueblo que desea defenderse. El madrileño no paraba demasiada atención en tales curiosidades históricas. Pensaba, más que en la guerra, en el invierno que se le avecinaba. Las apelaciones al heroísmo no le interesaban. Los batallones fortificadores no hacían trabajo útil. En dictamen de ingenieros y de arquitectos, las trincheras que se construían no servirían para nada. Eran una pérdida de tiempo. Argumentaban largamente sus puntos de vista, para acabar sosteniendo la necesidad de un método y un plan, que según ellos no había. Aquellas personas a las que se compelía, con menos violencia que malos modos, a tomar la pala y el pico, estorbaban y no ayudaban. Los tajos se encumbraban de trabajadores teóricos, tanto más entusiastas, cuanto más inútiles. Las fortificaciones de la capital eran modestísimas zanjas, sin profundidad, de las que la aviación enemiga expulsaría a nuestros combatientes tan pronto como se lo propusiera. Donde las cosas se hacían con más conciencia, empleando, en la medida que se podía, el cemento, la obra no adelantaba con la prisa que se requería. Observando aquel trasiego de camiones, cargados de fortificadores de todas las edades, Madrid recibía la impresión de que le estaban haciendo una cintura amurallada, infranqueable para los ejércitos mejor pertrechados de ingenios demoledores. La verdad era mucho más modesta, tan modesta que da vergüenza confesarla. Nadie pasaba a creer que Madrid pudiera defenderse. Ese tema espinoso estaba descartado de todas las conversaciones. No recuerdo que lo tratásemos, ni una sola vez, los directores de los periódicos de la capital que, a instancias del ministro de la Gobernación, Ángel Galarza, nos reuníamos con él todas las tardes para ser informados de la marcha de los sucesos militares, al objeto de que poseyéramos una base firme para nuestros comentarios. Galarza, que había ejercido como periodista en Madrid, era con sus antiguos colegas todo lo amable y atento que podíamos apetecer. En relación directa con Largo Caballero, nos proporcionaba las noticias del frente y nos hacía sugestiones que discutíamos con él. No necesito decir que las sugestiones eran mejores que las noticias, de las que el ministro no era responsable. A mí me reprendió cordialmente por un artículo, del que era autor, y en el que reclamábamos coraje para una semana, afirmando que, transcurridos esos siete días, la defensa de Madrid estaría perfectamente garantizada. Atendido el crédito de nuestro diario, el artículo produjo muy honda impresión, dato que podíamos medir por la considerable correspondencia que determinó. Todas las cartas respiraban entusiasmo, y quienes las escribían se brindaban para hacer cuanto se les pidiese. Nuestras indicaciones tenían una repercusión inmensa. Así, cuando aseguramos que cinco mil hombres resueltos salvarían Madrid, las más sorprendentes felicitaciones nos llegaron de todas partes. Fernando Vázquez, que abría el correo, deseaba que constituyesemos aquel regimiento de los cinco mil hombres, dándole un apellido socialista. Pero yo me mostraba partidario de la división del trabajo y entendía que el nuestro se limitaba a suscitar el entusiasmo, correspondiendo a otros su canalización y aprovechamiento.

El artículo de El Socialista en el que pedíamos coraje, sin desfallecimientos, para una semana, fue estimado en el Gobierno, y en la propia Presidencia de la República, como una confesión paladina de indefensión por falta de elementos. Ángel Galarza, finalmente, sin acrimonia, me censuró delante de los demás compañeros. Acepté la reconvención, sin oponer más que una tímida defensa. No la voy a intentar ahora. Sólo diré que todavía hay madrileños que recuerdan aquel artículo, que les avivó el entusiasmo y les sacó de un estado de pasividad que nada bueno prometía. Alguna vez he encomiado lo que los periodistas hicimos por la defensa de Madrid, y lo que hicimos fue romper un estado de marasmo que no dejaba nacer al heroísmo. La constante ocultación de la verdad nos hacía daño. Fuerte debió ser la contribución de los periodistas a la defensa de Madrid, cuando en el Cuartel General de Salamanca decidieron —decisión que han cumplido— condenarnos a muerte. Treinta y cinco son los ajusticiados en Madrid. Entre ellos están, según noticias que no parecen desmentirse, Javier Bueno —el mejor de todos nosotros en hombría y sabiduría, excepcional de carácter e insuperable de compañerismo—, al que han ahorcado con soga; Salado, de La Voz, una pluma fina y delicada, prometida a grandes éxitos; Hermosilla, de La Libertad, que pudo esperar todo del periodismo menos ese final infausto, y quizá porque no tengo noticias de él, un muchacho cuya vocación apasionada estimulé yo y de cuyo futuro podían hacerse los mejores vaticinios: Mendieta. Fuerte fue nuestra contribución y cara ha sido la cuota. Aparte de esa reconvención, que recuerdo sin la menor molestia, en aquellas reuniones con el ministro de la Gobernación se trató, a su iniciativa, de un tema que tiene una cierta curiosidad. Prácticamente la entrevista de aquella tarde había terminado. Conversábamos de pie, cuando Galarza, pidiéndonos promesa de discreción, se resolvió a consultamos una duda. Aclaró: «El jefe del Gobierno es absolutamente ajeno a lo que me propongo decirles y esa es la razón por la que les pido la más absoluta reserva». «Se trata —siguió— de la posibilidad de un canje que se me ha indicado y sobre el que no me resuelvo a decir una sola palabra. Las personas a canjear serían el hijo de Largo Caballero, que como saben lo tienen en rehenes los rebeldes, y José Antonio Primo de Rivera». Copio de mi nota de aquel día: «La repulsa fue general: ¡Imposible!». «¡Ni hablar de eso!». Yo me callé. Tenía la sensación de que acababa de dictarse, en aquel momento, la pena de muerte contra Primo de Rivera. Como la conversación se prolongase sobre el mismo tema, hice algunas insinuaciones que se rechazaron con sorpresa: «¡Sería peor! Lo arrastrarían». «Se reputaría una traición». Necesité defender lo que consideraba justo. ¿Se quería una muerte simbólica? ¿No acabaríamos arrepintiéndonos tarde de una torpeza irremediable? ¿No lo sería igualmente consentir que la represalia alcanzase a un hijo de Largo Caballero? El ambiente era cerrado y hostil. Galarza temía que la represalia se produjese, pero su gestión había fracasado. Insistió en que la «silenciásemos». Presumo que a Galarza le era indiferente la vida de Primo de Rivera, interesándole mucho, en cambio, la de Paquito Largo, interés al que tenía derecho, ya que debía conocer el torcedor de conciencia que la inseguridad de su hijo representaba para Largo Caballero, incapaz de declarar a ningún confidente, por alta que fuese la confianza, sus sentimientos a ese respecto. En mi juicio influyó el temor de cometer algo peor que una injusticia, un error. Primo de Rivera, preso en Alicante, había dejado transparentar su pensamiento sobre la guerra y llegó a soñar con la idea de poner fin a la misma mediante un Gobierno de unión nacional, que discurrió en la soledad de su celda y en que la cartera, creo, de Obras Públicas estaba reservada a Indalecio Prieto. Este, que se interesó mucho por conocer los papeles últimos de Primo de Rivera, y por leer el proceso, que había de serme reclamado a mí, que no lo había visto ni leído, cuando la evacuación de Barcelona, explicará, si alguna vez escribe sus memorias, quiénes componían aquel Gobierno y a qué declaración de principios tenían que ajustar sus actos. Si la consulta que se nos hizo a los periodistas encerraba una intención humanitaria, el fracaso, previsible, debió descorazonar a Galarza. Fracaso presumible porque los tiempos no eran favorables ni a la justicia ni a la piedad. No habían acabado para Madrid los amaneceres bochornosos. Galarza no conseguía dominar la situación, aun cuando había logrado mejorarla. El problema policiaco era dificilísimo de resolver. La arbitrariedad tenía mucho vicio.