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Pérdida de Toledo y liberación de los defensores del Alcázar. — Un pájaro de hierro para un corazón de piedra. — La cartera de Guerra, caja de Pandora. — Amigos y adversarios de Asensio. — Al general Varela no le entran los planos. — Pascua debe mandamos la victoria, certificada y urgente.

El día 28 de septiembre, los defensores del Alcázar fueron liberados por las tropas de Franco, que entraron en Toledo sin que necesitasen hacer demasiado uso de sus armas. Pequeños núcleos de resistencia, que se replegaban por los caminos de Madrid, les hicieron las salvas de ordenanza. No parece que hubo más. La escalada de la ciudad fue tan rápida que bastantes milicianos no llegaron a darse cuenta de ello, y se vieron envueltos por el enemigo cuando descansaban de la guardia de la noche. En uno de los edificios, los combatientes sorprendidos iniciaron una resistencia desesperada; pero las fuerzas y las municiones se les agotaron pronto, y, una vez rendidos, fueron pasados por las armas, desatendiéndose las súplicas de una comunidad religiosa, que había recibido de los soldados republicanos pruebas de consideración y respeto. Los regulares no se dejaban enternecer. Despojaban a los prisioneros de sus efectos y a continuación los fusilaban. Todo varón, por serlo, era sospechoso, y para saber si había participado en la contienda, sus aprehensores le obligaban a mostrar el hombro derecho. Si estaba enrojecido, quedaba condenado a muerte y la sentencia se cumplía sobre la marcha. Estos trabajos los hacían los regulares sin la menor emoción, con absoluta indiferencia. Su insensibilidad para la muerte ajena, no para la propia, que ellos sabían suplicar, arrodillarse y llorar, no tenía parecido con nada. Se les dio, por muchas horas, el reino de la ciudad imperial. Registraban en las casas, buscaban en los sótanos, husmeaban en los patios, salpicando con mucha sangre las blancas paredes de los edificios toledanos. Donde no descubrían víctimas para su crueldad, encontraban objetos para su codicia. El botín les estaba autorizado por un corto período de tiempo. Era este, antes que otro estímulo, que no podían sentir el aliciente que les empujaba a ser los primeros en tomar por asalto los pueblos. Las leyendas sobre su ferocidad habían hecho mella entre nuestros milicianos, que les huían, desafiando en la huida peligros mayores, como el paso del Tajo, en cuyas aguas fueron muchos los que encontraron la muerte. Mientras los regulares hacían la operación de «limpieza», en el Alcázar se rescataba a sus defensores, que asomaron a la luz, en un estado de extrema postración física. Indiferentes al homenaje de vítores de sus compañeros, sin la ayuda de brazos ajenos, se hubiesen derrumbado; tan agotados estaban. El resorte heroico que les mantuvo tiesos en tanto necesitaron resistir, se había inhibido, al faltar la necesidad, y aquellos que salían de los sótanos del edificio eran débiles criaturas humanas, sin vergüenza de sus flaquezas y de sus miserias. Los héroes habían quedado dentro, dueños de una casa que, con mayor razón que nunca, será sagrada para los infantes españoles. No les discutamos ese título, que sería mezquindad tonta. Su derecho a él no puede ser más legítimo. La proeza cumplida allí por los soldados a las órdenes de Moscardó tiene toda la fuerza de la mejor página histórica. Puede que en la estimativa profesional de los militares sea la más fácil: pero en la humana es inequivocadamente la más difícil. Se exige saber mirar a la muerte horas y horas, días y días, semanas y semanas, cara a cara. Sostenerle la mirada sin una debilidad; soportando su macabro regocijo, desoyendo sus carcajadas de victoria. Vencedores de esa prueba, al encararse con la vida todos aquellos hombres recibían en el pecho el golpe seco de todos los miedos a que se habían hurtado y temblaban, escalofriados, de lo que no habían temblado. Sufrían de lo que no habían sufrido. Lloraban de lo que no habían llorado. Brazos fraternales tenían necesidad de soportar la carga de aquellos cuerpos a quienes la conciencia de su victoria increíble ponía en trance de sufrimiento y de regocijo, de angustia y de dicha. Y es que la pesadilla conservaba su fuerza y esta era más grande que la de verdad, presente en el calor del sol, en el aire puro, en los colores de los uniformes y en los gritos entusiastas de los soldados.

En su grandeza impresionante y dramática, sólo consiguió verlos el padre Vázquez Camarasa cuando se acercó a ellos para encomendar su almas a Dios. El sacerdote vive con la huella de aquella escena, acusado, por otra parte, de haber intentado debilitar la resistencia. Esas codas rencorosas que los rebeldes acostumbraban a poner en sus mejores páginas, las desfiguran y empequeñecen. El caso de Vázquez Camarasa, que aceptó ir en cristiana ayuda de unas conciencias religiosas atormentadas por la falta del sacrificio de la misa, se repite en el defensor de Goded, condenado a una pena severa por haber defendido a quien no necesitaba defensa alguna, según el concepto jurídico, bastante pintoresco, de un tribunal militar a quien la fuerza, que no el derecho, confiere títulos para juzgar y sentenciar. Es posible que los jueces de ese defensor no hubiesen descubierto en sí mismos el necesario valor para asumir la defensa del general, en los días en que los anatemas se pronunciaban con facilidad, y eran seguidos, muchas veces, de castigos crueles. Vázquez Camarasa no fue emisario del Gobierno republicano, sino vicario de Cristo, que llevó a los sitiados el consuelo de la religión, y que, cediendo a las súplicas de las criaturas más débiles, mujeres y niños, intercedió por ellas cerca de Moscardó. No se alcanza a saber cuál es su delito. Menos alcanzarán a conocerlo quienes vieron la procesión de madres escuálidas y niños tarados por el hambre y los sufrimientos que, al liberarse el Alcázar, salía por su puerta. Este segundo grupo de sitiados no habían sido héroes en ningún momento, ni tenían por qué serlo. Eran, si acaso, las víctimas de los héroes. Sus acusadores cuentan que, a su vista, el entusiasmo de los vítores se apagó súbitamente. El espectáculo no tenía nada de glorioso. Rostros demacrados, con los estigmas de padecimiento capaces de anonadar la razón; cuerpos prematuramente envejecidos, a los que se hizo necesario transportar en camillas, ojos turbios y mortecinos, bocas con un rictus amargo… ¿Cautivos liberados? ¿Criaturas en cautiverio? Juzgando por sus trazas, lo segundo. Mujeres sin gusto para la vida; niños atemorizados por la hora siguiente. A los sollozos de los más, se mezclaban los gritos de los que habían enloquecido. Por la ciudad rodaba el ruido de las descargas con que los regulares hacían su operación de limpieza.

El horror de los locos tenía en qué apoyarse. Los héroes iban a ser izados a pedestal; sus compañeros de la España franquista cortaban laureles para sus cabezas, sin pensar en conmoverse con el sufrimiento de aquella carne anónima, con el dolor de los huesos femeninos e infantiles utilizados como empalizada y trinchera. La página del Alcázar, cuidadosamente miniada y caligrafiada, tiene esa mancha imborrable. Moscardó se nos aparecerá siempre a los españoles como un héroe atrincherado en hijos que no son suyos, en mujeres que no son su madre, su esposa ni sus hermanas. Su heroísmo andará, por eso, muy cerca de la infamia. El laurel que ciñe sus sienes se pudrirá, y para su corazón de piedra no dejará de haber, en la leyenda, un pájaro de acero. Sol y sombra del heroísmo. Contradicción insoluble sobre la que únicamente aciertan a saltar los héroes de la gran estirpe. Moscardó no se decide a dar ese salto ni cuando se lo imploran en nombre de la religión. Siente que necesita el parapeto que forman aquellas criaturas desvalidas y libres de toda disciplina militar. Intuye que son su defensa y amparo, los verdaderos muros en que se detiene el impulso de los atacantes. Sólo se equivoca a medias, pero aun cuando se equivocase por entero, ¿no es su intuición un homenaje valioso a la República y a sus soldados? Estos han gritado muchas veces, suspendiendo el fuego: «¡Dejad salir a las mujeres y a los niños!». Sabían que era aumentar la despensa escasa de los sitiados, pero, por encima de esa consideración, los sentimientos humanos les aconsejaban pedir a voces la liberación de los inermes. Dada nuestra indecisión para un ataque a fondo, el epílogo hubiera sido el mismo, y la página del Alcázar no estaría emborronada en sangre infantil y femenina, ni el romance exigiría un pájaro de hierro para un corazón de piedra. El silencio que se opera en la plaza escombrada del Alcázar al aparecer el grupo doliente de los cautivos civiles anticipa un juicio histórico que la retórica imperial no podrá borrar.

La victoria de Toledo y la liberación de los héroes del Alcázar determinó un bien justificado regocijo en la zona nacionalista. Las campanas de las iglesias repicaron alegres. Las radios difundían la noticia con las promesas más halagüeñas: la próxima etapa del recorrido victorioso de las tropas nacionales era Madrid. La guerra, que estaba comenzando, se aproximaba, según los augures de las estaciones emisoras, a su fin. La conquista de Madrid, que ningún poder humano evitaría, sería el punto final de las operaciones. El optimismo de los rebeldes tenía su razón. El avance de las tropas no encontraba resistencia. El ejército de la República seguía siendo una montonera que se gobernaba por sus instintos. Para someterla a las leyes militares hubiera necesitado lo que no tenía: mandos. Los que había improvisado no eran aptos sino a la hora del valor personal y del sacrificio. Pero esto no resolvía la cuestión de fondo. Se necesitaban buenos cabos, buenos sargentos, buenos oficiales, buenos capitanes…, la pequeña cuadrilla jerárquica. No la tenía la República y esta falta daba origen a su inferioridad, y en su inferioridad a las derrotas que, silenciadas al producirse, venían a conocerse con retraso y sorpresa. «¡Cómo! ¿Hemos perdido Toledo?». Sí, aun cuando no lo supiese el presidente de la República, habíamos perdido Toledo. Y la noticia que no tenía confirmación oficial, mejor, que se desmentía burocraticamente la difundían los milicianos que acababan la plaza al enemigo. Azaña, que la tenía por el conducto callejero, la ignoraba oficialmente. De las dos versiones se quedaba con la peor, que era, desgraciadamente, la cierta, y proyectaba, con buen sentido, abandonar Madrid. No él, nadie podía sospechar que los fusiles que habían dejado sin defensa Toledo hubieran de sublimarse en la defensa de la capital, ciudad abierta, de defensa casi imposible, y desde luego, mucho más difícil y laboriosa que la plaza que, cedida de barato, tenía en su poder el enemigo. Largo Caballero, que acudió aquella tarde a despachar con el Presidente, carecía, a su vez, de una información que en las redacciones de los diarios se estaba enfriando y en las calles había deprimido el ánimo público. ¿Qué pensaba el Gobierno? ¿Qué esperanzas había? ¿Qué hacía Asensio? Se podía notar perfectamente cómo el pueblo buscaba una razón mesiánica para alivio de su desconsuelo. Era frecuente que se nos preguntase: «Ustedes que tendrán información, ¿cómo ve las cosas Largo Caballero?». Mentíamos confianzas en que no creíamos. Teníamos temor de que se derrumbase el potencial mítico que representaba nuestro camarada.

El ministro Largo Caballero necesitaba, cuando menos, cubrir su etapa, que no había hecho sino comenzar y comenzar con desgracia. Esta no hubiese sido fortuna para otro hombre. El gobernante, por serlo, es responsable de la desgracia, aun cuando no le quepa en ella culpa personal y sea resultado de una imprevisión o laxitud colectiva. Los triunfos y las derrotas se personificaban en él y esta ley de siempre no parece que haya de modificarse en lo porvenir. Desde luego, en el tiempo de la guerra no estaba derogada. Nos fulminó a todos cuantos ejercíamos autoridad, pero con mayor violencia y dureza a quienes en trance tan apretado habían pechado con la cartera militar, especie de caja de Pandora sin secreto, que no contenía sino desventuras e infortunios de un peso anonadador, sin fondo ninguno de esperanza. Largo Caballero era el cuarto hombre que, en breve período de tiempo, la llevaba a su cargo. De sus antecesores, el primero. Casares Quiroga, se había hundido en una crisis de desesperación que le indujo a buscar la muerte, propósito del que le hicieron desistir sus amigos; el segundo, Castelló, perdió la razón y hubo de ser recibido en un manicomio, y sólo el tercero, Hernández Saravia, quizá por su formación militar y su temperamento ecuánime, salió indemne de la durísima prueba, y aun se empleó en otras con un buen ánimo inalterable y resuelto, que nos hizo concebir, una noche trágica, a media docena de personas, esperanzas que no se realizaron y que disminuyeron nuestro crédito a límites insospechados. La historia de ese episodio está al final y tendrá que ser contada despacio. Del dolor del servicio que deseó hacer y que no se le dejó que hiciese, pudo volverse loco. No lo está. Tiene una herida abierta, pero cuida pudorosamente de tenerla tapada. Es un soldado que sabe obedecer y callar.

Largo Caballero, cuarto ministro de la Guerra a partir del momento de la insurrección, había de conocer sus horas amargas, sus noches tristes. El enemigo proyectaba, para plazo corto, hacerle desalojar el Palacio de Buenavista. Su fácil victoria sobre Toledo le confería títulos para escribir los calendarios más optimistas. Urgía levantar diques en su camino. Había que poner en juego todas las potencias capaces de ofrecerle resistencia. El ministro llamó a todas las principales autoridades militares. ¿Qué se debía hacer? La respuesta correspondía a los técnicos. Al ministro, mandar. Su orden no necesitaba ser pronunciada. Se podía leer en sus ojos fríos y claros: cerrar el camino de Madrid a los soldados de Franco. Y, secundariamente, preparar a la capital para una defensa victoriosa. La reunión, muy solemne, muy numerosa, fue abundante en palabras y en promesas. El general Asensio, el primero en vivir las angustias de aquella campaña desgraciada, se ofreció sin reservas. Dijo cuál era la situación, cómo se desarrollaban las cosas y en qué trances difíciles, por la defección de los soldados, en los que el miedo a los regulares era superior a todo adjetivo, se encontraba metido cada dos horas. Llegó a decir que su vida la ponía a la disposición del ministro. En aquel salón ministerial el ofrecimiento de Asensio suscitó más de una sonrisa. Pareció un mal recurso parlamentario. El general Asensio, como todos los militares de alguna significación y relieve, tenía sus simpatizantes y sus debeladores. La campaña de los elogios era contrarrestada por la de los denuestos.

Para sus adversarios, Asensio era un militar intrigante, aficionado a hacer política y muy poco serio en sus costumbres. A la noche tenía preocupaciones distintas de las del día, y en satisfacerlas gastaba todo el tiempo que necesitaba para pensar en sus soldados. Sólo un ignorante de las necesidades militares podía darle confianza.

El que Largo Caballero hubiese abdicado su voluntad en él explicaba la desventurada marcha de los sucesos. Estas opiniones, que los comunistas hicieron suyas, con un clarísimo propósito político, abandonadas que fueron por ellos, o cuando menos relegadas al olvido, continúan circulando entre los hijos de Marte. Igual pasión en los admiradores. Para éstos, Asensio ve más con los ojos cerrados que X y Z con los suyos abiertos. Un coronel que secundó a Asensio en sus trabajos del Centro, que acreditó coraje y capacidad de mando, extremando la defensa de Olías del Rey y causando al enemigo muchas bajas, el coronel Mena, que llevaba su temeridad hasta seguir afeitándose en plena calle del pueblo mientras la aviación la bombardeaba, me decía con su voz ronca:

—Yendo a las órdenes de Asensio yo no pongo reparo en nada. Voy donde él quiera y hago lo que él quiera. Es un jefe, un gran jefe.

En cambio, otro coronel, este de Estado Mayor, sobre cuya laboriosidad y aplicación puedo dar fe y la darían igualmente Prieto y Negrín, como fuese indicado para formar parte del estado mayor de Asensio, pidió que se le relevase de la obligación de aceptar. Cuando me razonaba discretamente su negativa, aclaraba:

—No es porque sea de promociones más jóvenes, no. Resulta imposible que se establezca la necesaria identificación entre él y yo; cuando esa identificación no se da, el trabajo, por no hacerse gustoso, sale mal.

Estas simpatías y diferencias no son exclusivas del general Asensio. Acompañan, a lo que pude aprender, a todo militar con alguna notoriedad. Además de las querellas de arma contra arma, existen estas otras dentro de los mismos cuerpos. Se puede afirmar, sin error, que Franco es un cretino para Jordana, y este un majadero para el generalísimo y caudillo. Son los celos y las banderías de cada oficial. Cuando Asensio ofreció poner su vida a la disposición del ministro no decía nada que se asemejase a una hipérbole jactanciosa. Eran ya muchos los días que la tenía puesta al tablero, con más probabilidades de perderla que de ganarla. Esa circunstancia no me era conocida por él, a quien no saludaba, sino por el redactor militar del periódico, que estaba viviendo la campaña del Centro muy en la proximidad del general. Este redactor, con el que solía estar incomodado, aparecía por la Redacción de higos a brevas, y cuando esperábamos de su capacidad un trabajo que nos proporcionase material en abundancia para informar a nuestros lectores sobre las operaciones, se sentaba a su mesa y comenzaba el largo relato de nuestras desventuras. En medio de la negra pintura, las explosiones luminosas de algunos actos heroicos, suscitados por la propia desgracia.

Cuando terminaba el informe se me quedaba mirando, preguntándome con los ojos si valía la pena comunicárselo a los lectores. Yo le mostraba ejemplares de los demás diarios madrileños, exuberantes de noticias estupendas y orgullosos de sus boletines de victoria. Se encogía de hombros. No se sentía con fuerza para falsear la verdad y si a nuestras insistencias nos dejaba, antes de volver al campo, alguna crónica, defendía su prestigio de periodista veraz refiriendo liricamente los episodios heroicos. «¿Cómo ve las cosas Asensio?». «Como podemos verlas todos: muy mal». Y añadía: «Nuestra inferioridad con respecto al adversario es excesiva. Necesitaríamos disponer de un material de que carecemos, de unos mandos que no tenemos y de una disciplina que ignoro cuándo vamos a poder instaurar. El general se juega constantemente el “tipo”, pero esos alardes de valor no nos sacan del atasco. En uno de sus frecuentes desplantes ante la tropa que le abandona, castigada por las espuelas del miedo, le quitarán de en medio con dos tiros. Tendremos que fingir que lo ha matado el enemigo. Se le enterrará con unas cuantas coronas y quien le suceda en su actual responsabilidad caerá en desgracia porque no podrá impedir que el adversario, persiguiéndonos, que no combatiéndonos, se establezca a las puertas de Madrid, necesitado de algún descanso antes de resolverse a tomarlo. Con ser todo malo en esta historia, lo peor de ella es que no combatimos. Lo hacen algunos pequeños núcleos, pero aun éstos, abandonados del grueso de nuestros hombres, cuando el viento les lleva olor de moros, abandonan el terreno, replegándose arbitrariamente donde mejor les parece. Psicológicamente ha sido un gran acierto de los mandos rebeldes el colocar a los moros en vanguardia. El miliciano les tiene horror y los ve, sin verlos, en todas partes. No se sabe bien qué suerte de fiereza les atribuye. Se creería en un miedo ancestral y atávico contra el que nada pueden ni los razonamientos ni las coacciones. Es un miedo que salta sobre las mismas ametralladoras amenazantes, que desafía a los fusiles correctores de debilidades, que avasalla a los jefes… Increíble y desesperante. ¿Qué se le puede pedir en esas condiciones a un general? Su táctica se limita a ganar el mayor tiempo posible. Contraataques recomendados por la más elemental matemática militar, concebidos con justeza, tan pronto iniciados, tan pronto fracasados. El enemigo avanza desdeñando las previsiones, con una audacia que debería costarle cara y que le resulta gratis; entra en cuña con flancos descubiertos y no es él quien perece, sino nosotros, quienes nos retiramos». La desesperación de Asensio no proviene tanto de lo que se hace mal, como de lo que ni siquiera se intenta.

El enemigo le suministra constantes ocasiones de victoria que él no puede aprovechar. Es como una burla que le hace el destino: despliega ante su vista el panorama de un golpe nuestro que le haría dueño de la situación y cuando el general dispone las cosas para realizarlo, el grito de un atemorizado —«¡Estamos copados!»—, la defección súbita de una milicia cansada, el viento que trae olores de morisma o el espejismo de un peligro, destruyen su esfuerzo y borra, con un retroceso alocado, toda huella de posibilidad victoriosa. El destino no se cansa de hacerles estas jugarretas, capaces de arruinar la voluntad más segura y el ánimo mejor templado. Es un misterio cómo Asensio, que tiene la pasión de su oficio y una ambición legítima, no se ha dado, en un rapto de desesperación, muerte por su propia mano. Debe confiar en que habrá un momento en que pueda, venciendo la presente desmoralización, conseguir que sus planes se ejecuten. Si su esperanza adquiere confirmación dichosa, podré escribir las crónicas que ahora me es imposible redactar. «No le duela, director, no competir en victorias con los demás colegas, que eso irá ganando nuestro crédito».

El redactor militar de El Socialista no era un incondicional de Asensio. Le conocía de África, donde le había visto desarrollar un trabajo eficaz, y donde había podido identificarle aficiones, que no defectos, inherentes a toda juventud cabal, de las que hace mérito el Arcipreste de Hita. Reputándole muy excelente militar, el periodista confiaba en que se le deparase ocasión de comentar su victoria. Cuidaba de no perderle de vista en el campo y, para no ser un sujeto pasivo, se prestaba a los más variados oficios, desde el de oficial de enlace hasta el de capitán de milicia. Era depositario de confianzas del Estado Mayor y ejecutor de cometidos difíciles. Desventuradamente, la crónica que esperábamos de nuestro compañero no llegaba. Su silencio era para nosotros la prueba evidente de que las cosas marchaban mal; de que el destino seguía embromando a Asensio. Infinitamente más capaz que Varela, que había sucedido en el mando de las tropas rebeldes a Yagüe, sustituido por Salamanca después de la toma de Toledo, se veía arrollado por él. «Varela —ha escrito de este un falangista— posee valor personal, pero los planos y la táctica no le han entrado y se hace un lío con los contingentes a su mando. Fracasó estrepitosamente en todas cuantas tentativas dirigió hasta que, ante la imposibilidad de lograr su cometido, el Cuartel General varió de rumbo las operaciones en busca de éxitos más fáciles que calmaran la inquietud de la opinión defraudada». Este general de fracasos estrepitosos, a quien los planos y la táctica no entraban en la cabeza, derrotaba, en los caminos que conducían a Madrid, a Asensio. En condiciones de igualdad, y sin esta, con un mediano equilibrio de armas y disciplina, el general Varela no hubiese podido dar un paso con fortuna. Salamanca le regaló con un mando que, a partir de Talavera, y mucho más después de Toledo, no tenía pérdida. El esfuerzo se limitaba a perseguir tropas en derrota, infligiéndolas toda suerte de castigos para evitar que pudiesen ser recuperadas por sus mandos y se capacitaran para una resistencia eficaz. La vanguardia de Varela llevaba iniciativa libre.

Podía osar a todo con impunidad. La aviación, que ya comenzaba a tener volumen, le facilitaba, con bombardeos feroces, un avance tranquilo.

Los aparatos que nosotros oponíamos a los suyos eran insuficientes. Nuestros pilotos se embarcaban en ellos a morir. La táctica del vuelo rasante que les estaba recomendada la usaban sin demasiada convicción. No creían en su eficacia. El más reacio a su empleo era Mellado. Una noche en que cenábamos con él, nos explicaba su resistencia al vuelo rasante. Marcelino Pascua, que era el anfitrión y que había fracasado en su proyecto de llevarse a Mellado a Rusia como agregado aéreo, por haber negado Prieto la autorización, alegando que no podía prescindir de un elemento tan valioso, razonaba las ventajas del nuevo sistema de ataque aéreo. Mellado las reconocía, y con él los otros dos pilotos que nos acompañaban a la mesa, pero no manifestaba entusiasmo ninguno por la novedad. La impugnaba por demasiada expuesta a peligros. Era un piloto experimentado que se atenía para combatir, cosa que no había soñado hacer nunca, a las normas clásicas. Dos días después de aquella cena despedimos a Pascua, que partía para Moscú. El ambiente era pesimista y todos nuestros ojos estaban fijos en la ayuda que pudiese llegarnos de la otra punta de Europa. El embajador, no más llegar, tenía que mandamos, certificada y urgente, la victoria en forma de inmensos cargamentos que cubriesen, en un abrir y cerrar de ojos, todas nuestras necesidades civiles y militares. Partió Pascua, despedido por la algarabía de todos los vecinos, adultos y párvulos, de la casa de Velázquez, y por la cordialidad de sus amigos. Entre ellos no estaba Mellado; ni estaba ni volvería a estar. Volando sobre el enemigo, su aparato fue a tierra, sin que sus camaradas volviéramos a saber más de él. Nuestros aparatos, con sus pilotos dentro, mermaban y eran muy contados los que podíamos oponer al adversario, que, con pocas jornadas más, daría vista a Madrid, al que no simultaneaban la fortuna de verlo con la suerte de tomarlo.